Su único hijo - 03

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noticias. Bonifacio amaba el arte por el artista, admiraba a aquella
gente que recorría el mundo sin estar jamás seguros del pan de mañana,
preocupados con los propios y los ajenos gorgoritos.--¡Cómo hay
valiente--pensaba él--, que se decida a fiar su existencia del fagot, o
del cornetín o del violoncello, verbigracia, o de una voz de bajo
segundo, con veinte reales diarios, que es lo más bajo que se puede
cantar! Yo, por ejemplo, sería un flauta pasable, pero ¡por cuanto hay
no me atrevería a escaparme de casa y a ir por esos mundos hasta Rusia,
tapando huecos en una orquesta! Acaso a mi dignidad y a mi independencia
les estuviera mejor emprender esa carrera; pero ¡antes me tiro al agua!
El azar... lo imprevisto... el pan dudoso, ¡qué miedo! Y por lo mismo
que él se creía incapaz de ser _artista_, en el sentido de echar a correr
sin más que la flauta, por lo mismo admiraba más y más a aquellos
hombres, que eran indudablemente de otra madera.
Ya la cualidad de extranjero, y aun la menos extraordinaria de
forastero, era para Bonifacio muy recomendable; no ser de su pueblo, de
aquel pueblo mezquino donde habían nacido él y su mujer, constituía una
ventaja; ser de muy lejos era una maravilla.... El mundo... el resto del
mundo ¡debía de ser tan hermoso! Lo que él conocía era tan feo, tan poca
cosa, que las bellezas que había soñado y de que hablaban los versos y
los libros de aventuras, deberían de estar, de fijo, en todos esos
lugares desconocidos.... En Méjico había visto poco bueno; pero al fin
Méjico había sido colonia española, y se le había pegado la pequeñez de
por acá. El verdadero _extranjero_ era otro. Y de este venían los
artistas, los cantantes.... Ser italiano, ser artista... ser músico, esto
era miel sobre hojuelas y néctar sobre la miel. Y cuando el extranjero,
el artista, el músico... era hembra, entonces el respeto y admiración de
Bonifacio llegaban a ser religión, idolatría.... Por todo lo cual, y por
lo antes apuntado, prefería con mucho ver a los cómicos tal como eran, a
verlos pintados de reyes o de sacerdotisas respectivamente. En el
ensayo, en el ensayo era donde se conocía al artista....
Entró en el palco proscenio, a que estaban abonados desde tiempo
inmemorial sus amigos de la tienda de Cascos; era el más bajo de los
_claros_, que así se llamaba entonces a los que después se denominó
plateas, y tenía, por ser de proscenio y estar medio escondido por una
pared maestra, el apodo vulgar de faltriquera (años adelante bolsa). No
había nadie en el palco. Reyes abrió la puerta, procurando evitar el
menor ruido. Para él era el teatro el templo del arte, y la música una
religión. Se sentó con movimientos de gato silencioso y cachazudo; apoyó
los codos en el antepecho y procuró distinguir los bultos que como
sombras en la penumbra cruzaban por el oscuro escenario. No había
entonces baterías de gas y no podía llevarse la luz por delgados tubos,
como años adelante se vio allí mismo, a una altura discrecional; las
humildes candilejas alumbraban lo poco que podían, desde el tablado,
como estrellas... de aceite, caídas. A la derecha del actor (así pensaba
Reyes), alrededor de una mesa alumbrada apenas por un quinqué de luz
triste, había un grupo de sombras que poco a poco fue distinguiendo.
Eran el director de escena, el apuntador, un traspunte y un hombre gordo
y pequeño, de panza extraordinaria, vestido con suma corrección, muy
blanco, muy _distinguido en sus modales_; era el _signor_ Mochi, empresario
y tenor primero... y último de la Compañía. Otros grupos taciturnos
vagaban por el foro, eran los coristas: el cuerpo de _señoras_ estaba
sentado en corro a la izquierda. Donde quiera que se juntaban aquellas
damas pálidas y mal vestidas tendían, por la fuerza de la costumbre, a
formar arcos de círculo, semicírculos y círculos según las
circunstancias.
Reyes había leído la _Odisea_ en castellano y recordaba la interesante
visita de Ulises a los infiernos; aquella vida opaca, subterránea del
Erebo, donde opinaba él que tanto debían de aburrirse las almas de los
que fueron, se le representaba ahora al ver a los tristes cómicos,
silenciosos y vagabundos, cruzar el escenario oscuro, como espectros. Ya
sabía él que otras veces reinaba allí la alegría, que aquello iría
animándose; pero había siempre en los ensayos cuartos de hora tristes.
Cuando al _artista_ no le anima esa especie de alcohol espiritual del
entusiasmo estético, se le ve caer en un marasmo parecido al que abruma
a los desventurados esclavos del hachís y del opio.... Reyes había hecho
a su modo un profundo estudio psicológico de los pobres tenores ex
notables que venían a su pueblo averiados, como barcos viejos que buscan
una orilla donde morir tranquilos, acostados sobre la arena; también
sabía mucho de tiples de tercer orden que pretendían pasar por
estrellas: aunque era muy joven todavía cuando había tenido ocasión de
hacer observaciones, la reflexión serena le había ayudado no poco.
Observaba compadeciendo, y compadecía admirando, de modo que el análisis
llegaba verdaderamente al alma de las cosas. Lo que él no veía era el
lado malo de los artistas. Todo lo poetizaba en ellos. Los contrastes
fuertes y picantes de sus ensueños de gloria y de su vida de bastidores
con la mezquina prosa de una existencia difícil, llena de los roces
ásperos con la necesidad y la miseria, le parecían a Reyes motivos de
poética piedad y daban una aureola de martirio a sus ídolos.
Aquel día procuró, como siempre, atraer hacia sí la atención de _las
partes_ (el tenor, la tiple, el barítono, el bajo y la contralto), y esto
solía conseguirlo sonriendo discretamente cuando algún cantante le
miraba por casualidad después de _atacar con valentía_ una nota, o de
hacer cualquier primor de garganta, o también después de decir un
chiste.
Mochi, el tenor bajo y gordo, era como una ardilla y hablaba más que un
sacamuelas, pero en italiano cerrado, y con suma elegancia en los
modales. Hablaba con el maestro director que se reía siempre, y Reyes,
que no entendía a Mochi, pero que creía adivinarle, sonreía también.
Como no había nadie más que él en calidad de mero espectador del ensayo,
el tenor no tardó en notar su presencia y sus sonrisas, y al poco rato
ya le consagraba a él, a Reyes, todos sus _concetti_. Tanto se lo
agradeció Bonifacio, que al tiempo de levantarse para salir del palco
deliberó consigo mismo si debía saludar al tenor con una ligera
inclinación de cabeza. Miró Mochi a Reyes... y Reyes, poniéndose muy
colorado, sacudió su hermosa cabellera con movimientos de maniquí, y se
fue a su casa... impregnado del ideal.


-V-

Por la noche Emma le echó del seno del hogar por algunas horas, y
Bonifacio volvió al ensayo. Ahora no estaba sólo en calidad de público;
en todas las _faltriqueras_ había abonados, y en la de los tertulios de
Cascos se destacaba la respetable personalidad del Gobernador militar,
que honraba a aquellos señores aceptando un asiento en lo oscuro. Reyes
se sentó en primera fila, y en cuanto Mochi miró hacia el palco, le
saludó con el sombrero. No contestó el tenor por lo pronto, lo cual
desconcertó al buen aficionado, principalmente por lo que pensarían sus
amigos; mas ¡oh gloria inmortal, oh momento inolvidable!, al lado de
Mochi, frente a la cáscara del apuntador, había una mujer, una señora,
con capota de terciopelo, debajo de la cual asomaban olas de cabello
castaño claro y fino; y aquella mujer, aquella señora que había notado
el saludo de Reyes, tocó familiarmente con una mano enguantada en un
hombro del tenor, y le debió de decir:
--En aquel palco te han saludado.
Ello fue que Mochi se volvió con rapidísimo gesto, vio a Reyes y se
deshizo en cortesías....
En el palco todos envidiaron aquello, hasta el _brigadier_ Gobernador
militar de la provincia; y más envidiaron la sonrisa con que la dama de
la capota se atrevió a acompañar el saludo de Mochi, muy satisfecha, al
parecer, de haberle advertido su distracción.
Reyes encontró en sus ojos la mirada de la Gorgheggi--que no era otra la
dama--y muchas veces, muchas, pensando después en aquel momento solemne
de su vida, tuvo que confesarse que impresión más dulce ni tan fuerte no
la había experimentado en toda su juventud, tan romántica _por dentro_.
«Una mirada así--se dijo en aquel instante--, sólo puede tenerla una
extranjera que sea además artista. ¡Qué modestia en el atrevimiento, qué
castidad en la osadía! ¡Qué inocente descaro, qué cándida
coquetería!...».
De las sonrisas y los saludos poco se tardó en pasar a las buenas
palabras: Bonifacio y otros señores de su palco reían discretamente los
chistes con que Mochi se burlaba con disimulo de la orquesta, que era
indígena y desafinaba como ella sola; un lechuguino, que tenía fama de
hacer grandes y muy valiosas conquistas entre bastidores, se atrevió a
servir de intérprete, a su modo, entre el tenor y _un_ trompa a quien el
artista dirigió una cortés reprimenda en italiano. No era que el
lechuguino supiera mucho de la lengua del Dante, pero sí lo suficiente
para comprender que al hablar de _missure_, Mochi se refería a los
compases; mas los conocimientos lingüísticos del trompa no llegaban
allí. Poco después Bonifacio se arriesgó, poniéndose muy colorado, a
traducir otra observación humilde--esta de la Gorgheggi--al idioma del
trompa pertinaz, un hombre de tan mal genio como oído; la tiple había
hablado en español, había dicho «compás» como, de hablar, podría decirlo
un canario; pero el hombre del bronce no había querido entender tampoco;
la traducción de Bonifacio consistió en repetir a gritos las palabras de
la cantante, inclinándose desde el palco sobre la cabeza calva del
músico.
--¡Mil gracias... oh... mil gracias!, había dicho la artista,
despidiendo, entre miradas y sonrisas, chispas de gloria para el corazón
de Reyes, que estuvo viendo candelillas un cuarto de hora. Le zumbaban
los oídos, y pensaba que si en aquel momento aquella mujer le proponía
escaparse juntos al fin del mundo, echaba a correr sin equipaje ni nada,
sin llevar siquiera las zapatillas; y eso que no concebía cómo hombre
nacido podía echarse por la mañana de la cama y calzarse las botas de
buenas a primeras. Siempre que leía aventuras de viajes lejanos, grandes
penalidades de náufragos, misioneros, conquistadores, etc., etc., lo que
más compadecía era la ausencia probable de las babuchas.
Sin faltar a un solo ensayo, y yendo también al teatro todas las noches
de función en que podía robar algunas horas a sus quehaceres domésticos,
llegó Bonifacio a intimar con las partes, como él decía, de tal manera,
que los amigos de la tertulia de Cascos llegaron a suponerle en
relaciones amorosas con la Gorgheggi.
--Yo les digo a ustedes que la obsequia--aseguraba el relator.
--Yo sostengo que no la obsequia--decía el lechuguino, envidioso.
La verdad era que la simpatía, y a los pocos días la más cordial
amistad, habían llegado a tal punto entre Mochi y Bonifacio, que el
tenor, después de tomar juntos café una tarde, no había vacilado en
pedir al _suo nuovo magià carissimo amico_, _duecento lire_, o sean
cuarenta duros en el lenguaje que entendía Reyes. Pidió el italiano con
tal sencillez y desenfado aquellos ochocientos reales, acto continuo de
haber contado una aventura napolitana que le había costado cerca de dos
mil duros, que Bonifacio tuvo que decirse: «Para este hombre cuarenta
duros son como para mí un cigarrillo de papel; me ha pedido esos cuartos
como quien pide lumbre para el cigarro; lo que le sobra a él, de fijo,
es dinero; pero no lo tiene aquí, en este momento; lo malo es que
tampoco lo tengo yo. Pero hay que buscarlo corriendo, no hay más
remedio. Si se lo doy, no me lo agradecerá, aunque bien sabe Dios que no
sé de dónde sacarlo; pero a él ¿qué? ¿Qué son ochocientos reales para
este hombre? En cambio, si no se los busco inmediatamente me
despreciará, me tendrá por un miserable... ¡Antes la muerte!».
Colorado como un pimiento declaró el español que, por una casualidad que
lamentaba, no traía consigo aquella insignificante cantidad; pero que en
un periquete corría a su casa... que estaba muy cerca, y volvía con los
cuartos.
Y echó a correr sin oír las palabras de Mochi que, por no molestarle,
renunciaba al préstamo.
En efecto, la casa de Emma no estaba lejos; pero llegar a ella, entrar,
era más fácil que volver al teatro, al cuarto del tenor, con los
cuarenta duros. ¿De dónde iba a sacarlos el infeliz esclavo de su mujer?
¡Ay! ¡Con qué amargura contempló entonces, por la primera vez, su triste
dependencia, su pobreza absoluta! No era dueño ni de los pantalones que
tenía puestos, y eso que parecía que habían _nacido_ ajustados a sus
piernas; ¡tan bien le sentaban! No tenía dos reales que pudiera decir
que eran suyos. ¿Qué hacer? ¿Renunciar para siempre al ideal? Mochi le
aguardaba con aquellos ojos punzantes, risueños y maliciosos: sin el
dinero no se podía volver: detrás de Mochi estaba la Gorgheggi, su
discípula, su pupila. Bien; puesto que no tenía aquellos cuarenta duros
ni de donde sacarlos, como no robase los candelabros de plata que tenía
delante de los ojos, sobre la mesa del despacho (el despacho de D.
Diego, que seguía siendo _despacho_ sin adjudicación singular: el de don
Juan Nepomuceno, el de Emma, el de todos); como no tenía cuarenta duros
ni de donde le vinieran, renunciaría a su felicidad; no volvería a
presentarse ante los queridos amigos italianos, ante los artistas
sublimes, se sacrificaría en silencio; cualquier cosa menos volver allá
con las manos vacías....
En aquel momento D. Juan Nepomuceno se presentó en el despacho con un
saquito de dinero entre las manos; saludó a Reyes con solemnidad, y se
puso a contar pesos fuertes sobre la mesa; se trataba de la renta de la
Comuña, una casería que entregaba limpios todos los años cuatro mil
reales. Mientras don Juan, sin hacer caso del importuno, iba haciendo
pilas de pesos en correcta formación hasta el punto de recordar al pobre
_dilettante_ de todas las artes las ruinas de un templo griego, Reyes
pensaba:
--Esas columnas argentinas debía formarlas yo: ¡yo debía ser el
administrador de los bienes de mi mujer!
Una ola de dignidad retrospectiva le subió al rostro y le dio valor
suficiente para decir:
--D. Juan, necesito mil reales.
Años después, recordando aquel golpe de audacia, para el cual sólo el
amor podía haberle dado fuerzas, lo que más admiraba en su temeraria
empresa era el piquillo de su pretensión, los doscientos reales en que
su demanda había excedido a su necesidad. «¿Por qué pedí mil reales en
vez de ochocientos?». No se lo explicó nunca.
D. Juan Nepomuceno miró, sin contestar, a su afín. ¡Mil reales! Aquel
mentecato se había vuelto loco.
--Sí, señor, mil reales; y no hace falta que mi mujer sepa nada; yo se
los devolveré a usted mañana mismo; se trata de sacar de un apuro a un
amigo de la infancia... paga segura....
--Amigo de la infancia... paga segura.... No lo entiendo.
Esto fue todo lo que dijo el tío administrador. ¿Cómo un amigo de la
infancia de aquel pelagatos podía ser paga segura? Esto quería dar a
entender, y Bonifacio, comprendiéndolo, rectificó:
--De la infancia... precisamente... no... es uno de los amigos de la
viuda de Cascos....
Y se puso otra vez muy colorado.
D. Juan clavó una mirada puntiaguda en los ojos claros... y turbados de
su afín; adivinó algo, echó sus cuentas en un segundo, y, tomando dos
montones de plata, se los puso entre los dedos al pasmado Reyes, sin
decir más que:
--Tome usted; son mil justos.
--Bueno, gracias. Mañana mismo....
--Eso... allá usted.
--Y que Emma no sepa....
--Por ahora no hace falta que sepa nada.
--¿Cómo por ahora?
--Y si usted reintegra a la caja (así hablaba el tío) esa cantidad en
breve, no sabrá nada nunca.
--Bien, bien; mañana mismo.
Ni mañana, ni pasado, ni al otro. Mochi recibió sus doscientas liras,
como él las llamaba, con más expresivas muestras de agradecimiento que
esperaba su _nuovo amico_; pero de devolución no dijo nada. ¡Cuáles serían
las emociones que se amontonaron en el pecho del pobre flautista en
aquellos días, que durante algunos, ni siquiera pensó en la deuda ni en
la promesa de reintegrar a la caja aquellos cuartos, ni en el peligro de
que se enterase Emma de todo, ni siquiera en la existencia de
Nepomuceno!
Con la generosidad de Reyes coincidió (pura coincidencia) la mayor
amabilidad de Serafina Gorgheggi. Por un privilegio, de que gozaban muy
pocos, a Bonifacio le consentía el empresario permanecer entre
bastidores durante la función. Solía colocarse el buen flautista muy
oportunamente, pero como al descuido, en las entradas y salidas por
donde él sabía, gracias a los ensayos y al traspunte, que tenía que
pasar la tiple. Serafina siempre se inmutaba al entrar en escena; él la
animaba con una sonrisa que ella parecía agradecerle con los ojos,
cariñosos, _maternales_, como pensaba el marido de Emma. Cuando salía de
la escena entre aplausos, por pocos que fueran, veía a Reyes que batía
palmas entusiasmado; entonces sonreía ella, inclinaba la cabeza
saludando y pasaba discretamente cerca del infeliz enamorado. ¡Qué
perfume el que dejaba tras de sí aquella mujer! Era un perfume
espiritual, según él; no se olía con las groseras narices, sino con el
alma.
Aquella noche, la correspondiente al día del préstamo, Serafina tuvo una
ovación en el segundo acto, y salió de la escena por la puerta lateral
de una decoración cerrada de modo que los bastidores dejaban en una
especie de vestíbulo, cerrado también por todos lados, a Bonifacio, que
aguardaba allí como solía; para salir de aquella garita de lienzo, había
que levantar un cortinón pesado, que se usaba para el foro en otras
decoraciones. La Gorgheggi y su adorador se vieron un momento solos en
aquel escondite; ella, después de saludar y sonreír al galán como solía,
radiante ahora de justa satisfacción por los aplausos que aún resonaban
allá afuera, se turbó un punto, buscando con torpe mano el éxito de
aquella especie de trampa; y no lo encontró, como si anduviera ciega.
No era Bonifacio hombre capaz de aprovechar ocasiones; pero como si lo
fuese y la hubiese aprovechado y se hubiera arrepentido de la demasía,
se echó a temblar también; y se puso a buscar la puerta y tampoco supo
levantar el tapiz pesado al primer intento. En estas maniobras,
tropezaron los dedos de uno y otro; pero como él no sabía qué decir y
ella lo comprendió así, la tiple, por hablar algo, dijo:
--_Il Mochi m'ha detto_... Ah! siete un _galantuomo_...
Y aludió vagamente, con delicadeza, al préstamo.
Serafina, inglesa, hablaba italiano en los momentos solemnes, cuando
quería dar expresión de seriedad a sus palabras; ordinariamente
chapurraba español con disparates deliciosos. En inglés no hablaba más
que con Mochi.
--Señorita... eso... no vale nada.... Entre amigos.... Ha estado usted
sublime... como siempre.... Es usted un ángel, Serafina.
Sus palabras le enternecieron, le sonaron a una declaración; además, se
acordó de su mujer y del mal trato que le daba; ello fue que dos
lágrimas como puños, muy transparentes y tardas en resbalar, le saltaron
de los hermosos ojos claros; se quedó muy pálido y daba diente con
diente.
--_Oh amico caro_!--dijo ella con dulcísima voz temblona--; _come siete
buono_...
Y le cogió la mano que andaba tropezando en la cortina, y se la apretó
con franca cordialidad.
--Serafina... yo no sé... lo que me hago... usted creerá...
Ella no le contestó, encontró la salida, levantó el cortinón, y con una
mirada intensa, llena de caridad y protección, le dijo que la siguiera.
Pero Bonis no se atrevió a traducir la mirada, y no siguió a la tiple.
En cuanto quedó solo en aquel escondite, sintió que las piernas se le
hacían ajenas, cayó sentado sobre las tablas, casi perdió el sentido, y,
como entre sueños, oyó un silbido y voces y blasfemias que sonaban en lo
alto; cayó un telón a una cuarta de su cabeza, desaparecieron algunos
bastidores arrastrados, y Reyes se vio entre un corro de tramoyistas y
señoritas que gritaban: ¡Un herido... un herido!... ¡Un telón ha
derribado a un caballero!
--¡Ah, el Sr. Reyes!...
--¡Reyes herido!...
--¡Una desgracia!...
Antes que él pudiera desmentir la noticia, había llegado al cuarto de
Mochi y al de la Gorgheggi.
Ambos acudieron a todo correr, asustados. Serafina se puso en primera
fila; y como Reyes, con el susto que le habían dado los que le rodearon,
y las emociones anteriores, y la vergüenza de confesar la verdad, no
acababa de hablar, por contuso se le tuvo, se le supuso víctima de un
vahído, pues tan pálido estaba, y las monísimas manos cuyo contacto de
poco antes aún sentía en la piel, las de la Gorgheggi, le aplicaron
esencias a las narices y le humedecieron las sienes. Un minuto después
se vio sentado en el confidente de raso azul que había en el tocador de
la tiple. Reyes se dejó compadecer, cuidar, mimar podría decirse, y no
tuvo valor para negar el accidente. ¿Cómo decir que se había caído al
suelo de gusto, de amor, no derribado por aquella decoración de monte
espeso?
Serafina parecía adivinar la verdad en los ojos de su apasionado. Los
curiosos los dejaron solos a poco; Mochi no más entraba y salía,
felicitándose de que no hubiera habido una desgracia; y por fin se
marchó porque le llamaba el traspunte. La doncella de la Gorgheggi, que
era partiquina, tuvo que presentarse también en escena; la tiple no
cantaba hasta el final del acto.
Para hacerle la operación peligrosa de la _declaración_, a lo que la
ardiente inglesa estaba resuelta, tuvo que cloroformizarle con miradas
eléctricas y emanaciones de su cuerpo, muy próximo al del paciente.
Reyes, en efecto, allá entre sueños, se dejó abrir el pecho, y habló sin
saber lo que decía, aturdido y hecho un mar de lágrimas. La Gorgheggi,
si hubiera sido más observadora, hubiera podido aprender en aquella
confesión de su adorador lo que eran los Valcárcel y adónde conducían
los matrimonios desiguales. Bonifacio en aquel estado no era responsable
de sus dichos ni de sus hechos; y así, no se le pudo llamar traidor al
pan que comía, aunque habló de Emma, la llamó por su nombre y tuvo que
quejarse de la vida que semejante mujer le daba; y aun aturdido y todo,
medio loco, no maltrató a su cónyuge; refirió los hechos tal como eran,
pero los comentarios fueron favorables a Emma; Serafina pudo oír que
aquella señora tenía gran talento, imaginación, un carácter enérgico de
hombre superior; hubiera sido un gran caudillo, un dictador; pero la
suerte quiso que no tuviese a quien dictar nada, a no ser a él, al pobre
escribiente de D. Diego Valcárcel.
Ocho días pasaron sin que Mochi volviera a pedir dinero a Reyes. Durante
una semana se juzgó este el hombre más feliz del mundo, a pesar de que
jamás había experimentado hasta entonces tantos y tan graves apuros,
acompañados de insufribles remordimientos a ciertas horas. Fue en uno de
aquellos tormentosos días cuando pensó por vez primera en su vida que
una pasión fuerte todo lo avasalla, como había leído y oído mil veces
sin entenderlo. Se creía a veces un miserable, el más miserable de todos
los maridos ordinariamente dóciles; y, a ratos, se tenía por un héroe,
por un hombre digno de figurar en una novela en calidad de protagonista.
De los cuarenta duros no había vuelto a acordarse Mochi, ni Reyes se
atrevió a pedírselos; mas todas las noches, pasados pocos días, los de
ceguedad completa para todo lo que no fuese el amor de la inglesa, al
volver a casa temblando por varios motivos, iba pensando en los mil
reales de la renta de la Comuña.
«¿Pero cómo reclamar aquel dinero por cuyo préstamo su _ídolo_ le había
llamado galantuomo?». Por cierto que, cuando podía discurrir con alguna
tranquilidad, Bonifacio extrañaba un poco dos cosas: primera, pensaba
que Serafina estuviese enterada del favorcillo hecho a Mochi, a Julio,
se decía él; segunda, que ella hubiera dado a un servicio tan
insignificante tanto valor. «¿Habrá sido un pretexto para provocar mi
declaración? Eso debe de haber sido». Las cavilaciones de Reyes en este
punto no pasaron de ahí.
A los ocho días de la _declaración_, cuando Julio se atrevió a pedirle
dinero otra vez a Bonifacio, los amores de este con la Gorgheggi no
habían pasado de los deliciosos preliminares que, por culpa del carácter
del varón que en ellos tenía interés, amenazaban prolongarse
indefinidamente.
En cuanto al segundo préstamo, Bonifacio tuvo que confesarse a sí
mismo que lo había tomado por un escopetazo, y que este era el apelativo
que le había aplicado en sus adentros.
Julio pidió cinco mil reales para pagar a un bajo profundo que estaba
mal con el público, porque aplaudían más al bajo cantante que a él, y
dejaba la Compañía por tesón... y, dicho fuera en secreto, por
exigencias de los abonados. No llegaba a cinco mil reales, ni con mucho,
lo que había que darle al bajo que se iba, pero... había que adelantarle
parte del sueldo a la _notabilidad_ que venía a sustituirle... en fin,
ello eran cinco mil reales: la Empresa no los tenía en aquel momento....
pero la renovación del abono daría un resultado seguro y... eran habas
contadas. Y _él_, Mochi, sonreía con la tranquilidad comunicativa con que
sonríe el titiritero sano y forzudo que hace trabajar en lo alto de una
percha a un pobre niño dislocado, que en el programa se llama su hijo.
«Esa sonrisa--pensaba Reyes--, equivale a una hipoteca... pero no es
confianza lo que me falta a mí, sino dinero».
No se le ocurrió pensar que negar aquel nuevo préstamo al tenor no era
desairar a la tiple: un secreto escozor, de que no quería hacer caso, le
decía siempre que entre los intereses de la Gorgheggi y los de su
maestro había una solidaridad misteriosa. «Negarle ese dinero a él era
negárselo a ella», se decía sin poder remediarlo. «Y yo a ella... en
estas circunstancias, no puedo negarle nada, ni siquiera lo que no
tengo».
Pensó en D. Juan Nepomuceno, y hasta entró en casa una noche con el
propósito de pedirle cinco mil reales. «Sí, no cabía duda, hubiera sido
el colmo del heroísmo. Yo le he prometido a usted devolverle mil reales
a las veinticuatro horas de recibidos, ¿eh? ¿No es eso? Pues bien; aquí
me presento, a los ocho días, no a entregar esos cincuenta duros, sino a
pedir cinco veces otro tanto». ¡Absurdo! El colmo del heroísmo, sí; pero
absurdo.
Y se acostó y apagó la luz, entregándose a sus remordimientos, que ya
iban siendo una costumbre casi necesaria para conciliar el sueño. Antes
de dormirse resolvió esto: que, sucediera lo que sucediera, él,
Bonifacio Reyes, no pediría ni un cuarto más al tío de su mujer. Pero
como había prometido llevar al teatro al día siguiente los cinco mil
reales, y lo había ofrecido con una petulancia que nunca se perdonaría,
sin titubear, como si lo que a él le sobrara fueran miles de reales;
como había que buscarlos, no decía encontrarlos, buscarlos sin falta, se
levantó temprano y se dirigió... a la plaza de la Constitución, lugar de
cita de todos los mozos de cuerda del pueblo.
--¿Qué hago yo aquí?--se dijo--. No parece sino que uno de estos gallegos
me va a prestar cinco mil reales por mi cara bonita--. Los barrenderos
levantaban nubes de polvo que un sol anaranjado teñía del mismo color de
la niebla que se arrastraba sobre los tejados.
--Pues lo que es uno de estos señores de escoba tampoco creo yo que me dé
lo que necesito. ¿Qué hago yo aquí?
Y entonces vio que por una calle estrecha, la de Santiago, subía D.
Benito el Mayor, escribano, hombre delgado y muy pequeño, que venía
soplándose las manos y traía un rollo de papel debajo del brazo
izquierdo. Le llamaban D. Benito el Mayor para distinguirle de don
Benito el Menor, otro escribano, éste muy buen mozo, que se apellidaba
como el Mayor, García y García. Al pequeño le llamaban el Mayor porque
era el más antiguo o porque era el más rico. Prestaba dinero a las
personas distinguidas, no era muy tirano en materia de réditos y plazos,
y su discreción y sigilo eran proverbiales en la provincia.
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