Años de juventud del doctor Angélico - 09

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Mi adoración por la bella Guadalupe no se había extinguido ni aún
mermado con la ruina de mis ilusiones. Pero esta adoración había
adquirido un matiz más respetuoso aún, la contemplaba como un ser
inasequible, perfecto, y me consideraba feliz sólo con aproximarme a
ella y saciarme con su vista. Hasta había llegado a perdonarle aquel
tono siempre protector que conmigo usaba: antes me parecía impertinente;
ahora lo hallaba sabroso. No podía ofrecerme duda que ella, después de
lo que había pasado, leía con toda claridad en mi corazón, y esta
seguridad despertaba en mí un delicioso sentimiento, mezcla de confusión
y ternura. Adivinaba perfectamente que agradecía mi pasión y aunque no
la alentase me prodigaba afectuosas atenciones que algunas veces me
conmovían hasta privarme del uso de la palabra.
El General, aunque disfrazándola con sus modales bruscos y sus eternas
bromas, me parecía que abrigaba en su pecho una pasión no menor que la
mía. Cuando se dirigía a ella, aunque fuese para hacerle alguna burla,
sus ojos expresaban tan apasionado afecto, que todos nos dábamos cuenta
de lo que llenaba su corazón. Ella misma apartaba alguna vez la vista un
poco ruborizada.
Tardó Don Luis en advertir la hostilidad de su hija. No era hombre de
espíritu complicado ni fino observador. Además, es seguro que le parecía
inverosímil y hasta monstruoso, aun más que a mí, que Natalia dejase de
amar a una criatura tan angelical como Guadalupe. Porque, en efecto,
nadie podía negar a ésta un carácter singularmente blando y apacible.
Parecía imposible reñir con ella. Ni aun cuando se la contrariase
abiertamente se lograba verla desazonada ni daba señales siquiera de
impaciencia. Hacia su hijastra mostraba tan deferentes atenciones, que
dada su posición a mí mismo me parecían excesivas. Por eso cuando al
cabo comenzó a sospechar que Natalia la aborrecía, debió de quedar
estupefacto. A esta estupefacción sucedió una sorda cólera, que pronto
se hizo visible. Estaba inquieto, malhumorado; dejó de tener con su hija
aquellas expansiones cariñosas en él tan frecuentes; espiaba a una y
otra intranquilo y alguna vez le he visto fijar en Natalia los ojos con
signos de irritación.
Por su parte la niña parecía no advertir el malestar de su padre y
continuaba mostrando hacia su madrastra una indiferencia cada día más
desdeñosa. Yo presentía que aquellos dos caracteres tan semejantes
tenían que chocar al cabo forzosamente.
La catástrofe se produjo, desgraciadamente, hallándome yo presente.
Acabábamos de comer y Guadalupe había salido para cambiar de vestido,
pues íbamos como de costumbre al teatro. El General, Natalia y yo
departíamos tranquilamente en el comedor cuando sonó el timbre de la
puerta.
--Ahí está Tonico--dijo el General.
Natalia quedó silenciosa. Don Luis y yo seguimos charlando.
Transcurrieron algunos minutos y Grimaldi no aparecía. Natalia se puso
en pie y salió de la estancia. Poco después volvió a entrar seguida de
Guadalupe y Grimaldi. Quise observar en el rostro de los tres señales de
turbación. El de Natalia terriblemente fruncido como jamás lo había
visto.
El General recibió a su amigo con la misma ruidosa alegría de siempre.
Grimaldi estaba un poco pálido y sus manos temblaban ligeramente; pero
un instante después recobró su aplomo, y con el tono frío y grave que
caracterizaba su conversación la empeñó con Reyes y su esposa. Ésta
parecía más turbada y advertí que disimuladamente seguía con la vista a
Natalia y su mirada era humilde y tímida.
Cuando nos levantamos y nos dispusimos para marchar, Guadalupe tomó la
delantera. Hallándose ya en el pasillo exclamó:
--¡Ah, mis guantes! Se me olvidaron sobre la mesa.
--Natalia, recoge esos guantes y tráelos--dijo el General a su hija, que
se había quedado un poco rezagada.
Ésta, como si no oyese, siguió caminando. Don Luis repitió con
impaciencia:
--¿No has oído? Trae los guantes de Guadalupe, que están sobre la mesa.
Natalia los tomó con lento ademán, y dirigiéndose a Guadalupe dijo con
acento desdeñoso:
--Ahí los tienes.
Y se los arrojó, sin entregárselos en la mano. Los guantes cayeron en el
suelo.
Una ola de sangre subió al rostro del General.
--¡Cómo! ¿Qué es lo que acabas de hacer, insolente? ¡Recoge esos
guantes!
Natalia permaneció inmóvil y mirando cara a cara a su padre. Una sonrisa
sarcástica se dibujó en su rostro pálido.
Los ojos del General chispearon de furor y abalanzándose a ella
vociferó:
--¡Recoge esos guantes y entrégalos de rodillas!
Natalia permaneció en la misma inmovilidad orgullosa mirando a su padre
con una extraña intensidad que infundía miedo.
--¡De rodillas! ¡De rodillas, malvada!--gritó Reyes agarrándola por el
brazo y sacudiéndola furiosamente.
Natalia hizo un gesto de dolor. Los dedos de su padre debían clavársele
como unas tenazas; pero inmediatamente comenzó a reír.
--¿Te ríes, infame?... ¿Te ríes?... ¡De rodillas!
Le dió tan fuerte sacudida que la niña chocó ruidosamente con el
pavimento.
Tirada en el suelo siguió riendo cada vez con más fuerza.
--¿Ríes, ríes, miserable? ¡Te voy a aplastar como una víbora!
Hizo ademán de levantar el pie sobre ella y entonces nos precipitamos
todos a sujetarle. Grimaldi estaba blanco como un papel. La fisonomía de
Guadalupe tan descompuesta igualmente que parecía un cadáver.
--¡Dejadme, dejadme!--gritaba el General--. Yo me he tenido la culpa
por haber mimado tanto a una criatura ingrata, a una perversa que se
goza hiriendo a su padre en el corazón.
La risa de Natalia se fué haciendo cada vez más fuerte y convulsiva.
Entonces comprendimos que sufría un ataque de nervios y acudimos a ella.
Yo la levanté entre mis brazos y ayudado por Grimaldi y una doncella la
transportamos a su cama.
El ataque fué pavoroso. A la risa sucedieron los gritos, las fuertes
contracciones, la retorsión de los brazos y la cabeza. Con dificultad
podíamos impedir que se destrozase contra la pared y la madera de la
cama. La doncella trajo un frasco con éter y empapando un pañuelo se lo
hicimos aspirar, pues no era posible en aquel estado que tragase algunas
gotas. Guadalupe ordenó a un criado que montase en el coche enganchado a
la puerta y envió por el médico.
Mientras tanto, el General, convulso, con el rostro congestionado hasta
el punto de hacer temer una apoplejía, desahogaba todavía su cólera no
extinguida con palabras incoherentes, dando paseos agitados.
Cuando el médico llegó, el ataque ya había cedido. Ordenó unos
sinapismos y una poción calmante y encargó completa tranquilidad, no
dando importancia al accidente.
A mi entender la tenía muy grande. Aquella noche me desperté varias
veces agitado por tristes presentimientos.


XIII
FIN DESASTROSO DEL IDILIO ROMÁNTICO DE MI AMIGO SIXTO MORO

No quise comunicar a Moro una palabra acerca de tan penosa escena. Ni
aun le hice saber que Natalia se hallaba indispuesta para que ésta no
sospechase que habíamos hablado de ella. Le dejé ir como todos los días
a su tarea y me hice de nuevas cuando me dijo que no se le había
recibido por hallarse su discípula enferma.
No lo estuvo más de tres o cuatro días. Sixto volvió a sus conferencias,
y ella, que adivinó mi discreción, me lo agradeció visiblemente. Se
mostró conmigo tan afectuosa, que no pude menos de perdonarle su feo
comportamiento con Guadalupe. Por otra parte, no debo ocultar que ésta
se me había hecho sospechosa y que mi adoración descendía rápidamente
como la columna de mercurio de un termómetro cuando se le aplica un
pedazo de hielo.
Con Moro se mostró también aquellos días, por lo que éste me dejó
entender, cariñosa y familiar en extremo. Principió a mantener con él
conversaciones más íntimas que las que les proporcionaban los fríos
temas que elegían. Le habló de sí misma, de sus años de colegio, le
contó algunas anécdotas de aquellos tiempos. Luego mostró también
interés por la existencia privada de su profesor, le hacía preguntas
acerca de sus estudios, le excitaba a comunicarle sus esperanzas, le
alentaba a concebirlas y le auguraba con ostensible satisfacción un
brillante porvenir.
Puede alcanzarse la impresión que estas señales de aprecio producían en
mi amigo. Vivía en éxtasis perpetuo, y aunque se guardaba de comunicarme
sus ocultos pensamientos, yo advertía que éstos subían precipitadamente
a las más altas cúspides de la felicidad. ¡Quién sabe lo que soñaba en
aquellos días el buen Moro!
Sin embargo, yo conocía las secretas influencias bajo las cuales el
corazón de Natalia se abría a un afecto más vivo hacia mi amigo. La
pobre niña se sentía menos amada de su padre y cada día más aislada
dentro de su propia casa. El General se mostraba con ella reservado:
hacía esfuerzos visibles por olvidar la escena pasada, pero como
advertía que Natalia no la olvidaba y que sus relaciones con Guadalupe
eran cada día más frías, el desabrimiento que esto le producía le
brotaba al rostro por momentos. En cuanto a Guadalupe, bien pude
observar que la huía y que manifestaba hacia ella, cuando le era
indispensable comunicarse, una cortesía exagerada, jamás el natural
abandono de la familia.
Nos hallábamos ya en el mes de Mayo. Llegaron los exámenes y de nuevo
nos diseminamos. Fuí a reunirme con mi familia. El General con la suya
se marchó poco después a veranear, como siempre, a San Sebastián. Moro
quedó en Madrid. Desde aquí me hizo saber que se comunicaba a menudo y
regularmente con Natalia por medio de cartas redactadas en francés. Era
un medio muy adecuado para continuar sus lecciones prácticas sobre este
idioma.
Cuando llegué a Madrid en los últimos días de Septiembre la pasión de
Moro había crecido tan formidablemente, que me inspiró un poco de temor.
El viento que la había hecho adquirir tal violencia era el que soplaba
de San Sebastián encerrado en las cartitas mencionadas. Sixto ardía en
deseo de comunicármelas, pero me hizo jurar que no me daría por
enterado de ellas con Natalia. Las leí con interés y pronto me cercioré
de que Moro, utilizando el pretexto de la enseñanza, iba solapadamente
deslizando en las suyas lo que guardaba en su corazón.
Las primeras trataban de asuntos indiferentes: Natalia le daba noticias
de sociedad, le hablaba del tiempo, de su vida exterior. Después
comenzaba a responder ingenuamente a ciertas preguntas un poco más
hondas que su profesor formulaba; más tarde daba las gracias por sus
frases lisonjeras: «_Monsieur, vous êtes trop aimable. Monsieur, je vous
remercie infiniment de votre opinion trop flatteuse_.» Luego
correspondía con palabras cordiales al afecto que Moro le daba a conocer
en sus epístolas. Por fin, el tono de éstas debió de subir algo de punto
porque Natalia se mostraba más reservada y le llamaba dulcemente al
orden. En una de las últimas, si no era la última, se advertía que,
apremiada por las palabras vehementes de su profesor, se veía obligada a
responder a una verdadera declaración de amor. Y lo hacía con un tacto y
una indulgencia maravillosas.
Lo que pude colegir de estas cartas, a pesar de sus reticencias
afectuosas, fué que Natalia rechazaba la pasión de mi amigo, si bien,
con la nobleza que caracterizaba su espíritu, la agradecía y la
estimaba. Esto era lo que exigía el orden natural de las cosas. Lo demás
sería el comienzo de una novela romántica, a la cual no se prestaba la
naturaleza equilibrada de aquella niña.
Pero esto que a mí se me ofrecía perfectamente claro y lo sería para
cualquiera persona despreocupada, Sixto lo hallaba envuelto en una gasa
mágica al través de la cual divisaba perspectivas grandiosas y paisajes
seductores. Aunque hice lo posible por echar un poco de agua al vino y
reprimir su entusiasmo, era éste tan vehemente, que mis sensatas
reflexiones no lograron más que mortificarle. Su razón perspicaz se
hallaba ausente por el momento; hablaba con tanto fuego y tal
incoherencia acerca de lo que él suponía ya sus amores, que a cualquiera
haría reír. ¡Cuánto hubiera reído él mismo y cuánto donaire hubiera
brotado de sus labios, de haber observado aquella locura en otro! Los
hombres que advierten velozmente el ridículo en los demás no son los que
con menos facilidad caen en él.
Sin embargo, hacía ya algunos días que la familia del General había
llegado a Madrid y nadie se había ocupado de enviar a Moro un mensaje
haciéndoselo saber, reclamando de nuevo sus servicios. Con esto empezó a
mostrarse sorprendido e inquieto; no sabía a qué atribuír tal omisión.
¡Ay! yo lo supe bien pronto. El primer día que fuí a comer con ellos me
encontré con un joven de agradable figura instalado cerca de Natalia y
hablando con ella en íntimos apartes. No dudé un punto que era su novio.
Vi también claramente que este novio era aceptado por el General.
Después advertí que Guadalupe y el mismo Grimaldi no sólo veían con
buenos ojos aquella relación, sino que la aplaudían y la alentaban por
todos los medios.
Aquel joven se llamaba Rodrigo de Céspedes. Era aragonés como Reyes y
Grimaldi; pertenecía a una aristocrática familia; huérfano de padre y
madre y capitán del ejército. Entendí que había sido presentado por
Grimaldi en San Sebastián. Por lo tanto, sus relaciones con Natalia
databan de poco tiempo. No por eso menos estrechas: entraba en la casa a
cualquier hora como prometido oficial y todos en ella le festejaban a
porfía. Su figura cautivaba a primera vista. Era alto, esbelto, tenía el
cabello rubio y los ojos azules. Su rostro, no obstante, había perdido
ya la frescura juvenil. Era hombre que en la apariencia pasaba algunos
años de los treinta.
No me atreví a descubrir a mi pobre amigo tan lamentable noticia. Esperé
que el azar se lo hiciese saber. Me había encargado el primer día que
fuí a comer en casa de Reyes que averiguase discretamente si Natalia
tenía pensado continuar sus lecciones. Se lo pregunté a Guadalupe y ésta
me contestó riendo:
--¡Oh! Natalia no tiene tiempo ahora a hablar en francés. ¡Habla
demasiado en español!
Y me señaló con los ojos a la niña que en un rincón del gabinete
charlaba animadamente con su novio.
No se pasaron muchos días sin que Moro se enterase de la ruina de sus
esperanzas. Una noche, hallándome ya en la cama, llamó a la puerta de mi
alcoba.
--Perdona que te haya despertado--me dijo con voz trémula--. Es cosa
para mí importantísima... ¿Tú sabes si Natalia tiene novio?
Quedé confuso sin saber qué responder.
--No te lo puedo decir.
--Sí me lo puedes decir... ¡Habla!
--Pues bien, hay un joven que desde este verano le hace la corte.
--¿Un individuo alto con bigote rubio?
--Sí.
--¿Quién es?
--Un capitán amigo de Grimaldi, que fué quien lo ha presentado en la
casa.
Quedó silencioso y pude observar su rostro pálido a la luz de la bujía
que yo había encendido.
--Está bien, Jiménez. Muchas gracias y perdona.
Giró sobre los talones y se fué cerrándome la puerta. Yo apagué la luz y
me entregué de nuevo al sueño pensando que mi pobre amigo no lograría
conciliarlo aquella noche.
Las relaciones amorosas de Natalia se prosiguieron con celeridad
sorprendente. Dos meses después de llegar a Madrid hubo síntomas
declarados de matrimonio. Observé movimiento inusitado en la casa del
General, entrada y salida de viajantes de comercio, dibujos y muestras
de bordados sobre las mesas, frecuente aparición de grandes paquetes,
etc.
Quise también advertir que se había operado una cierta reconciliación
entre Natalia y Guadalupe. Esta tomaba parte activa en los preparativos,
recorría los comercios en compañía de Natalia, celebraba conferencias
transcendentales con las modistas, con los joyeros. Parecía
satisfechísima de aquella boda.
¿Provenía del afecto que le inspiraba su hijastra o por el contrario del
deseo de perderla de vista? Esta es la duda que se alojaba en mi mente
en presencia de tanta alegría. Porque Natalia acababa de cumplir diez y
seis años. Su edad no reclamaba afán por lanzarla al matrimonio: al
contrario, me parecía que sus padres debieran considerarlo con cierto
recelo y tristeza.
La satisfacción era general y la de Natalia le impedía ver las impurezas
que tal vez existiesen en la de los otros. Era imposible dudar de su
amor: aquel gallardo joven había conseguido apasionarla con todo el
ímpetu de los pocos años y de un temperamento extremadamente afectuoso.
Se podía asegurar que ya no vivía más que para él, que el mundo entero
había desaparecido delante de sus ojos extasiados.
Rodrigo de Céspedes poseía todas las cualidades capaces de seducir a una
niña: arrogante figura, modales distinguidos, fama de bravo y una cierta
condescendencia displicente que, como signo de elevada alcurnia, rara
vez deja de fascinar a las mujeres. Además, era como Natalia un músico
consumado. Este nuevo lazo introducido entre ellos contribuía más de lo
que pudiera pensarse a estrecharlos. Rodrigo tocaba el violín y poseía
una agradable voz de barítono. Las noches se deslizaban gratamente en
compañía de estos jóvenes, que cuando no celebraban apartes misteriosos
se complacían en hacernos oír hermosos trozos de música. Céspedes
interpretaba con el violín algunas piezas de concierto acompañado al
piano por Natalia. Otras veces era ésta quien nos dejaba oír las sonatas
de Beethoven o los nocturnos de Chopin. Otras, en fin, Rodrigo cantaba
alguna romanza de ópera o alguna canción española.
Recuerdo una de éstas cuya letra comenzaba:
Mal haya la ribera del Yumurí
y aquella matancera que en ella vi.
Era una canción de la isla de Cuba, graciosa y lánguida. Céspedes la
cantaba primorosamente, y como lo sabía y se le festejaba la cantaba a
menudo.
Sin embargo, aquel hombre no había logrado hacérseme simpático. Su
eterna sonrisa era más sarcástica que amable y sus ojos de un azul
acerado carecían de dulzura. Hasta quise observar en ellos, en ciertos
momentos, reflejos siniestros como los de las bestias feroces. Pero todo
esto podía achacarse, y yo no dejaba de achacarlo sinceramente, a la
amistad ya entrañable que me unía a Sixto Moro. El hombre que había
venido a destruir sus ilusiones y le había herido tan profundamente en
el corazón no debía obtener mi beneplácito.
La casualidad vino a justificar mi antipatía. Una tarde paseando por el
Retiro en compañía de un teniente de artillería paisano y amigo mío
cruzó a nuestro lado Rodrigo Céspedes galopando en su caballo. Me hizo
un ligero saludo y mi compañero me preguntó sonriendo:
--¿De qué conoces a ese _perdis_?
--Es el novio de la hija del general Reyes... No sabía que fuese un
calavera.
--Eso consiste en que no frecuentas los burdeles y casas de juego... ¡Te
felicito por ello!--añadió riendo--. Rodrigo Céspedes es una «bala
perdida». Pertenece a una buena familia. Jugó y perdió el pequeño
patrimonio que le dejó su madre, jugó después la herencia algo más
cuantiosa de una tía y es capaz de jugarse las pestañas. Además, entre
sus compañeros pasa por un mal sujeto.
Quedé sorprendido y contristado.
--Pues se va a casar el mes próximo con la hija única de Reyes.
--Pues es bien lamentable. Como el General no le meta en cintura,
seguramente le ha de ocasionar serios disgustos.
Esta noticia, que vino a dar la razón a mis instintivos recelos, comenzó
a pesarme en el alma. Ya no se trataba de Sixto Moro, sino de la misma
Natalia, a la cual cada día profesaba mayor afecto. Su rectitud y
firmeza se aliaban dichosamente a un corazón sensible y tierno como
pocos. El defecto que en ella se descubría era una impetuosidad
exagerada; pero este defecto, lejos de rebajarla a mis ojos, le prestaba
un nuevo atractivo. Su espontaneidad infantil me hacía reír no pocas
veces. ¿Cómo no deplorar que aquella delicada criatura cayese en manos
de quien no supiese estimarla? Además, si aquel hombre se hallaba
arruinado, si no contaba con otros recursos que los de su carrera,
Natalia estaba destinada a padecer las molestias de una vida sórdida
después de haber gozado hasta entonces de otra lujosa y regalada.
Tales eran los pensamientos mortificantes que me asaltaban mientras
proseguían cada vez más activos los preparativos de la boda.
Durante este tiempo Sixto mostraba una actitud singular, que no dejaba
igualmente de preocuparme. Le observaba grave, silencioso y más
irritable que antes. Pero lo que me disgustaba sobremanera es que
parecía huir de mí como si yo hubiese tenido alguna parte en su
infortunio amoroso. No me hablaba de Natalia, ni siquiera mentaba su
nombre; yo tampoco aludía directa ni indirectamente a lo que en casa del
General estaba ocurriendo.
Un día, hallándome un momento a solas con Natalia, ésta me dijo,
afectando una indiferencia que no sentía:
--Pero ¿qué es de tu amigo Moro? Hace un siglo que no le veo. ¿Ha
perdido su antigua afición al teatro? En ninguno he logrado echarle la
vista encima hasta ahora.
--Moro está muy ocupado--le respondí--. El bufete de Ergueta, cuyo peso
lleva casi enteramente, y algunos negocios particulares que comienzan a
salirle absorben todo su tiempo.
--Pues salúdale de mi parte y dile que tanto papá como yo tendríamos un
placer en que asistiese a la ceremonia el día de mi matrimonio.
Yo me sentí repentinamente afligido y no pude menos de replicarle con
cierta amargura:
--¡Natalia, esa invitación es la única que no debieras hacer!
Se puso fuertemente encarnada y después de un instante de vacilación me
dijo en el tono resuelto que la caracterizaba:
--Tienes razón. No le digas nada.
Y pasó inmediatamente a hablar de otra cosa.
Llegó por fin el día fijado para la boda. Era el 2 de febrero, fiesta de
la Purificación. Celebróse por la tarde en la capilla de uno de los
asilos que rodean a Madrid adornada para el caso con profusión de luces,
cortinas y flores. Bendijo la unión un canónigo de Toledo, amigo íntimo
del General. Fué madrina Guadalupe y padrino el presidente del Consejo
de ministros. Testigos por parte de la novia, el ministro de la
Gobernación y dos generales; por la del novio, el marqués de C... y dos
oficiales de caballería pertenecientes a la más alta aristocracia.
Los desposados entraron en el pequeño templo a los acordes de una marcha
nupcial. Eran dos figuras interesantes que desde luego atraían la vista
y cautivaban los corazones. Natalia, radiante de hermosura y de dicha,
sonreía a los asistentes, que se inclinaban a su paso. Céspedes, cuya
prócer estatura se destacaba arrogante, vestía el uniforme de gala de su
regimiento y estrechaba con militar franqueza las manos que sus amigos
le tendían. Mucha gente y muy escogida perteneciente casi toda ella a la
política y a la milicia presenció la ceremonia. Después, en uno de los
grandes salones del asilo, se sirvió un refresco a los invitados.
Natalia y Céspedes se sustrajeron disimuladamente, montaron en coche y
se trasladaron a casa para cambiar de ropa y tomar el tren que debía
conducirles al Monasterio de Piedra, donde se había convenido que
pasarían ocho días.
También se había convenido que transcurrido este tiempo volviesen a
Madrid y se hiciesen los preparativos necesarios para trasladarse a la
Isla de Cuba, donde Céspedes estaba destinado. Porque el General había
logrado que su yerno marchase a la Habana con el empleo inmediato de
comandante y a las órdenes del Capitán general.
No dejará de parecer sorprendente que Reyes se desprendiese
voluntariamente y tan pronto de su única hija. Sin embargo, las razones
son fáciles de comprender. El General había llegado a percibir con toda
claridad que existía siempre un odio latente entre Natalia y Guadalupe y
que este odio era irreductible. Su pasión desaforada por ésta le
impulsaba a librarla de la presencia de su hijastra sacrificando al amor
conyugal el paternal. Por otra parte, no podía ignorar la conducta hasta
entonces desordenada de Céspedes, sus vicios y sus trampas. Y aunque
como hombre de mundo, un poco desarreglado también y aventurero, no
diese a esto importancia exagerada y pensase que el matrimonio lograría
reformarle, tal vez juzgara oportuno alejarle lo más posible del teatro
donde se habían representado sus calaveradas. Además, sabía bien que
Céspedes ya no tenía fortuna, que él no podía ayudarle mucho porque la
suya pertenecía de derecho a su mujer, y que era de todo punto necesario
empujarle en su carrera.
Natalia, por su parte, no había puesto obstáculo alguno. Tanto por el
apasionado amor que había logrado inspirarle aquel hombre como por el
vivo sentimiento que tenía de sus deberes le hubiera seguido a sitios
peores.
Poco después de los novios me trasladé yo con el General y Guadalupe en
su coche a la estación y con algunos íntimos tuve la satisfacción de
decirles adiós. Desde allí, por fin, cuando ya había cerrado la noche me
volví a pie a casa.
¡Grave, terrible sorpresa al llegar! En la escalera tropecé con alguna
gente que bajaba precipitadamente. La puerta de nuestro piso estaba
abierta y en ella vi a un guardia de orden público.
--¿Qué pasa?--le pregunté asustado--. ¿Hay fuego?
--Nada de eso. Es un señor que acaba de darse un tiro--me respondió con
glacial indiferencia.
No dudé un instante de quién era aquel señor y entré corriendo por el
pasillo, donde tropecé con Doña Encarnación, cuyo semblante desencajado
denotaba la emoción que la embargaba.
--¿Moro?--le pregunté con ansiedad.
-¡Sí, sí!
--¿Está muerto?
--No, señor; pero su herida es gravísima.
Me dirigí velozmente a su habitación. Estaba llena de gente; el médico
de la Casa de Socorro, otro que habitaba en el cuarto principal, el
juez, su secretario, los Mezquita, Albornoz y algunos vecinos. Los
médicos se hallaban ocupados en extraerle la bala y el herido había
perdido el conocimiento. El juez esperaba que lo recobrase para tomarle
declaración.
Hacía poco más de una hora, esto es, a la misma poco más o menos en que
se celebraba la unión de Natalia, Moro acostado sobre su propio lecho se
había dado un tiro apoyando el cañón del revólver sobre el corazón.
Felizmente, la bala no penetró en éste: había desviado un poco y quedó
alojada en el hombro.
La operación se prolongaba. Afligidos y aterrados por aquel suceso
extraño, los huéspedes, sus compañeros, cambiábamos algunas palabras en
voz baja.
--Pero ¿por qué se ha querido matar? ¿Tú lo sabes?--me preguntaba al
oído Manuel Mezquita.
--No--le respondí.
--No será por la falta de recursos. Su posición ha mejorado en estos
últimos tiempos.
--Acaso algunos amores desgraciados--dijo Albornoz apuntando al blanco.
--No le conozco novia.
--Será una mujer casada--replicó apartándose ya mucho.
Al cabo recobró el sentido: la operación estaba terminada. Paseó por la
estancia sus ojos extraviados y al tropezar con los míos sus labios
quisieron contraerse con una sonrisa triste. El juez le hizo algunas
preguntas a las cuales respondió con pocas y espaciadas palabras
ratificándose en lo que había escrito en un papel que se hallaba sobre
su mesa. Nadie le había herido. Se había querido dar la muerte por su
propia voluntad. No quiso explicar los motivos.
Se le dejó descansar, y yo, previa consulta con Doña Encarnación y mis
compañeros, telegrafié a su padre. Al día siguiente por la mañana se
presentó éste con sus dos cuñados, los mismos que habían subvencionado a
la carrera de Sixto.
La escena que se desarrolló en mi presencia fué penosa y risible al
mismo tiempo. Su padre, hombre muy rudo, se manifestó sinceramente
afectado y le prodigó algunas tiernas caricias; pero sus tíos, alterados
hasta un grado indecible, furiosos, comenzaron a recriminarle
amargamente.
--¿Es posible que un muchacho de talento como tú, que acaba de terminar
su carrera, que ha ganado tantos premios, que tiene un gran porvenir
asegurado, cometa la bestialidad de pegarse un tiro?... ¿Por qué, vamos
a ver, por qué?
--Cuando comenzabas a ganar algún dinero.
--Nosotros teníamos puesta toda nuestra confianza en ti.
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