Su único hijo - 08

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la barba un gabán de medio tiempo, gris, muy usado, que le servía de
batín en las estaciones templadas. Temblaba Bonis, más que por el fresco
de la madrugada, por la incertidumbre y el miedo. No había en el mundo
cosa que más temblón le pusiera que la zozobra de la incertidumbre ante
un mal próximo, de repente anunciado y ni remotamente temido poco antes,
sobre todo si estas impresiones le cogían mal abrigado, a deshora,
cortándole el sueño, la digestión o el placer de oír música, o de
divagar imaginando: «Como este diablo de fantasía de liebre todos los
peligros me abulta, pensaba, prefiero un mal como ocho conocido
exactamente, a un mal como cuatro barruntado, pero que yo me figuro como
cuarenta».
Tiempo hacía que sus relaciones con Emma y con el tío eran para él
constante ocasión de sobresaltos. De ambos esperaba y temía terribles
descubrimientos, quejas, acusaciones concretas, crueles recriminaciones,
singularmente de su mujer. ¿Qué sabía? ¿Qué no sabía? ¿Qué _tregua del
diablo_, que no de Dios, era aquella que le estaba dando, y por qué se la
daba y hasta dónde llegaría?
¿Por qué, si le había cogido en flagrante olor de polvos de arroz
(aunque, en aquel trance, inocente), no había sacado todavía la
consecuencia de su maldita observación? ¡La que le estaría preparando!
Le horrorizaba el momento de una _explicación_, como él se complacía en
llamar a la escena que preveía; pero la prefería, o tal se le figuraba,
al estado de susto perpetuo, de excitación _leporina_ en que vivía de día
y de noche. En cuanto Emma le hablaba, o le miraba, o le mandaba a
llamar, creía llegado el momento.
--¿Qué pasa, hija mía?--preguntó a su cónyuge con la suavidad del mundo, y
dando diente con diente, inclinado sobre la cabecera del lecho
matrimonial.
--Quiero que vayas tú mismo a buscar a D. Basilio, ahora, enseguida,
antes que salga a la visita; quiero verle inmediatamente.
--Pero, ¿te sientes mal? ¡Tú, que estabas ahora tan buena!...
--Por lo mismo, yo me entiendo. Anda, anda; tú, corre y tráeme a D.
Basilio.
Bonis no discutió. Peor era meneallo; podían salir los polvos de arroz
por cualquier lado. Se volvió a su cuarto; se lavó y vistió de prisa y
se echó a la calle, ya un poco más valiente, gracias al chorro de agua
fría con que se había regado el cogote. Tenía notado que el agua fría
vertida por la nuca le daba mucho valor y le reconciliaba con la vida;
le repugnaba esta dependencia del espíritu con respecto de la materia,
pero tenía que reconocerla.
Por fortuna, la casa del médico no estaba lejos y no pudieron ser muchas
las hipótesis dolorosas del miedo, tocante a la relación que pudiera
tener la visita de D. Basilio con el _drama conyugal_ de su casa, cuyo
enredo llegaba a su mayor complicación, o poco entendía Bonis de teatro
casero y de las mañas de su mujer. ¿Qué papel representaba allí aquel
personaje _inopinado_ y que tan tarde aparecía, D. Basilio? No podía
sospecharlo.
El _inopinado_ personaje era un hombre como de cuarenta años, que
procuraba disimular más de diez; más bajo que alto, delgado, a su modo
esbelto, de largo levitón-gabán, muy ceñido y de color manteca, sombrero
de copa de anchas alas; su rostro era blanco, anémico; los ojos azules
oscuros, vivarachos, y, al quedarse quietos, penetrantes; usaba gafas de
oro, largas patillas, tal vez untadas de negro; tenía labio fino y mano
pulida, pie pequeño y bien calzado; era homeópata, y muy sentimental; a
pesar de la homeopatía, que profesaba acaso por moda y para el vulgo de
las damas, era especialista en partos y en enfermedades de la matriz y
de la mala educación de las señoritas y señoras que las hacía
aprensivas, antojadizas, caprichosas. Reconocía ante las damas la
eficacia terapéutica de la fe y de los cuarterones de aceite ardiendo en
los altares; pero en cambio exigía que se diese crédito a los misterios
de sus glóbulos. Creía, o decía creer mucho, en la influencia de lo
_moral sobre lo orgánico_, y tenía una sonrisa singular, melancólica, de
resignación e inteligencia, para comunicar con las señoras guapas esta
su creencia.
D. Basilio Aguado dividía a los parroquianos o clientes en dos razas;
los que le llamaban D. Basilio y los que le llamaban Aguado. Estos
últimos le comprendían; los otros eran, o tontos o malvados. Emma tenía
la habilidad de no equivocarse nunca; le llamaba siempre por el
apellido. Bonis, siempre D. Basilio; a pesar de sus esfuerzos, le vencía
la costumbre, que era en todo el pueblo llamar al médico don Basilio, en
su ausencia. Lo de D. Basilio era símbolo de su mal sino, de las culpas
de su padre, de la prosa miserable que le ataba a su oficio de médico
provinciano, oscurecido: el Aguado representaba sus sueños de ambición,
sus instintos de delicadeza, sus triunfos entre las damas, la homeopatía
y otra porción de cosas ideales y bonitas que no son del momento.
Era el homeópata madrugador y comenzaba muy temprano sus visitas. Bonis
le encontró vestido y acicalado, como para ir a pagar la visita a un
embajador, que así era como él siempre se vestía para acercarse a la
cabecera de sus enfermos.
Mientras se abrochaba los guantes, oía a Bonis su tartajosa explicación,
dando grande importancia, a fuerza de cabezadas de inteligencia y
asentimiento, a todo lo que decía. La verdad era que Reyes no tenía nada
que explicar en rigor, pero no importaba; de todas suertes, aquello le
parecía interesante al médico, que, serio en medio de sus sonrisas
corteses, siguió al esposo atribulado por la calle. Disputaron con
ademanes y pasos atrás acerca de quién dejaba a quién la acera; venció
al fin Bonis, que insistió más, y cuya humildad era muchísimo más cierta
que la del médico. Por el camino éste siguió enterándose, por que lo
creyó de su deber, y Bonis siguió diciendo nada entre dos platos. Por lo
demás, Aguado se sabía de memoria a doña Emma Valcárcel. Era su médico
predilecto, a temporadas, porque ella, fijo y único, no lo quería.
Cambiaba de médico como pudiera cambiar de favorito si fuese una
Cristina de Suecia o una Catalina de Rusia, y siempre tenía en
movimiento un ministerio de doctores. Aguado era de los que más tiempo
ocupaban el poder, por ser especialista en enfermedades de la matriz, y
en histérico, flato y aprensiones, total flato.
Bonis admiraba en general la ciencia, a pesar de la repugnancia
instintiva que le inspiraban las exactas y las físicas, que _sólo hablan
a la materia_; creía en la medicina, no por nada, sino porque en los
apuros de la salud, si no se recurría a los médicos, ¿a quién se iba a
recurrir? Había que tener fe en algo; su débil espíritu no le consentía
en ninguna tribulación quedarse sin ninguna esperanza, sin una tabla a
que agarrarse. Recordaba que en las enfermedades de sus padres y de sus
hermanos, todos ya muertos, siempre había tomado al médico por
Providencia; en vano era que en los tiempos de salud en casa participase
del general escepticismo de que los mismos doctores solían hacer alarde;
caía un _ser querido_ en cama, y ya estaba Bonifacio creyendo en la
medicina. Algo había leído de lo que somos por dentro, y pensaba leer
mucho más si llegaba a tener familia, para criar bien a su hijo, y
aunque no la tuviese, que ya no la tendría con aquella matriz estropeada
de su mujer, para hacerse filósofo cuando tronase con Serafina y se
fuera sintiendo viejo (era su plan para la vejez solitaria, hacerse
filósofo). Pero a pesar de todas estas lecturas pasadas y futuras, se
figuraba el organismo humano con una especie de conciencia en cada dedo
y en cada víscera y en cada humor; y lo de _agradecer el estómago_, por
ejemplo, las medicinas, lo tomaba al pie de la letra. Además, la
relación de los medicamentos a las enfermedades era toda una magia para
Bonis, y la idea del veneno y del elixir completa mitología milagrosa e
infinitesimal; quiere decirse, que por gota de más o de menos del
líquido más anodino, podía, según él, reventar el paciente o ponerse
sano en un periquete. Esto lo había aprendido de su mujer, que por gota
de más o de menos, vertida por él con pulso trémulo, en una cucharilla
de café, le había puesto como un trapo en infinitas ocasiones.
_En suma_, respetaba en el Sr. Aguado la ciencia oculta, al favorito de su
_mujer, al homeópata y al partero que él había soñado cuando había
acariciado la esperanza_ de tener un chiquillo.
Llegaron juntos a la alcoba de Emma. Don Basilio, con sus labios
estrechos, sonreía, apretándolos.
Así como, si a Sagasta o a Cánovas, caídos los llamase la Reina al
amanecer, poco más para formar Ministerio, a ellos no se les ocurriría
preguntarle por qué tanto madrugar, sino formar ministerio cuanto antes:
así, D. Basilio, de quien hacía meses que su doña Emma estaba olvidada,
se abstuvo de inquirir por qué tal apuro en llamarle, y entró de lleno
en el fondo de la cuestión desde el primer momento. Antes de todo,
quería datos, antecedentes.
A ver qué había pasado desde tal tiempo a aquella parte (la fecha justa
de su última visita). D. Venancio el alópata, además alcalde y también
especialista en partos, había andado allí. ¿Para qué? Para nada; pero
había andado. Había recomendado la dieta. ¡Malo! D. Venancio era un
grandísimo tragaldabas, que tenía indigestiones como podría tenerlas un
cañón cargado hasta la boca, y las curaba con dietas dignas de la
Tebaida. Sin más razones, recetaba también dietas absolutas a todos sus
clientes como el mejor _específico_ del mundo. Aguado, que tenía el
estómago perdido sin necesidad de comer, era enemigo de la dieta
tratándose de personas delicadas como doña Emma. Pues bien, de todo el
mal de que aquella señora no se había quejado todavía, tenía la culpa la
falta de alimento, la dieta del _otro_. Emma calló a esto; no se atrevió a
decir lo bien y mucho que venía comiendo aquella temporada.
Por fin Aguado la dejó explicarse, y ella se quejó de lo siguiente:
«No le dolía nada, lo que se llama doler, pero tenía grandes insomnios,
y a ratos grandes tristezas, y de repente ansias infinitas, no sabía de
qué, y la angustia de un ahogo; la habitación en que estaba, la casa
entera le parecían estrechas, como tumbas, como cuevas de grillos, y
anhelaba salir volando por los balcones y escapar muy lejos, beber mucho
aire y empaparse en mucha luz. Su melancolía a veces parecía fundarse en
la pena de vivir siempre en el mismo pueblo, de ver siempre el mismo
horizonte; y decía sentir nostalgia, que ella no llamaba así, por
supuesto, de países que jamás había visto ni siquiera imaginado con
forma determinada. Este prurito extravagante llegaba a veces al absurdo
de desear vivamente estar en muchas partes a un tiempo, en muchos
pueblos, junto al mar y muy tierra adentro, en lo claro y en lo oscuro,
en un país como en aquel suyo, donde había muchos prados verdes, pero
también en una región seca, de cielo diáfano, sin nubes, sin lluvias.
Pero, sobre todo, lo que necesitaba era no ahogarse, no estar oprimida
por techos y paredes, etc., etc».
Para Bonis nada de esto ofrecía novedad, a no ser en la forma, pues su
mujer se había pasado la vida pidiéndole la luna. Sólo cuando oyó
aquello de anhelar salir volando por el balcón, pensó, sin querer, en
las brujas que van los sábados a Sevilla por los aires, montadas en
escobas; y tuvo cierto miedo supersticioso de esta inclinación, que
ofrecía relativa y sospechosa novedad. Se puso colorado, avergonzándose
de su mal pensar. Ni en idea se atrevía a ofender a Emma, por temor de
que le adivinase el pensamiento.
D. Basilio interrumpió a la dama, extendiendo la mano y pidiéndole el
pulso por señas. Sonrió con gesto de inteligencia, como diciendo que
todo lo que aquella señora había expuesto lo había previsto su sabiduría
y era cosa que andaba escrita en libros que tenía él en casa. Después,
como solía en lances tales, hizo caso omiso de la variedad de fenómenos
relatados por la enferma, para fijarse en la _causa una_, y dijo:
--El histerismo es un Proteo.
--¿Quién?--preguntó Emma.
--Uno--advirtió Bonis, luciendo sus conocimientos clásicos--, que robó el
fuego a los dioses.
--Eso es--afirmó el médico, que no conocía de la biografía de Proteo más
datos que los conducentes a su cita--. El histerismo--añadió--, como
Proteo, toma infinidad de formas.
--¡Ah, sí!--interrumpió con ingenuidad Bonis--. Dispense usted, D. Basilio;
el que robó el fuego a los dioses fue otro, fue Prometeo.... Me había
equivocado.
El doctor se puso un poco encendido y disimuló con un ziszás entre ceja
y ceja su enojo, doble por lo de haberle llamado D. Basilio y haberle
hecho enseñar la punta de la oreja de su descuidada educación en materia
de antigüedades.
«¡Qué animal es este calzonazos!» pensó, y siguió:
--Es necesario que vayamos a la raíz del mal. El mal está dentro, en lo
que llamamos el espíritu, porque advierto a ustedes (y esto lo dijo
volviéndose a Bonis, para deslumbrarle y vengarse) que soy vitalista, y
no sólo vitalista, sino espiritualista, aunque no es esa la moda
reinante.
No le cogía a Reyes tan de nuevas la cuestión como creía el otro.
Justamente él, en los ratos que dejaba la flauta y no podía ver a
Serafina, y su mujer no le necesitaba, y, sobre todo, en la cama, antes
de dormirse, consagraba no poco tiempo a meditar sobre el gran problema
de lo que seremos por dentro, por dentro del todo; y tenía acerca de la
realidad del alma ideas muy arriesgadas y que creía muy originales.
También era él espiritualista, ¡ya lo creo!, ¡a buena parte!...
--El mal está en el espíritu, y el espíritu no se cura con
pócimas--prosiguió D. Basilio.
--¿Pero no dice usted que esto es histérico?--pregunto Emma sonriendo.
--Sí, señora; pero hay relaciones misteriosas entre el alma y el cuerpo,
y yo no soy de los que dicen (volviéndose otra vez a Bonis) _post hoc_,
_ergo propter hoc_.
Decididamente quería deslumbrarle y hacerle pagar caro lo de Proteo y
Prometeo; porque D. Basilio no acostumbraba a hacer alardes de
erudición, y a la cabecera de los enfermos más parecía un moralista del
género de los elegantes y atildados, que un doctor de borla amarilla.
Bonis se puso a traducir para sus adentros el latín, y no tropezó más
que en el _propter_, cuyo significado no recordaba; ya lo buscaría en el
Diccionario. Ello era una preposición. Bonifacio Reyes había cursado en
el Instituto provincial los primeros años de _filosofía_, pero sin llegar
a bachiller; mas su ciencia no provenía de ahí, sino de lo que ya va
dicho, de un gran prurito que, ya de viejo, le había entrado de
_instruirse_, y no sólo por _completar_ su educación, sino porque como
antes había soñado con ser padre, la gran dignidad que atribuía a este
_sacerdocio_ le había parecido merecer un plan, todo un plan de estudios
_serios_ y _profundos_, que pudieran servir en su día de alimento
espiritual al hijo de sus entrañas y de las entrañas de su mujer.
Como Emma, que nada entendía del trivio ni del cuadrivio, se
impacientase un poco viendo que Aguado no acababa de recetarle lo que
ella necesitaba, el médico, que comprendió la impaciencia, _resumió_,
diciendo que no hacían allí falta alguna los jaropes del _otro_, que
bastaban unas tomas de aquellos glóbulos que él guardaba en aquella caja
tan mona; y, sobre todo, mucho paseo, mucho ejercicio, distracción,
diversiones, aire libre y mucha carne a la inglesa. Con este motivo de
la carne, Aguado disertó sobre un tema que en el pueblo era por aquel
tiempo casi inaudito, de gran novedad por lo menos; abominó del cocido;
achacó la falta de vigor nacional a la carne cocida y a la poca carne
frita que se come en esta pobre España, etc., etc.
Dicho y hecho. Hubo una revolución en aquella casa. Todos los Valcárcel
de la provincia, hasta los del más lejano rincón de la montaña, supieron
que por prescripción facultativa Emma había cambiado de vida; se había
resuelto, venciendo su gran repugnancia, a salir mucho, frecuentar los
paseos, las romerías y hasta las funciones solemnes de iglesia, y podía
ser que el teatro.
D. Juan Nepomuceno dejaba hacer, dejaba pasar.
Emma le presentaba las cuentas de la modista, que subían a buenos picos,
y él pagaba sin chistar. También hubo que hacerle ropa nueva a Bonis,
pues su mujer sólo en este punto tenía buena idea de la dignidad de un
marido. Él era el que la había de acompañar ordinariamente, y en vano
ella luciría las mejores telas y los sombreros más caros si su esposo
descomponía el cuadro con malos géneros y prendas cortadas a sierra por
un sastre indígena. Se volvió al paño inglés y a los _artistas_ famosos de
Madrid. Ahora Bonifacio se dejaba vestir bien con mayor agrado, pues
Serafina notó el cambio y le encontró muy de su gusto. Pero ¡ay!, que
sus _relaciones ilícitas_ tropezaban con mayores dificultades que hasta
allí, pues el tiempo libre escaseaba, y había que disimular en paseos y
demás sitios públicos, donde desde lejos se veían los amantes en
presencia de la esposa, al parecer descuidada, pero Dios sabía....
Bonis, con la espalda abierta, como él decía, temía a todas horas que
llegase el momento de una explicación; pero Emma nunca volvía sobre el
asunto de los polvos de arroz. Tampoco aludía jamás a lo que aquella
noche extraña había sucedido, ni había vuelto a tener iniciativas de
aquel género. Lo que sí hacía era hablar mucho del teatro, y preguntarle
si conocía al tenor, y al barítono, y a la tiple; y pedía señas de su
vida y milagros, ya que él confesaba saber algo de todo esto, aunque es
claro que por referencias lejanas....
Una tarde, después de comer a la _francesa_, gran novedad en el pueblo,
donde el _clásico puchero_ se servía en casi todas las casas de doce a
dos, Emma, que bebía a los postres una copa de Jerez superior auténtico,
traído directamente, por encargo de la señora, de las bodegas jerezanas,
se quedó mirando a su marido fijamente, con ojos que preguntaban y se
reían, burlándose al mismo tiempo; mientras sus labios y el paladar
saboreaban un buche del vino andaluz que ella zarandeaba con la lengua
voluptuosamente. Separó un poco la silla de la mesa, se puso sesgada en
su asiento, estiró una pierna, enseñó el pie, primorosamente calzado, y
en verdad gracioso y pequeño, y como si se enjuagara con el Jerez y no
pudiera hablar por esto, por señas empezó a interrogar a su marido,
señalándole el pie que enseñaba, y después indicando con un dedo
levantado en alto, que movía al compás de la cabeza, algún lugar lejano.
Comían solos el matrimonio y D. Juan Nepomuceno, pues por raro accidente
no había huésped pariente en casa por aquellos días; D. Juan es claro
que vivía con los sobrinos. Bonis al principio no comprendió nada de las
señas de su mujer ni les atribuyó gravedad alguna.
--¿Qué dices, chica? Explícate.
--¡Mmm, mmm!--murmuró ella, y siguió con la misma pantomima, cada vez más
acentuada en los gestos. Nepomuceno bebía también su copita de Jerez
llena de migas de rosquilla de yema, y callaba; como si no estuviera en
sus atribuciones fijarse en las tonterías de su sobrina, que, desde que
había vuelto _a darse de alta_, hacía la loquilla y la muchacha y se
permitía unas bromitas y unas alusiones alarmantes, de que él no quería
hacerse cargo _por ahora_.
--Pero habla, mujer, no entiendo eso... del pie...--repitió Reyes.
Emma tragó el buche de Jerez; pero en vez de hablar, volvió a llenar la
boca y a renovar la pantomima con mayores aspavientos.
Bonis se fijó bien; primero señalaba al pie, bueno; y después, con el
dedo y la cabeza, quería indicar algo que no estaba presente....
No comprendía.... Pero de repente, el corazón le dio dos latigazos, y un
sudor frío comenzó a correrle por la espalda: las piernas, cometiendo la
bellaquería que solían en los casos apurados, se le declararon en
huelga, como si huyeran solas del apuro. El _físico_, la _parte material_,
le anunciaba un peligro de que su oscuro entendimiento no se daba cuenta
todavía. Allí había algo serio; ¿pero qué?
Bonis miró angustiado a Nepomuceno por ver si sorprendía connivencia
entre el tío y la sobrina. Nada; D. Juan, como si no estuviera allí.
--Pero, hija mía, ¡por los clavos de Cristo!...
Emma arrojó el buche de Jerez al suelo, y alargando más el pie hacia su
esposo y enseñando parte de la pantorrilla, gritó como si hablara a un
sordo:
--Quiero decir, por los clavos de una puerta, entiéndelo, que bien claro
está... quiero decir que... qué te parece de ese pie que te enseño,
mastuerzo.
--Primoroso, hija mía.
--No hablo del pie, borrico; el pie ya sé yo lo que vale; hablo de las
botas.... Te pregunto si sabes quién tiene otras iguales.
--¿Yo?, cómo he de saber....
--Pues no hay más que estas y otras vendidas; me lo ha dicho Fuejos, el
mismísimo zapatero, tu amigo Fuejos. No ha vendido más que estas y las
de la tiple. Y por eso te preguntaba yo... alcornoque. Tienes una
memoria como un madero. Y ahora ¿te acuerdas? ¿Son o no son como las de
la tiple? Iguales, hombre, iguales. ¡Mira, mira, míralas bien!...
Y Emma levantaba el pie hasta colocarlo sobre las rodillas de su marido.
El tío estaba del otro lado de la mesa y no podía ver el pie levantado,
ni tampoco lo intentaba.
Bonis buscó, por instinto, un vaso de agua sobre la mesa, metió en la
boca el cristal, y así se estuvo, primero bebiendo, y después haciendo
que bebía.
Y pensó, sin querer, en medio de sus angustias, que no podemos
figurarnos ni describir los que no pasamos por ellas: «Esto es lo que en
las tragedias se llama la catástrofe». Y más pensó, a pesar de lo
apurado de la situación: «En las óperas podemos decir que también hay
catástrofes»; y se acordó de la _Norma_, que era su mujer; y de _Adalgisa_,
que era la tiple; y de Polión, que era él; y del sacerdote, que era
Nepomuceno, encargado sin duda de degollarle a él, a Polión.
--Pero, vamos, calabacín, di algo; ¿son o no son estas lo mismo que las
de la tiple? ¿Me engañó aquel tío o no?
Sacando fuerzas, nunca supo de dónde, Reyes dijo al fin, hablando como
un ventrílocuo, tan de adentro le salía la poca voz de que podía
disponer:
--Pero Emma, ¿cómo quieres que yo conozca... las botas de esa señorita?
Entonces fue D. Juan Nepomuceno el que habló; pero antes se puso en pie,
clavó también los ojos en su sobrino por afinidad, y cuando éste casi
creía que iba a sacar el cuchillo para herirle, exclamó con gran
cachaza:
--Tiene razón Bonifacio; ¿cómo quieres que él sepa cómo son las botas que
compra la tiple? No ha de ser él quien las pague.
--Eso es una... bobada, tío, y usted dispense; el que paga las botas a
esas señoritas no suele conocérselas, como dice este; si la Gorgheggi
tiene querido que le pague las botas, ese... le conocerá otra cosa, pero
las botas no, y menos estas que yo digo, que las compró esta mañana.
Pero este papanatas sí las ha visto, y por eso yo le preguntaba; sólo
que tiene una cabeza como un marmolillo y todo lo olvida. Vamos a ver;
¿no estabas tú en la tienda de Fuejos cuando entró esta mañana a las
doce la tiple, y anduvo escogiendo botas y pidió la última novedad, y
Fuejos le enseñó unas como estas? ¿Y no te preguntó la tiple a ti tu
opinión, y no dijiste que eran preciosas... y no se las calzó allí
delante de vosotros, delante de ti y del hipotecario Salomón el Cojo?
¡Pues hombre, si todo esto me lo contó el zapatero, y por eso yo le
compré estas; porque no había vendido más que otras, y esas a la tiple,
que viste muy bien!
--Toda esa relación, en lo que se refiere a mi persona, es absolutamente
falsa--dijo con voz bastante repuesta Bonis, que también se levantó para
medirse con el tío--. Yo no he entrado hoy en la zapatería de Fuejos, y
puedo probar la coartada; a las doce estaba yo... en otra parte.
«En efecto; a las doce estaba él en casa de Serafina; todo aquello era
mentira; ni la tiple había comprado unas botas como aquellas, ni nada de
lo dicho. Todo ello era una miserable especulación de Fuejos el
zapatero para tentar a su mujer; pero ¿cómo siendo Fuejos su amigo, de
Bonis, y excelente persona, se había permitido aquella calumnia? ¿No
sabía Fuejos que se murmuraba en el pueblo si él, Reyes, tenía o no
tenía que ver con la tiple?... Y sabido esto, que debía saberlo, ¿iba a
decirle a su mujer, a la de Bonifacio, que?... ¡Imposible!». «No, la
mentira no era del zapatero; era de Emma; ¡pero entonces la gravedad del
caso volvía a ser tanta como se lo habían anunciado los sudores! Emma
preparaba alguna gran venganza, y en el ínterin se divertía con él como
el gato con el ratoncillo. Tal vez le despreciaba tanto, pensaba el
infeliz, que ni siquiera quería concederle el honor de sentir celos;
pero aunque no estuviese celosa, lo que es de vengarse no dejaría».
A pesar de estas reflexiones, la perplejidad del marido infiel no
desaparecía; se agarraba como a una esperanza a la idea de que hubiera
sido Fuejos el embustero. En cuanto tomemos el café, pensó, me voy a la
zapatería a ver lo que ha habido.
Pero Bonis proponía y Emma disponía. En cuanto tomaron el café, Emma,
que estaba de muy buen humor, se levantó y dijo con solemnidad cómica:
--Ahora esperen ustedes aquí sentados; les preparo una gran sorpresa.
¿Qué hora es?
--Las ocho--dijo el tío, que, a pesar de sus bromitas, que horrorizaban a
Bonifacio, tampoco las tenía todas consigo.
--¿Las ocho? Magnífico. Esperen ustedes un cuarto de hora.
Desapareció Emma, y tío y sobrino, por afinidad, callaron como mudos.
Entre el tío y él había para Bonis un abismo... mejor, un _océano_ de
monedas de plata y oro, que bien subirían a.... Dios sabe cuántos miles
de reales. Había llegado a tal extremo el terror de Reyes respecto a lo
que debía a _los Valcárcel_, que nunca se tomaba el trabajo de sumar las
cantidades que no había _reintegrado_ a la caja; contando los siete mil
reales del cura de la montaña, le parecía aquello un dineral. Tanto que,
a veces, leyendo en los periódicos lamentaciones acerca de la deuda del
Estado, se turbaba un poco acordándose de la suya. Parecida sensación
experimentaba cuando oía hablar o leía algo de grandes desfalcos, de
tesoreros que huían con una caja y cosas por el estilo.
Volvió Emma al cuarto de hora, en efecto, y sus comensales dijeron a un
tiempo:
--¡Qué es esto! Y ambos se pusieron en pie, estupefactos, porque el caso
no era para menos. Emma venía vestida con un magnífico traje, que
ninguno de ellos le conocía; traía la cara llena de polvos de arroz; el
peinado de mano de peinadora, cosa en ella nueva por completo, pues
nunca había consentido que le tocasen la cabeza manos ajenas, y lucía
una pulsera de diamantes y collar y pendientes de la misma traza, todo
muy caro y todo nuevo para el esposo y para el administrador.
--Esto es... esto--dijo ella. Y puso delante de los ojos de su marido un
papelito amarillo, que decía: _Teatro principal_.--_Palco principal, núm.
7_. Esto es que vamos al teatro, al palco del Gobernador militar que, como
no tiene familia, casi nunca lo ocupa. Conque, hala, tío, a ponerse de
tiros largos; y tú, Bonis, ven acá, te visto en un periquete.
Emma no dejó tiempo a sus subordinados para seguir asombrándose de
aquella inaudita resolución. Ella, que tantos caprichos había tenido
toda la vida, jamás se había mostrado aficionada al teatro, y menos a la
música; desde su malparto a la fecha, y ya había llovido después, no
había estado en el _coliseo_ cuatro veces: la Compañía actual no la había
visto siquiera, y ya estaban acabando el tercer abono... y de repente
¡zas!, sin avisar a nadie, tomaba un palco, y a la ópera todo el mundo.
Así pensaba Bonis, equivocándose en algún pormenor, como se verá luego,
y algo parecido pensaba el tío. Pero este, como acostumbraba, hizo
pronto lo que él llamaba para sus adentros «su composición de lugar»; es
decir, el plan conducente a sacar de todas aquellas novedades extrañas
el mejor partido posible para sus intereses; y sin decir oxte ni moxte,
sonriente, salió del comedor y volvió a poco, vestido de levita negra,
con un sobretodo que le sentaba de perlas.
--También era presentable el tío mayordomo--pensó Emma--; pero esto no
quita que las pague todas juntas, como todos.
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