Su único hijo - 18

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de Bonifacio, ni nadie pone en tela de juicio su legítimo derecho.
--Cada cual tiene los suyos--objetó Nepo.
--Ciertamente; y no hay para qué hablar de eso ahora, cuando en último
caso no había de faltar quien nos dijera a cada cual el papel que le
tocaba representar.
Bonis volvió a crecerse.
La alusión a la justicia era clara. Don Nepo sintió una ola de cólera
subirle al rostro. Y recurrió a su venganza suprema. A contenerse y
jurarse que se la pagaría el miserable. Le azotó el rostro con la
intención, y ya desahogada la ira, que se gozaba con las futuras
crueldades de la venganza, pudo decir sereno y sonriente:
--En fin, Bonis, tienes razón; ya se ajustarán cuentas cuando Emma sane,
y se pueda ver con números, que tú has de procurar entender, ¿estamos?,
lo que habéis gastado vosotros, lo que he ahorrado yo..., y quién debe a
quién. Lo que te anuncio es que si seguís gastando como hasta aquí, la
quiebra es segura.... Estáis puede decirse que arruinados. Emma ha
gastado como una loca, y tú, tú no me lo negarás... le diste el
ejemplo... tú la arrastraste a esa vida imposible. Y todos sabemos por
qué.
--Todos--exclamó con solemnidad Sebastián, que había perseguido en vano a
la Gorgheggi, y todavía la solicitaba.
Bonis, que tenía aquella noche energía para luchar con los hombres, no
la tuvo para resistir a los hechos; los hechos eran terribles:
¡arruinados!, y ¡había empezado él!, y ¡hasta de lo que hubiera robado
el tío tenía él la culpa por haberle dejado! ¡Y su robo, sus robos, para
pagar trampas de una querida!
Tuvo que sentarse, pálido, sin contar con las piernas. El tío vio allí
de repente al Bonis de siempre, y se creció, pero sin arrogancia,
falsamente conciliador.
--¿Quieres ir a ver lo que hay en Cabruñana? Corriente; marcha mañana a
las ocho, que es la hora del coche. Ven a mi cuarto, y verás los libros
y las escrituras de allá... Todo, todo lo verás. Llevarás lo que
necesites, y procurarás enterarte, ¿estamos? Porque no has de
presentarte a Lobato llamándole ladrón y sin saber por qué se lo llamas.
Bonis, sin fuerzas ya para nada, siguió al tío maquinalmente, y detrás
de ellos se fue Körner. Marta y Sebastián quedaron solos en el comedor.
Körner, siempre fiel a su papel de rey Sobrino, iba como de asesor.
¡Buena falta le hacía a Bonis! Pasó en el cuarto del tío la vergüenza
que ya esperaba. Nepo, con redomada astucia, con intención felina, le
iba explicando todos los asuntos correspondientes a los bienes de
Cabruñana, con los términos del más riguroso tecnicismo del derecho
consuetudinario.
Bonis no tenía noción clara del contrato de arrendamiento. La palabra
foro le sonaba a griego; aparcería..., laudemio..., retracto..., y
después otras cien palabras del Derecho civil, más las propias del
_dialecto_ jurídico de aquella tierra, pasaron por sus oídos como sonidos
vanos. No se enteraba de nada. Comprendía vagamente que se le engañaba y
se le quería aturdir y humillar. Caía en mil contradicciones, en errores
sin cuento, al querer explicarse lo que le explicaban y al pretender
opinar algo por cuenta propia; Körner le ayudaba para poner más de
relieve su torpeza y su ignorancia.
--Pero, hombre, ¡yo que soy un extranjero..., y ya sé mejor que usted
todas estas costumbres del país... y las leyes de España!...
Al llegar a los números, Körner se escandalizó sinceramente. Bonis no
sabía dividir, y apenas multiplicar.
Para huir de aquel atolladero, humillado, corrido, lleno de vergüenza y
de remordimiento, Bonis quiso tratar cuestiones más importantes que no
fueran de aquel horrible pormenor oscuro, inextricable para él, pobre
flautista..., y llevó, por los cabellos, la discusión al asunto de las
fábricas.
Estaba excitado, su amor propio ofendido, y olvidando la prudencia,
abordó la delicada cuestión de las dos industrias, sin estar preparado,
a deshora. Eran las tres de la madrugada cuando Körner y Nepo, _heridos
en lo más hondo_, le exigieron que oyera la _historia completa_ de aquella
desastrosa especulación; necesitaban sincerarse, y pues él provocaba la
cuestión, allí estaban ellos para responder....
Y quieras que no quieras, Bonis tuvo que oír, y ver y palpar. Se le
pusieron delante libros de actas, presupuestos, pólizas, planos,
expedientes, una _selva oscura_ que le hizo perder la noción del tiempo y
la del espacio.... Se creía en el aire, en un aquelarre. Le zumbaban los
oídos. Mientras los otros le explicaban, gesticulando, lo que a él le
sonaba a griego, el sueño, la ira, el remordimiento le llenaban de
avisperos el cerebro.... Hubiera mordido, pateado y llorado de buena
gana. Se le cerraban los ojos, le ardían las orejas, se le doblaban las
piernas... «Había caído en un lazo por débil, por imbécil. Había entrado
allí solo, debiendo entrar con juez, escribano, abogado, peritos y una
pareja de la Guardia civil».
Después de dos horas de aturdimiento, de verdadera agonía, sólo tuvo
valor para tomar la puerta, seguido de los dos monstruos, que
continuaban explicándole por _a_ más _b_ la ruina de los Valcárcel en la
fábrica, la ruina de Antonio Reyes, de su único hijo. En el comedor, y
ya iban a dar las cinco, estaban todavía _esperándolos_ Marta y Sebastián,
medio dormidos, bostezando. Unieron sus argumentos uno y otro, como
queriendo ocupar la atención de Nepo y Körner, a los argumentos de
Körner y Nepo; y perseguido por aquella tremenda pesadilla, Bonifacio,
muerto de sueño, ebrio de cólera, de fiebre y cansancio, se declaró en
franca y acelerada fuga y se encerró en su cuarto, bien decidido, eso
sí, a salir para Cabruñana al ser de día, acompañado de los papeles que
el tío le había metido por los ojos. Marcharía sin despedirse de Emma,
sin ver a su hijo, para que no le faltase valor ni su mujer tuviera
tiempo de torcer aquella resolución irrevocable. «Yo no sé una palabra
de foros, ni de caserías a medias, ni de aparcerías, ni de números, ni
de fábricas; pero he de tener voluntad en adelante; y he dicho que iría
mañana, y primero falta el sol. Iré. La calentura de Emma no es
extraordinaria; ya cede; Antonio queda sin novedad; voy a Cabruñana, le
pongo las peras a cuarto a Lobato..., y me vuelvo pasado mañana con dos
o tres nodrizas, a escoger, que por ahí las hay buenas. Emma no querrá,
y en rigor no puede criar. Le criaremos nosotros, el ama y yo. Así como
así, cuanto menos sangre de Valcárcel, mejor».
Bonis no pudo dormir; estuvo mezclando, con mil visiones de pesadilla,
despierto y todo, sus remordimientos de antaño, sus iras y vergüenzas de
ahora, sus propósitos de energía futura y sus esperanzas de padre. La
actividad era cosa terrible; era mucho más agradable pensar, imaginar....
Pero un padre tenía que ser diligente, práctico, positivo... y él lo
sería; por Antonio, por su Antonio.... Pero por lo pronto, la bilis, la
vergüenza de su ignorancia de las cosas que sabían todos en casa, menos
él, todo aquel barullo de pasiones bajas, vulgares, pedestres, le
quitaban el gusto a su dicha presente, a la felicidad de ser padre.
Cuando todos dormían y el sol llevaba andada alguna parte de su carrera,
Reyes salió de casa, con sus papeles en un saco de noche; tomó la
diligencia de Cabruñana, y antes del medio día ya estaba disputando con
Lobato en medio de un prado, frente a unos robles que el mayordomo había
consentido derribar a un casero, porque, según malas lenguas, los dos
iban ganando. Lobato, un ex cabecilla carlista, era un lobo mestizo de
zorro; hablaba con dificultad, leía deletreando y escribía de modo que,
en caso de convenirle, podía negar que aquello fueran letras... y él era
dueño de la comarca por la política, por la usura y por las trampas a
que obligaba a los jueces de paz y a los pedáneos su influencia
personal. Nepomuceno le había escogido porque con media palabra se
habían entendido, y también porque sólo un hombre como Lobato, que era
el terror del concejo, podía cobrar las rentas de aquellos _caseros_, que
solían recibir a pedradas y a tiros a los comisionados de apremios, a
los alguaciles y a los mayordomos. Lobato, si viajaba de noche, cruzaba
a escape ciertos parajes frondosos y oscuros, en que estaba seguro de
encontrar asechanzas de aquellos aldeanos, que a la luz del sol
temblaban en su presencia. En una ocasión, después de cobrar en juicio a
un casero que debía tres años, recibió, al atravesar un bosque, tal
pedrada, que llegó a su casa sin sentido, agarrado a la crin del
caballo. ¡Y a un hombre así venía a pedirle cuartos un mequetrefe, aquel
señorito bobo, de que nunca le había hablado más que con desprecio el
Sr. D. Juan Nepomuceno! Con fingida humildad, Lobato se burló de su amo;
haciéndose el tonto, el ignorante, le hizo ver que él, Bonis, era el que
no sabía lo que traía entre manos. Los caseros se reían también del amo,
con sorna que no podía tachar de irrespetuosa. Se rascaban la cabeza,
sonreían y se aferraban a la idea de no pagar mejor que hasta la fecha.
Bonis, desesperado, abandonó aquellos hermosos valles de eterna verdura,
de frescas sombras y matices infinitos en la variedad de los accidentes
de colinas y vegas, en que serpenteaban claros ríos... «¡Divino!
¡Divino!... ¡Pero qué pillo es Lobato, y qué ladrones son todos estos
pastores!... En otra situación, sin estos cuidados y preocupaciones,
¡qué buenos días hubiera pasado yo en esta espesura, en que se mezcla el
rumor de las copas de los pinos con el del mar, del que parece un eco!».
Cabruñana era región ribereña, y parecían sus valles estrechos y de mil
figuras, de verde jugoso y oscuro en las laderas y en las planicies
pantanosas, cauces de antiguos ríos, abandonados por las aguas. Todos
aquellos cuetos y vericuetos, lomas y llanuras, por sus formas
violentas, por ejemplo, por los cortes de las laderas aterciopeladas,
semejantes en su caída a los acantilados de la costa, hacían pensar en
el fondo misterioso de los mares.
Terminada su inútil faena, sin más provecho que dejar sembradas
amenazas, de que nadie hizo caso, Reyes decidió a media tarde montar a
caballo para ir a pernoctar en la capital del concejo y del partido, a
dos leguas, por la carretera. Antes del anochecer, se proponía llegar a
Raíces, que estaba al paso, y detenerse media hora; ¿para qué? No sabía.
Para soñar, para sentir, para imaginarse tiempos remotos, a su manera;
para pensar a sus anchas, en la soledad, libre de Lobato, y Nepo y
Sebastián, en los Reyes que habían sido, y en los que eran, y en los que
habían de ser.
Raíces consistía en un lugar de veinte a treinta casas, diseminadas en
las frondosidades de una península abandonada por el agua, en las
marismas; cerca estaban las dunas, cuyos amarillos lomos de arena tenían
figura semejante a los vericuetos que rodeaban a Raíces; pero estos,
desde siglos y siglos, ostentaban el terciopelo de verde oscuro de sus
musgos y su césped, y las flores de los prados, iguales a las que se
encontraban tierra adentro, lejos de las brisas del mar. Era Raíces un
misterioso escondite verde, que inspiraba melancolía, austeridad, un
olvido del mundo, poético, resignado. Una colina cortada a pico, muy
alta, cuya ladera, casi vertical, mostraba, como si fuera la yedra de
una muralla ciclópea, pinos, castaños y robles, que trepaban cuesta
arriba cual si escalaran una fortaleza, escondía y humillaba a Raíces
por el Sur; el mar y las dunas le dejaban abierto a los vientos del
Norte y del Noroeste, y restos de un bosque le rodeaban por Oriente y
Occidente. Las viviendas, escasas y esparcidas por la espesura, eran,
las más, cabañas humildes, otras vetustos caserones de piedra oscura,
con armas sobre la puerta algunos.
Bonis llegó una hora antes del ocaso a una plazoleta que servía de
_quintana_ a varias casas de las más viejas, pero también de las de
aspecto más noble; carretas apoyadas sobre el pértigo, como dormidas,
entorpecían el paso; niños medio desnudos, sucios y andrajosos, sin nada
en su cuerpo donde pudiera ponerse un beso, más que los ojos de algunos
y las rubias guedejas de muy pocos, saltaban y corrían por aquella
corralada común, que era sin duda para ellos el universo mundo. Más
serios y a su negocio, hozaban algunos cerdos en el estiércol, que
escarbaban y picoteaban gallos y gallinas, mientras dos perros
dormitaban, acosados por miles de mosquitos.
--De aquí salieron los Reyes--pensó Bonifacio, que desde una calleja
vecina contemplaba el cuadro de paz suave y melancólica de aquella
miseria, aislada de las vanas grandezas del mundo--. Un grupo de castaños
y una pared de una huerta, le ocultaban a la vista de los chiquillos y
los perros, que, de notar su presencia, se hubieran alarmado. Echó pie a
tierra, ató el caballo al tronco de un castaño, y se sentó sobre el
césped para meditar a sus anchas.
Se acordó de Ulises volviendo a Ítaca... pero él no era Ulises, sino un
pobre retoño de remota generación.... El Ulises de Raíces, el Reyes que
había emigrado, no había vuelto... a él no podían reconocerle en el
lugar de que era oriundo. Y como había leído muchas veces la _Odisea_, y
recordaba sus episodios y los nombres de sus personajes, pensó Bonis:
«Los cerdos y los perros que encontró Ulises al volver a Ítaca, en la
mansión de Eumaios, allí estaban; pero Eumaios, el que guardaba los
cerdos de Ulises, no estaba; no le había. Como a Ulises, aquellos perros
le atacarían si le vieran; pero Eumaios, el fiel servidor, no acudiría
en su auxilio... ¡Qué habría sido de Ulises--Reyes! ¿Por qué habría
salido de allí? ¡Quién sabe! Tal vez esos chiquillos, que parecen hijos
del estiércol, como lombrices de tierra, son _parientes_ míos.... Son de mi
tribu acaso».
De pronto se dio una palmada en la frente. Los recuerdos clásicos le
habían hecho pensar en el pasaje en que Ulises es reconocido por
Eurycleia, su nodriza. Él no había tenido más Eurycleia que su madre,
que había muerto; pero Antonio, su hijo, necesitaba nodriza, y él había
olvidado que había venido a Cabruñana a buscarla. «¡Mejor aquí! Sí; no
me iré de Raíces sin buscar ama de cría para mi hijo. ¡Es una
inspiración! ¡Quién sabe! Tal vez se nutra con leche de su propia raza,
con sangre de su sangre...».
Y como había resuelto ser cada día más activo y menos soñador; hombre
práctico como los demás, como los que ganan dinero, para ganarlo también
por amor de su Antonio, dejó sus cavilaciones, se levantó, montó a
caballo, y por aquellas quintanas y callejas adelante, de puerta en
puerta, fue buscando lo que necesitaba, nodriza para casa de los padres,
y natural de Raíces, de donde eran oriundos los Reyes. Era aquella, por
fortuna, tierra clásica de amas de cría, de las más afamadas de la
provincia; y en tan pequeño vecindario, sin más que extender un poco sus
pesquisas por aquellos contornos, encontró Bonis dos buenas vacas de
leche de aspecto humano, porque en aquella región venía a ser una
especie de industria inmoral y de exportación el servicio que él
solicitaba. Quedó convenido que a la mañana siguiente, muy temprano,
Rosa y Pepa, que así se llamaban las que presentaban su candidatura al
honor de criar a Antonio Reyes, estarían en la capital del concejo,
dispuestas a montar en el coche en que las llevaría Bonifacio a la
ciudad, para que fueran registradas por el médico, y la de mejores
condiciones recibiera el _exequatur_ facultativo y el nombramiento oficial
de Emma.
Satisfecho de la diligencia y fortuna con que dejaba orillado este
negocio, Bonis se detuvo, al salir del lugar, en un recodo del camino
solitario, junto a un puente de madera que atravesaba el Raíces,
riachuelo poético, sinuoso, que a la sombra de árboles infinitos corría
al próximo Océano, sin gran prisa, seguro de llegar antes de la noche; y
eso que el sol ya se había escondido tras de las olas que bramaban a lo
lejos. Reyes, volviendo grupas, seguro de su soledad, inmóvil en medio
del camino, permaneció contemplando el rincón melancólico de que se
alejaba, como si allí dejara algo.
Nada concreto, nada plástico le hablaba ni podía hablarle de la relación
de su raza con aquel pacífico, humilde y poético lugar; y, sin embargo,
se veía atado a él por sutiles cadenas espirituales, de esas que se
hacen invisibles para el alma misma, desde el momento en que se quiere
probar su firmeza.
«Ni yo sé en qué siglo salieron los Reyes de aquí, ni lo que eran aquí,
ni cómo ni dónde vivían; ni siquiera de mi tatarabuelo, sin ir más
lejos, tengo noticias, a no ser muy vagas. Sólo sé que éramos nobles,
hace mucho, y que salimos de Raíces. ¡Oh! ¡Si yo conservase el libro
aquel de blasones de que tanto me hablaba mi madre, y que mi padre, al
parecer, despreciaba!... Como soy tan aprensivo... se me figura sentir
cierta simpatía por estos parajes.... Esta calma, este silencio, esta
verdura, esta pobreza resignada y tolerable... hasta la música del mar,
que ruge detrás de esos montes de arena... todo esto me parece algo mío,
semejante a mi corazón, a mi pensamiento, y semejante al carácter de mi
padre. Los Reyes... no debieron salir de aquí... no servían para el
mundo; bien se vio.... Yo, el último, ¿qué soy? Un miserable, un
ignorante, que no ha ganado en su vida una peseta, que sólo sabe gastar
las ajenas. Un soñador... que creyó algún día llegar a ser algo de
provecho a fuerza de sentir con fuerza cosas raras y de las que ni
siquiera se pueden explicar. ¡A esto vino a parar la raza!».
Cesó en su soliloquio, como para oír lo que el silencio de Raíces, a la
luz del crepúsculo, le decía.
Una campana, muy lejos, comenzó a tocar la oración de la tarde.
Bonis, a pesar de su dudosa ortodoxia, se quitó el sombrero. Y recordó
las palabras con que su madre empezaba el rezo vespertino: «El ángel del
Señor anunció a María...».
¡Oh! ¡También a él, el ángel del Señor sin duda, le había anunciado que
sería padre; también sus entrañas estaban llenas del amor de aquel hijo,
de aquel Antonio, en que él estaba ya pensando como se piensa en el amor
ausente, mandando miradas y deseos de volar del lado del horizonte tras
que se esconde lo que amamos! Una ternura infinita le invadió el alma.
Hasta el caballo, meditabundo, inmóvil, le pareció que comprendía y
respetaba su emoción. ¡Raíces! ¡Su hijo! ¡La fe! Su fe de ahora era su
hijo.
Lo pasado, muerte, corrupción, abdicación, errores... olvido. ¿Qué había
sido su propia existencia? Un fiasco, una bancarrota, cosa inútil; pero
todo lo que él no había sido podía serlo el hijo... lo que en él había
sido aspiración, virtualidad puramente sentimental, sería en el hijo
facultad efectiva, energía, hechos consumados.
¡Oh!, se lo decía el corazón.... Antonio sería algo bueno, la gloria de
los Reyes.... Y acaso, acaso, cuando se hiciera rico, ya conquistando una
gran posición política o escribiendo dramas, lo cual le halagaba más, o,
lo que sería el colmo de la dicha, como gran compositor de sinfonías y
de óperas, como un Mozart, como un Meyerbeer, él, su padre, ya viejo,
chocho, chocho por su hijo... le metería en la cabeza que _restaurase_ en
Raíces la casa de los Reyes...; y él, Bonis, vendría a morir allí... en
aquella paz, en aquella dulzura de aquel crepúsculo, entre ramas
rumorosas de árboles seculares, mecidas por una brisa musical y olorosa,
que se destacaban sobre el fondo violeta del cielo del horizonte, donde
el último aliento del día perezoso se disolvía en la noche.
«¡Oh! ¡En definitiva, en el mundo, no había nada serio más que la
poesía!...--pensó Bonis--. Pero eso para mi Antonio. Él será el poeta, el
músico, el gran hombre, el genio.... Yo, su padre. Yo a lo práctico, a lo
positivo, a ganar dinero, a evitar la ruina de los Varcárcel y a
restaurar la de los Reyes. Y ¡adiós, Raíces, hasta la vuelta! Me voy con
mi hijo; tal vez volvamos juntos».
Bonifacio, sacudiendo la cabeza, recobrando las riendas para sacar al
rocinante soñador de su letargo, siguió a trote su camino, sin volver
los ojos atrás, temeroso de sus ensueños, de sus locuras...; dispuesto
cada vez con más ahínco a sacrificar al porvenir de su hijo su
temperamento de bobalicón caviloso y sentimental.
Durmió en la villa cabeza del partido, y al ser de día montó en el coche
diario que iba a la capital de la provincia, en compañía de las dos
Eurycleias que había buscado en Raíces.
Al llegar a sus lares, se encontró la casa llena de gente, criados y
amigos en movimiento.
Doña Celestina, con vestido de raso negro y mantilla de casco fina,
estaba en medio de la sala con un bulto en los brazos, un montón de tela
blanca, bordada, de encajes y de cintas azules.
--¿Qué es esto?--dijo Bonis, que entraba con las nodrizas electas a
derecha e izquierda.
--Esto es--respondió la partera--que vamos a hacer cristiano a este judiazo
de su hijo de usted.
En efecto; Emma lo había decretado así. Cierto era que ella misma el día
anterior había dicho que no se le hablase de bautizo hasta que al
chiquillo le pasara la fluxión de los ojos; pero al despertar aquella
mañana y saber que Bonis, sin su permiso, dejándola con la calentura, se
había marchado a la aldea a enderezar entuertos, que nunca se le había
ocurrido enderezar, se había irritado, y por venganza y considerando que
el tiempo estaba templado, había dispuesto, en un decir Jesús, desde la
cama, dando órdenes como ella sabía, que el niño se bautizara aquella
misma tarde, para que el padre se lo encontrara todo hecho y rabiara un
poco.
Bonis no rabió. La solemnidad del momento no consentía malas pasiones.
Lo que hizo fue abrazar a su esposa, consiguiéndolo a duras penas.
Emma tenía poca calentura: estaba muy despejada; y ya sin miedo al
peligro del puerperio, aunque no había pasado, había decidido
engalanarse y engalanar su lecho.
Sacó el fondo de su armario de ropa blanca, que era un tesoro, y sus
amigas pudieron contemplar un mar de espuma, de nieve y crema, de hilo
fino espiritualizado de encajes de los más delicados. En medio de
aquella espuma aparecía, como un náufrago, el rostro demacrado,
amarillento, de Emma, que definitivamente había vuelto a desmoronarse en
ruina que no admitía ya restauraciones.
«Es una vieja», pensó Bonis resignado, sin amargura; pero triste por
amor de su hijo.
La Valcárcel aprobó el concurso de nodrizas ideado por su marido; el
cual no comprendió por qué Nepo, los Körner, Sebastián, las de Ferraz,
las de Silva, y otras amigas y amigos reían, a carcajadas unos, con
menos violencia otros, la ocurrencia de haber traído él consigo a Pepa y
Rosa, las robustas aldeanas de Raíces.
Sebastián y Marta, cada vez que recordaban la entrada triunfal de Bonis
en medio de las dos aldeanas de ubres ostentosas, se desternillaban de
risa.
Según Marta, aquello era demasiado, y ya no cabía disimulo. Había que
reír a mandíbula batiente.
Y se reían.
Bonifacio no comprendía; ni lo intentó apenas. ¿Qué le importaban a él
las risas necias de aquella gentuza, que le habían comido el pan de su
hijo, y que estaba dispuesto a arrojar de su casa?
La comitiva se puso en movimiento. Emma había decretado, y no había más
remedio que callar, que Sebastián fuese padrino y Marta madrina.
Se habían dado órdenes para que la ceremonia fuese de primera clase. El
baptisterio de la iglesia parroquial estaba cubierto de colgaduras de
raso carmesí con flecos dorados; la pila brillaba como un ascua de oro,
iluminada por grandes cirios.
Bonis, que había caminado solo, detrás de doña Celestina, cuidando de
que el pañuelo que cubría el rostro de Antonio, dormido, no se deslizara
al suelo, no había tenido tiempo, mientras iba por las calles, para
sentir la ternura grave y poética propia del caso; más bien recordaba
después haber experimentado así como un poco de sonrojo ante las miradas
curiosas y frías, casi insolentes y como algo burlonas, del público
indiferente y distraído. Pero al atravesar el umbral de la casa de Dios,
y detenerse entre la puerta y el cancel, y ver allá dentro, enfrente,
las luces del baptisterio, una emoción religiosa, dulcísima, empapada de
un misterio no exento de cierto terror vago, esfumada, ante la
incertidumbre del porvenir, le había dominado hasta hacerle olvidarse de
todos aquellos miserables que le rodeaban. Sólo veía a Dios y a su hijo.
Otras veces, viendo bautizar hijos ajenos, había pensado que era
ridículo aquello de echar los demonios del cuerpo, o cosa por el estilo,
a los inocentes angelillos que iban a recibir las aguas del bautismo.
Ahora no veía en nada de aquello lado alguno ridículo. ¡Oh, la Iglesia
era sabia! ¡Conocía el corazón humano y cuáles eran los momentos grandes
de la vida! ¡Era tan solemne el nacer, el tomar un nombre en la comedia
azarosa de la vida! ¡El bautizo hacía pensar en el porvenir, en una
síntesis misteriosa, de punzante curiosidad, de anhelante y temerosa
comezón de penetrar el porvenir! Aunque él, Bonis, no creía en varios
dogmas, ni menos en los prodigios de la Biblia, reconocía que la Iglesia
en aquellos trances parecía efectivamente una madre....
Sin repugnancia, y sin perjuicio de las reservas mentales necesarias, él
colocaba sobre el regazo de la Iglesia al hijo de sus entrañas. ¡Su
hijo, su Antonio; allí le tenía, carne de su carne, dormido, perdido
entre encajes; una mancha colorada destacándose en la blancura...!
A él ya no se parecería; pero a su padre, al procurador Reyes, sí; el
gesto de pena, la mueca de los labios, el entrecejo... todo aquello era
de su padre. ¡Ay! ¡Cómo se le metía por el alma, a borbotones, como
lágrimas de ternura que en vez de salir entrasen, el amor de aquel hijo,
de aquel ser débil, abandonado por los ángeles entre los hombres!, pero
ya no amor abstracto, metafísico; amor sin frases, amor nada retórico....
amor inefable, pero que satisfacía la conciencia y daba sanción absoluta
al juramento de constante y callado sacrificio. Vivir por él, para él.
«Yo nací para esto; para padre». Bonis sentía a la puerta de la iglesia,
esperando al capellán que iba a hacerle cristiano a Antonio, sentía la
gracia que Dios le enviaba en forma de vocación, clara, distinta, de
vocación de padre. «Sí--pensaba--; ya soy algo».
Después vio llegar a un cura rollizo, sonriente, cubierto de oro, como
el altar del baptisterio, con todo el aparato sagrado de acólitos,
cirios y cruces que reconoció que eran del caso. No se oponía él a nada,
todo estaba bien. Por más que estaba seguro de que su Antonio, aquel
inocente niño con cara triste, no tenía en el cuerpo diablo de ninguna
especie ni resentimiento personal alguno con la Iglesia, Bonis reconocía
el derecho de esta a tomar precauciones antes de admitir en su seno al
recién nacido. Hasta lo de no poder entrar en el templo su hijo antes de
cumplir los requisitos sacramentales, le parecía racional, si bien pensó
que el clero debía tener más cuidado con los _catecúmenos_, o lo que
fueran, de cierta edad, porque un aire colado, entre puertas, podía ser
fatal y matar un cristiano en flor.
--Doña Celestina--dijo Reyes con voz melosa, humilde, apenas perceptible,
con ánimo de que el señor cura y su acompañamiento no dieran una
interpretación heterodoxa a sus palabras--; doña Celestina, haga usted el
favor de arrimarse a este rincón, porque ahí está usted en la corriente.
--Déjeme usted a mí, D. Bonifacio.
El delegado del párroco empezó sus latines, que Bonifacio entendía a
medias.
Entendió que su hijo se llamaría decididamente Antonio, no recordaba qué
otra cosa, y Sebastián. Sebastián... ¿para qué? En fin, poco importaba.
Las de Ferraz miraban al niño y al cura con la boca abierta, y como
quien asiste a una farsa muy chusca; eran creyentes como cada cual, pero
en el mundo, para aquellas señoritas como panderetas, todo era una
_guasa_, asunto de broma y de castañuelas.
Allí no valía reírse, pero buenas ganas se les pasaba. Marta, madrina,
presenciaba la escena con cara de judío: pensaba en la superioridad de
sus ideas personales sobre la vulgar manera de entender la ceremonia que
presenciaban aquellas frívolas amiguitas.
De pronto, las palabras que rezaba el clérigo con un tono discreto,
suave, de un ritmo eclesiástico simpático, sugestivo, adquirieron
verdadero valor musical, como un recitado; porque allá dentro alguien le
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