Su único hijo - 01

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Su único hijo
Por
Leopoldo Alas, «Clarín»
Librería de Fernando Fé, Madrid
1890



-I-

Emma Valcárcel fue una hija única mimada. A los quince años se enamoró
del _escribiente_ de su padre, abogado. El escribiente, llamado Bonifacio
Reyes, pertenecía a una honrada familia, _distinguida_ un siglo atrás,
pero, hacía dos o tres generaciones, pobre y desgraciada. Bonifacio era
un hombre pacífico, suave, moroso, muy sentimental, muy tierno de
corazón, maniático de la música y de las historias maravillosas, buen
parroquiano del gabinete de lectura de alquiler que había en el pueblo.
Era guapo a lo romántico, de estatura regular, rostro _ovalado_ pálido, de
hermosa cabellera castaña, fina y con bucles, pie pequeño, buena pierna,
esbelto, delgado, y vestía bien, sin afectación, su ropa humilde, no del
todo mal cortada. No servía para ninguna clase de trabajo serio y
constante; tenía preciosa letra, muy delicada en los perfiles, pero
tardaba mucho en llenar una hoja de papel, y su ortografía era
extremadamente caprichosa y fantástica; es decir, no era ortografía.
Escribía con mayúscula las palabras a que él daba mucha importancia,
como eran: amor, caridad, dulzura, perdón, época, otoño, erudito, suave,
música, novia, apetito y otras varias. El mismo día en que al padre de
Emma, don Diego Valcárcel, de noble linaje y abogado famoso, se le
ocurrió despedir al pobre Reyes, porque «_en suma_ no sabía escribir y le
ponía en ridículo ante el Juzgado y la Audiencia», se le ocurrió a la
niña escapar de casa con su novio. En vano Bonifacio, que se había
dejado querer, no quiso dejarse robar; Emma le arrastró a la fuerza, a
la fuerza del amor, y la Guardia civil, que empezaba a ser benemérita,
sorprendió a los fugitivos en su primera etapa. Emma fue encerrada en un
convento y el escribiente desapareció del pueblo, que era una
melancólica y aburrida capital de tercer orden, sin que se supiera de él
en mucho tiempo. Emma estuvo en su cárcel religiosa algunos años, y
volvió al mundo, como si nada hubiera pasado, a la muerte de su padre;
rica, arrogante, en poder de un curador, su tío, que era como un
mayordomo. Segura ella de su pureza material, todo el empeño de su
orgullo era mostrarse inmaculada y obligar a tener fe en su inocencia al
mundo entero. Quería casarse o morir; casarse para demostrar la pureza
de su honor. Pero los pretendientes aceptables no parecían. La de
Valcárcel seguía enamorada, con la imaginación, de su escribiente de los
quince años; pero no procuró averiguar su paradero, ni aunque hubiese
venido le hubiera entregado su mano, porque esto sería dar la razón a la
maledicencia. Quería _antes_ otro marido. Sí, Emma pensaba así, sin darse
cuenta de lo que hacía: «_Antes_ otro marido». El _después_ que vagamente
esperaba y que entreveía, no era el adulterio, era... tal vez la muerte
del primer esposo, una segunda boda a que se creía con derecho. El
primer marido pareció a los dos años de vivir libre Emma. Fue un
americano nada joven, tosco, enfermizo, taciturno, beato. Se casó con
Emma por egoísmo, por tener unas blandas manos que le cuidasen en sus
achaques. Emma fue una enfermera excelente; se figuraba a sí misma
convertida en una monja de la Caridad. El marido duró un año. Al
siguiente, la de Valcárcel dejó el luto, y su tío, el curador-mayordomo,
y una multitud de primos, todos Valcárcel, enamorados los más en secreto
de Emma, tuvieron por ocupación, en virtud de un _ukase_ de la tirana de
la familia, buscar por mar y tierra al fugitivo, al pobre Bonifacio
Reyes. Pareció en Méjico, en Puebla. Había ido a buscar fortuna; no la
había encontrado. Vivía de administrar mal un periódico, que llamaba
chapucero y guanajo a todo el mundo. Vivía triste y pobre, pero callado,
tranquilo, resignado con su suerte, mejor, sin pensar en ella. Por un
corresponsal de un comerciante amigo de los Valcárcel, se pusieron estos
en comunicación con Bonifacio. ¿Cómo traerle? ¿De qué modo decente se
podía abordar la cuestión? Se le ofreció un destino en un pueblo de la
provincia, a tres leguas de la capital, un destino humilde, pero mejor
que la administración del periódico mejicano. Bonifacio aceptó, se
volvió a su tierra; quiso saber a quién debía tal favor y se le condujo
a presencia de un primo de Emma, rival algún día de Reyes. A la semana
siguiente Emma y Bonifacio se vieron, y a los tres meses se casaron. A
los ocho días la de Valcárcel comprendió que no era aquel el Bonifacio
que ella había soñado. Era, aunque muy pacífico, más molesto que el
curador-mayordomo, y menos poético que el primo Sebastián, que la había
amado sin esperanza desde los veinte años hasta la mayor edad.
A los dos meses de matrimonio Emma sintió que en ella se despertaba un
intenso, poderosísimo cariño a todos los de su raza, vivos y muertos; se
rodeó de parientes, hizo restaurar, por un dineral, multitud de cuadros
viejos, retratos de sus antepasados; y, sin decirlo a nadie, se enamoró,
a su vez, en secreto y también sin esperanza, del insigne D. Antonio
Diego Valcárcel Merás, fundador de la casa de Valcárcel, famoso guerrero
que hizo y deshizo en la guerra de las Alpujarras. Armado de punta en
blanco, avellanado y cejijunto, de mirada penetrante, y brillando como
un sol, gracias al barniz reciente, el misterioso personaje del lienzo
se ofrecía a los ojos soñadores de Emma como el tipo ideal de grandezas
muertas, irreemplazables. Estar enamorada de un su abuelo, que era el
símbolo de toda la vida caballeresca que ella se figuraba a su modo, era
digna pasión de una mujer que ponía todos sus conatos en distinguirse de
las demás. Este afán de separarse de la corriente, de romper toda regla,
de desafiar murmuraciones y vencer imposibles y provocar escándalos, no
era en ella alarde frío, pedantesca vanidad de mujer extraviada por
lecturas disparatadas; era espontánea perversión del espíritu, prurito
de enferma. Mucho perdió el primo Sebastián con aquella restauración de
la iconoteca familiar. Si Emma había estado a tres dedos del abismo, que
no se sabe, su enamoramiento secreto y puramente ideal la libró de todo
peligro positivo; entre Sebastián y su prima se había atravesado un
pedazo de lienzo viejo. Una tarde, casi a oscuras, paseaban juntos por
el salón de los retratos, y cuando Sebastián preparaba una frase que en
pocas palabras explicase los grandes méritos que había adquirido amando
tantos años sin decir palabra ni esperar cosa de provecho, Emma se le
puso delante, le mandó encender una luz y acercarla al retrato del
ilustre abuelo.--Sí, os parecéis algo--dijo ella--; pero se ve claramente
que nuestra raza ha degenerado. Era él mucho más guapo y más robusto que
tú. Ahora los Valcárcel sois todos de alfeñique; si a ti te cargaran con
esa armadura, estarías gracioso.
Sebastián continuó amando en secreto y sin esperanza. El guerrero de las
Alpujarras siguió velando por el honor de su raza.
Bonifacio no sospechaba nada ni del primo ni del abuelo. En cuanto su
mujer dio por terminada la luna de miel, que fue bien pronto, como se
encontrase él demasiado libre de ocupaciones, porque el tío mayordomo
seguía corriendo con todo por expreso mandato de Emma, se dio a buscar
un _ser a quien amar_, _algo que le llenase la vida_. Es de notar que
Bonifacio, hombre sencillo en el lenguaje y en el trato, frío en
apariencia, oscuro y prosaico en gestos, acciones y palabras, a pesar de
su belleza plástica, _por dentro_, como él se decía, era un soñador, un
soñador soñoliento, y hablándose a sí mismo, usaba un estilo elevado y
sentimental de que ni él se daba cuenta. Buscando, pues, algo que le
llenara la vida, encontró una flauta. Era una flauta de ébano con llaves
de plata, que pareció entre los papeles de su suegro. El abogado del
ilustre Colegio, a sus solas, era romántico también, aunque algo viejo,
y tocaba la flauta con mucho sentimiento, pero jamás en público. Emma,
después de pensarlo, no tuvo inconveniente en que la flauta de su padre
pasara a manos de su marido. El cual, después de untarla bien con
aceite, y dejarla, merced a ciertas composturas, como nueva, se consagró
a la música, su afición favorita, en cuerpo y alma. Se reconoció
aptitudes algo más que medianas, una regular embocadura y mucho
sentimiento, sobre todo. El timbre dulzón, _nasal_ podría decirse,
monótono y manso del melancólico instrumento, que olía a aceite de
almendras como la cabeza del músico, estaba en armonía con el carácter
de Bonifacio Reyes; hasta la inclinación de cabeza a que le obligaba el
tañer, inclinación que Reyes exageraba, contribuía a darle cierto
parecido con un bienaventurado. Reyes, tocando la flauta, recordaba un
santo músico de un pintor pre-rafaelista. Sobre el agujero negro, entre
el bigote de seda de un castaño claro, se veía de vez en cuando la punta
de la lengua, limpia y sana; los ojos, azules claros, grandes y dulces,
buscaban, como los de un místico, lo más alto de su órbita; pero no por
esto miraban al cielo, sino a la pared de enfrente, porque Reyes tenía
la cabeza gacha como si fuera a embestir. Solía marcar el compás con la
punta de un pie, azotando el suelo, y en los pasajes de mucha expresión,
con suaves ondulaciones de todo el cuerpo, tomando por quicio la
cintura. En los _allegros_ se sacudía con fuerza y animación, extraña en
hombre al parecer tan apático; los ojos, antes sin vida y atentos nada
más a la música, como si fueran parte integrante de la flauta o
dependiesen de ella por oculto resorte, cobraban ánimo, y tomaban calor
y brillo, y mostraban apuros indecibles, como los de un animal
inteligente que pide socorro. Bonifacio, en tales trances, parecía un
náufrago ahogándose y que en vano busca una tabla de salvación; la
tirantez de los músculos del rostro, el rojo que encendía las mejillas y
aquel afán de la mirada, creía Reyes que expresarían la intensidad de
sus impresiones, su grandísimo amor a la melodía; pero más parecían
signos de una irremediable asfixia; hacían pensar en la apoplejía, en
cualquier terrible crisis fisiológica, pero no en el hermoso corazón del
melómano, sencillo como una paloma.
Por no molestar a nadie, ni gastar dinero de su mujer, puesto que propio
no lo tenía, en comprar papeles de música, pedía prestadas las polkas y
las partituras enteras de ópera italiana que eran su encanto, y él mismo
copiaba todos aquellos _torrentes de armonía y melodía_, representados por
los amados signos del pentagrama. Emma no le pedía cuenta de estas
aficiones ni del tiempo que le ocupaban, que era la mayor parte del día.
Sólo le exigía estar siempre vestido, y bien vestido, a las horas
señaladas para salir a paseo o a visitas. Su Bonifacio no era más que
una figura de adorno para ella; por dentro no tenía nada, era un alma de
cántaro; pero la figura se podía presentar y dar con ella envidia a
muchas señoronas del pueblo. Lucía a su marido, a quien compraba buena
ropa, que él vestía bien, y se reservaba el derecho de tenerle por _un
alma de Dios_. Él parecía, en los primeros tiempos, contento con su
suerte. No entraba ni salía en los negocios de la casa; no gastaba más
que un pobre estudiante en el regalo de su persona, pues aquello de la
ropa lujosa no era en rigor gasto propio, sino de la vanidad de su
mujer; a él le agradaba parecer bien, pero hubiera prescindido de este
lujo indumentario sin un solo suspiro; además, creía ocioso y gasto
inútil aquello de encargar los pantalones y las levitas a Madrid, exceso
de _dandysmo_, entonces inaudito en el pueblo. Conocía él un sastre
modesto, flautista también, que por poco dinero era capaz de cortar no
peor que los empecatados _artistas_ de la corte. Esto lo pensaba, pero no
lo decía. Se dejaba vestir. Su resolución era pesar lo menos posible
sobre la casa de los Valcárcel, y callar a todo.


-II-

Emma era el jefe de la familia; era más, según ya se ha dicho, su
tirano. Tíos, primos y sobrinos acataban sus órdenes, respetaban sus
caprichos. Este dominio sobre las almas no se explicaba de modo
suficiente por motivos económicos, pero sin duda estos influían
bastante. Todos los Valcárcel eran pobres. La fecundidad de la raza era
famosa en la provincia; las hembras de los Valcárcel parían mucho, y no
les iban en zaga las que los varones hacían ingresar en la familia,
mediante legítimo matrimonio. Procrear mucho y no querer trabajar, este
parecía ser el lema de aquella estirpe. Entre todos los Valcárcel no
había habido más hombre trabajador en todo el siglo que el padre de
Emma, el abogado, que también había sido, dentro del matrimonio, menos
prolífico que sus parientes. Ya se ha dicho que Emma era hija única, y,
por tanto, heredera universal del abogado romántico y flautista. Pero
los ahorros del aprovechado jurisconsulto llegaron a su hija un tanto
mermados. Parece ser que la castidad de D. Diego Valcárcel no era tan
extremada como se creía; su verdadera virtud había consistido siempre en
la prudencia y en el sigilo; sabía que el mal ejemplo y el escándalo son
los más formidables enemigos de las sociedades bien organizadas, y él,
visto que no le era posible conservarse en casta viudez, entre seducir a
las criadas de casa y a las doncellas de su hija, y, tal vez, como la
tentación le había apuntado varias veces a la oreja, a las respetables
clientes, desamparadas señoras que acudían a su despacho en demanda de
luces jurídico-morales, como él decía; entre esto y reglamentar el
vicio, las inevitables expansiones de la carne flaca, optó por lo
último, organizando con sabia distribución y prudentísimo secreto el
servicio de Afrodita, como decía él también. Y allí, fuera del pueblo,
en las aldeas vecinas adonde le llevaban a menudo los cuidados de la
hacienda propia y negocios ajenos, llegó a ser, valga la verdad, el
Abraham--_Pater Orchamus_--irresponsable de un gran pueblo de hijos
naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia, ni la del cura que le
confesó, que en vida le había ayudado a veces a evitar escándalos, ni
ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas
pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer
testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre;
y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se
dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley
consentía la herencia de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa
consulta del mismo director espiritual, D. Diego había hecho antes
subrepticiamente muchas enajenaciones _inter vivos_, a que, muy a su
pesar, le obligó el miedo al escándalo, que era su gran virtud, según se
ha dicho. _En suma_, Emma se vio con bastante menos caudal que su padre,
pero ella apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles,
síncopes los números y grima la letra de los curiales. _Allá el tío_,
decía siempre que se trataba de intereses. Ella no entendía de nada más
que de gastar. Bien hubiera querido D. Juan Nepomuceno, antes curador de
Emma y actual mayordomo, sacudir todas las moscas que en forma de
parientes zumbaban alrededor del mermado panal de la herencia; mas no
era esto hacedero, porque el entrañable cariño que a los Valcárcel
pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que la
hospitalidad más generosa acogiera a todos los suyos. D. Juan tuvo que
contentarse con ser el único administrador de aquella prodigalidad
gentílica, pero no llegó su influencia a evitar el despilfarro, ni
siquiera a conseguir que redundara sólo en provecho propio la
generosidad excesiva de su antigua pupila.
Emma, que tuvo un mal parto, salió de una crisis de la vida lisiada de
las entrañas, con el estómago muy débil, y perdió carnes y ocultó
prematuras arrugas. Mas no podía esconder un brillo frío y siniestro de
la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo y en la expresión
repulsiva que le acompañaba, se había convertido el _misterioso fulgor_ de
aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes de la
enfermucha mujer, nerviosa, irascible. De aquellos parientes, enamorados
los más en secreto tiempo atrás, cada cual según su temperamento, hizo
su corte Emma, que cada día despreciaba más a su marido, a quien sólo
estimaba como _físico_, y sentía más vivo el cariño por los de su raza.
Reyes comprendía bien que, sin culpa suya, se iba convirtiendo en el
enemigo de sus afines, enemigo vencido y humillado gracias a que su
mujer le entregaba indefenso, atado de pies y manos, a cuantos parientes
quisieran hacer de él un pandero.
Los Valcárcel, oriundos de la montaña, habían bajado a las villas de las
vegas y de la llanura a procurarse vida más holgada y muelle, y por todo
recurso acudían al expediente de buscar matrimonios de ventaja,
seduciendo a los ricachos de pueblo con pergaminos y escudos de piedra
labrada, allá en los caserones de los vericuetos, y a las tiernas
doncellas con las buenas figuras de arrogante vigor y señoril gentileza
que abundaban en la familia. Casi todos los Valcárcel eran buenos mozos,
aunque no tanto como el abuelo heroico, esbeltos; pero de palabra tarda,
ceño adusto, voz ronca, trato oscuro y orgullosos sin disimulo;
distinguíanse también por su apego exagerado a la capa, cuyo uso era
excusado la mayor parte del año en los poblachones bajos, templados y
húmedos, donde solían buscar novias. Algunos llevaron su audacia, sin
dejar la capa, a extender sus correrías de caballeros pobres hasta las
puertas de la misma capital de la provincia, y por fin, D. Diego, el
padre de Emma, el genio superior de la familia sin duda alguna, entró en
la ciudad sin miedo, fue estudiante emprendedor y calavera, y al llegar
a la mayor edad y tomar el grado, cambió de carácter, de repente, se
hizo serio como un colchón, abrió cuarto de estudio, acaparó la
clientela de la montaña, aduló a los señores del margen, magistrados
serios también y amigos de las fórmulas más exquisitas, hizo buena boda,
salió de pobre, brilló en estrados con fulgor de faro de primera clase,
y, sin perjuicio de ser romántico en el fuero interno, y hasta de
escribir octavillas en el seno del hogar, y dejar válvulas de seguridad
a los vapores del sentimentalismo en las llaves de la flauta, en que
soplaba con lágrimas en los ojos, fue con todo el más rígido amador de
la letra y enemigo del espíritu y de toda interpretación arriesgada e
irreverente de la ley sacrosanta. Y no se cuenta que una sola vez
tuviera la Sala que dirigirle el más comedido apercibimiento; ni de la
pulcritud de su lenguaje en estrados se hizo la magistratura sino
lenguas, llegando en este punto a caer D. Diego, valga la verdad, en
cierto culteranismo, disculpable, eso sí, porque mediante él procuraba
que su elocuencia saliese como el armiño de las cenagosas aguas de la
_podredumbre privada_, adonde le arrastraban, en ocasiones, las
necesidades del foro. Alguna vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un
sacerdote indigno, de delitos contra la honestidad; y si bien en el
fondo procuró estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su
lengua usase epítetos duros, ni siquiera enérgicos ni aun pintorescos,
llegando en el mayor calor del ataque a llamar a su contrario «el mal
aconsejado presbítero, si se le permitía calificarle así». «Mal
aconsejado--decía después D. Diego explicando el adjetivo--; esto es, que
yo supongo que el presbítero no hubiese caído en tales liviandades a no
ser por consejo de alguien, del diablo probablemente». Tenía el abogado
Valcárcel que luchar en sus discursos forenses con el lenguaje ramplón y
sobrado confianzudo que se usaba en su tierra, y que aun en estrados
pretendía imponérsele; mas él, triunfante, sabía encontrar equivalentes
cultos de los términos más vulgares y chabacanos; y así, en una ocasión,
teniendo que hablar de los pies de un hórreo o de una _panera_, que en el
país se llaman _pegollos_, antes de manchar sus labios con semejante
palabrota, prefirió decir «los sustentáculos del artefacto, señor
excelentísimo». A estas cualidades, que le habían conquistado las
simpatías y el respeto de toda la magistratura, unía el don no
despreciable de una felicísima memoria para recordar fechas con
exactitud infalible, y así, había más números en su mollera que en una
tabla de logaritmos. Llegó, sí, llegó el apellido de los Valcárcel,
gracias a D. Diego, a un grado de esplendor que no había tenido desde
los siglos remotos en que había brillado por las armas. Honra y provecho
había ganado el ilustre jurisconsulto, y, de una y otra ventaja, querían
gozar los parientes, que, por culpa de la fecundidad de sus hembras y de
las afines, incurrían en un doloroso proletariado que amenazaba llenar
de Valcárceles el mundo. No había matrimonios ventajosos que bastasen,
con esta desmedida facultad prolífica, a sacar a la raza del temor muy
racional de dar al fin en la miseria. Aquel movimiento de expansión en
busca de la prosperidad, que se había señalado en la dirección del
_vendamont_, bajando de la montaña al valle, ya volvía a indicarse en una
reacción proporcionada en sentido de _vendaval_, echando otra vez al
monte, a los caserones de los vericuetos, a las proles numerosas de los
Valcárcel, multiplicadas sin ton ni son, incapaces de trabajar; porque
no se puede llamar propiamente trabajo, a lo menos en el sentido
económico, los mil apuros que en redor de los tapetes verdes pasaban los
parientes de Emma, casi todos jugadores, y muchos de ellos víctimas de
su pasión, que estalló en forma de aneurisma. Muerto D. Diego, los
Valcárcel perdieron su único apoyo, y el movimiento de retroceso en
busca de la montaña se aceleró en toda la familia. Cuando bajaban al
llano venían cada vez más montaraces, más orgullosos; su odio a la
cortesía, a las fórmulas complicadas de la buena sociedad de provincia,
se acentuaba. Cuanto más pobres se iban quedando, más vanidad solariega
tenían y más despreciaban la vida en poblado y en tierra llana. En la
ribera, como llamaban allá arriba a las regiones bajas, sólo una cosa
respetable reconocían los Valcárcel del monte: el tapete verde. Se iba a
las ferias a jugar, a perder, a empeñarse... y a casa.
Por el camino de retroceso que llevaba aquella raza se volvía a la
horda; era aquel el atavismo de todo un linaje. Por algún tiempo contuvo
en gran parte tan alarmante tendencia el espíritu exaltado de Emma. El
cariño gentilicio que en ella despertó con tan exagerada vehemencia,
sirvió para reconciliar a muchos de sus parientes con la civilización y
la tierra llana. Las visitas a la capital fueron más frecuentes, tal vez
porque eran más baratas y más cómodas. Ya se sabía que la casa del
famoso y ya difunto abogado D. Diego Valcárcel, era, como él la hubiera
llamado si viviese, _jenodokia_, jenones, o sea, en cristiano, albergue de
forasteros. Emma, que en algún tiempo había desdeñado, no sin
coquetería, la adoración de sus primos y tíos--pues también tenía tíos
apasionados--ahora, es decir, después de haber perdido la flor de la
hermosura, sobre todo la lozanía, por culpa del mal parto, gozábase en
recordar los antiguos despreciados triunfos del amor, y quería rumiar
las impresiones deliciosas de aquella adoración pretérita. Rodeábase con
voluptuosa delicia, como de una atmósfera tibia y perfumada, de la
presencia de aquellos Valcárcel que algún día se hubieran tirado de
cabeza al río por gozar una sonrisa suya.
El amor aquel en algunos de ellos tenía que haber pasado por fuerza, so
pena de ser ridículo; los años y la grasa, y la terrible prosa de la
existencia pobre y montaraz de allá arriba, habían quitado todo carácter
de verosimilitud a cualquier tentativa de constancia amorosa; pero no
importaba: Emma se complacía en ver a su lado a los que todavía
recordaban con respeto y cariño el amor muerto, y consagraban al objeto
de tal culto todos los obsequios compatibles con el natural huraño y
brusco de la raza montés. Aquellos cortesanos del amor pretérito, tal
vez al rendir sus homenajes, pensaban sobre todo en la munificencia
actual de la heredera de D. Diego, única persona que aún tenía cuatro
cuartos en toda la familia; pero ella, la caprichosa cónyuge del infeliz
Bonifacio, no se detenía a escudriñar los recónditos motivos por que era
acatada su indiscutible soberanía sobre los suyos. Es muy probable que
ya ninguno de los parientes viese en su prima la belleza que, en efecto,
había volado; pero algunos fingían, con mucha delicadeza en el disimulo,
ocultar todavía una hoguera del corazón bajo las cenizas que el deber y
las buenas costumbres echaban por encima. Emma gozaba también, sin darse
cuenta clara de ello, creyéndolo vagamente; saboreaba aquel holocausto
de amor problemático con la incertidumbre de una música lejana que ya
suena, no se sabe si en la aprensión o en el oído. Lo que era un dogma
familiar, que tenía su fórmula invariable, era esto: que por Emma no
pasaban días, que lo del estómago no era nada, y que después de parir,
de mala manera, estaba más fresca y lozana que nunca. Nadie creía tal
cosa, porque saltaba a la vista que no era así; pero lo aseguraban
todos. Los cortesanos de aquella sultana caprichosa y de carácter
violento y variable, se vengaban de su humillación ineludible
despreciando a Bonifacio Reyes sin ningún género de disimulo. Emma llegó
a sentir por su esposo un afecto análogo en cierto modo al que hubiera
podido inspirar al Emperador romano su caballo senador. Otro dogma de la
familia, pero éste secreto, era que «_la niña_ había _labrado_ su desgracia
uniéndose a aquel hombre». El primo Sebastián confesaba entre suspiros
que el único acto de su vida de que estaba arrepentido (y era hombre que
se había jugado la hijuela materna a una carta), se remontaba a la época
de su pasión loca por Emma, pasión que le había hecho caer en la
debilidad de consentir en dar todos los pasos necesarios para buscar,
encontrar, emplear y casar al estúpido escribiente de D. Diego. Aquella
debilidad, aquella ceguera de la pasión, no se la perdonaría nunca. Y
suspiraba Sebastián, y suspiraban los demás parientes, y suspiraba Emma
también a veces, gozando melancólicamente con aquella afectación de
víctima resignada que sufre por toda una vida las consecuencias
desastrosas de una locura juvenil.


-III-

El buen esposo durante mucho tiempo no paró mientes en tales injurias.
En el fondo del alma, y a pesar de los elegantes trajes de paño inglés
que se le había hecho vestir, continuaba considerándose el antiguo
escribiente de D. Diego, a quien había pagado sus favores con la más
negra ingratitud.
Todos los Valcárcel eran para él los _señoritos_. En vano, allá en los
rápidos días, ya remotos, de aquella luna de miel que Emma había
decretado que fuese tan breve, en vano la enamorada esposa le había
exigido más dignidad y tesón en el trato con los primos y tíos; él,
Bonifacio, no podía menos de estimarlos siempre muy superiores a él por
la sangre, por los privilegios de raza en que confusamente creía. D.
Juan Nepomuceno le aterraba con sus grandes patillas cenicientas, sus
ojos fríos de color de chocolate claro y su doble papada afeitada con
esmero cancilleresco; le aterraba sobre todo con sus cuentas
embrolladas, que él miraba como la esencia de la sabiduría. Siempre que
D. Juan daba noticia somera de las mermas de la hacienda a su aturdida
sobrina, exigía que Bonifacio estuviese delante; era inútil que Emma y
el mismo Reyes quisiesen excusar esta ceremonia.--De ningún modo--gritaba
el tío--; quiero que lo presenciéis todo, para que el día de mañana no
diga ese (Bonifacio) que os he arruinado por inepto o por otra cosa
peor. El _todo_ que había de presenciar por fuerza _ese_, no era nada; allí
no se podía ver cosa clara, y aunque se pudiera, no la vería Reyes, que
ni siquiera miraba. Si era una escena molesta, irritante para Emma la de
asistir a _las cuentas del tío_, sin atender, sin sacar en limpio más que
«aquello iba muy mal», para el marido era el tormento más insoportable.
En vez de pensar en los números, pensaba en lo que le querrían decir
aquellos ojos del administrador pariente. Le querían decir, en su
opinión, «¿quién eres tú para pedirme cuentas, para fiscalizar mi
administración? ¿Por qué estás tú metido en la familia, plebeyo
miserable?». Sí, plebeyo, pensaba el infeliz; porque si bien sabía, con
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