Años de juventud del doctor Angélico - 13

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--Ciertamente. También trabajan los saltos de agua, el vapor y los
caballos. A nadie se le ha ocurrido, sin embargo, conceder valor
espiritual a estos elementos. Los que trabajan, en el noble sentido de
la palabra, son el físico, el químico, el matemático, el arquitecto, el
ingeniero, los que la plebe llama burgueses. Estos son los depositarios
de la civilización, por lo menos en su aspecto industrial.
--Desde luego, y por eso no son ellos el blanco de los tiros de la clase
obrera, sino los rentistas.
--Estás en un error; los braceros odian por igual a todo el que no se
ensucia las manos. Hace poco tiempo en Jerez los obreros del campo
entraron una noche en la ciudad y durante algunas horas fueron dueños de
ella. Tropezaron en la calle con un pobre joven que llevaba guantes y le
asesinaron por ese delito. No hay justicia en las masas, sino pasión. Su
odio a los ricos está fundado en la envidia y si prevaleciese sería la
ruina de la civilización. ¿Qué es el género humano en suma? ¿Una raza de
animales que nacen y se agitan algunos días y se esfuerzan por nutrirse
cada vez mejor? En ese caso no hay duda que la civilización industrial
nos basta. Pero si somos algo más, si no son mentiras nuestras
aspiraciones espirituales y el fin de este universo enigmático es
adquirir una más amplia conciencia de sí mismo, en ese caso precisa que
existan la ciencia especulativa y las artes bellas, que jamás han
aparecido en nuestro planeta sino acompañadas de la riqueza. El arte
exige que vivan en nuestro mundo algunos hombres substraídos a la
necesidad de buscarse el alimento, porque el arte en su esencia no es
más que una tregua que nuestro cuerpo se impone para gozar del
espectáculo del universo. Si no tuviésemos tiempo, como los carneros, a
levantar la cabeza, seríamos iguales a ellos. Supongamos que nuestra
humanidad se extinguiese y viniera de otro astro un habitante a escribir
el resumen de su historia. ¿Imaginas que concedería menos importancia a
Atenas que a Chicago? Yo no creo que los ricos han salido de la cabeza
de Brama y los pobres de los pies, pero sí estoy seguro de que deben
existir pobres y ricos. Y, aunque te parezca paradójico, creo que deben
existir hombres ociosos. Los hombres ociosos son los que pueden cultivar
libremente su espíritu y embellecer su cuerpo, ofreciendo a nuestras
miradas un ideal humano hacia el cual todos debemos tender.
--Siento mucho no poder seguirte en ese camino--le respondí--. Por lo
que entiendo, opinas que la humanidad es un rebaño guiado por algunos
pastores que benefician su carne y su leche para nutrirse y sus pieles
para vestirse. La sociedad ideal es la de Atenas, donde sesenta mil
esclavos trabajaban para ocho mil ciudadanos. Yo creo que todos los
hombres son iguales ante Dios y ante la Naturaleza.
--Lo primero podrá ser cierto; lo segundo, no. La Naturaleza no hará
jamás dos cosas iguales, porque coincidirían en el espacio y el tiempo;
por lo tanto, no serían dos cosas, sino una. La teoría igualitaria se
apoya en un absurdo físico y en otro metafísico. Las facultades
espirituales y corporales de cada hombre son y serán siempre distintas:
la suma de sus goces y sus dolores variará infinitamente. Si los hombres
destinados a llevarla dejasen caer de sus manos la antorcha de la
civilización, las masas darían pronto buena cuenta de ella. Las masas
deben ser dirigidas, educadas, castigadas y, si hace falta, deben ser
trituradas y fundidas...
--¡Y sin embargo, querido Martín, esas masas se componen de hombres que
llevan en su pecho un alma espiritual como tú y como yo!
--Perfectamente; pero las almas son distintas también como los cuerpos.
En la mayoría de los hombres no es más que un germen que permanece
sofocado hasta la muerte por montañas de apetitos bestiales. Si se
desarrolla y crece, sea enhorabuena. Cuando a un hombre le nacen las
alas, yo me inclino. Pero bajar la cabeza delante de un montón de
brutos, eso no lo haré jamás... Entre las cosas ridículas que ha traído
consigo el siglo en que vivimos, una de las mayores es esa admiración
sentimental hacia las clases obreras, fomentada por filósofos y
novelistas. No hace mucho leía yo la obra más reciente de un ruso muy
famoso. Cuenta en ella que hastiado de vivir en el llamado «gran mundo»,
donde no había hallado más que frivolidad y concupiscencia, acertó a
tropezar un día con una cuadrilla de segadores de rostros curtidos y
manos callosas. «¡Este es el verdadero gran mundo!», exclama
enternecido. Y acto continuo se dispara contra las clases elegantes y se
postra ante aquellos rudos trabajadores del campo. Otro filósofo
americano, a quien antes había leído, cuenta parecidamente que
hallándose en Viena, vió entrar de madrugada en la ciudad una
muchedumbre de aldeanas viejas y jóvenes, todas curtidas por la
intemperie, llevando en sus cestas la leche, los huevos, las frutas y
las legumbres para la capital. Enternecido también exclama: «¡Estos son
los verdaderos pilares del mundo!» Poco le falta para doblar la rodilla
y besar aquellas manos ennegrecidas y deformadas por el trabajo...
Entendámonos, amigo mío. Todo esto es muy sentimental, muy literario,
pero no tiene sentido común. Concibo que esos rudos trabajadores
inspiren compasión a todos los hombres buenos y sensibles, pero
admiración ¿por qué? Sólo debe admirarse lo que es meritorio, y sólo es
meritorio lo que es libre. ¿Por ventura esos segadores van a cortar las
mieses espontáneamente por hacer un bien a sus semejantes, y las
aldeanas austriacas llevan sus mercancías a la ciudad para que no mueran
de hambre sus habitantes? No; trabajan hostigadas por la necesidad. Si
no lo hiciesen, perecerían inmediatamente. ¿Qué mérito tiene, pues, su
trabajo?... Por lo demás, acércate un poco a esos rudos obreros, ponte
en relación con ellos, estudia su carácter y sus costumbres y verás
cuánto egoísmo, cuánta envidia, cuánta crueldad acompañan a su
ignorancia. Los novelistas hoy idealizan a los obreros; ayer idealizaban
a los pastores. Tan verdad es la virtud de los unos como la belleza de
los otros.
Hablaba Pérez de Vargas con exaltación colérica que me sorprendió, pues
le suponía muy distante de las ideas reaccionarias y autoritarias que
expresaba. Calló unos momentos y continuamos en silencio nuestro paseo.
Al cabo, deteniéndose repentinamente y poniéndome una mano sobre el
hombro, me dijo:
--Adivino que te hallas sorprendido y tal vez contrariado por lo que
acabo de decirte. Mis convicciones, sin embargo, no están fundadas en
razonamientos abstractos, sino en la observación y la experiencia... Voy
a contarte algo que no he comunicado hasta ahora a nadie más que a mi
mujer. Voy a contarte lo que me ha sucedido en el tiempo en que he
estado loco.
--¡Hombre, loco no!
--¡Sí, sí! loco de atar... Ya verás... No debo ocultarte que mi locura
fué resultado necesario de una idea fija que me acometió súbitamente y
que nada tiene de altruísta. Imaginé que, habiendo llovido sobre mí en
tan corto tiempo tal número de prosperidades, fatalmente había de
concluir todo por una gran catástrofe para dar satisfacción a la fuerza
encargada de equilibrar el destino de los hombres. Yo creía entonces en
el Destino; leía con ansiedad a los trágicos griegos y me parecía
evidente que ningún hombre puede ser feliz hasta el fin de su vida sin
hacer sacrificios a las fatales euménidas. Comencé a sentir una viva
inquietud que pronto se convirtió en verdadero terror. Vivía en un
horrible estado de agitación y vigilancia, haciéndome todo ojos y oídos
para espiar los pasos de la desgracia. Por aquel tiempo cayeron en mis
manos algunas novelas rusas que no poco ayudaron a trastornarme. Tú las
conoces y sabes que se agita en ellas una humanidad inquieta, dolorida,
víctima de una sensibilidad enfermiza.
»Como tal estado de inquietud se compadecía perfectamente con el mío,
pensé que tenía el mismo origen: el miedo y la compasión. Y así es en
efecto. Pero el miedo y la compasión en los escritores rusos procede de
un desequilibrio social, no individual como lo era el mío. Si Tolstoi y
Dostoiesky hubiesen nacido en un país libre como Inglaterra, es más que
probable que no verían a las clases trabajadoras al través de un velo
poético.
»De todos modos yo los vi así por su causa. Me sentí acometido de un
amor infinito por los obreros y de un desprecio también infinito por los
ricos. Como consecuencia de esto comencé a despreciarme a mí mismo.
»Es difícil, como supondrás, que un hombre sufra largo tiempo el
desprecio de sí mismo sin que haga esfuerzos por rehabilitarse. Yo los
hice tímidamente al principio apartándome de la ostentación,
simplificando mi género de vida, reduciendo mis necesidades. Después,
como no me tranquilizase, me entregué a una serie de ridiculeces que tú
conocerás en parte y que no te cuento por menudo porque aun hoy su
memoria me ruboriza. Por la pendiente de la extravagancia se llega
pronto a la locura. Yo estoy seguro de haberme internado en ella. ¿Cómo
se me ocurrió la idea de abandonar mi casa y a mi pobre esposa para
lanzarme en busca de aventuras santificantes? No te lo puedo explicar
porque, repito, que estaba loco.
»Heme aquí, pues, una mañana disfrazado de obrero con mi blusa de dril
azul, boina y alpargatas, llevando al hombro un morralito con algunas
groseras camisas y calzoncillos. Tomo el tren en un coche de tercera y
al cabo de doscientos kilómetros, poco más o menos, me bajo de él y
comienzo a caminar por los campos a la ventura. No imagino que Don
Quijote fuese más gozoso que yo en su primera y heroica salida.
Respiraba a grandes bocanadas el aire oxigenado de la campiña y con él
entraba en mi alma la paz y la dicha. Me creía en el pináculo de la
santidad. Me sentía unido fraternalmente a todos los pobres obreros y
cada vez que tropezaba con uno en mi camino me apetecía colgarme a su
cuello y besarle.
»Pero era necesario compartir su vida y sufrimientos. Al efecto
principié a ofrecerme como trabajador a los labriegos que hallaba en el
camino cultivando sus campos. Mis ofertas no obtuvieron éxito
satisfactorio. Esto comenzó a enfriar mi entusiasmo. Los campesinos me
miraban atenta y recelosamente y bajaban después la cabeza gruñendo un
_no_ indiferente.
»Al fin, cerca ya de un pueblo de cuyo nombre, como Cervantes, no
quisiera tampoco acordarme, tropecé con una casa de señorial aspecto,
mitad palacio, mitad granja. Estaba rodeada de hermosas huertas regadas
por algunas norias de moderna invención. Había también un jardín con
muchas y variadas flores, cuadras, establos, cocheras y una gran calle
de robles que conducía a su entrada principal. La puerta enrejada de
hierro se hallaba entreabierta y me colé por ella; pero antes de llegar
a la casa me salió al encuentro un criado, que en la forma más ruda
posible me preguntó:
--¿Dónde va usted?
--Soy un jornalero que busca trabajo.
--¿Y se entra usted por las casas de rondón sin tirar de la campana?...
Lo que me parece usted un vagabundo que intenta aprovecharse. ¡Ya se
está usted largando de aquí!
Y a empellones comenzó a empujarme hacia la puerta.
--No he visto la campana.
--Lo que usted no ve es lo que no quiere... ¡Fuera, fuera!
--¿Qué es eso, Jaime?--preguntó una voz que salía de entre los árboles.
--Un vagabundo que se ha colado aprovechando que la puerta no estaba
cerrada por completo.
Por una calle lateral apareció un caballero anciano, alto, delgado, con
los cabellos enteramente blancos ya. Fijó en mí por un instante sus ojos
y volviéndose airado hacia el criado le dijo:
--Sea quien sea este hombre, no se arroja a un semejante nuestro como a
un perro. Ya te he dicho repetidas veces que guardes más consideración a
las personas que llegan a mi casa.
--¡Pero, señor Marqués, éste no es una persona!--exclamó el criado con
toda su alma.
Su señor le miró estupefacto; pasó por sus ojos un relámpago de cólera.
Al fin, soltando una carcajada, exclamó:
--¡Jaime, por los clavos de Cristo, no seas tan animal!
Y volviéndose a mí con expresión benévola me preguntó:
--¿Qué desea usted, buen hombre?
--Señor Marqués--le respondí dándole ya el tratamiento que había oído--,
soy un pobre trabajador que desea colocarse.
El Marqués me examinó durante unos segundos y me preguntó con la misma
afabilidad:
--¿Tiene usted algún oficio?
--No, señor; deseo trabajar en cualquier cosa, aunque el jornal sea
pequeño con tal de que pueda vivir.
--¿Tiene usted mujer e hijos?
--No, señor; soy solo.
Quedó un momento pensativo y dijo al cabo:
--Está bien. En este momento se halla completa la servidumbre de esta
casa y como usted no es labrador no puedo enviarle a las tierras. Pero
dentro de pocos días se marcha al servicio militar el hijo del jardinero
y éste tiene necesidad de un peón que le ayude. Si a usted le conviene
puede quedarse. El jornal es pequeño: dos pesetas; pero tiene usted
cuarto para dormir; y como es usted solo y los víveres no son aquí
caros, podrá usted arreglarse.
»Acepté inmediatamente y di comienzo con alegría a las humildes tareas
que en mi opinión iban a regenerarme, a darme la tranquilidad de alma de
que me hallaba tan necesitado.
»El marqués de T... es un rico propietario que habita ocho meses del año
en sus tierras y cuatro en Sevilla. No tiene hijos; vive con su esposa,
que es tan anciana como él. Los dos viejecitos, amables, bondadosos, se
adoran como si en vez de cuarenta años no hiciera más que dos meses que
se hubiesen casado. Son una reproducción más de Filemón y Baucis, los
hospitalarios esposos que recibieron a Júpiter en su casa cuando todos
los habitantes del país le habían rechazado.
»Yo no era Júpiter; pero al cabo de algunos días el Marqués reconoció mi
divinidad. Una mañana me llamó a su despacho y me dijo sonriendo
bondadosamente:
--Amigo Martín, usted no es lo que parece. Ni sus manos demasiado
delicadas, ni sus modales son los de un obrero. Confiésese usted conmigo
y dígame francamente cómo ha llegado a situación tan precaria.
»Yo, que tenía preparada una historia para cualquier evento, se la
espeté sin vacilar. Le conté cómo había quedado en la miseria a
consecuencia de una serie de desgracias, fortuitas unas, engendradas
otras por mis faltas. Creyó cuanto le dije, y desde entonces me guardó
inusitadas consideraciones.
»Esto me acarreó inmediatamente la envidia y la aversión de los demás
sirvientes. Había muchos en la casa, porque el Marqués tenía una gran
labranza. No tardé en advertir que allí todo el mundo se aprovechaba de
la bondad y negligencia de los amos.
»Era una cueva de ladrones. El cochero se hacía rico a costa de la
cebada y la paja de los caballos, comprando el silencio del lacayo y del
mozo de cuadra con fuertes propinas. Los pastores mataban las reses y
fingían que habían muerto de enfermedad, vendiéndolas al carnicero. El
mozo de comedor escamoteaba las botellas de vino y las cedía a mitad de
precio a un tabernero del pueblo. La doncella manchaba los vestidos de
la señora para que se los regalase. El jardinero vendía a escondidas
grandes cestas de frutas y legumbres. Y del cocinero huelga decir que se
hallaba en connivencia con todos los abastecedores de la villa.
»Cualquiera podría imaginar que aquellos canallas estarían agradecidos a
la generosidad de los marqueses y a la consideración y afecto con que se
les trataba. Nada de eso. Los detestaban cordialmente. Jamás los
llamaban entre sí por sus nombres, sino por un mote ridículo. La
marquesa era la _Pelucona_, porque gastaba peluca; el marqués, _Bragas
rotas_, porque solían bajársele los pantalones.
»Como no participé de aquel odio brutal e injustificado, se me declaró
inmediatamente la guerra; se me supuso un adulador que trataba de
medrar. No puedes figurarte la serie de ruindades que ya desde un
principio tuve que sufrir por parte de aquellos miserables. Se me
hablaba con el mayor desprecio; me llamaban en la casa el _marqués de
las alpargatas_; se me arrojaba agua sucia desde el balcón; se me
engañaba enviándome a recados que nadie había ordenado...
»Aquella vida nada tenía de idílica. Pronto se convirtió en trágica. Una
tarde sorprendí al jardinero detrás del muro de la huerta vendiendo una
cesta de fruta. En el momento de aparecer yo la compradora le entregaba
el precio. A mi vista se turbó un poco, pero reponiéndose
instantáneamente me dijo con forzada sonrisa:
--¡Llegas a tiempo, pillo! Tienes buen olfato. Toma, para que bebas un
trago a la salud de esta buena mujer.
Y me alargó una peseta.
--Guárdese usted eso, que yo no quiero más dinero que lo que he ganado
honradamente--le respondí rojo de cólera.
»Él también se puso colorado. Calló y me dirigió una mirada de través;
una mirada tan maligna, que la sentí como una puñalada.
»Aquella tarde me enviaron con un recado a la villa. Era ya cerca del
anochecer. Cuando regresé, noche cerrada. Al atravesar por una
callejuela entre paredillas guarnecidas de zarzamora me descerrajaron un
tiro que no hizo blanco. Me asusté mucho, como puedes figurarte; pero
reflexionando después comprendí que aquello no era un asesinato
frustrado, sino una advertencia. Me di por enterado, y al día siguiente
me presenté al Marqués solicitando mi cuenta y despidiéndome. Escribió
el vale para el administrador y me lo entregó silenciosamente con una
sonrisa burlona que me hizo adivinar lo que en aquel momento pensaba de
mí. «Este es un gandul de nacimiento--debió decirse--que no puede estar
tranquilo en parte alguna porque le duele el trabajo.»
»No quise sacarle de su error: hubiera sido difícil y peligroso. Salí de
su casa y tomé el tren para Sevilla, que no distaba muchas leguas.
»Como comprenderás, aquella mi primera y heroica salida me dejó tan
malparado y mohíno como a Don Quijote la aventura de los molinos de
viento. Sin embargo, no tardé en recobrarme. Estos miserables que acabo
de dejar--me dije mientras el tren corría por los campos de
Andalucía--no son obreros, sino domésticos, esto es, hombres a quienes
la servidumbre ha degradado; participan de la vileza del esclavo. Los
verdaderos obreros son hombres libres y por lo mismo dignos. Entre ellos
quiero vivir.
»Así que llegué a Sevilla me puse a buscar a estos hombres libres y
dignos. Pasando por delante de una casa en construcción vi a un sujeto
que daba órdenes a los albañiles y suponiendo fundadamente que era el
director o encargado de la obra me acerqué a él y le pedí trabajo.
Inmediatamente me lo otorgó y no sólo a mí, sino también a otro pobre
diablo que detrás de mí se presentó.
»Me puse a trabajar como peón y no tardé en observar que se me recibía
por parte de los demás obreros con manifiesta hostilidad. Entablé
conversación con mi nuevo compañero, a quien hallé más benévolo, y me
enteró de que era un desgraciado con cinco hijos que había venido de su
pueblo a Sevilla bajo la promesa que le hiciera un magnate de colocarle
como agente de Orden público. La promesa se difería de una semana para
otra y sus recursos habían terminado. Para no fenecer de hambre él y sus
hijos ínterin se colocaba, vióse obligado, aunque había sido sargento
del ejército, a emplearse en un trabajo tan ruin.
»Al día siguiente vinieron otros dos jornaleros solicitando trabajo y se
lo concedieron igualmente. Al otro se presentaron dos más y también se
quedaron. Entonces observé señales de agitación en los antiguos:
hablaban entre sí con ademanes violentos; nos dirigían miradas
iracundas. Por último a la hora de dejar el trabajo, se presentó una
Comisión de ellos al encargado solicitando que se nos despidiera a los
nuevos «porque no estábamos asociados». El director respondió
cortésmente, según me enteré después, que a causa de las muchas obras
que había en Sevilla a la sazón los peones asociados pretendían
cincuenta céntimos más de jornal y que no estaba dispuesto a someterse a
esta exigencia.
»Transcurrieron otros tres días y vi a los antiguos obreros cada vez más
desabridos con nosotros. De nuevo se dirigieron al encargado, esta vez
en actitud amenazadora, intimándole casi la orden de que nos despidiese
inmediatamente. El encargado volvió a responderles con las mismas
corteses razones; pero como no bastasen a convencerles terminó por
encolerizarse y decirles algunas palabras ásperas. La Comisión se retiró
enfurecida y comunicó la respuesta a sus compañeros que igualmente
montaron en cólera y no se ocultaron ya para vociferar y amenazar con la
huelga.
»Sin embargo, se presentaron al trabajo en la mañana siguiente, y, con
sorpresa mía, aparecieron risueños, charlando entre sí alegremente,
cambiando algunas palabras embozadas que, a no dudarlo, iban contra
nosotros. De vez en cuando nos dirigían miradas burlonas y se hacían
guiños maliciosos. Nada bueno auguraba esta actitud. En efecto, media
hora después de la entrada al trabajo y cuando circulaba aún muy poca
gente por las calles, aparecieron de improviso seis u ocho obreros
empuñando formidables garrotes. Sin dar un grito ni pronunciar palabra
se arrojaron sobre nosotros. Antes de caer al suelo pude observar que
los antiguos nos designaban con el dedo para que no se equivocasen.
»Fué una verdadera caza de ratones. Los que pudimos nos refugiamos
debajo de los andamios, pero los antiguos nos echaban ladrillos encima
como quien aplasta cucarachas. Cuando nos dejaron medio muertos se
retiraron sin estorbo alguno. Ningún guardia se presentó por allí hasta
pasado algún tiempo. Nos recogieron y nos transportaron al hospital. Yo
llevaba dos costillas rotas y varias contusiones de importancia; pero el
pobre sargento, mi compañero, iba moribundo y falleció a mi lado pocas
horas después. En su agonía no cesaba de murmurar: «--¡Pobres hijos!,
¡pobres hijos míos!» Me volví hacia él y le dije: «--Pierde cuidado, si
vivo yo me encargo de tus hijos.» «--Gracias, gracias por tu buena
voluntad»--murmuró sonriendo tristemente. En efecto, ¿qué otra cosa más
que buena voluntad podía ofrecer un hombre tan desdichado como él? ¡Oh
si pudiese adivinar que sus niños estarían muy pronto en un colegio
educados como los hijos de los más grandes señores!...»
Calló unos instantes Pérez de Vargas. Observé que el recuerdo de esta
triste aventura le había agitado. Yo también estaba conmovido. Al cabo
profirió sonriendo con amargura:
--¡Aquellos hombres libres, aquellos dignos obreros nos aplastaban como
animales inmundos por el delito de ganar un pedazo de pan con el sudor
de nuestra frente!...
Y cambiando bruscamente de tono me dijo con indiferencia:
--¿No te parece que la tarde ha refrescado? Opino que debemos meternos
en el coche. Te dejaré en tu casa.
--En mi casa, no. Déjame en el Suizo.
--Vuelta, y para delante del café Suizo--ordenó al lacayo mientras éste
cerraba la portezuela.
Hablamos de cosas indiferentes. Sin embargo, yo estaba distraído y
preocupado. Al cabo no pude menos de decirle:
--Perdóname que insista sobre un asunto que debe de ser para ti penoso.
No me explico cómo después de las aventuras que acabas de narrarme y que
han despertado en ti un justificado desprecio hacia la clase jornalera,
te preocupas tanto de ella. Es verdaderamente admirable tu generosidad.
--Nada tiene de admirable--contestó riendo--. Yo estoy persuadido de que
Sócrates tenía razón cuando afirmaba que el que obra mal no lo hace
creyendo que es mal, sino bien, o lo que es igual, que la maldad no
significa otra cosa que falta de discernimiento. Instruír a los hombres
es hacerlos mejores. Por eso, más que de curar sus llagas físicas
fundando hospitales y asilos, dedico mis esfuerzos como hombre público
al cuidado de las escuelas y cuanto dinero puedo gastar a la creación de
centros de cultura. Que estén enfermos y se mueran es cosa secundaria.
Otros vendrán a reemplazarlos. Pero que siga imperando en el mundo el
odio y la barbarie subleva mi corazón y despierta mi actividad. La
lucecita de bondad y de justicia que alumbra débilmente a nuestra
sociedad es lo único interesante de ella. ¿Qué importan los
refinamientos de nuestras máquinas si el corazón del maquinista sigue
siendo infame? Llegará un día en que estas máquinas servirán de garras y
de dientes para destrozarnos los unos a los otros. El esfuerzo moral, la
especulación metafísica, la ciencia teórica, el arte, la poesía, he aquí
el fin verdadero de los efímeros mortales. El hombre no ha nacido para
nutrirse, vestirse y regalar su cuerpo, sino para asomar un instante su
cabeza en el mundo de las ideas.
--¿Y caer después en la nada?
--Ningún sér puede caer en la nada, decía el gran Spinosa... Así lo creo
yo... Y después de todo, ¿qué? Más valen unos instantes de conciencia
perfecta que una eternidad de inconsciencia bestial. El amor y la
belleza pesan más en la balanza del universo que el sueño eterno de las
fuerzas físicas.
--¿Cuál es el criterio para admitir esa superioridad?
--No existe. Los criterios son fórmulas, invenciones de nuestro sistema
cerebral. Sabemos que el amor vale más que el odio, que la conciencia es
superior a la inconsciencia, como sabemos al despertar que ya no
dormimos.
Guardamos silencio. El carruaje rodaba ya por las calles, que en aquella
hora rebosaban de gente y animación.
--¿A que no sabes--me dijo repentinamente poniéndome una mano sobre la
rodilla--qué es lo que yo busco ocupándome tanto de la instrucción
popular?
--Si no me lo dices...
--Pues busco un hombre. Estoy convencido, como te he dicho, de que las
masas son despreciables. Los hombres, en su inmensa mayoría, casi en su
totalidad, viven y mueren en la abyección intelectual, sin pisar el
umbral de la conciencia. Inclinados siempre hacia la tierra, como decía
Platón, al igual de los animales, los ojos fijos en el pasto, se
entregan brutalmente a los placeres sensuales. Pero entre estos hombres
aparentes puede surgir uno verdadero, un Sócrates, un Spinosa, un
Shakespeare, un Cervantes. Es lo que yo busco. Quiero decir que la
instrucción en general sirve de poco. El que nace majadero, morirá
majadero aunque los más hábiles maestros del mundo se concierten para
educarle. Por muchos granos que arrojes a la tierra si ésta es estéril
no fructificarán. Observa cómo los juicios de la inmensa mayoría de los
hombres no tienen valor alguno. Pero la simiente puede caer por azar en
buen terreno y entonces surge en nuestro planeta el verdadero hombre,
el hombre simbólico. Yo daría por bien empleados todos mis esfuerzos y
mi dinero si al cabo consiguiera que se produzca en el mundo un hombre
original.
No hay duda que mi amigo Pérez de Vargas lo era. Con ingenio y
elocuencia siguió desenvolviendo su tesis paradójica hasta que el coche
se detuvo delante del café Suizo. Me bajé, y apretándole la mano me
despedí de él.
--Muchas gracias, Martín. Casi de acuerdo contigo.
--¿Nada más que casi?--me preguntó riendo.
--Nada más que casi.


VI
ÚLTIMAS OPINIONES DE UN SABIO

Un día en la Redacción me dijeron que Pasarón se hallaba seriamente
enfermo.
--¿Qué es lo que tiene?--pregunté.
--Se trata, al parecer, de algo grave. Se dice que está afectado de una
tuberculosis pulmonar. Hace ya dos meses que no asiste a cátedra ni sale
de casa.
Esta noticia me impresionó dolorosamente. Si mi cariño hacia este amigo
no era apasionado, la estimación que le guardaba era profunda. Nuestra
amistad era a la sazón lo que siempre había sido, cordial y familiar
aunque sin gran calor. Le veía de tarde en tarde porque girábamos en
órbitas distintas, pero cuando nos encontrábamos departíamos un rato
alegremente. Recordábamos los buenos tiempos de nuestra convivencia en
la casa de la calle de Carretas. Yo me abstenía, sin embargo, de aludir
a las lindas bordadoras, nuestras vecinitas, a las cuales, por otra
parte, había perdido de vista hacía largo tiempo. Me enviaba con amable
dedicatoria sus libros y yo le pagaba citando su nombre siempre que
hallaba ocasión, y hasta cuando no la hallaba, en el periódico
acompañado de los epítetos más lisonjeros.
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