Años de juventud del doctor Angélico - 14

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Resolví visitarle para enterarme de la verdad de su estado. Habitaba en
un piso primero bastante espacioso, pero tétrico, de una casa situada en
una calle estrecha del viejo Madrid.
El criado que me abrió la puerta no puso dificultad para introducirme
cerca de su amo. Me condujo al través de algunos oscuros corredores
tapizados por ambos lados de libros, y entré en una gran sala tan pobre
y sórdidamente alhajada que quedé maravillado. El suelo vestido de
estera de cordelillo, los balcones provistos de visillos descabalados,
los unos cortos, los otros largos, un sofá, dos sillones y algunas
sillas, forrado todo de rica tela tan deteriorada por el polvo que
apenas se reconocía su color. Las paredes cubiertas casi enteramente de
libros colocados en altos armarios de pino barnizados de negro. Pero
sobre todo lo que impresionaba más desagradablemente era la suciedad y
abandono que se advertía en aquella estancia, lo mismo que en los
pasillos que había atravesado.
Pasarón había heredado a sus padres, que en su provincia pasaban por
ricos. Unido su patrimonio al sueldo de catedrático y al dinero que le
producían sus libros, debiera proporcionarle recursos para vivir con
holgura si no con lujo. ¿Por qué tal ausencia de elegancia y aun de
decoro en su casa? Algunos lo achacarían a tacañería. Yo pensé más bien
que aquella deficiencia era hija del exclusivismo que había reinado
siempre en su espíritu. Este hombre no veía en el mundo otra cosa más
que libros. Muebles elegantes y tapices y cortinas, adornos bonitos,
esmero, limpieza, comodidad, todo esto era para él tan indiferente que
apenas si se daba cuenta de que tales cosas existían en el mundo.
El gabinete, donde el criado me hizo entrar después de haberme
anunciado, no ofrecía mejor aspecto que la sala. Libros, muchos libros,
sillas deterioradas, igual estera de cordelillo, mesa de pino barnizado
llena de papeles. Allá en el fondo de la alcoba un sencillo catre de
hierro y sobre él colgado un crucifijo. Parecía la celda de un monje.
Pasarón estaba sentado en un sillón y departía con un conocido
catedrático y académico que se despidió cuando yo entré. En su rostro la
enfermedad traidora que le minaba aparecía ya de un modo bien
ostensible. Nos apretamos las manos y yo observé en la suya un calor de
mal agüero.
--Me han dicho que estabas un poco delicado de salud, que no sales de
casa desde hace ya algún tiempo y he querido hacerte compañía unos
instantes. ¿Qué es lo que tienes?
--Lo bastante, querido Jiménez, para dejar este mundo a toda prisa--me
respondió sonriendo tristemente.
--¡Qué idea! Veo que estás lleno de aprensión.
--No es aprensión; es una verdad evidente. Y lo peor del caso es que no
muero tranquila y valerosamente como un sabio sino como un pusilánime
ignorante. Sí; te confieso que me aterra, que me desespera dejar esta
vida a los treinta y dos años, cuando aun no he tenido tiempo a gustarla
ni a disgustarme de ella.
Hablaba con voz tan apagada y triste que me sentí conmovido. Hice un
esfuerzo sobre mí mismo y le respondí procurando dar a mis palabras una
entonación alegre.
--Deja esas imaginaciones lúgubres, hijas de una pasajera depresión
nerviosa. Tú no padeces más que un catarro que desaparecerá en cuanto
cambie este endiablado tiempo. Aun tienes que leer y escribir muchos
libros.
--¡Sí; libros, libros... siempre libros!--murmuró en un tono fatigado y
desdeñoso que me sorprendió.
--Supongo que en este confinamiento temporal que sufres serán tus
mejores amigos.
--¡Los aborrezco!
Yo me reí.
--Eso decía Herder en los últimos años de su vida, y un amigo que lo
supo replicaba: «--¡Y sin embargo, qué hermosos libros escribe!»--Lo
mismo digo yo ahora de ti.
Pasarón hizo una mueca de desdén.
--Hace cuatro meses que no abro uno solo por prescripción facultativa. Y
en estos cuatro meses he meditado más que en todos los años de mi vida.
Ocupado en fisgar lo que pasaba en el cerebro de los demás no he tenido
tiempo a pensar en el mío, como un hombre dedicado toda su vida a
recorrer palacios suntuosos sin descansar jamás en su propio y modesto
hogar. A los libros he sacrificado no sólo mi propio pensamiento, sino
lo que es peor, los alegres días de mi juventud y por fin mi vida entera
puesto que me muero. ¿Merecen este sacrificio? No; el hombre no es un
cerebro solamente. Tiene un cuerpo que le pide a gritos la felicidad,
ejercicio, aire puro, alimentos sabrosos, vinos que fortifican y
alegran, el aroma de las flores, la caricia de las aguas transparentes:
tiene un alma que se nutre de amor como el cuerpo de oxígeno, que desea
abrirse como una flor al rayo de una dulce pasión, que nos pide la
ternura de la familia, los encantos infantiles, el abandono de una
amistad generosa, que quiere, en suma, sentirse vivir. ¿Hay algo más
horrible que no sentir su alma?
--Sin embargo, Pasarón, los filósofos afirman que la inteligencia pura
es quien nos proporciona placeres sin mezcla de daño. Así que interviene
el sentimiento o la voluntad, con sus mezquinas aspiraciones, comienza
para nosotros la era de los enojos, nos sentimos arrastrados a la región
de la desgracia, de la agitación y el hastío.
--¡Falso! La inteligencia por sí sola no nos proporciona placer ni pena;
es un frío contemplador del universo. Para que exista uno u otro es
necesario que se mezcle de algún modo la emoción a ella. Kepler saltó de
gozo al descubrir la forma elíptica de la órbita de los planetas; pero
no fué el descubrimiento en sí mismo lo que le infundió alegría, sino el
orgullo de ser el primero entre los mortales que lo había averiguado.
Arráncale esa satisfacción de amor propio y hubiera contemplado la
órbita de Marte con la misma frialdad que tú contemplas la forma
elíptica de un macizo de flores en el Retiro... Repaso mi vida en estas
largas horas de ocio, y me persuado de que mis goces, descubriendo
noticias sepultadas en los archivos o adquiriendo libros raros, semejan
bastante a los de los coleccionadores de sellos o porcelanas.
--No, José Luis; el pesimismo que aporta siempre consigo la enfermedad
no te deja ver claro. Tú no eres un coleccionador de sellos; eres un
hombre glorioso que honra a nuestra nación.
--¡La gloria, la gloria!--repitió con dejo amargo--. _Flatus vocis!_ La
gloria es una palabrilla que deja escapar un hombre descuidadamente en
la conversación y que el interlocutor recoge con más ligereza aún; es un
adjetivo que la Prensa arroja a la publicidad entre otros millones de
adjetivos. ¿Hay algún hombre sensato que cifre en ello la alegría de su
vida? Pero aun suponiendo que fuese real y no vana esta alegría, para
sentirla es necesario vivir. Después que me hayan cerrado en el
sepulcro, todas las trompetas de la fama sonando a un tiempo, no
lograrán hacer vibrar una parte mínima de mi sér. Además, si existe la
gloria y si vale algo debe estar reservada a los que hayan pensado algo
por sí mismos, no a los que como yo han pasado el tiempo estudiando lo
que pensaron los demás. Concibo que un poeta o un filósofo sienta cierta
satisfacción durante su vida imaginando que sus ideas o sus imágenes
despierten en las futuras generaciones admiración y deleite, aunque el
tiempo que esto dure siempre será muy limitado; pero es altamente
ridículo que un crítico como yo sueñe con la gloria.
--Acaso tengas razón en lo que opinas de la gloria. Acaso no sea en el
fondo otra cosa que una de las infinitas manifestaciones de la infinita
vanidad humana. Pero hay algo, querido Pasarón, que está por encima de
la gloria y es la satisfacción que experimenta un hombre honrado
cumpliendo con su deber en este mundo.
--Esa misma satisfacción la puede sentir un carretero sin necesidad de
estropearse el estómago y los pulmones. Si yo he cumplido con mi deber
no hay más remedio que confesar que lo he hecho con poca prudencia. ¿Qué
opinarías de un piloto a quien se confía una máquina y que al poco
tiempo la devuelve estropeada, con los resortes gastados y algunas
piezas rotas? Dirías que era un mal mecánico, pues toda máquina debe
producir el máximum de su rendimiento y para ello es menester manejarla
con cuidado, hacerla trabajar con las debidas precauciones. Pues eso
mismo he sido yo. Un deplorable piloto. No he cuidado para nada de mi
pobre cuerpo; le he tenido años enteros en una quietud enervante,
respirando el polvo de los archivos en vez del aire puro de los campos,
no lo he refrescado cambiando de ambiente, no he dado reposo a mi
cerebro, no he alimentado mi corazón con sentimientos fortificantes, he
dejado transcurrir mi vida sin los placeres que la hacen amable, que nos
dan aliento para continuar la marcha y nos vuelven el equilibrio
perdido. ¡Qué gran estupidez! Si hubiese economizado mis fuerzas y
endulzado mi existencia es verosímil que llegase a viejo y entonces tal
vez pudiera ofrecer al mundo algo no enteramente desprovisto de mérito.
Quise disuadirle de aquellas aprensiones que le atormentaban, pero no me
fué posible. Parecía conocer con certeza la enfermedad que le minaba y
hallarse persuadido de su próxima muerte.
Hablamos todavía largo rato. A fin de distraerle llevé la conversación a
los asuntos que más pudieran alegrarle, a los incidentes cómicos y
divertidos de nuestra común estancia en la casa de la calle Carretas;
hablamos de los Mezquitas, de Albornoz, de Sixto Moro y discurrimos
acerca de su carácter y logré hacerle sonreír.
Al fin no tuve más remedio que despedirme. Cuando me alcé de la silla
volvió a pintarse en su rostro la tristeza. Me apretó la mano con toda
la fuerza que le consentía su gran debilidad y me dijo:
--Adiós, Jiménez. No seas un iluso como yo lo he sido. ¡Diviértete,
diviértete!
Un mes después los periódicos anunciaban con grandes letras capitales el
fallecimiento del insigne catedrático gloria y esperanza de las letras
patrias.
Fué un día de duelo para todos los españoles cultos. Yo sentí una mortal
tristeza. Era el primer amigo que veía morir. Aquella memorable
conversación que con él había tenido no se apartaba de mi mente.
Corrieron los años, y como él había previsto, su nombre se fué borrando
de la memoria de los hombres. Ahora sólo aparece de vez en cuando en los
libros de algún erudito.
Pero aquella tan prematura muerte dejó en mi cerebro huella indeleble.
Cuando arrastrado de mis aficiones científicas me excedo un poco en el
trabajo, permanezco demasiado tiempo delante de los libros y me siento
fatigado, se alza delante de mis ojos la imagen de Pasarón, doy un salto
en la silla y me levantó exclamando:
«¡No seas un iluso, Jiménez! ¡Diviértete, diviértete!»
Y salgo corriendo a tomar un billete para los toros.


VII
UN AMIGO QUE SE VA Y UN ENEMIGO QUE APARECE

Moro experimentó igualmente vivo dolor con la muerte de Pasarón. No le
frecuentaba mucho tampoco: ya he dicho que su aplicación obstinada y
exclusiva, su natural retraído y ¿por qué no decirlo? un poco frío le
alejaba del trato de sus amigos. Pero no podía menos de recordar con
placer, como yo, los días de la casa de huéspedes, nuestras disputas,
nuestras bromas y constante regocijo. Sólo en la edad juvenil se forman
sólidas amistades, porque quizá solamente entonces intervenga en ellas
el corazón.
Vino a buscarme en su coche y ambos acompañamos el cadáver de nuestro
amigo, unidos a un cortejo no muy numeroso, pero sí selecto. Formaban en
él profesores, literatos, artistas. Cuando llegamos al cementerio
experimenté la agradable sorpresa de encontrar entre los pocos que
asistieron al sepelio a mi buen amigo Pérez de Vargas. Me aproximé a
él, nos saludamos como siempre efusivamente y me dijo:
--No era amigo de Pasarón: sólo una vez le he hablado en mi vida; pero
he querido rendirle este testimonio de consideración, porque era un
hombre que honraba a su patria.
Terminada la triste ceremonia le presenté a mi amigo Moro. Se saludaron
con visible satisfacción como hombres que sin tratarse personalmente se
conocían hacía tiempo y se estimaban. Cuando regresamos, Pérez de Vargas
nos propuso que montásemos en su coche y le acompañásemos, a lo cual
tanto Sixto como yo accedimos gustosos. Traía un _landeau_ y sólo le
acompañaba su secretario; pudimos, pues, acomodarnos los cuatro y yo me
hallé sumamente complacido de poner en relación a aquellos dos hombres
que habían nacido para entenderse y amarse.
Sin embargo, comenzaron su amistad discutiendo. Como yo recordase la
conversación que con Pasarón había tenido algunos días antes de morir,
en la cual se lamentaba con amargura de haber agotado sus fuerzas y
arruinado su salud en el estudio sin gozar de los placeres juveniles, y
trajese a la memoria sus cortos amores con una de nuestras vecinitas, a
la cual sacrificó en aras de la ciencia, Moro exclamó con el tono
resuelto que le caracterizaba:
--Hacía bien en arrepentirse. Sacrificar el amor a la ciencia es lo
mismo que cambiar una barrica de jerez por otra de cerveza.
--¿Tan exagerada importancia da usted al amor sexual?--le preguntó Pérez
de Vargas.
--Ninguna otra cosa la tiene mayor. Creo que es el solo presente digno
que nos han hecho los dioses, lo único que reconcilia con la existencia.
Las relaciones entre hombre y mujer son el jugo sabroso que podemos
sacar de nuestro tránsito por la tierra, la ambrosía que le da valor y
le perfuma. Cuando el hombre pierde la facultad de interesarse por el
amor ha sufrido la máxima _capitis deminutio_; todo lo que le queda no
vale la pena de ser vivido, porque todo lo demás es incoloro, fastidioso
y triste a su lado. Como los héroes de la antigüedad, cuando descendían
a la mansión subterránea de los Campos Elíseos, arrastra desde entonces
una vida melancólica y suspira por la que gozaba a la luz del sol.
--Es materialista lo que usted dice, y sin embargo yo sé bien que es
usted espiritualista--replicó Pérez de Vargas con amable sonrisa--. El
amor, a mi juicio, no es más que un episodio en la vida del hombre, un
momento de fiebre, una breve locura durante la cual se desinteresa de
todo lo que le constituye como sér independiente para convertirse en un
instrumento de la especie.
--Usted me perdonará que rechace ese sofisma que tan válido corre ahora
entre los sabios. Si somos instrumentos de la especie cuando gozamos, lo
seremos igualmente cuando sufrimos. Nuestra pretendida independencia no
es más que una ilusión. Los hombres que como Pasarón se consagran con
alma y vida al estudio reciben el impulso de su propia naturaleza como
los que se consagran al amor; son seres tan necesitados como ellos. Pero
no se trata ahora de eso. Lo que yo he afirmado es que todas las demás
emociones placenteras del hombre palidecen al lado de las del amor,
mejor dicho, se borran, se desvanecen como las estrellas a la salida del
sol.
--¿Tiene usted en nada los goces del místico, del hombre contemplativo
que vive comunicándose con la Divinidad, que renuncia a los placeres de
la carne, que la mortifica, y en ello logra encontrar alegrías
exquisitas mil veces más nobles que las del amor humano? ¿No le inspiran
a usted aprecio las puras satisfacciones del sabio cuando después de
tenaces esfuerzos, que son para él un manantial de placeres, consigue
apoderarse de una verdad y transmitirla al mundo? ¡Qué sensación
deliciosa, inefable sería la de Kepler cuando después de haber hecho y
rehecho durante largos años infinitos cálculos logra un día descubrir la
forma elíptica de la órbita de los planetas! ¿Y la de Bernardo de
Palissy, cuando después de arrojar al horno sus muebles y hasta las
tablas del entarimado de su casa, al fin consigue fijar el esmalte de
sus porcelanas? ¿Y los goces intensos de Agustín Thierry, descifrando
infolios para extraer una frase, una palabra que le llevase al
conocimiento de los tiempos merovingios que pretendía escrutar? No le
quepa a usted duda, Moro; por encima de esos placeres efímeros del amor
sexual hay otros más altos y sabrosos a los cuales todo hombre debe
aspirar.
Moro se encogió de hombros y dirigió la vista a la ventanilla
contemplando el paisaje como si renunciase a discutir. Pero advirtiendo
inmediatamente lo que había de descortés en su actitud se volvió
sonriente y dijo:
--Ignoro lo que son y hasta dónde llegan las alegrías del hombre
contemplativo. En la _Imitación de Cristo_ he leído, en efecto, que si
los hombres de mundo las conociesen palidecerían de envidia. Es posible
que esto sea verdad. Yo no puedo resolverlo porque no soy místico y me
encuentro en la situación de un ciego juzgando de los colores. Pero en
lo que se refiere a las sensaciones del sabio puedo hablar con mayor
conocimiento de causa. Todas ellas valen bien poco si se las compara a
las que proporciona el amor; todas exigen penosos y continuados
esfuerzos. En el fondo no significan otra cosa que la satisfacción más
o menos intensa que el hombre experimenta cuando ha vencido una
dificultad. Usted mismo lo acaba de poner de manifiesto asimilando la de
Bernardo de Palissy, un artesano, a la de Kepler, un sabio... Por lo
demás, toda la alegría de éste descubriendo la órbita de los planetas es
corta si se compara a la de un joven enamorado descubriendo la silueta
de su novia al través de la reja en una noche de estío.
Comprendí que a mi amigo Pérez de Vargas no le causaban buena impresión
las paradojas de Moro y me apresuré a decir bromeando:
--No vayas a creer, Martín, que el amigo Moro, por lo que dice, es un
instintivo o un débil. En lo que se refiere al amor puedo asegurarte que
no ha sufrido lo que ahora llaman los sabios «la influencia de lo
inconsciente». Por el contrario, te lo presento como un tipo fuerte, en
que el amor es verdadero y completo, de corazón y cabeza, de cuerpo y de
alma.
--Pues yo confieso--dijo Pérez de Vargas--que soy eso que llaman un
_débil_. He sentido siempre gran debilidad por el bello sexo.
Con esto la conversación tomó un giro jocoso, y así departiendo llegamos
hasta las calles de Madrid. Allí Moro, que debía hacer una visita, se
trasladó a su coche y Pérez de Vargas me condujo hasta el café de
Fornos, donde me esperaba mi tertulia vespertina de amables compañeros
periodistas. Cuando quedamos solos, le di cuenta de la pasión de Moro
por la hija de Reyes y le conté todo aquello que podía contarse sin
lastimar su dignidad. Con estas noticias, Martín rectificó la opinión
que había formado de Moro después de sus últimas palabras y le estimó,
como era justo, más que antes.
Cuando salí de Fornos, anochecido ya, al atravesar por la Puerta del Sol
vi delante de mí, caminando en la misma dirección, un hombre cuya
figura me trajo a la memoria un personaje en el cual hacía tiempo que
había dejado de pensar. Me acerqué a él con cierta emoción y le examiné
ansiosamente. Vestía aquel hombre un chaquet raído y sobradamente
holgado que parecía haber sido hecho para otra persona; sus pantalones
estaban deshilachados y no muy limpios, los tacones del calzado gastados
y torcidos, el sombrero de fieltro grasiento. En suma, representaba la
imagen, bien frecuente en la corte, del caballero decaído y hambriento.
Sus cabellos, y esto era lo que me desconcertaba un poco, eran grises y
la parte de barba que lograba verle, también.
«Es él, es él», me dije, mientras mi corazón latía agitado. Para
cerciorarme avancé unos pasos para adelantarme a él y al pasar le miré
de través. Él también volvió un poco la cabeza y nuestras miradas se
cruzaron. En efecto, era él, era aquel antipático sujeto que se llamaba
Rodrigo Céspedes.
Cualquiera puede figurarse la impresión que tal encuentro me produjo. Mi
pensamiento voló inmediatamente a Natalia, aquella niña a la cual me
habían ligado lazos de afección tan estrechos, un cariño casi fraternal,
y me representé de improviso cosas terribles que me apretaron el
corazón. Comí sin apetito y antes de acostarme no cesé de pensar en
ella, imaginando unas veces que estaba muerta, otras que se hallaba
sumida en la miseria. De todos modos, vi la necesidad de tener noticias
y medité largamente los medios de adquirirlas.


VIII
TRISTES NOTICIAS

Al día siguiente me personé en el ministerio de la Guerra, donde tenía
un amigo teniente coronel de infantería. No conocía a Céspedes, ni había
oído nunca hablar de él, pero me dijo amablemente:
--Espéreme usted un instante, voy al despacho de Don Santiago Ruiz, que
es coronel de caballería, y seguramente podré obtener noticias de ese
sujeto.
En efecto, pocos minutos después se presentó de nuevo y sacudiendo la
cabeza me dijo:
--Malas referencias puedo dar a usted de ese individuo. Hace años que
fué expulsado del ejército en Filipinas, por un negocio sucio de
contrabando, y no ha ido a presidio porque el Capitán general había sido
amigo de su suegro. Don Santiago le conoce muy bien; fué su compañero de
promoción; sabe que ha vivido en Barcelona algún tiempo, luego en
Sevilla, siempre del juego y de la trampa, y que desde hace algunos
meses se encuentra en Madrid, donde continúa rodando hacia la cárcel
entre gente perdida y crapulosa.
Quedé consternado; me apresuré a preguntarle:
--¿Sabe usted si su mujer ha muerto?
--Don Santiago no tiene noticias de ello, pero supone que no.
Mi consternación fué mayor aún. Hubiera deseado que Natalia no
existiese.
Di las gracias a mi buen amigo y me retiré más inquieto aún que había
entrado.
Aquella noche, al levantarme de la mesa después de comer, el criado me
dijo:
--Hay un señor ahí que pregunta por usted.
--Bueno; pásalo a la habitación y enciende la luz.
Me dirigí a mi cuarto y, sin saber por qué, una sospecha cruzó por mi
mente. ¿Si será él?
Allí estaba, efectivamente, aquel repulsivo sujeto, arrellanado en una
butaca, con las piernas cruzadas, silbando dulcemente una polka de
cierta opereta bufa. Su grasiento sombrero descansaba sobre los papeles
de mi mesa.
Al verme, se levantó pausadamente y me tendió la mano con impertinente
condescendencia.
--¿Cómo va el amigo Jiménez? Supongo que me reconocerá usted.
--¿Céspedes?
--El mismo. Es usted buen fisonomista, porque he cambiado bastante. He
saltado de joven a viejo sin sentirlo. Además, la barba...
A su bigotito enhiesto y cuidado habían sucedido unas barbas grises y
aborrascadas, que, unidas a la dureza de su fisonomía y a la sordidez de
su indumentaria, le daban un aspecto de salteador de caminos.
--¿Y Natalia?--le pregunté reprimiendo mi emoción.
--Buena; gracias--me respondió secamente frunciendo el entrecejo.
--¿Está en Madrid?
--Pues, ¿dónde quiere usted que esté?--me respondió con un acento
insolente que me dejó confuso.
Me explicó en seguida que, a consecuencia de un choque que había tenido
con el coronel de su regimiento, se había visto obligado a dejar el
ejército hacía ya algunos años. Se encontró sin bienes de fortuna: no
halló trabajo decoroso: sus parientes le abandonaron miserablemente:
sus amigos, viéndole pobre, le volvieron la espalda.
--¿Será usted uno de ellos?--me preguntó clavándome una mirada que
queriendo ser humilde guardaba el reflejo sarcástico y agresivo que
siempre le había caracterizado.
Yo podía replicar que jamás había sido amigo suyo; pero estaba tan
avergonzado, tan dominado por aquella increíble desfachatez, que me
incliné haciendo un signo negativo.
Terminó pidiéndome cien pesetas, que le di sin vacilar pensando
solamente en Natalia.
Para colmo de desgracia, añadió después de darme las gracias como si le
ofreciese un cigarrillo, el único hijo que había tenido, un hermoso niño
de siete años, se les había muerto aquí en Madrid hacía dos meses.
--¡Pobre Natalia!--exclamé.
--Sí; no cesa de llorar desde entonces. Yo le digo que si había de ser
tan desgraciado como su padre más vale que haya dejado este mundo.
Tan bribón debió decir. Quise hacerle algunas preguntas acerca de ella,
pero las rehusó contestando en un tono tan displicente, que estuvo a
punto de hacer estallar mi cólera. Se apresuró a despedirse apretándome
la mano sin mirarme, como si fuese yo quien le acabase de sacar cien
pesetas. Cuando iba a trasponer la puerta le pregunté fingiendo
indiferencia:
--Hasta otro rato. ¿Dónde vive usted?
Vaciló un instante y respondió:
--En la calle del Olivar, número diez.
Comprendí que mentía. Aquel bandido no quería que viese a Natalia. Sin
embargo, fuí al día siguiente a la calle que me indicó con un resto de
esperanza. Pronto se disipó: en aquella casa no conocían a semejante
sujeto ni habían oído su nombre.
Pero yo estaba bien resuelto a conocer su domicilio y a ver a Natalia.
No se necesitaba ser muy avisado para sospechar que vendría otra vez a
sacarme dinero. En efecto, no se pasaron quince días sin que me hiciese
otra visita. Me pidió diez duros.
--Aguarde usted un instante--le dije--; no tengo en este momento dinero,
pero voy a pedírselo al dueño del hotel.
Busqué al chiquillo que limpiaba las botas y hacía los recados en la
fonda y le dije:
--Cuando salga el individuo que está en mi cuarto le sigues con todo
disimulo, y si averiguas dónde vive te doy un duro.
Hasta bien entrada la noche no tuve noticia alguna. Al pobre chico le
había costado un trabajo enorme averiguar aquellas señas. Antes de
restituirse a su domicilio, Céspedes había recorrido tres o cuatro
_tertulias_ de café donde se juega, y mi muchacho se vió necesitado a
esperarle pacientemente a la puerta en todas ellas. Por último hacía un
momento que había ido a su casa. Vivía en la calle de Toledo, número...
Al día siguiente, antes de las nueve de la mañana, me dirigí a esta
calle, y ocultándome en un portal me puse a espiar el de la casa citada.
Tenía una miserable apariencia que me contristó. ¡Pobre Natalia, dónde
había venido a parar! Y me representé la suntuosa y elegante mansión
donde hacía doce años la había conocido.
No quise por el momento preguntar por ella ni hablar con la portera.
Temía que cualquier indiscreción por mi parte le pudiera acarrear un
disgusto: preferí aguardar a que saliese, pues tenía por probable, si no
seguro, que lo hiciese a estas horas y no por la tarde. Nada conseguí.
Se pasó una hora, se pasaron dos y ninguna persona salió del portal que
se pareciese a ella.
Al otro día fuí una hora antes. Me situé, como el anterior, en un lugar
donde pudiera acechar sin ser notado. Pocos minutos después de estar
allí vi salir de la casa una mujer enlutada. La reconocí en seguida,
aunque había cambiado bastante. Estaba mucho más delgada; pero su rostro
demacrado guardaba siempre aquel sello de inocencia infantil que tanto
seducía. Dirigió una mirada a un lado y a otro de la calle. Había en sus
ojos, hermosos como siempre, tanta humillación y tristeza que las
lágrimas saltaron a los míos.
La seguí procurando no ser notado. Vestía una pobre falda negra y una
mantillita deslustrada por el uso: llevaba en la mano un pequeño cesto.
Entró en el mercado de la plaza de la Cebada, situado no muy lejos de su
casa y realizó algunas compras para la alimentación, que me parecieron
bien reducidas. Después, salió de allí por otra puerta, y con paso
rápido se dirigió a la iglesia cercana y penetró en ella.
Sin vacilar, como quien está habituado a hacer todos los días lo mismo,
fué derecha al altar de la Virgen del Carmen y se dejó caer de rodillas.
Su oración duró larguísimo tiempo. Mientras tanto, yo, detrás de uno de
los pilares, con la vista clavada sobre ella, me entregaba a un sin fin
de pensamientos melancólicos y de proyectos locos.
Al fin se levantó y vi sus ojos enrojecidos por el llanto. Maniobrando
rápidamente salí antes que ella de la iglesia y la esperé. Cuando puso
el pie en la calle me planté delante y le dije:
--Buenos días, Natalia.
Me miró estupefacta sin conocerme; fué un instante.
--¡Angelito!
Y al alargarme su mano, bajó la cabeza y rompió a llorar. Los sollozos
la ahogaban. Entonces la arrastré hasta el portal más próximo para que
no llamase la atención de los transeuntes. Aguardé a que se calmase
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