Años de juventud del doctor Angélico - 03

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extrae el anzuelo, y pocos momentos después queda asfixiado. Aquí no hay
sangre como en la caza, no hay nada cruento ni doloroso...
Así discutían placenteramente aquellas amables personas.
Yo seguía nadando en el cielo, y cuando hube satisfecho el instinto de
nutrición que en aquella edad gritaba en mí de un modo alarmante, pensé
con tristeza que pronto tendría que separarme de tan grata compañía.
Estaba encantado del padre y de la hija, pero la esposa me tenía
fascinado. Haciendo todo lo posible para disimularlas le dirigía
intensas miradas de admiración. ¿Pasaron inadvertidas? No lo creo. Desde
que hay mundo ninguna mujer dejó de percibir la influencia de sus
encantos sobre un hombre. Me miraba de vez en cuando cerrando un poco
sus hermosos ojos con expresión de afecto, y sonreía. Era su sonrisa
leve, dulce, graciosa, un poco enigmática como la que Vinci puso en los
labios de su Gioconda.
--Por supuesto--añadió el General riendo--, toda esa sensibilidad de que
hacéis gala para mí es música. Tonico tiene razón cuando dice que una
mujer se desmaya viendo matar una gallina; pero se baña en agua de rosas
cuando un enamorado se da un tiro en la frente por ella.
--¿Dice eso Tonico?--preguntó Guadalupe alzando la cabeza y mirando a su
marido con expresión burlona.
--Sí; eso dice, y en mi concepto tiene mucha razón--respondió el General
un poco desconcertado por aquella mirada.
--Es una prueba más del maravilloso ingenio que Dios se ha dignado
conceder a Tonico--replicó la dama con tal acento sarcástico que el
General enrojeció.
--No será un rasgo de ingenio, pero es una gran verdad... Por lo demás,
ya sé de sobra que todo cuanto dice Tonico no tiene para ti sentido
común.
--Perdona que haya puesto mis manos pecadoras sobre el arca santa--dijo
Guadalupe con el mismo tono sarcástico.
--A mí no se me ha confiado ningún arca, pero tengo el deber de defender
a mis amigos. Las mujeres rara vez procedéis con justicia, porque no
razonáis vuestras simpatías o antipatías que son puramente instintivas.
--¿Esa reflexión es también de Tonico?
--No es de Tonico, es mía... Pero si lo fuese ¿qué?
--No es muy galante.
--Cuando se habla en general no hay falta de galantería, porque se deja
siempre un hueco para las excepciones.
Esta corta disputa había introducido una nota agria en aquel suave
concierto. Natalia tenía la frentecita arrugada y sus ojos expresaban
extraño malestar. De esto deduje que el sujeto de quien se trataba no
había logrado captarse la simpatía de las damas.
El General tenía un temperamento impetuoso y colérico, y su mujer, que
debía de conocerle bien, no quiso pasar más adelante en la discusión.
Volviéndose hacia mí me preguntó con tono afectuoso:
--¿Has vivido alguna vez en casa de huéspedes?
--No, señora; jamás he salido de mi casa hasta ahora.
--¡Oh, entonces seguramente va a ser doloroso tu aprendizaje! Echarás de
menos las comodidades de tu casa, la confianza y los cuidados de la
familia.
--A la edad de Angelito no se echa de menos nada más que la libertad
cuando nos privan de ella--dijo el General que estaba ya pesaroso de
haberse puesto serio--. Y no quiero añadir el dinero, porque estoy
cierto de que Angelito sabrá hacer buen uso del que su padre le dé.
La conversación siguió pacífica y alegre. Habíamos llegado a los
postres; y cuando nos disponíamos a tomar el café oímos el timbre de la
puerta.
--¡Es Tonico!--exclamó el General alegremente.
Lo mismo Guadalupe que Natalia permanecieron serias y aun quise percibir
en el rostro de ambas señales de contrariedad.
--El señor Grimaldi--dijo el criado levantando la cortina.
El caballero que se presentó vestía de frac y corbata blanca. Para
representarse lo que era físicamente, no hay más que recordar los
figurines de los sastres. Aquellos rostros excesivamente lindos,
correctos, perfilados, impecables daban cabal idea del suyo. La frente,
la nariz, la boca, los cabellos negros esmeradamente peinados, el bigote
y la perilla, todo era perfecto. Los soldaditos de papel con que juegan
los niños también parecían fotografías suyas. No le faltaban siquiera
las fuertes rosetas en las mejillas. En cuanto a su frac; la pechera
reluciente, como un espejo, de su camisa; la botonadura de perlas, la
fina cadena de su reloj pendiente de uno de los bolsillos del chaleco a
la moda del Imperio, las botas de charol; nada podía darse más flamante
e irreprochable. Podía contar de treinta y ocho a cuarenta años de edad,
algunos menos, por lo tanto, que su amigo el General.
Como persona de entera confianza y de las que se ven todos los días
estrechó silenciosamente la mano de los tres, principiando por Guadalupe
y concluyendo por Natalia, cuyo rostro azotó cariñosamente con los
guantes que empuñaba en una mano. Si he de decir la verdad, no observé
cordialidad más que en el General al recibirle. Este me presentó a él y
nos saludamos ceremoniosamente.
Don Antonio Grimaldi era aragonés como Reyes, perteneciente a una
familia opulenta de negociantes. Se habían conocido y tratado en
Zaragoza; estuvieron algunos años sin verse y, al fin, se tropezaron en
París poco después de haberse celebrado el matrimonio del General.
Grimaldi residía desde hacía tiempo en aquella ciudad llevando la vida
del soltero rico. Era conocido en los _boulevares_, en los restaurantes
de moda, en las carreras de caballos y en las salas de armas. Aunque en
Zaragoza no habían sido amigos muy íntimos, porque la diferencia de edad
en la juventud es más apreciada, al encontrarse en el Extranjero se
estrechó su amistad hasta hacerse fraternal. Quizá la misma diferencia
de temperamentos contribuyese a afirmarla.
Era el General ruidoso y expansivo en grado sumo. Su amigo, por el
contrario, frío y reservado como un diplomático veneciano. A aquél se le
iba la lengua a menudo, hablando más de lo que aconseja la prudencia.
Este la retenía alguna vez más de lo que prescribe la cortesía.
Correcto e irreprochable en sus modales, como lo era en su traje,
Grimaldi permanecía silencioso voluntariamente largos ratos, y cuando se
decidía a tomar la palabra, lo hacía con cierto esfuerzo, cual si se
viese obligado contra su gusto a ello. Como el General era un charlatán
sempiterno, no es maravilla que se encontrase a gusto con tan sempiterno
oidor.
Sin embargo, solía embromarle por este su temperamento inalterable.
--Tonico, eres como el viento que sopla del Guadarrama, fino, glacial,
que no apaga una bujía y es capaz de matar un hombre.
Grimaldi sonreía con el borde de los labios.
Cuando se cruzaron pocas palabras sobre asuntos indiferentes, Guadalupe
se levantó diciendo:
--Con permiso de ustedes voy a vestirme.
--Yo también me voy a poner el frac. Esta noche debemos ir a la Embajada
de Italia.
Quedamos en el comedor Natalia, Grimaldi y yo. La niña se puso a hablar
conmigo animadamente sin hacer caso de Grimaldi, el cual abrió un
periódico que estaba sobre la mesa, y se puso a leer.
No tardó en presentarse el General, y entonces Grimaldi tomó parte en la
conversación. Al cabo apareció también Guadalupe. Venía espléndidamente
ataviada y ostentando preciosas joyas: grandes solitarios en las orejas;
en los cabellos una mariposa de brillantes y en el cuello una magnífica
_rivière_ de las mismas piedras.
Se dió la señal de partida, y me despedí de Natalia que era la única
que se quedaba en casa. Me apretó la mano con aquella su franqueza
efusiva que la hacía tan amable.
En la calle, el General volvió a abrazarme y a ofrecerse con el mismo
afecto y cordialidad: me hizo prometerle que vendría a comer con ellos
todos los sábados. Guadalupe me alargó su mano que yo estreché temblando
de emoción. Montaron en el coche. Grimaldi me hizo una profunda
reverencia y montó en el suyo, que era elegantísimo y arrastrado por dos
magníficos caballos extranjeros.
Cuando partieron, permanecí unos instantes inmóvil. Luego principié a
caminar cabizbajo hacia mi casa en un estado de extraña y dulce
turbación.


IV
CORRO PELIGRO DE CAER EN RIDÍCULO Y AÚN PRESUMO QUE HE CAÍDO

Los sábados comía, pues, en casa de Reyes. Después me llevaban consigo
al teatro, unas veces al _Real_, otras al _Español_ o a la _Zarzuela_;
porque en los principales de Madrid tenía la familia del General un
turno de platea. En estas ocasiones yo echaba el resto en la
ornamentación de mi persona. Me había encargado un traje de frac y unas
botas de charol, compré el sombrero de copa más reluciente que pude
hallar en la capital y celebré largas conferencias con la planchadora
que me había recomendado Doña Encarnación acerca de la pechera y los
puños de mi camisa, conjurándole por lo que más amase en este mundo a
que pusiera en ellos los recursos de su arte, el alma y la vida.
No bastaba esto. Era necesario además que el peluquero del entresuelo me
frotase la cabellera con aguas perfumadas, me la peinase y me la rizase
con tenacillas, que me diese brillantina y un toque de cosmético al
bigote. Mi cabeza era un puro rizo y debía semejar bastante a la de un
negrito de Angola; pero yo estaba satisfecho de ella y me parecía una
verdadera obra de arte.
El que lea estos renglones habrá ya adivinado para quién se preparaban
estas armas mortíferas. Sin embargo, tal vez se haya pasado de suspicaz,
porque yo mismo no estaba bien seguro de lo que pretendía y si me
dijesen en aquellos días que aspiraba a seducir a la bella señora del
general Reyes me hubiera ruborizado y rechazaría la especie con
indignación. Lo único de que estaba cierto era de que aspiraba a
mostrarme ante ella con todas las ventajas físicas con que a Dios plugo
favorecerme.
Debo confesar, aunque me duela el hacerlo, que mis proyectiles caían en
la plaza, pero no estallaban. Yo no podía atribuír este resultado a
defecto de fabricación, porque estaba perfectamente seguro de mi
planchadora, de mi zapatero, de mi sastre y de mi peluquero. Tal vez la
Providencia, velando por la seguridad de aquella preciosa mujer, evitase
milagrosamente su explosión.
En casa de Reyes me recibía todo el mundo con cordialidad. El General se
alegraba mucho de verme y reía y tosía hasta reventar contándome
repetidas veces los graciosos episodios de sus días de pesca en compañía
de mi padre. Natalia me acogía con su habitual franqueza un poco ruda
pero siempre cariñosa. Y en cuanto a Guadalupe, me trataba siempre como
una verdadera madre.
Pues bien, esto era precisamente lo que yo no podía sufrir. Aquel tono
maternal que conmigo usaba en vez de infundir gratitud en mi corazón lo
llenaba de despecho. Porque hablemos claro, ¿qué motivos existían para
ello? Aunque contase diez o doce años más de edad que yo, por ley
natural no podía ser mi madre. Además, mi barba precoz alejaba de la
mente de cualquiera este ridículo supuesto y pensaba que merecía alguna
mayor consideración. Guadalupe se obstinaba en hacer caso omiso de ella.
Yo me desesperaba.
Un catarro feliz vino a esclarecer un poco este tenebroso asunto. Un día
me sentí indispuesto, tuve un poco de fiebre y me vi obligado a quedarme
en la cama. Doña Encarnación temió una pulmonía y llamó al médico. Si no
mereció el nombre de pulmonía, algo logró parecérsele y pasé algunos
días molesto y abatido. El sábado, no pudiendo ir a comer a casa del
General, rogué a Moro que le enviase una tarjeta en mi nombre haciéndole
saber la causa.
En la mañana del domingo me encontraba bastante aliviado: la fiebre
había desaparecido por completo; tenía mi cabeza despejada y departía
placenteramente con mi amigo Moro cuando apareció de improviso Doña
Encarnación anunciándome, no sin cierta emoción, que dos señoras pedían
permiso para verme.
No dudé un instante que fuesen Guadalupe y Natalia, porque no trataba
otras en Madrid. La noticia me produjo una increíble agitación, mezcla
de temor, de alegría y de vergüenza. ¡En qué desventajosa situación iba
a contemplarme la hermosa señora del General! ¡Sin corbata, sin pechera
almidonada, con el pelo lacio, sin cosmético, ojeroso y desmadejado!
Sixto Moro quiso retirarse, pero yo le rogué que no lo hiciese, tanto
por buscar apoyo contra la vergüenza que me embargaba como por el
secreto orgullo de mostrarle mi amistad con personas tan principales.
Venían de misa y entraron ambas con mantilla en la cabeza, el
devocionario en la mano y el rosario de oro y nácar arrollado a la
muñeca. No necesito añadir que Guadalupe en esta forma ataviada parecía
más hermosa que nunca. Yo siempre la encontraba mejor. Ambas se
mostraron conmigo afectuosísimas, me hicieron infinitas preguntas, me
dieron infinitos consejos higiénicos y encargaron muy especialmente a
Doña Encarnación «que de ningún modo permitiese que me acatarrase de
nuevo». Después se sentaron y charlaron animadamente de diversas cosas,
casi todas ellas relacionadas con el arte dramático que ha sido en
Madrid, y sigue siéndolo, la tabla de salvación de todas las visitas.
Les presenté a Sixto Moro; pero contra lo que yo esperaba éste apenas
pronunció una palabra. Se mostró tan reservado y tímido que hizo
aumentar aún mi embarazo. No pude menos de imaginar que se hallaba
estupefacto, fascinado como yo por la belleza de la señora de Reyes.
Comprendí sus impresiones, pero me disgustó aquella actitud, porque me
había hecho lenguas en casa del General de su ingenio y elocuencia.
Ambas le dirigían con disimulo escrutadoras miradas donde yo creía leer
cierta sorpresa mezclada de ironía. Guadalupe se alzó al cabo de la
silla y, acercándose a mí, dijo:
--Nuestra charla, si se prolonga, puede hacerte daño. Nos vamos.
Al mismo tiempo comenzó a arreglar con sus preciosas manos el embozo de
la cama, y al hacerlo puso una de ellas casualmente sobre mis labios.
¿Casualmente? Yo era fatuo como lo son en esta edad casi todos los
hombres, pero no lo bastante para pensar otra cosa. Así que me abstuve
de hacer lo que contando diez años más y siendo menos fatuo hubiera
hecho seguramente.
¡Qué delicioso desengaño! Aquella linda mano se sintió molesta, irritada
por mi deplorable equivocación y me apretó con impacientes sacudidas los
labios reclamando la ofrenda que le era debida. Yo deposité en ella un
beso tan leve que a la hora presente aun no estoy seguro de que
mereciese este nombre. Sin embargo, ella se dió por satisfecha: retiróse
dulcemente y dió otros tres o cuatro toquecitos alegres a las sábanas
mostrando su contento.
--No deje usted de darle por la noche, antes de dormir, una tacita de
tila con una cucharada de azahar. Es un remedio inofensivo que en nada
contraría las prescripciones del médico. A mí me prueba muy bien en
todos los catarros.
Doña Encarnación prometió ejecutar fielmente este y otros encargos que
le hicieron. Cuando al cabo se marcharon dejando embalsamada la estancia
con un suave perfume de violeta yo no sabía dónde estaba, había perdido
por completo la noción del mundo exterior y erraba por las regiones más
altas de los espacios cerúleos.
La voz de Moro me sacó de mi estupor hipnótico.
--¡Qué hermosa! ¡qué hermosa! ¡Es una aparición celeste!
--¿Verdad que sí?--exclamé impetuosamente fuera de mi sentido.
--He visto pocas jóvenes que puedan comparársele.
--¡Ninguna, ninguna!
Yo debía de tener las mejillas encendidas, los ojos brillantes.
Sixto me miró con sorpresa.
--Es realmente una obra perfecta de la Naturaleza. ¡Qué delicadeza de
facciones!, ¡qué cutis terso y nacarado, qué graciosos ademanes, qué voz
penetrante!...
--¡Qué manos divinas!--exclamé paladeando interiormente aquel esbozo de
beso que había gozado.
--Además hay en sus ojos una expresión de firmeza y candor al mismo
tiempo que la hace por extremo interesante. Se adivina detrás de
aquellos ojos un espíritu sincero, altivo, leal. Sus palabras y sus
gestos manifiestan una gran vehemencia de sentimientos y una dignidad
inflexible. Cuando ame, amará de una vez y para siempre. ¡Feliz el
hombre que logre hacer suyo ese tierno capullo de rosa!
Estas últimas palabras me sorprendieron.
--Pero, ¿de quién estás hablando?
--¿De quién he de hablar? De la hija de Reyes.
--¡Yo pensé que te referías a su mujer!
Nos miramos los dos un instante y soltamos a reír.
--Soy mejor persona que tú--me dijo Moro--, porque amo lo lícito no lo
prohibido.
Convine en ello y proseguimos todavía largo rato cantando
alternativamente la belleza de aquellas singulares mujeres.
Se habían despedido hasta el día siguiente, y Moro me pidió permiso para
asistir a esta segunda entrevista. Yo se lo concedí con tanto más gusto
cuando que ya conocía sus preferencias y no podía existir rivalidad
entre nosotros.
Con la alegría de dos niños traviesos comenzamos a disponer los
preparativos para recibirlas dignamente. Obligamos a Doña Encarnación a
que nos prestase su concurso: se cambió la colcha de mi cama,
exageradamente modesta, por otra de seda que Doña Encarnación guardaba
en el armario desde sus buenos tiempos de novia; se trasladó un tapiz de
la sala a mi cuarto; se limpió con esmerada prolijidad el gabinete;
Moro compró flores y se colocaron en dos macetas sobre la mesa; yo envié
por una caja de bombones y también se puso abierta y como al descuido al
lado de la maceta.
¡Cuánto gozábamos! ¡Cómo reíamos al disponer estos homenajes! Moro
invitaba a Doña Encarnación a que se vistiese el traje de gala y saliese
al portal a recibirlas; otras veces le proponía que alfombrase el
pasillo; otras que hiciese venir un clarinete amigo suyo para que tocase
un _solo_ mientras durase la visita. La pobre mujer tomaba en serio
alguna de estas proposiciones y nos hacía estallar en carcajadas.
Aquella noche dormí agitadamente. Sin embargo, me encontré muy bien por
la mañana, limpio de fiebre y con deseos de levantarme. No lo hice, como
puede presumirse, y desde las ocho ya estaba preparado a recibir la
celestial visita. No se efectuó hasta las once. El pobre Moro sufrió una
decepción. Vino solamente Guadalupe. Natalia no había podido salir de
casa por hallarse ocupada en copiar ciertos escritos que su papá
necesitaba con urgencia.
La visita de la hermosa dama fué brevísima. Se informó afectuosamente
del estado de mi salud, se mostró muy satisfecha de la mejoría y para
consolidarla me prohibió que me levantase aquel día. Luego se sentó, y
levantándose al instante se acercó a mi lecho con ademán de despedirse.
Me puso la mano sobre la frente como si quisiera cerciorarse de que
estaba completamente limpio de calentura y después la colocó
tranquilamente sobre mis labios y la mantuvo allí un segundo. Pero en
este segundo tuve tiempo a darle más de cuarenta besos.
Renuncio a expresar qué ensueños alados, qué locas imaginaciones
ocuparon mi cerebro en los días siguientes. Viví en un estado tal de
agitación feliz, que llegó a causarme daño. La dicha cuando es demasiado
intensa se hace dolorosa.
Me puse bueno rápidamente. Cuando llegó el sábado tomé las precauciones
que juzgué indispensables respecto a mi cabellera, mi camisa y mis
puños, y me presenté en casa de Reyes como el general que penetra en una
plaza que acaba de capitular.
Sin embargo, mi rostro expresaba, cuando penetré en el comedor, no la
insolencia de un grosero advenedizo a quien el azar pone en las manos
una fortuna inmerecida, sino la dulce serenidad del héroe acostumbrado a
vivir en compañía de la victoria.
Todos me acogieron con alegría. Hasta el frío Grimaldi me dirigió una
leve sonrisa de felicitación por mi restablecimiento. Aunque yo
participase ya de la antipatía que inspiraba a Guadalupe (como estaba
dispuesto a participar de todas sus opiniones y sentimientos), no pude
menos de corresponderle con efusión.
Porque la efusión rebosaba de mi alma en aquellos momentos. Mi corazón
triunfante, desbordando de felicidad, contemplaba la creación entera,
los hombres y las cosas con un igual sentimiento de benevolencia
generosa.
Mi primera mirada a Guadalupe fué rápida, discreta, pero de una
intensidad tal, que debió iluminar su alma como un brillante relámpago.
La que ella me dirigió fué mucho más discreta aún. Si hubo iluminación,
fué tan rápidamente extinguida, que no dejó señales. No pude leer otra
cosa en ella que aquel tierno y molestísimo sentimiento maternal que
desde un principio me había dedicado.
La segunda, menos rápida, menos discreta y más intensa aún, no obtuvo
tampoco resultados visibles. La hermosa señora de Reyes me miró
atentamente al rostro y me preguntó con interés:
--Supongo que seguirás tomando por las noches la tacita de tila con
azahar que te he recomendado.
--¡Señora, déjese usted de tila y azahar, y recordemos los besos que le
he dado!
Esto respondí, no con los labios, sino con el pensamiento.
En efecto, había tomado la tila y me había probado perfectamente.
Después se informó si llevaba sobre el pecho una franela, como me había
recomendado igualmente. Sí; llevaba sobre el pecho aquella franela.
Cuando se hubo enterado de estos pormenores pareció quedar enteramente
satisfecha.
Pero yo no lo estaba, ¡rayo de Dios, no lo estaba! Al contrario, me
sentí repentinamente tan triste y desmayado, que mi rostro debió
expresarlo claramente.
--No has adelgazado mucho--dijo Natalia mirándome--; pero estás abatido.
En fin, se dejó de hablar de mi persona, y la conversación giró sobre
otros asuntos más importantes. Guadalupe tomó parte en ella con la
perfecta naturalidad que la caracterizaba, sin que yo pudiese observar
en su actitud ni en sus miradas nada que indicase la presencia en su
corazón de un secreto amor. En vano quise adoptar actitudes lánguidas e
interesantes para hacerla comprender lo que pasaba en el mío; en vano
procuré dar a mis ojos una expresión cada vez más intensa; en vano
comencé resueltamente a arquear las cejas, a alargar los labios y
ejecutar otros signos que me parecían adecuados a despertar en ella el
recuerdo de aquel delicioso momento de abandono cuya memoria esclarecía
mi alma. Nada; ni la más leve señal que denotase su existencia.
Entonces quise probar a llamarle la atención por medio de una tosecilla
seca y discreta, a fin de que advirtiese que yo no olvidaría jamás la
prueba de amor que me había dado y que sería fiel hasta la muerte.
--¡Cuando digo que no estás curado por completo y que no debieras salir
aún por la noche!
Es horrible. Estas caritativas palabras hirieron mi corazón como un
dardo envenenado. Sentí que me abandonaban las fuerzas y estuve a punto
de llorar allí mismo, en presencia de todos, mis ilusiones perdidas.
Hasta me acometió repentinamente la sospecha de que aquellos
inolvidables besos no habían existido más que en mi imaginación, que
acaso los había soñado. La duda hizo presa en mi alma, y quedé triste,
triste hasta la muerte.
El tiempo transcurría; terminamos de comer; la conversación siguió
girando sobre varios asuntos. Y yo no obtuve ningún indicio que pudiera
hacerme pensar que el suceso que había llenado mi corazón y trastornado
mi cerebro durante algunos días no fuese un delirio de mi mente
acalorada por la fiebre. Al sábado siguiente pasó lo mismo, al otro,
igual...
Aquellos besos, caso de haber existido, se perdieron en los abismos del
tiempo y del espacio, y jamás ningún químico los hallará en su retorta
analizando los componentes del planeta.


V
MI AMIGO PÉREZ DE VARGAS, GEÓLOGO

Mi vida académica se deslizaba paralela y más tranquila que esta otra de
que acabo de dar noticia.
Entre mis condiscípulos de la Facultad de Ciencias intimé
particularmente con uno llamado Martín Pérez de Vargas. Era un joven de
singular talento y aplicación. Trabé con él amistad un día en que, por
encargo del catedrático, hizo el resumen de las explicaciones de la
semana. Llevó a cabo su cometido con tanto acierto y claridad y palabra
tan elegante, que cuando salimos de clase no pude menos de felicitarle
calurosamente.
Soy vehemente para expresar mi opinión adversa cuando cualquier cosa o
persona me disgusta. Quizá por eso habré pasado alguna vez por
envidioso. Juro, sin embargo, que jamás maldecí de aquello que me
pareció bien, y que, por el contrario, creo haber pecado casi siempre
por exceso de entusiasmo tratándose de aquellos amigos en quienes
reconocía algún mérito.
Pérez de Vargas unía a su claro talento un gran atractivo físico. Era
rubio y tenía hermosos ojos azules, donde se leía a la vez la
inteligencia y la lealtad de su espíritu. Sus facciones correctas, su
tez delicada y tersa, su figura esbelta. Vestía con elegancia y sus
modales eran distinguidos, revelando una educación esmerada. Pertenecía
a una aristocrática familia muy conocida en Madrid y habitaba un viejo
palacio en una de las calles próximas a la de San Bernardo donde se
halla situada la Universidad.
Nuestra amistad se satisfizo al principio con pasear juntos por los
corredores en los intervalos de las clases. Muy pronto, sin embargo,
advirtiendo mi inclinación al estudio y mi entusiasmo por la ciencia me
llevó a su casa y me mostró los tesoros científicos que había acumulado.
Era su casa, como he dicho, un viejo palacio bastante deteriorado y
sucio por fuera. Dentro era otra cosa. El portal adornado con plantas,
la escalera alfombrada. El portero era un enano imponente con luenga y
espesa barba gris, larga levita azul y sombrero de copa; los criados
vestían de frac y corbata blanca.
Pero mi amigo, aunque pertenecía a la casa, no disfrutaba mucho de sus
suntuosidades ni gozaba de gran preeminencia en ella a lo que pronto
logré entender. Marchando sigilosamente sobre la punta de los pies y
recomendándome el mismo silencio me condujo, después de atravesar
algunos amplios pasillos del piso principal, por una estrecha escalera a
una especie de camaranchón o desván con dos ventanillas sobre el tejado
y una claraboya en el techo.
Pérez de Vargas había hecho de esta pieza su cuarto de estudio y su
museo. Estaba amueblado con un sofá viejo y cojo, algunas sillas viejas
y cojas también, una mesa-escritorio vieja, y adornado con algunos
cuadros viejos. Los tesoros científicos de que he hablado se hallaban
esparcidos sin orden ni clasificación alguna por el suelo. Se componían
de algunos frascos llenos o mediados de disoluciones viscosas de
diferente coloración, muchos y grandes pedruscos de fea catadura, y de
un gato disecado de más fea catadura aún.
Pérez de Vargas era apasionado de las ciencias naturales,
particularmente de la Geología, y aprovechaba los domingos para hacer
excavaciones por los alrededores de Madrid. Casi siempre venía cargado
de piedras preciosas, no para el adorno de las damas, sino para el
conocimiento de los diferentes aspectos que había presentado en su
evolución nuestro planeta mirado desde Vallecas y para el estudio de la
vida y milagros de nuestros antepasados trogloditas. Pérez de Vargas
había descubierto que el arroyo Abroñigal había sido en tiempos
prehistóricos un río caudaloso tan grande como el Misisipí. Desde que me
comunicó tan importante descubrimiento yo no podía saltar este reguero
sin sentirme penetrado de respeto.
Además había encontrado en las afueras de la villa, cerca de la Moncloa,
algunas capas de lava porosa que en su opinión era de origen ígneo. Esto
le hacía presumir que en Madrid había existido un volcán en los tiempos
siluriano o devoniano. Nada tendría de extraño, porque los periódicos
conservadores decían todos los días que vivíamos sobre un volcán.
Acontecía que los criados, no versados en tales estudios, y que
ignoraban enteramente la génesis de nuestro planeta, le tiraban a la
calle algún trozo de roca plutónica o de esquisto cristalino como si se
tratase de cualquier vulgarísimo canto rodado. Pérez de Vargas
experimentaba un vivo dolor y protestaba con toda la indignación de sus
convicciones científicas. Pero aquellos malhechores de corbata blanca
apenas le escuchaban o lo hacían con sonrisa de conmiseración
despreciativa.
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