Su único hijo - 12

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que yo no tengo, de una cuna que yo no tengo, a cuyos pies no velo, de
un regazo que perdí, de una niñez que se disipó. ¡Yo no tengo en el
mundo, en rigor, más _parientes_ que esa voz!». ¡Cosa más particular!
Cuando pensaba así, o por el estilo, Bonis, de repente, creyó entender
que el canto religioso de Serafina llegaba a narrar el misterio de la
Anunciación: «Y el ángel del Señor anunció a María...». ¡Disparate
mayor! ¡Pues no se le antojaba a él, a Bonis, que aquella voz le
anunciaba a él, por extraordinaria profecía, que iba a ser... madre; así
como suena, madre, no padre, no; ¡más que eso... madre! La verdad era
que las entrañas se le abrían; que el sentimiento de ternura ideal,
puro, suave, pacífico que le inundaba, se convertía casi en sensación,
que le bajaba camino del estómago, por medio del cuerpo. «¡Esto debe de
ser--pensaba--, en eso que llaman el gran simpático! ¡Y tan _simpático_!
Dios mío, ¡qué delicias; pero qué extrañas! Estas parecen las delicias
de la concepción. ¡Oh, la música así, como esa, con esa voz, me vuelve
casi loco! Sí, sí, disparatado era todo aquel pensar; pero, ¡cómo
llenaba el alma! Más que el amor mismo, con otra clase de amor nuevo....
menos egoísta, nada egoísta... ¡qué sabía él!». Tuvo que apoyar la
cabeza en la madera fría del quicio y volverla hacia el gabinete, porque
los ojos se le oscurecían, llenos de lágrimas, y no quería que nadie le
viese llorar. «Bueno sería--pensó mientras se iba serenando--, que ahora
me preguntase Emma, por ejemplo:--¿Por qué lloras, badulaque?--Pues lloro
de amor... nuevo; porque la voz de esa mujer, de mi querida, me anuncia
que voy a ser una especie de virgen madre... es decir, un padre....
madre; que voy a tener un hijo, legítimo por supuesto, que aunque me le
paras tú, _materialmente_ va a ser _todo_ cosa mía». No, no pensaba él que
el hijo fuese de la querida, eso no; que Serafina perdonase, pero eso
no; de la mujer, de la mujer... pero de cierta manera, sin que la
impureza de las entrañas de Emma manchase al que había de nacer; todo
suyo, de Bonis, de su raza, de los suyos... un hijo suyo y de la _voz_,
aunque _para el mundo_ le pariese la Valcárcel, como estaba en el orden.
Bonis tenía miedo de ponerse malo con tanto desbarrar, y, sobre todo,
porque se le empezaban a aflojar las piernas, síntoma fatal de todos sus
desfallecimientos. Cesó la música, calló la _voz_, estallaron los
aplausos, y Bonis cambió de súbito de ideas y sensaciones y de
sentimientos. Volvió a la realidad, y se vio cogido del brazo por
Mochi, que se le llevó, salón adelante, hacia el piano.
Körner se había puesto en pie, y sus manos, aplaudiendo, sonaban como
batanes; Marta aplaudía también, con gran asombro de las damas
indígenas, que creían privilegio de su sexo la impasibilidad ante el
arte, y hubieran reputado, por unanimidad, indigno de una señora
recatada batir palmas ante una cómica; ni más ni menos que creían una
abdicación del sexo levantarse en visita para saludar o despedir a un
caballero. Emma acabó también por aplaudir, y la Gorgheggi no tardó en
fijar la atención en aquellas dos señoras que tenía tan cerca, y que,
por excepción, unían sus aplausos a los del sexo fuerte. Para Marta y
Körner, la inglesa, por extranjera, tenía algo de compatriota; por
artista la consideraban más digna de respeto y atenciones que las cursis
damas del pueblo, a pesar de todas sus pretensiones y preocupaciones
seculares. Körner se acercó al piano y habló en inglés con Serafina; en
aquella sazón llegaban Mochi y Bonis del brazo junto a la plataforma, y
gracias al carácter expansivo de Minghetti, que medió en el diálogo, y
al reconocimiento de Mochi con respecto a Bonis y todos los suyos, y a
la habilidad políglota de Körner, pronto hablaron todos juntos, con
entusiasmo, mezclándose el inglés, el alemán, el italiano y el español;
y Marta estrechó la mano de la cantante, y esta, con una audacia y una
gentileza que pasmaron a Bonis, oprimió con fuerza y efusión los dedos
flacos de Emma. Bonifacio, al ver unidas por las manos a su mujer y a su
querida, volvió a pensar en los milagros del diablo; y en su cerebro
estalló lo de _tigribus agnis_, que tantas veces había leído en los
periódicos y en alguna retórica. Indudablemente el tigre era su mujer.
La cual estaba radiante. Para aquella clase de emociones y sucesos había
nacido ella. Sentía un orgullo loco al verse entre aquella gente,
saludada por una mujer tan guapa y tan elegante, con tales muestras de
respeto y deferencia. Serafina la había deslumbrado. Algunas veces había
pensado que había ciertas mujeres, pocas, que tenían un no sé qué,
merced al cual ella sentía así como una disparatada envidia de los
hombres que podían enamorarse de ellas; esas mujeres que ella concebía
que fuesen queridas por los hombres, no eran como la mayor parte, que,
guapas y todo, no comprendía qué encontraban en ellas los varones para
enamorarse. La Gorgheggi era mucho más alta que Emma, y esta, a su lado,
sentía como una protección varonil que la encantaba; además, aquello de
ver de cerca, tan de cerca, lo que estaba hecho para que todo el pueblo
lo mirase y lo admirase de lejos, la envanecía, y satisfacía una extraña
curiosidad; la envanecía más el pensar que a ella sola, a Emma, se
consagraban ahora aquellas sonrisas, aquellas miradas, aquellas
palabras, que eran ordinariamente del dominio público. Por otra parte,
seducción, tal vez mayor para ella, era en Serafina la mujer de vida
irregular, la _mujer perdida_... pero perdida en grande. La curiosidad
pecaminosa con que ella había mirado siempre a las vulgares mozas del
partido, que se hacía enseñar, aquí se multiplicaba y como que se
ennoblecía; y Emma quería adivinar olfateando, tocando, viendo, oyendo
de cerca la historia íntima de los placeres y aventuras de la mujer
galante y artista. De repente vio, casi con imágenes plásticas, las
ideas de orden, de moral _casera_, ordinaria, sumidas en una triste y
pálida y desabrida región del espíritu; oscurecidas, arrinconadas,
avergonzadas; las vio, como el guardarropa anticuado y pobre de una dama
de aldea, ridículas; eran como vestidos mal hechos, de colores ajados;
ella misma se los había vestido y sentía vergüenza retrospectiva; sí,
ella, a pesar de su prurito de originalidad, participaba de tantas y
tantas preocupaciones, estaba sumida en la _moral casera_ de aquellas
señoras de pueblo que no aplaudían a los cantantes ni solían tener
queridos. Se le pasó por las mientes la idea de que la Gorgheggi fuera
un gran capitán, un caudillo de _amazonas_ de la moral, de mujeres de
rompe y rasga; y ella iría a su lado como corneta de órdenes, como
abanderado, fiel a sus insignias. Cuando observó la Valcárcel que las
damas del pueblo miraban con extrañeza, casi con espanto, la íntima
conferencia a que se habían entregado ella y su amiga con los cómicos,
se redobló el placer que gozaba. ¡Qué gusto, hacer entre todo el señorío
cursi del pueblo una que era sonada, algo del todo nuevo, inaudito,
asombroso y de todo punto irregular y subversivo!
Marta, aunque afectando cierta recóndita superioridad al principio,
también estaba encantada, llena de orgullo, sin quererlo, al hablar con
Serafina; pero pronto se sintió deslumbrada y vencida, y sintió en la
actriz una superioridad real que, si no era del género suprasensible de
la que ella, Marta, se atribuía, era mucho más efectiva y susceptible de
ser reconocida. Marta, que hacía alarde de sus conocimientos
lingüísticos hablando inglés, francés, italiano, acabó por seguir a la
Gorgheggi en su empeño de hablar español, para que la entendiese Emma. A
esta consagraba la cómica principalmente su amabilidad, la gracia
irresistible de sus gestos, gorjeos _hablados_, de su modesta actitud; y
la miraba con ojos muy abiertos, muy brillantes, que chisporroteaban
simpatía, naciente cariño. Y Emma acabó de perder el juicio cuando
Serafina, poniéndose el abanico en la frente, exclamó:
--¡Ah! ¡Sí, sí! ¡Finalmente!... ¡_Eccola qui_!... Yo me decía: esta
señora... esta señora de Reyes... yo... la he visto, la he visto, vamos,
de otro modo, en otros días... muy lejos.... Y de repente, ahora, un
gesto, ese gesto de _le_... _sopraciglie_... me la pone delante. ¡Oh, sí,
absolutamente la misma! Más que su retrato, ella, ella misma....
Emma abría la boca sin comprender; Marta, adivinando, ya sentía envidia;
ello iba a ser que Emma se parecía a alguna mujer ilustre....
Pero la Gorgheggi no acababa de explicarse... y añadió:
--¡Ah! ¡Mochi y Minghetti!... Venid... venid.... A ver, decidme a quién se
parece esta señora... ¿Quién es... quién es... precisamente lo mismo que
ella?...
Mochi sonreía, mirando por cumplido a Emma, sin tratar de adivinar el
parecido, como si estuviera en el teatro fingiendo en un diálogo
curiosidad e interés.
Minghetti dio más solemnidad al caso. Acercó su cara morena y larga, de
levantino, de ojos grandes, azules, húmedos, apasionados y rientes, de
bigote brillante y barba puntiaguda y algo rizada, fina, sedosa, al
rostro de Emma, encendido, casi asustado; fijó la mirada desfachatada y
alegre en los ojos de la dama, y hasta se permitió, para ver mejor,
mover un poco un candelabro del piano, de modo que la luz llenase las
facciones que examinaba como absorto.
Mochi se dio pronto por vencido. No acertaba. Minghetti decía:
--Espera, espera; como con la esperanza de evocar una imagen. Emma se
sentía fascinada; por el pronto, Minghetti, así, tan cerca, le olía a
_hombre nuevo_, y sus ojos, clavados en ella, eran todo una borrachera de
delicias que al tragarse se mascaban.
Cuando Minghetti se declaró también torpe de memoria, Serafina dijo:
--¡Oh, qué hombres estos! No recordáis... ¡Ma... la Parini... la
Parini!...
--¡Oh, sí! ¡La trágica, la gran trágica de _Firenze_! ¡Exacto, exacto; un
espejo!
Así exclamó Mochi, que se guardó de decir que no encontraba la
semejanza.
Minghetti, que jamás había visto a la Parini, gritó:
--¡Oh, sí, en efecto! La expresión... el gesto... la viveza de la
mirada... y el fuego....
Y añadió, sonriendo a la Gorgheggi, como diciéndoselo en secreto:
--Mas... las facciones son _aquí_ más perfectas....
--¡Ah, sí; eso sí! Más perfectas...--dijo la tiple, que continuó
explicando que era la Parini una ilustre artista florentina, sin rival
entre las trágicas de su tiempo. Aunque Emma no podía dar a la semejanza
que se le encontraba todo el valor que le atribuía la envidia de Marta,
sintió el orgullo en la garganta, se vio cubierta de gloria, y pensó
enseguida:
«Parece mentira que en este poblachón de mi naturaleza se pueda gozar
tanto como yo gozo en este momento, mirándome en los ojos de este hombre
y oyendo estas cosas que me dicen».
Interrumpida a poco la conversación para cantar Serafina de nuevo, ahora
un terceto con Mochi y Minghetti, después de la ovación que siguió al
canto, volvió la sabrosa plática, más animada cada vez, aunque en ella
se mezclaron ya algunos señoritos del pueblo de los más audaces y
despreocupados. Emma y Serafina hablaron algunos minutos solas entre las
colgaduras de un balcón, sonriéndose, como acariciándose con ojos y
sonrisas; las vio de lejos Bonis, pasó cerca de ellas, y ni una ni otra
notaron su presencia; volvió a alejarse y a contemplar su obra desde un
rincón.
¡Juntas! ¡Estaban juntas! ¡Se hablaban, se sonreían, parecían
entenderse!... Se le antojaban un símbolo, el símbolo del pacto absurdo
entre el deber y el pecado, entre la virtud austera y la pasión
seductora... ¡Qué barbaridades pienso esta noche!--se decía Bonis--; y se
puso a figurarse que aquellas mujeres que hablaban como cotorras, y
parecían de acuerdo, y se sonreían, y se entusiasmaban con su diálogo,
se estaban diciendo, ¡qué atrocidad!, cosas por el estilo:
--«Sí, señora, sí--decía Emma en la _hipótesis_ absurda de su marido--;
puede usted quererle todo lo que guste; comprendo que usted se haya
enamorado de él, y él de usted. Eso no está mal: en Turquía las gastan así,
y pueden ser tan honradas como nosotras las turcas; todo es cuestión de
costumbres, como dice la de Körner: todo es convencional».
--«Pues sí, señora; le quiero, ¿para qué negarlo?, y él a mí. Pero a
usted también se la estima, a pesar de ese geniazo que dicen que usted
tiene. Se la estima y se la respeta. Ya verá usted qué buenas amigas
hacemos. ¿Por qué no? Usted no sabe lo que son artistas, lo que es vivir
para el arte, y despreciando las pequeñeces de la vida de pueblo y de la
_moral corriente_. ¡Valiente moral! Todos deben querer a todos: usted a
mí, yo a usted, su marido a las dos, las dos a su marido.... El mundo, la
triste vida _finita_, no debe ser más que amor, amor con música; todo lo
demás es perder el tiempo...».
«Aquel diálogo hipotético--se quedó pensando Bonis--, era un disparate,
sí... y con todo... con todo... ¿Por qué no había de ser así? Él había
leído que los antiguos patriarcas tenían varias mujeres, Abraham, _sin ir
más lejos_...». La idea de Abraham le trajo la de Sara la estéril... su
mujer... «¡Isaac!», le dijo una voz como un estallido en el cerebro....
Emma era Sara...; Serafina, Agar.... Faltaban Ismael, que era
inverosímil, dadas las costumbres de Serafina, e Isaac... ¡Isaac! ¿Quién
sabía? ¿Por qué le decía el corazón... acuérdate de Sara, ten esperanza?
Dos veces en aquella noche, que él debería consagrar a emociones tan
diferentes, se le llenaba el alma del amor de su Isaac... de su hijo....
Tenía fiebre no sabía dónde; tal vez estaba volviéndose loco; primero se
comparaba con la Virgen; ahora con Abraham...; y a pesar de tanto
dislate, una esperanza íntima, supersticiosa, se apoderaba de él, le
dominaba.
Y al volver a mirar el grupo de su mujer y la cómica, a las cuales se
habían agregado ahora Mochi, Marta, Minghetti y Nepomuceno, sintió
Reyes una especie de repugnancia; aquella paz moral que a ratos se
apoderaba de su espíritu, y hasta pudiera decirse de sus entrañas, se le
alarmó en el pecho, en la conciencia; le entró vivísimo deseo de apartar
a su mujer de toda aquella gente; y sin poder dominarse, se acercó al
grupo, y con gesto serio, que contrastaba con la alegría de todos, con
el ambiente de vaga concupiscencia que envolvía al grupo, dijo Bonis con
una energía en el acento que sorprendió a Emma, la única que se hizo
cargo de ello por la novedad de la voz:
--Señores... y señoras... basta de charla; el público se impacienta, y lo
mejor que pueden hacer estas damas y estos caballeros es comenzar la
segunda parte del programa.... Vale más la música que toda esa
algarabía....
Todos le miraron entonces. Hablaba en broma seguramente, y, sin embargo,
su gesto y el tono de su voz eran serios, como imponentes.
Minghetti, inclinándose cómicamente, exclamó:
--Quien manda, manda.... Obediencia al tirano... al futuro empresario
_forse_....
Serafina, dando la espalda a los otros, en un momento que pudo
aprovechar, miró fijamente a su querido, abrió mucho los ojos con
expresión de burla cariñosa, que acabó con una mirada de fuego.
Bonis tembló un poco por dentro al recibir la mirada, pero se hizo el
desentendido y no sonrió siquiera.
--¡A cantar, a cantar!--dijo, fingiendo seguir la broma de su papel de
déspota.
Mochi se inclinó también, y Minghetti, después de una gran reverencia,
se sentó al piano para acompañar el dúo de tenor y tiple con que
empezaba la segunda parte.
Nepomuceno se sentó junto a Marta, y Bonis muy cerca de su mujer, que
respiraba con fuerza, absorbiendo dicha por boca y narices.
Y mientras ella, sin pensar en que le tenía allí, devoraba con los ojos
a la tiple y al barítono, Bonis paseaba la mirada triste, seria y
tiernamente curiosa, del rostro pálido, ajado de su esposa, al vientre
que una vez había engañado sus esperanzas; y oyendo, sin comprenderla en
aquel momento, la música romántica del dúo, se dijo entre dientes:
--No importa...; más vieja era Sara.


-XIII-

Terminó el concierto a la una de la madrugada, y como era costumbre en
el pueblo, en vez de disolverse la reunión, se pusieron a bailar los
jóvenes con el mayor ahínco, muy a placer de las señoritas, que sólo
toleraban dos o tres horas de música con la esperanza de estar bailando
otras dos o tres horas. Emma no pensó en retirarse mientras quedase allí
alma viviente. En cuanto a Marta Körner, estaba demasiado ocupada para
pensar en el tiempo. ¡Íbale tanto en perseguir las fieras, es decir, en
la caza mayor a que se había entregado en cuerpo y alma, que ya ni veía
ni oía lo que estaba delante; para ella no había en el mundo más que su
D. Juan Nepomuceno, con sus grandes patillas! Desde antes de terminar el
concierto habían hecho rancho aparte, en un rincón de la sala; y allí
estaba la alemana enseñándole el alma, y un poco, bastante, de la
blanquísima pechuga, al acaramelado mayordomo, futuro administrador de
la fábrica de productos químicos. Körner, aunque muy metido en
conversación con Mochi primero y después con el Gobernador militar y el
Ingeniero jefe de caminos, vigilaba desde lejos, muy satisfecho de la
conducta de su hija. Muy de corazón aplaudió la habilidad y delicadeza
que demostró su digno vástago cuando uno, y dos y tres jóvenes de lo más
distinguido de la sociedad, se acercaron a ella solicitando el favor de
un vals o cosa parecida, y fueron cortés y fríamente despedidos por la
robusta alemana, que no bailaba porque... aquí una disculpa torpemente
zurcida, pero mal compuesta con toda intención. A Nepomuceno había que
ponerle las cosas muy claras; y Marta, aun a riesgo de molestar a los
bailarines, tal vez contenta con molestarlos, porque aquello venía a ser
un anuncio, dejaba ver con gran transparencia el verdadero motivo de los
desaires que se veía obligada a dar; a saber: que era más importante
para ella hablar con Nepomuceno que andar por allí dando saltos y
despertando, el diablo sabría qué apetitos, en aquella juventud lucida y
generalmente colorada, gracias a la mucha sangre.
Nepomuceno, que a la segunda negativa de Marta, acompañada de una mirada
y una sonrisa de inteligencia para él, acabó de comprender, agradeció
con todas sus entrañas el _sacrificio_ que en su favor se hacía; y se
hubiera derretido de gusto, a no estarlo ya, gracias a la proximidad
_vertiginosa_ de la alemana y a las cosas espirituales y no espirituales
que ella le estaba diciendo; y, sobre todo, gracias a ciertos tropezones
que de vez en cuando, bastante a menudo, daban las rodillas con las
rodillas.
«¡Qué elocuencia... y qué _calor natural despedía_ aquella mujer!» pensaba
don Juan, aplicando el mismo verbo al calor y a la elocuencia.
Marta hablaba del ideal, de todos los ideales; pero se las arreglaba de
manera que en su disertación se mezclaban, por vía de incidentes,
descripciones autobiográficas que se referían casi siempre al acto
solemne de mudarse ella de ropa, o a estar en su lecho, medio dormida....
desvelada.... Ello es que Nepomuceno supo aquella noche, v. gr., que
aquella señorita había leído una cosa que se llamaba la _Dramaturgia de
Hamburgo_, de Lessing, y que, tanto como el autor del Laoconte, le
gustaban a ella las medias muy ceñidas, atadas sobre las rodillas y de
color gris perla. Lo más tierno fue la historia de las queridas de
Goëthe, tema que tenía muy preocupada a la de Körner desde muchos años
atrás. El noble orgullo de Federica Brion, que no quiso casarse nunca,
porque nadie era digno de la que había sido amada por Wolfgang, lo
pintaba Marta con un calor sólo comparable al que despedían sus propias
rodillas. Nepomuceno, confundiendo las cosas, y hasta las facultades del
alma, se llegó a figurar que los _genios_ alemanes eran unos sátrapas que
se pasaban la vida despreciando a los seres vulgares y manoseando los
mejores bocados del eterno femenino. Cuando llegó lo de _las madres_ del
tantas veces citado Goëthe, Nepo no podía menos de figurarse las tales
_madres_ como unas ubérrimas amas de cría. De todas suertes, y fuera lo
que fuera de Heine y de la _Joven Alemania_, él estaba que ardía... y a
tanta ciencia y poesía y contacto de piernas, sólo se le ocurría
contestar lo que, sin saberlo él, Nepomuceno, contestaba aquel personaje
de la comedia titulada: «De fuera vendrá...». Quiere decirse, que al tío
mayordomo no se le venía a la boca más que la solemne promesa de futuro,
pero muy próximo matrimonio.
Emma, siguiendo el ejemplo de algunas otras casadas, que bailaban
también, aceptó unos _lanceros_ a que la invitó el presidente del Casino,
y poco después bailó con Minghetti una polca íntima, género de
desfachatez tolerada que empezaba entonces a _hacer furor_ y no pocos
estragos morales.
La polca íntima de Minghetti fue para ella una revelación. El barítono,
que no había perdido la pista a la afición que le había demostrado
aquella señora en paseo, en misa, en la calle, por medio de miradas
incendiarias, aquella noche acabó de comprenderlo todo, y formó un plan
de seducción, que le convenía desde muchos puntos de vista. Empezó a
marearla con miradas y lisonjas allí, junto al piano, durante el
concierto; y al atreverse a invitarla nada menos que para bailar una
polca de aquellas condiciones coreográficas, jugó el todo por el todo.
Aceptada la polca, ya sabía él lo que le tocaba hacer; y mientras las
rodillas hablaban el lenguaje de las de Marta Körner, aunque sin
colaboración de los clásicos alemanes, él, allá en sus adentros, se
entregaba a proyectos y cálculos en que había hasta números. Medio en
serio, medio en broma, _se declaró_ a Emma mientras daban vueltas por el
salón; y ella, muerta de risa, muy contenta, nada escandalizada, le
llamaba loco, y se dejaba apretar, como si no lo sintiera, como si su
honra estuviese por encima de toda sospecha y no debiera parar mientes
en aquellos estrujones fortuitos. Le llamaba loco, y embustero, y
bromista; pero cuando, después de la polca, se sentaron juntos, en vez
de incomodarse por la insistencia del cantante, se quedó un poco seria,
suspiró dos o tres veces, como una doncella de labor no comprendida, y
acabó por ofrecer a Minghetti una amistad desinteresada; pura amistad,
pero leal y firme. Entonces el barítono, que no echaba nada en saco
roto, sin dejar el tema de su pasión incandescente, mezcló en las
variaciones del mismo una discretísima narración de los apuros de su
vida económica y la de sus compañeros. A Minghetti, que era un _bohemio_,
sin saber de tal epíteto, no le daba vergüenza hablar de su pobreza, ni
de las trazas picarescas a que había recurrido muchas veces para salir
de atrancos. Comprendía él que parte del encanto de su persona,
irresistible para muchas mujeres, consistía en su misma vida
desarreglada, de aventurero simpático, generoso, alegre, casi infantil,
pero poco escrupuloso, como no fuera en puntos de galanteo y de
valentía. Enseguida noto que en Emma este elemento de seducción era de
los que producían más efecto; ella misma le confesó que había comenzado
a fijarse en él, y a encontrarle _ángel_, como dicen los andaluces, la
noche aquella famosa en que había cantado el _Barbero_... a la fuerza....
--¡Ah, sí--exclamó él sonriendo--; cuando me cazó la Guardia civil!...
Y de este incidente, que tanto había dado que hablar en el pueblo meses
atrás, tomó pie para contar su historia y sus penas y apuros a su
manera, como burlándose de sus propios males. Callaba muchas cosas que
juzgaba poco a propósito para hacerle aparecer interesante; pero no
ocultó ciertas maniobras no muy decentes, y osó referirlas, no por amor
a la verdad, sino porque su sentido moral no le decía que era aquello
repugnante e indigno; por fortuna, tampoco Emma sentía delicadezas de
este orden, y en toda treta victoriosa admiraba el arte y olvidaba al
engañado, o sea al tonto.
La mujer de Bonis escuchaba encantada aquella narración del género
picaresco, en que las picardías venían a estar explicadas y disculpadas
por la viveza de las pasiones y los golpes repetidos de una adversa
fortuna.
Lo cierto era que la historia del barítono, desfigurada por él en su
narración cuando le convino, podía resumirse en lo siguiente:
Cayetano Domínguez era natural de Valencia; había asistido en su
infancia a los azares de la miseria, que aspira a convertir en industria
la holganza y no lo consigue, sino con intervalos de negras prisiones y
en perpetua lucha con el Código penal y los agentes de su eficacia. La
cárcel, residencia frecuente de su señor padre, le había enseñado, como
por ensayos repetidos, la triste vida de la orfandad; y cuando al fin el
autor de sus días salió de casa para no volver, porque en una ocasión,
al recobrar la libertad, en vez del hogar, encontró la muerte en una
misteriosa aventura, allá en la Huerta, el pobre Minguillo, que así le
llamaban los demás pillastres de su barrio, al quedarse en el mundo
solo, pues su madre había muerto al darle a luz, tenía un aprendizaje
anulado que le sirvió no poco, de mala suerte, apuros, desvalimiento; y
venía a ser a los doce años todo un hombre, y casi casi todo un pícaro,
por los recursos de su ingenio, el ahínco de su trabajo, cuando tocaban
a trabajar honradamente, y las tretas de su industria, la fuerza de
cinismo, el vigor de los músculos y el desprecio de todas las leyes y
cortapisas morales y jurídicas, que, en su opinión, se habían hecho para
los ricos; porque los pobres no podían con ellas, bajo pena de matarse
de hambre, que era el mayor crimen.
De las manos de un pariente lejano, que le molía a palos y le llamaba
hijo de tal y de cual, pasó al servicio de la Iglesia con carácter de
monaguillo, y hasta llegó a cantar en el coro de la catedral en
funciones de tiple; y esta época fue, según él, la más santa de su vida,
sin ser perfecta. No hacía él las picardías por hacerlas, sino por el
lucro; de modo que mientras su voz sirvió para el coro, cantó en calidad
de ángel en la catedral, sin hacerse jamás reprender por su pereza o
impericia, pues en el trabajo era asiduo, y su destreza en todo oficio
que emprendía, extremada. Volvió a la calle porque la voz se le mudaba,
que era para el caso como perderla; y con la edad de comenzar las
pasiones a abrir sus yemas, coincidió la mayor pobreza de su vida, por
lo que no fue extraño, o a él no se lo pareció, que por aquellos días
sus expedientes para procurarse el sustento y lo demás que necesita un
mozo suelto y sin escrúpulos, fuesen del todo incompatibles con los
rigores de la ley civil y criminal; sin que esto quisiera decir que
llegase a robar, al menos con violencia; sino que, recordando
tradiciones familiares, inventó industrias alegres y vistosas, como
juegos de feria, con moderada trampa, inocentes chascos, justo castigo
de tontos avarientos y confiados necios, en que el provecho que a él, a
Mingo, le quedaba entre las uñas, era apenas la necesaria retribución de
su trabajo, que hubiera sido exigua cotejada con el riesgo y con el
primor y gracia de las trazas inventadas. De su voz ¡voz traidora!, no
se había vuelto a acordar en mucho tiempo, a no ser para cantar en
tabernas y paseos nocturnos, para solaz de los compañeros del hampa, o
seducción de alguna mozuela, que además habría de pedir otra paga.
Sus relaciones con la gente de sotana, interrumpidas, pero no rotas, le
presentaron ocasión de ingresar en el seminario en calidad de fámulo,
ocultando, por supuesto, gran parte de sus antecedentes; y como tenía
temporadas, si no de arrepentimiento--pues él no creía que había de
qué--de cansancio, de cierto como relativo _misticismo_ que le pedía a él
la soledad de la vida recogida y largas horas de tiesura hierática, con
un cirio en la mano, o en las oscuridades del coro, y ausencia de malas
compañías, y pan seguro ganado sin industrias prohibidas; por todo ello
se acogió a la _soledad_ del _claustro_, y fue el más airoso, servicial y
despabilado fámulo de colegio sacerdotal, donde no sabía él que había de
llegar a ser colaborador de verdaderos horrores. Muchos años después,
cuando, ya libre y artista, se creía por sus actos y representación en
el caso de ser muy _avanzado_, _librepensador_ y cosas por el estilo,
aprovechaba sus recuerdos del seminario como argumento contra las
instituciones religiosas. «¡Lo que son los curitas, díganmelo ustedes a
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