Su único hijo - 02

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gran oscuridad en los pormenores, que sus ascendientes habían sido de
_buena familia_, casi lo tenía olvidado, y comprendía que los demás, los
Valcárcel especialmente, no querrían recordar, ni casi casi creer,
semejante cosa.
Tan fuerte llegó a ser el disgusto que le causaban aquellas inútiles
entrevistas, que, por primera vez en su vida, se decidió a cumplir en
algo su propia voluntad, y se _cuadró_, como él dijo, y no quiso
presenciar más la insoportable escena. Con gran extrañeza y mayor placer
se vio victorioso en este punto sin gran resistencia por parte del tío.
En cuanto a Emma, tampoco insistió mucho en contrariar el deseo de su
esposo. Y fue porque se le ocurrió que detrás de la emancipación del
otro vendría la suya. En efecto, a los tres meses de haber prescindido
de la presencia de Bonifacio, Emma consiguió que se prescindiera también
de la suya. Y el tío, sin que lo supiera nadie más que él y la sobrina,
dejó de rendir cuentas de gastos y de ingresos a bicho viviente. Cada
cual firmaba lo que tenía que firmar, sin leer un renglón ni una cifra,
y no se hablaba del asunto.
Dos preocupaciones cayeron después sobre el ánimo encogido de Bonifacio:
la una era una gran tristeza, la otra una molestia constante. Del mal
parto de su mujer nacían ambas. La tristeza consistía en el desencanto
de no tener un hijo; la molestia perpetua, invasora, dominante, provenía
de los achaques de su mujer. Emma había perdido el estómago, y Bonifacio
la tranquilidad, su musa. El carácter caprichoso, versátil de la hija de
D. Diego, adquirió determinadas líneas, una fijeza de elementos que
hasta entonces en vano se pretendía buscar en él; ya no fue mudable
aquel ánimo, no iba y venía aquella voluntad avasalladora, pero
insegura, de cien en cien propósitos. Emma, con una seriedad extraña en
ella, se decidió a ser de por vida una mujer insoportable, el tormento
de su marido. Si para el mundo entero fue en adelante seca, huraña, la
flor de sus enojos la reservó para la intimidad de la alcoba. Molestaba
a su esposo como quien cumple una sentencia de lo Alto. En aquella
persecución incesante había algo del celo religioso. Todo lo que le
sucedía a ella, aquel perder las carnes y la esbeltez, aquellas arrugas,
aquel abultar de los pómulos que la horrorizaba haciéndola pensar en la
calavera que llevaba debajo del pellejo pálido y empañado, aquel desgano
tenaz, aquellos insomnios, aquellos mareos, aquellas irregularidades
aterradoras de los fenómenos periódicos de su sexo, eran otros tantos
crímenes que debían atormentar con feroces remordimientos la conciencia
del mísero Bonifacio. «¿No lo comprendía él así?». No. Su imaginación no
llegaba tan lejos como quería su mujer. Él no pasaba de confesar que
había sido un ingrato para con D. Diego dejándose robar por su hija. De
todo lo demás no tenía él la culpa, sino Emma o el diablo, que se
complacía en que él no tuviese hijos, ni su mujer las necesarias
condiciones para ser como todas las hembras. En cuanto se quedaban solos
en la habitación de la enferma, ella cerraba la puerta con estrépito, y
acto continuo se oía la voz chillona, estridente, que gastaba las pocas
fuerzas de la anémica en una catilinaria de cuya elocuencia y facundia
no era posible dudar. La disputa, si a estas verrinas se les podía dar
tal nombre, solía comenzar por una consulta médica.
--Me sucede esto--decía ella--, y hablaba de sus irregularidades íntimas;
¿qué te parece que será? ¿Qué debo hacer? ¿Continuaré con tal
medicamento o tendré que suspenderlo?
Bonifacio palidecía, la saliva se le convertía en cola de pegar... ¿Qué
sabía él? Compadecía a su esposa (por supuesto, mucho menos que a sí
mismo), pero no sabía ni podía saber lo que la convenía; es más, ni
siquiera tenía una idea exacta de los males de que ella se quejaba;
estaba seguro de que tenían cierta gravedad y de que eran origen de la
propia desesperación, porque le cerraban la esperanza de ser padre, de
tener hijos legítimos; pero de medicamentos y pronósticos ¿qué podía
decir él? Nada; y se echaba a temblar pensando en los oscuros fenómenos
patológicos de que ella le hablaba, y barruntando la tormenta que traía
aparejada su ignorancia del caso.
--Mujer, yo no puedo decirte... yo no entiendo... llamaremos al médico....
--¡Eso es, al médico! ¡Para estas cosas al médico! Ya que tú no tienes
pudor, déjame a mí tenerlo. Estas son intimidades del matrimonio: al
médico no se debe recurrir sino en el último apuro.... Tú debieras saber,
tú debieras afanarte por averiguar lo que me conviene; aunque no fuera
por cariño, por pudor, por vergüenza; y si no tienes vergüenza, por
remordimientos, por....
Ya se ha indicado que la facundia de Emma, llegados estos momentos, no
tenía límites.
Un día, en que a ella se le antojó que tenía una inflamación del
hígado... en el bazo, fue en busca de su esposo y le encontró en su
alcoba tocando la flauta. Su indignación no encontró palabras; allí no
había elocuencia posible, a no ser la del silencio... y la de los
hechos. «Ella muriendo de un _ataque al hígado_ y él... ¡tocando la
flauta!». Aquello merecía testigos, y los tuvo. Acudieron a la citación
de Emma D. Juan Nepomuceno, Sebastián y otros dos primos. La indignación
cundió por todos los presentes. El delito era flagrante: la flauta
estaba allí, sobre la mesa, y el hígado de Emma en su sitio, pero hecho
una laceria. Bonifacio, que a pesar de todo quería a su mujer más que
todos los tíos y primos, olvidando el propio crimen, quiso enterarse del
mal que padecía la víctima; a duras penas pudo conseguir que Emma,
tendida en un sofá y ahogando los sollozos, señalase con una mano en el
lado izquierdo la región del bazo.
--Pero, hija... se atrevió a decir, si eso... no es el hígado. El hígado
está al otro lado.
--¡Miserable!--gritó la esposa--. ¿Todavía te atreves a hablar? ¿No dices
que tú no eres médico? ¿Que tú no entiendes de eso? Y ahora por
contradecirme....
D. Juan Nepomuceno, amante de toda verdad, como no fuera del orden
aritmético, en el cual prefería las lucubraciones de la fantasía,
declaró, con la mano sobre la conciencia, que en aquella ocasión ¡_rara
avis_! (dijo) Bonifacio tenía de su parte la razón; que el hígado estaba
al otro lado, en efecto.
--No importa--dijo Sebastián--; puede ser un dolor reflejo.
--¿Y qué es eso?
--No lo sé; pero me consta que los hay.
No era tal cosa; era un dolorcillo reumático ambulante; pocos momentos
después lo sintió Emma en la espalda. Resultó, en fin, que no era nada;
pero siempre sería cierta una cosa: que Bonifacio estaba tocando la
flauta en el instante en que su esposa se creía a las puertas del
sepulcro.
No dormían juntos, sino en habitaciones muy distantes; pero el marido,
en cuanto se levantaba, que no era tarde, tenía la obligación de correr
a la alcoba de su mujer a cuidarla, a preparárselo todo, porque la
criada tenía irremediable torpeza en las manos; y en esta parte Emma
hacía a su Bonifacio la justicia de reconocerle buena maña y dedos de
cera. Rompía mucha loza y cristal, y buenas reprimendas le costaba; pero
tenía dotes de enfermero y de ayuda de cámara. Y también reconocía ella
de buen grado, y pensando a veces en pasadas ilusiones, que a pesar de
ser tan hábil en aquellos manejos, su marido no era afeminado de figura
ni de gestos; era suave, algo felino, podría decirse untuoso, pero todo
en forma varonil. Aquel plegarse a todos los oficios íntimos de alcoba,
a todas las complicaciones del capricho de la enferma, de las
voluptuosidades tristes y tiernas de la convalecencia, parecían en
Bonifacio, por lo que toca al aspecto material, no las aptitudes
naturales de un hermafrodita beato o cominero, sino la romántica
exageración de un amor quijotesco, aplicado a las menudencias de la
intimidad conyugal.
Emma seguía sintiéndose orgullosa del _físico_ de su Bonis, como llamaba a
Reyes; y al verle ir y venir por la alcoba, siempre de agradable y noble
catadura a pesar de los oficios humildes en que allí se empleaba,
experimentaba la alegría íntima de la vanidad satisfecha. Mas antes la
harían pedazos que dejase traslucir semejantes afectos, y cuanto más
guapo, más esclavo quería al mísero escribiente de D. Diego, más
humillado cuanto más airoso en su humillación. Reñir a Bonifacio llegó a
ser su único consuelo; no pudo prescindir ni de sus cuidados ni de
pagárselos con chillerías y malos modos. ¿Qué duda cabía que su Bonis
había nacido para sufrirla y para cuidarla?
Sus pocos momentos de buen humor relativo los gastaba Emma en cultivar
los resabios de sus pretéritas coqueterías; todavía pretendía parecer
bien a los parientes a quienes un día desdeñara; un poco de romanticismo
puramente fantástico, alambicado, enfermizo, era lo único que, en
presencia de los Valcárcel, y sólo entonces, revelaba la existencia de
un espíritu dentro de aquella flaca criatura pálida y arrugada: lo demás
del tiempo, casi todo el día, parecía un animal rabiando, con el
instinto de ir a morder siempre en el mismo sitio, en el ánimo apocado y
calmoso del suave cónyuge.
Bonifacio no era cobarde; pero amaba la paz sobre todo; lo que le daba
mayor tormento en las injustas lucubraciones bilioso-nerviosas de su
mujer, era el ruido.
«Si todo eso me lo dijera por escrito, como hacía D. Diego cuando
insultaba a la parte contraria o al inferior en papel sellado, yo mismo
lo firmaría sin inconveniente». Las voces, los gritos, eran los que le
llegaban al alma, no los _conceptos_, como él decía.
Había temporadas en que, después de los ordinarios servicios de la
alcoba, para los que era irreemplazable el marido, Emma declaraba que no
podía verlo delante, que el mayor favor que podía hacerla era marcharse,
y no volver hasta la hora de tal o cual faena de la incumbencia
exclusiva de Bonifacio. Entonces él veía el cielo abierto, tomando la
puerta de la calle.


-IV-

Se iba a una tienda. Tenía tres o cuatro tertulias favoritas alrededor
de sendos mostradores. Repartía el tiempo libre entre la botica de la
Plaza, la librería Nueva, que alquilaba libros, y el comercio de paños
de los Porches, propiedad de la viuda de Cascos. En este último
establecimiento era donde encontraba su espíritu más eficaz consuelo; un
verdadero bálsamo en forma de silencio perezoso y de recuerdos tiernos.
Por la tienda de Cascos había pasado todo el romanticismo provinciano
del año cuarenta al cincuenta. Es de notar que en el pueblo de
Bonifacio, como en otros muchos de los de su orden, se entendía por
romanticismo leer muchas novelas, fuesen de quien fuesen, recitar versos
de Zorrilla y del duque de Rivas, de Larrañaga y de D. Heriberto García
de Quevedo (salvo error), y representar _El Trovador_ y _El Paje_,
_Zoraida_ y otros dramas donde solía aparecer el moro entregado a un
lirismo llorón, desenvuelto en endecasílabos del más lacrimoso efecto:
¿Es verdad, Almanzor, mis tiernos brazos te vuelven a estrechar?
¡Pluguiera al cielo!, etc.
decía Bonifacio y decían todos los de su tiempo con una melopea pegajosa
y simpática, algo parecida a canto de nodriza. Y decían también, esto
con más energía:
¡Boabdil, Boabdil, levántate y despierta!... etc.
Esta era la mejor y más sana parte de lo que se entendía por
romanticismo. Su complemento consistía en aplicar a las costumbres algo
de lo que se leía, y, sobre todo, en tener pasiones fuertes, capaces de
llevar a cabo los más extremados proyectos. Todas aquellas pasiones
venían a parar en una sola, el amor; porque las otras, tales como la
ambición desmedida, la aspiración a algo desconocido, la profunda
misantropía, o eran cosa vaga y aburrida a la larga, o tenían escaso
campo para su aplicación en el pueblo; de modo que el romanticismo
práctico venía a resolverse en amor con acompañamiento de guitarra y de
periódicos manuscritos que corrían de mano en mano, llenos de versos
sentimentales. ¡Lástima grande que este lirismo sincero fuera las más
veces acompañado de sátiras ruines en que unos poetas a otros se
enmendaban el vocablo, dejando ver que la envidia es compatible con el
idealismo más exagerado! En cuanto al amor romántico, si bien comenzaba
en la forma más pura y conceptuosa, solía degenerar en afecto clásico;
porque, a decir la verdad, la imaginación de aquellos soñadores era
mucho menos fuerte y constante que la natural robustez de los
temperamentos, ricos de sangre por lo común; y el ciego rapaz, que nunca
fue romántico, hacía de las suyas como en los tiempos del Renacimiento y
del mismo clasicismo, y como en todos los tiempos; y, _en suma_, según
confesión de todos los tertulios de la tienda de Cascos, la moralidad
pública jamás había dejado tanto que desear como en los benditos años
románticos; los adulterios menudeaban entonces; los Tenorios, un tanto
averiados, que quedaban en la ciudad, en aquella época habían hecho su
agosto; y en cuanto a jóvenes solteras y _de buena familia_, se sabía de
muchas que se habían escapado por un balcón, o por la puerta, con un
amante; o sin escaparse se habían encontrado encinta sin que mediara
ningún sacramento. La tertulia de Cascos y la tienda de los Porches
habían sido, respectivamente, ocasión y teatro de muchas de aquellas
aventuras, que se envolvían en un picante misterio y después venían a
ser pasto de una murmuración misteriosa también y no menos picante.
Aunque en nombre de la religión y de la moral se condenasen tales
excesos, no cabe negar que en los mismos que murmuraban y censuraban
(tal vez cómplices, por amor al arte, de tales extremos) se adivinaba
una recóndita admiración, algo parecida a la que inspiraban los poetas
en boga, o los buenos cómicos, o los cantantes italianos--buenos o
malos--o los guitarristas excelentes. Aquel romanticismo representado en
la sociedad (entonces todavía no se había inventado eso de hablar tanto
de la realidad) era como un grado superior en la común creencia
estética. En cambio, si los antiguos partidarios del _clair de lune_ de la
tienda de paños tenían que declarar la inferioridad moral--relativamente
al sexto mandamiento no más--de aquellos tiempos, recababan para ellos el
mérito de las buenas formas, del eufemismo en el lenguaje; y así, todo
se decía con rodeos, con frases opacas; y al hablar de amores de
ilegales consecuencias se decía: «Fulano obsequia a Fulana», v. gr. De
todas suertes, la vida era mucho más divertida entonces, la juventud más
fogosa, las mujeres más sensibles. Y al pensar en esto suspiraban los de
la tienda de Cascos; de Cascos, que había muerto dejando a la viuda la
herencia de los paños, de la clientela y de los tertulios ex románticos,
ya todos demasiado entrados en años y en cuidados, y muchos en grasa,
para pensar en sensiblerías trascendentales. Pero no importaba; se
seguía suspirando, y muchos de aquellos silencios prolongados que
solemnizaban la ya imponente oscuridad de la tienda con aspecto de
cueva; muchos de aquellos silencios que tanto agradaban a Reyes, estaban
consagrados a los recuerdos del año cuarenta y tantos. La viuda, señora
respetable de cincuenta noviembres, tal vez había amado y se había
dejado amar por uno de aquellos asiduos tertulios, un D. Críspulo
Crespo, relator, funcionario probo y activo e inteligente, de muy mal
genio; sí, se habían amado, aunque sin ofensa mayor de Cascos; y en
opinión de los amigos, seguían amándose; pero todos respetaban aquella
pasión recóndita e inveterada; rara vez se aludía a ella, y se la tenía
por único recuerdo vivo de tiempos mejores; y el respeto a tal documento
póstumo del muerto romanticismo se mostraba tan sólo en dejar
invariablemente un puesto privilegiado, dentro del mostrador, para D.
Críspulo.
Bonifacio, que había sido uno de los más distinguidos epígonos de aquel
romanticismo al pormenor, ya moribundo, se sentía bien quisto en la
tertulia y se acogía a su seno, tibio como el de una madre.
Una tarde que Emma le arrojó de su alcoba por haber confundido los
ingredientes de una cataplasma--¡caso raro!--, Bonifacio entró en la
tienda de paños más predispuesto que nunca a la voluptuosidad de los
recuerdos. Don Críspulo estaba en su asiento privilegiado. La viuda
hacía calceta enfrente del relator. Ambos callaban. Los demás ex
románticos, entre toses y largos intervalos de silencio que parecían
parte del ceremonial de un rito misterioso, soñoliento, hablaban en la
semioscuridad gris, fuera del mostrador, y repasaban sus comunes
recuerdos. ¿Quién vivía en aquella plaza que tenían delante, el año
cuarenta? El habilitado del clero, allí presente, hombre de prodigiosa
memoria, recordaba uno por uno los inquilinos de todos aquellos
edificios tristes y sucios, grandes caserones de dos pisos. «Las de
Gumía habían muerto en la Habana, donde era el año cuarenta y seis
magistrado el marido de la mayor; en el piso segundo de la casa grande
de Gumía habitaba el secretario del Gobierno civil, que se llamaba
Escandón, era gallego, muy buen poeta, y se había suicidado en Zamora
años después, porque siendo tesorero se le había hecho responsable de un
desfalco debido al contador. En el número cinco vivían los de Castrillo,
cinco hermanos y cinco hermanas, que tenían tertulia y comedias caseras;
la casa de Castrillo era uno de los focos del romanticismo del pueblo;
allí se escribía el periódico anónimo y clandestino, que después se
metía por debajo de las puertas. Perico Castrillo había sido un
talentazo, sólo que entre las mujeres y la bebida le perdieron, y murió
loco en el hospital de Valladolid. Antonio Castrillo había sido el mejor
jugador de tresillo de la provincia, después se había ido a jugar a
Madrid, y allí se agenció de modo, siempre jugando al tresillo, que se
hizo un nombre en la política y fue subsecretario en tiempo de Istúriz.
Pero este y los demás Castrillos habían muerto tísicos. En cuanto a
ellas, se habían dispersado, mal casadas tres, monja una y perdida la
otra por un seductor del provincial de Logroño, el capitán Suero».
Al llegar a la casa número nueve el habilitado del clero suspiró con
gran aparato.
--Ahí... todos ustedes recuerdan quién vivía el año cuarenta....
--La _Tiplona_, dijeron unos.
--La _Merlatti_, exclamaron otros.
La _Tiplona_, la _Merlatti_ había sido el microcosmos del romanticismo
músico del pueblo. Era una tiple italiana que aquellos provincianos
hubieran echado a reñir con la Grissi, con la Malibrán, sin necesidad de
haber oído a estas. No concedían aquellos señores formales que en este
mundo se hubiera oído cosa mejor que la Merlatti... ¡Y qué carnes! ¡Y
qué trato! Era más alta que cualquiera de los presentes, blanca como la
nieve, suave como la manteca y de una musculatura tan exuberante como
bien contorneada; montaba a la inglesa, tiraba la pistola, y había
abofeteado en medio del paseo a la _Tiplona_, su rival la Volpucci, que
también tenía sus aficionados. Esta era delgada, flexible como un mimbre
y lucía más que la _Tiplona_ en las _fioriture_; pero como voz y como
carnes y buena presencia, no había comparación. La _Tiplona_ había
vencido, y había vuelto a la ciudad en varias temporadas, y por último se
había casado con un coronel retirado, dueño de aquella casa de la plaza
del teatro, el coronel Cerecedo; y allí había vivido años y años dando
conciertos caseros y admirada y querida del pueblo filarmónico,
agradecido y enamorado de los encantos, cada vez más ostentosos, de la
ex tiple. Y ¡quién lo dijera!, también había muerto tísica, después de
un mal parto. ¡La _Tiplona_! El que más y el que menos de aquellos señores
la había amado en secreto o paladinamente, y el mismo Bonifacio, muy
joven entonces, tenía que confesarse que su afición a la ópera seria
había crecido escuchando a aquella real moza, que enseñaba aquella
blanquísima pechuga, un pie pequeño, primorosamente calzado, y unos
dientes de perlas.
El habilitado del clero siguió pasando revista a los inquilinos del año
cuarenta; de aquella enumeración melancólica de muertos y ausentes salía
un tufillo de ruina y de cementerio; oyéndole parecía que se mascaba el
polvo de un derribo y que se revolvían los huesos de la fosa común, todo
a un tiempo. Suicidios, tisis, quiebras, fugas, enterramientos en vida,
pasaban como por una rueda de tormento por aquellos dientes podridos y
separados, que tocaban a muerto con una indiferencia sacristanesca que
daba espanto. El vejete terminó su historia al por menor con los ojos
encendidos de orgullo. ¡Qué memoria la suya!, pensaba él. ¡Qué mundo
este!, pensaban los demás.
A Bonifacio aquella narración le había hecho recordar el espectáculo
tristísimo de las ruinas de la casa donde él había nacido; sí, él había
visto desprenderse las paredes pintadas de amarillo y otras cubiertas de
papel de ramos verdes; él había visto como en un plano vertical la
chimenea despedazada, al amor de cuya lumbre su madre le había dormido
con maravillosos cuentos; allá arriba, en un tercer piso... sin piso,
quedaba de todo aquel calor del hogar el hueco de una hornilla en una
medianería agrietada, sucia y polvorienta. ¡Al aire libre, siempre
expuesta a las miradas indiferentes del público, estaba la alcoba en que
había muerto su padre! Sí; él había visto en lo alto los restos
miserables, la pared manchada por las expectoraciones del enfermo, las
señales del hierro de la cama humilde en la grasa de aquella pared....
¿Qué quedaba de toda aquella vivienda, de aquella familia pobre, pero
feliz por el cariño? Quedaba él, un aficionado a la flauta, en poder de
su Emma, una furia, sí, una furia, no había para qué negárselo a sí
mismo. La casa había desaparecido; aquellas ruinas de su hogar habían
estado siendo el escándalo de la gacetilla urbana. «¿Pero cuándo se
derriba la inmunda fachada de la esquina asquerosa de la calle del
Mercado?». Esto había gritado la prensa local meses y meses, y al fin el
Municipio había aplicado la piqueta de _doña Urbana_, como decía el
periódico, a los últimos restos de tantos recuerdos sagrados. ¿Y él
mismo, pensaba Bonifacio, qué era más que un esquinazo, una ruina
asquerosa que estaba molestando a toda una familia linajuda con su
insistencia en vivir, y ser, por una aberración lamentable, el marido de
su mujer? Todas aquellas ideas tristes y humillantes las había
despertado en su espíritu el diablo del habilitado con aquella _ojeada
retrospectiva_ al año cuarenta. ¡La historia! ¡Oh!, la historia en las
óperas era una cosa muy divertida... _Semíramis_, _Nabucodonosor_, _Las
Cruzadas_, _Atila_... magnífico todo... pero las de Gumía, las de
Castrillo... tanta muerte, tanta vergüenza, tanta dispersión y
podredumbre... esto _encogía el ánimo_. Por fortuna la conversación volvió
a la _Tiplona_, y con motivo de esto se recordó las óperas que se
cantaban entonces y las que se cantaban ahora en comparación con
aquellas. La verdad era que ahora no se cantaban óperas en el pueblo,
pues casi hacía ocho años que no parecía por allí un mal cuarteto.
Entonces el habilitado, que tanto había entristecido al concurso, se
dignó dar una noticia de actualidad, contra su costumbre. Su costumbre
era despreciar _altamente_ todos los sucesos próximos, pasados o futuros,
que no exigían, para ser referidos o inducidos, gran retentiva, como él
llamaba a la memoria. Con aire displicente dijo el buen hombre:
--Pues ópera la van ustedes a tener ahora, y buena; porque me ha dicho el
alcalde que han pedido el teatro desde León el famoso Mochi y la
Gorgheggi.
--¡La Gorgheggi!--gritaron a una los presentes.
Y hasta el relator hizo un movimiento de sorpresa en su silla, metido en
la sombra, y la viuda de Cascos le miró y suspiró discretamente.
Ocho días después estaban en el pueblo el tenor Mochi, famoso en todos
los teatros de provincia del reino, y su protegida y discípula la
Gorgheggi. Cantaron _La Extranjera_ la primera noche, y aunque el diario
más filarmónico de la capital «no se atrevió a emitir juicio por una
sola audición», el público, menos circunspecto (verdad es también que
con menos responsabilidad ante la historia del arte), se entusiasmó
desde luego y juró en masa que «desde la _Tiplona_ acá no se había oído
prodigio por el estilo. La Gorgheggi era un ruiseñor; y además, ¡qué
guapa, qué amable, qué atenta con el público, qué agradecida a los
aplausos!». Sí que era guapa; era una inglesa traducida por su amigo
Mochi al italiano, dulce y de movimientos suaves, de ojos claros y
serenos, blanca y fuerte; tenía una frente de puras líneas, que lucía
modestamente, con un peinado original, en que el cabello, de castaño
claro y en ondas, servía de marco sencillo a aquella blancura pálida, en
que, hasta de día, como pensaba Bonifacio, parecía haber reflejos de la
luna. Bonifacio vio dos actos de _La Extranjera_ la noche del estreno, y
con un supremo esfuerzo de la voluntad se arrancó de las garras de la
tentación y volvió al lado de su esposa, de su Emma, que, amarillenta y
desencajada y toda la cabeza en greñas, daba gritos en su alcoba porque
su esposo la abandonaba, acudiendo tarde, muy tarde, media hora después
de la señalada, a darle unas friegas sin las cuales pensaba ella que se
moría en pocos minutos. Llegó Reyes, dio las friegas con gran ahínco, en
silencio, oyendo resignado los gritos, mezclados de improperios, de su
mujer, y pensando en la frente y en la voz de la Gorgheggi y en el final
de _La Extranjera_, que estarían entonces cantando.
Y se acostó Bonifacio, discurriendo: «¡Sí, es muy hermosa, pero lo mejor
que tiene es la frente; no sé lo que dice a mi corazón aquella curva
suave, aquella onda dulce!... Y la voz es una voz... maternal; canta con
la coquetería que podría emplear una madre para dormir a su hijo en sus
brazos: parece que nos arrulla a todos, que nos adormece... es... aunque
parezca un disparate, una voz honrada, una voz de ama de su casa que
canta muy bien: aquella _pastosidad_, como dice el relator, debe de ser la
que a mí me parece timbre de bondad; así debieran cantar las mujeres
hacendosas mientras cosen la ropa o cuidan a un convaleciente... ¡qué sé
yo!, aquella voz me recuerda la de mi madre... que no cantaba nunca.
¡Qué disparates! Sí, disparates para dichos, pero no para pensados.... En
fin, ¿qué tengo yo que ver con ella? Nada. Probablemente Emma no me
dejará volver al teatro...». Y se durmió pensando en la frente y en la
voz de la Gorgheggi.
Al día siguiente, a las doce de la mañana había ensayo, y allí estaba
Bonifacio, más muerto que vivo, barruntando la escena que le preparaba,
de fijo, su mujer, a la vuelta. Se había escapado de casa. Y tenía que
confesarse que el placer de estar allí era mayor, por lo mismo que era
un acto de rebeldía su presencia en tal sitio.
Los ensayos siempre habían sido el encanto de Reyes. No se explicaba él
bien por qué los prefería a las funciones más solemnes y magníficas. A
su manera, venía a pensar esto: «El teatro verdadero, el teatro por
dentro, era el del ensayo; a Reyes no le gustaba la ficción en nada, ni
en el arte; decía él que los tenores y tiples no debían cantar delante
de las candilejas, entre árboles de lienzo y vestidos de percal ante un
público distraído y en una sala estrecha donde el aire era veneno; los
tenores y tiples debían andar, como los ruiseñores o las sirenas,
esparcidos por los bosques repuestos y escondidos, o por las islas
misteriosas, y soltar al aire sus trinos y gorjeos en la clara noche de
luna, al compás de las melancólicas olas que batían en la playa, y de
las ramas de la selva que mecía la brisa...». Bueno; pero ya que esto no
podía ser, Bonifacio prefería oír a los cantantes en el ensayo. Porque
allí veía al _artista_ tal como era, no como tenía que fingir que era. Por
un instinto de buen gusto, de que él no podía darse cuenta, lo que
aborrecía en las representaciones públicas era la mala escuela de
declamación, la falsedad de actitudes, trajes, gestos, etc., etc., de
los cómicos que iban por aquel pobre teatro de provincia. En el ensayo
no veía un Nabucodonosor que parecía el rey de bastos, ni un _Atila_
semejante a un cabrero, sino un caballero particular que cantaba bien y
estaba preocupado de veras con sus cosas, verbigracia, la mala paga, el
mal tiempo que le tomaba la voz, o el correo que le traía malas
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