Su único hijo - 10

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en la alcoba, víctima de un agudísimo dolor de muelas que, al aplacarse
a ratos, la dejaba sumirse en tranquilo sopor, aunque algo febril, no
desagradable.
Reyes velaba. Había ido allí a muy otra cosa, pero los suspiros de su
inglesa-italiana y el olor a medicinas antiespasmódicas, más el declinar
del día, le habían cambiado de repente el ánimo, inclinándole a la
melancolía poética y reflexiva, a la abnegación espiritual y piadosa.
Como el velar el sueño del ser amado no es ocupación que dé empleo a las
manos, Bonis, arrimado al velador de incrustaciones de no sabía él qué
pasta, que imitaban una escena veneciana azul y rosa con manchas de café
y huellas de nitrato de plata, dibujaba con pluma de ave sobre un pedazo
de papel de barbas. Dibujaba, como siempre, caprichos caligráficos con
remates de la fauna y la flora del arabesco más fantástico. Sentía el
alma, después del cambiazo que a sus deseos acababan de dar las
circunstancias, llena de música; no le cantaban los oídos, le cantaba el
corazón.
A tener allí la flauta y no estar dormida Serafina, hubiera acompañado
con el dulce instrumento aquellas melodías interiores, lánguidas,
vaporosas, llenas de una tristeza suave, crepuscular, mitad resignación,
mitad esperanzas ultratelúricas y que no puede conocer la juventud;
tristeza peculiar de la edad madura que aún siente en los labios el dejo
de las ilusiones y como que saborea su recuerdo.
Pero ya que no la flauta, tenía la pluma: la pluma, que no hacía ruido,
sino muy leve, al rasguear sobre el papel con aquellos perfiles y trazos
gruesos, enérgicos, en claro-oscuro sugestivo, equivalente al timbre de
una puerta o de una placa.
Sí, poco a poco fue sintiendo Bonis que la música del alma se le bajaba
a los dedos; las curvas de su arabesco se hacían más graciosas, sus
complicaciones y adornos simétricos más elegantes y expresivos, y la
indeterminada tracería se fue cuajando en formas concretas,
representativas; y al fin brotó, como si naciera de la cópula de lo
blanco y de lo negro, brotó en un cielo gris la imagen de la luna, en
cuarto menguante, rodeada de nubes, siniestras, mitad diablos o brujas
montados en escobas, mitad colmenas de formas fantásticas, pero colmenas
bien claras, de las que salían multitud de bichos, puntos unidos a otros
puntos que tenían cuerpos de abejas, con patas, rabos y uñas de furias
infernales. Aquellas abejas o avispas del diablo, volaban en torno de la
luna, y algunas llenaban su rostro, el cual era, visto de perfil, el del
mismísimo Satanás, que tenía las cejas en ángulo y echaba fuego de ojos
y boca. Por encima de esta confusión de formas disparatadas, Bonis
dibujó rayas simétricas que imitaban muy bien la superficie del mar en
calma, y sobre la línea más alta, la del horizonte, volvió a trazar una
imagen de la noche, pero de noche serena, en mitad de cuyo cielo,
atravesando cinco hileras de neblina tenue, las líneas del pentagrama,
se elevaba suave, majestuosa y poética, la dulce luna llena: en su
disco, elegantes curvas sinuosas decían: Serafina.
Media hora larga le costó al soñador su composición simbólica; mas fue
premio de la inspiración y del esfuerzo un noble orgullo de artista
satisfecho; sensación que se mezcló enseguida con un enternecimiento
austero y en su austeridad voluptuoso, que le hizo inclinar la cabeza,
apoyar la frente en las manos y meditar sollozando y con lágrimas en los
ojos.
--¡Qué vida extraña! ¡Qué cosas pueden pasarle por el alma a un pobre
diablo!--pensaba Bonis.
La alegoría, que le había salido sin querer de la pluma, estaba bien
clara, era la síntesis de su vida presente. En el cielo de sus amores,
en la región serena, sobre el océano de sus pasiones en calma, brillaba
la luna llena, el amor satisfecho, poético, ideal, de su Serafina. Ya no
eran aquellos los días de las borrascas sensuales, en que el amor
físico, mezclándose al platónico, se entregaba al arabesco de la pasión
disparatada y caótica; el alma ya se había sobrepuesto y daba el tono al
cariño, que, al arraigarse y convertirse en costumbre, se había hecho
espiritual. Y de repente, de poco tiempo a aquella parte, debajo del
océano, en las regiones misteriosas del abismo en las que habitaba el
enemigo, de las que venían voces subterráneas de amenaza y castigo,
aparecía como un reflejo infiel, otro cielo con otra luna, un cielo
borrascoso con espíritus infernales vestidos de nubarrones, con el
mismísimo demonio disfrazado de cuarto menguante... de la luna de miel
satánica, de Valpurgis, que su mujer, Emma Valcárcel, había decretado
que brillara en las profundidades de aquellas noches de amores
inauditos, inesperados y como desesperados.
Bonis se levantó, y contempló a la Gorgheggi dormida:
--Esa mujer adorada no sabe que yo la soy infiel. Que hay horas de la
noche en que me dan un filtro hecho de terrores, de fuerza mayor, de
recuerdos, de costumbres del cuerpo, de sabores de antiguos placeres, de
olores de hojas de rosas marchitas, de lástima... y hasta de
filosofías... negras....
Esta mujer no sabe que yo me dejo besar... y beso... como quien da
limosna a la muerte; a la muerte enferma, loca; que doy besos que son
como mordiscos con que quiero detener al tiempo que corre, que corre,
pasándome por la boca.... Sí, sí, Serafina; en esas horas tengo lástima
de mi mujer, de quien soy esclavo; sus caricias disparatadas, que son
reflejos de otras mías que yo aprendí de tus primeros arranques de amor
frenético y desvergonzado; sus caricias, que son en ella inocentes, para
mí crímenes, se me contagian y me llevan consigo al aquelarre tenebroso,
donde entre sueños y ayes de amor que acaban por suspiros de vejez, por
chirridos del cuerpo que se desmorona, vivo de no sé qué negras locuras
sabrosas y sofocantes, llenas de pavor y de atractivo. Yo soy el amante
de una loca lasciva... de una enferma que tiene derecho a mis caricias;
pero un derecho que no es como el tuyo; como el tuyo, que no reconocen
los hombres, pero que a mí me parece el más fuerte, aunque sutil,
invisible. Tu derecho... y el mío. El de mi alma cansada.
Y vuelta a llorar, después de haber pensado así, aunque con otras
palabras interiores, y en parte aun sin palabras; porque algunas de las
que ha habido que emplear Bonis ni siquiera las conocía. Por ejemplo,
aquello que se dijo antes de ultratelúrico. ¿Qué sabía Bonis lo que
significa ultratelúrico? Pero, con todo, siempre estaba pensando en
ello, y lo mezclaba con todas sus cavilaciones y con todos los apuros de
su miserable y atragantada existencia. En tiempo de Bonis, en esta época
de su vida, no se hablaba como ahora, y menos en su pueblo, donde para
los efectos fuertes y enrevesados, dominaba el estilo de Larrañaga y de
D. Heriberto García de Quevedo. Sin contar con que Bonifacio, menos
instruido todavía que su historiador, ni de propósito hubiera podido dar
con ciertas frases que aquí suelen usarse para interpretar
aproximadamente las tribulaciones de su espíritu.
Fuera como fuera, la Gorgheggi no despertó con todo aquel ruido....
psicológico de su querido. El cual, por lo demás, andaba de puntillas,
sin tropezar en nada; y hasta consiguió taparla, sin que ella lo
sintiera, un poco de la espalda blanquísima, por donde estaba cogiendo
frío. Era en casa de su Serafina el mismo galán fino, pulcro, suave y
mañoso que cuidaba a su mujer, a su tirano, como las manecitas negras de
los palacios encantados.
Conocía todos los rincones de la habitación de su amiga... y también los
del cuarto de Mochi. Él era quien les había buscado y ajustado el nuevo
albergue; él quien procuraba introducir el espíritu y la práctica del
orden y la economía en la vida doméstica de aquellos artistas,
llevándoles un poco de la saludable influencia de su hogar, que al fin
hogar era, aunque no pudiese servir de modelo; menos cada día. Se le
figuraba a Reyes tener dos casas, la de su mujer y la de su querida; y
así como él mismo, sin pensarlo ni quererlo, había introducido en el
caserón de los Valcárcel aires de libertinaje, semilla de corrupciones
que tan bien preparado tenían el terreno en el alma de Emma; del propio
modo irreflexivo, por instinto, había ido poco a poco sembrando gérmenes
de costumbres sedentarias, de orden provinciano, de disciplina
doméstica, en la intimidad de su trato con los cantantes. Tal vez a este
influjo contribuían, más que los ejemplos de su propia casa, las
reminiscencias, de muy antiguos tiempos, de los hábitos de paz familiar
y humildad económica que conservaba todavía el escribiente de Valcárcel,
que no en balde había pasado su niñez y el principio de su juventud al
lado de sus padres honrados, pobres, humildes, resignados. El ideal de
Bonis era soñar mucho y tener grandes pasiones; pero todo ello sin
perjuicio de las buenas costumbres domésticas. Amaba el orden en el
hogar; mirando las estampas de los libros, se quedaba embelesado ante
una vieja pulcra y grave que hacía calceta al amor de la lumbre,
mientras a sus pies, un gato, sobre mullida piel, jugaba sin ruido con
el ovillo de lana fuerte, tupida, símbolo de la defensa del burgués
contra el invierno. Envidiaba el valor, la despreocupación de los
artistas que no tienen casa, que acampan satisfechos en las cinco partes
del mundo; pero esta admiración nacía del contraste con los propios
gustos, con la invencible afición a la vida material tranquila,
sedentaria, ordenada. Hasta para ser romántico de altos vuelos, con la
imaginación completamente libre, le parecía indispensable, a lo menos
para él, tener bien arreglada la satisfacción de las necesidades
físicas, que tantas y tan complicadas son. El símbolo de estos
sentimientos eran, como va indicado más atrás, las zapatillas. Cuando en
sus ensueños juveniles había ideado un castillo roquero, una hermosa
nazarena asomada a la ojival ventana, una escala de seda, un laúd y un
galán, que era él, que robaba a la virgen del castillo, siempre había
tropezado con la inverosimilitud de huir a lejanos climas sin las
babuchas. Y era claro que las babuchas eran incompatibles con el laúd.
Además, no todo eran las zapatillas; había algo más en su cariño al
hogar templado, dulce, sereno... la familia. ¡Oh, la familia honrada,
sin adulteraciones, sin disturbios ni mezclas, era también su encanto!
¿Sería la familia incompatible con la pasión, como las babuchas con el
laúd? Tal vez no. Pero él no había encontrado la conjunción de estos dos
bellos ideales. La familia no era familia de verdad para él; Dios no lo
había querido. Su mujer era su tirano, y en sus veleidades de amor
embrujado, carnal y enfermizo, corrompida por él mismo, sin saberlo, era
una concubina, una odalisca loca; y, lo que era peor que todo: faltaba
el hijo. Y en casa de Serafina, en casa de la pasión... no había la
santidad del hogar, ni siquiera la esperanza de una larga unión de las
almas. Los cantantes tendrían que marcharse el mejor día. Eran judíos
errantes; ya era un milagro que entre abonos empalmados, truenos de
compañías, semanas de huelga, prórrogas de esperanzas, ayudas del
préstamo, acomodos del mal pagar y abusos del crédito, hubieran podido
permanecer Mochi y la Gorgheggi meses y meses en el pueblo. El día menos
pensado Bonis se encontraría en el cuarto de Serafina con las maletas
hechas. «La de vámonos», diría Mochi, y él no tendría derecho para
oponerse. No tenía un cuarto, no podía ofrecerles medios materiales para
continuar en el pueblo; el arte y la necesidad soplaban como el viento,
y se llevaban allá, por el mundo adelante, su pasión, el único refugio
de su alma dolorida, necesitada de cariño, de caricias castas (como
habían acabado por ser las de Serafina), de dignidad personal, que le
faltaba al lado de su Emma; la cual sólo se humillaba por momentos en su
calidad de bestia hembra, para ser enseguida, aun en el amor, el déspota
de siempre, que sazonaba las caricias con absurdos, que eran
remordimientos para el atolondrado marido. ¡Solo, solo se volvería a
quedar en poder de Emma, en poder de las miradas frías, incisivas de
Nepomuceno, el de las cuentas, en poder de Sebastián, el primo, y de
todos los demás Valcárcel que quisieron hacer de él jigote a fuerza de
desprecios!
Despertó la Gorgheggi sonriente, sin dolor de muelas; agradeció a su
Bonis que velara su sueño como el de un niño; y la dulzura de sentirse
bien, con la boca fresca, harta de dormir, la puso tierna, sentimental,
y al fin la llevó a las caricias. Mas fueron suaves; mezcladas de
diálogos largos, razonables; no se parecían a las ardientes prisiones en
que se convertían sus abrazos en otro tiempo. «Así, pensaba Reyes,
debieran ser las caricias de mi esposa». Serafina se había acostumbrado
a su inocente Reyes y a la vida provinciana de burguesa sedentaria a que
él la inclinaba, y a que daban ocasión su larga permanencia en aquella
pobre ciudad y la huelga prolongada. Se iban desvaneciendo las últimas
esperanzas de brillar en el arte, y Serafina pensaba en otra clase de
felicidad. La falta de ensayos y funciones, la ausencia del teatro, le
sabía a emancipación, casi casi a regeneración moral: como las
cortesanas que llegan a cierta edad y se hacen ricas aspiran a la
honradez como a un último lujo, Serafina también soñaba con la
independencia, con huir del público, con olvidar la solfa y meterse en
un pueblo pequeño a vegetar y ser dama influyente, respetada y de viso.
Ya iba conociendo la vida de aquella ciudad, que despreciaba al
principio; ya le interesaban las comidillas de la murmuración; hacía
alarde de conocer la vida y milagros de ésta y la otra señora, y un día
tuvo un gran disgusto porque Bonis no consiguió que se la invitara el
Jueves Santo a sentarse en cualquier parroquia en la mesa de petitorio.
Cantó una noche, con Mochi y Minghetti, en la Catedral, y sintió orgullo
inmenso. Le andaba por la cabeza un proyecto de gran concierto a
beneficio del Hospital o del Hospicio. A Mochi no le cayó en saco roto
la idea; pero le torció el rumbo. Un gran concierto, sí, pero no a
beneficio de los pobres, sino a beneficio de los cantantes, restos del
naufragio de la compañía. Se dio a Minghetti, el barítono, noticia del
proyecto, y le pareció magnífico. Él sugirió al tenor la ocurrencia de
aprovechar aquel concierto para reanimar el instinto filarmónico de los
vecinos: se habían cansado de ópera, bueno; pero ya hacía una temporada
que se había cerrado el teatro; la Gorgheggi, apareciendo en traje de
etiqueta en los salones de una sociedad, y cantando, sin accionar y sin
dar paseos por la escena, pedazos de música escogida, volvería a
despertar el apetito musical de los muchos aficionados; esto facilitaría
la idea de abrir un abono condicional sobre la base del terceto; tenían
tenor, tiple y barítono; se traería contralto, bajo y coros, y se podía
arreglar otra campaña que bastase para pagar trampas, y esperar con
menos prisa y afán alguna contrata en otra parte. Para poner por obra el
proyecto, había que contar con algún indígena que tomara la iniciativa.
Nadie como Bonis. Serafina se encargó de rogarle que lo tomase por su
cuenta. Dicho y hecho. Aquella tarde, entre las caricias de un amor
apacible y de intimidad serena, la Gorgheggi suplicó a su amante que
apadrinase con celo y entusiasmo su idea, que se encargara de preparar
el concierto, venciendo los obstáculos que pudieran surgir. ¿Qué menos
podía hacer Bonifacio por aquella mujer, a quien no podía dar ya dinero,
y eso que tanto lo necesitaba? Propuso el proyecto de los cómicos a la
Junta del Casino, que formaba como una Sociedad agregada a la empresa
del café de la Oliva; en el piso principal estaban el salón de baile y
las salas de juego y de lectura de aquel círculo de recreo, algunas
veces de envite y azar. La Junta directiva, que tenía la conciencia de
sus deberes, prometió estudiar la cuestión. Hubo deliberaciones
repetidas, se votó, y, por una exigua mayoría, se aprobó el proyecto del
concierto, que terminaría en baile, pero sin ambigú.
Bonifacio ocultaba a su mujer que andaba en aquellos tratos, que era el
alma de la proyectada fiesta; pero ella supo que el concierto se
preparaba, y que su Bonis era factor del holgorio, que iba a ser cosa
rica. Si de otras cosas que sabía también, y tiempo hacía, no le había
hablado, sino con indirectas y sin insistir, ahora le convenía darse por
enterada claramente; y así, le dijo un día a la mesa, a los postres, en
presencia de Nepomuceno:
--Vamos a ver, hombre, ¿por qué me tienes tan callado lo que me preparas?
¿Es que quieres sorprenderme?
--¿Lo que te preparo?
--Sí, señor; lo del concierto: ya sé que tú y otros queréis echar un
guante disimuladamente en favor de esos pobres cómicos que han quedado
en el pueblo y no deben de pasarlo bien. Perfectamente; muy bien hecho.
Es una gran idea y una obra de caridad. Haremos una limosna y nos
divertiremos. Magnífico. ¿Verdad, tío, que es una idea excelente?
--Excelente--asintió Nepomuceno, limpiándose los labios con la servilleta
y bajando la cabeza.
--Cuenta conmigo y con la señorita Marta, con Marta Körner, la del
ingeniero, ya sabes, mi amiguita, que irá conmigo. El tío me acompañará,
¿verdad? Y acaso el primo Sebastián, que vendrá a las ferias. Tú tendrás
que arreglar por allá cosas; si ya lo sabemos, hombre, no te hagas el
chiquitín, ya sabemos que eres el director de la fiesta. ¿Y qué? Mejor.
Gracias a Dios que haces algo de provecho. Lo que me enfada es que nunca
me hayas dicho que eras amigo de los cómicos, tan amigo. ¿Creías que iba
a disgustarme? ¿Por qué? Yo no soy orgullosa, yo no creo que mi apellido
se desdore porque mi esposo trate a unos artistas; al contrario; si yo
fuera hombre haría lo mismo. ¿No se casó la famosa _Tiplona_ con un
caballero de aquí? ¿Verdad, tío, que no nos ha parecido mal saber que
Bonis trata a los cómicos mucho, muchísimo? Lo supimos por la señorita
de Körner, ¿verdad, tío? Y yo hasta me puse hueca. Para que veas.
Bonifacio miraba a su mujer con los ojos fijos, combatido por dos
opuestas corrientes: un instinto ciego le decía: ¡Guarda, Pablo! ¡No te
fíes, no cantes, hay trampa! Otra tendencia poderosa le hacía ver el
cielo abierto y le empujaba el enternecimiento. ¿Si su mujer sería capaz
de comprenderle, de comprender su amor al arte y a los artistas? No
llegaba él hasta esperar que disculpara sus amores con Serafina; era,
por el contrario, indispensable, que no supiera de ellos; pero todo lo
demás, ¿por qué no? Es decir, lo de las deudas y el dinero prestado,
tampoco. Miraba a Emma; después miró al tío: o no había honradez y
franqueza y lealtad en el mundo, o estaban pintadas en la cara, y
especialmente en los ojos de tío y sobrina.
Confesó todo lo que creyó oportuno confesar. Se le agradeció la
franqueza, y tío y sobrina manifestaron verdadera admiración
contemplando la perspectiva de ideal y horas de jarana y alegría honesta
que Bonis les puso ante la fantasía con elocuencia conmovedora. Aunque
Nepomuceno y Emma iban con segunda, cada cual por diferente motivo, en
parte eran sinceros su entusiasmo y adhesión a los proyectos de Reyes.
En cuanto a disculpar las aficiones artísticas del marido y su trato con
los cantantes, nada más fácil. ¿No era él músico también? ¿Y qué tenía
de particular que, en saliendo de casa, empleara sus ocios en cultivar
la amistad de aquellos excelentes señores que sabían tanta música, eran
de tan fino trato y no se parecían a los envidiosos del pueblo,
espíritus limitados, estrechísimos, monótonos, inaguantables?
Nepomuceno habló más que solía; él también era pintor, esto es, músico;
sí: en la Sociedad Económica había coadyuvado a la creación de la clase
de solfeo y piano.
--¡Bah, la música!, ya lo creo, es una gran cosa. Domestica las fieras.
--Ciertamente--dijo Bonis encantado.
Y refirió a su modo la fábula de Orfeo, que a Emma la cogía de nuevas
completamente, y le pareció muy interesante.
--A propósito de piano... aunque ya está viejo el alcacer para zampoñas,
yo quisiera saber teclear, así... un poco... aunque no fuera más que
tocar con un dedo las óperas esas que tú tocas en la flauta.
A Bonis le pareció muy laudable el propósito. Volvió a pensar, aunque
sin esperanza, en lo de «la música las fieras domestica», y dijo:
--Pues mira, si te decides, Minghetti, el barítono, es un excelente
profesor....
Emma, encendida, no pudo menos de ponerse en pie, y sin pensar en
contenerse, comenzó a batir palmas.
--¡Oh, sí, sí; sublime, sublime; qué idea!, el barítono... y le pagaremos
bien; será una obra de caridad. Pero ¡qué lástima! ¿Se marchará pronto?
--¡Oh!, eso... según las circunstancias... si renuevan el abono, si
recomponen el cuarteto... si se les ayuda....
--¡Vaya si se les ayudará! ¿Verdad, tío?
El tío volvió a inclinar la cabeza. ¡La de planes que tenía dentro de
ella! Los ojos le brillaban, fijos en el mantel, hablando con su fijeza
de cien ideas que no explicaban, pero que revelaban como presentes.
Llegó la noche del concierto. Se abrieron los salones del Casino,
sucursal del café de la Oliva; hasta hubo su poquito de buffet, a pesar
del acuerdo de la Junta, y lo mejor de la población acudió a tomar
sorbetes y a contemplar de cerca, y vestidos en traje de sociedad, a los
cantantes ilustres que tantas veces había aplaudido viéndolos en las
tablas, llenos de abalorios y galones dorados.
¡Noche solemne para Bonis! ¡Noche solemne para Emma! ¡Noche solemne para
Nepomuceno!


-XII-

Ardían en las arañas de cristal muchas docenas de bujías de esperma;
allá, al extremo del salón, sobre una plataforma improvisada, la
respetable orquesta de los músicos sedentarios, de los profesores
indígenas, inauguraba la fiesta con una sinfonía de su vetusto
repertorio: allí estaba el trompa, refractario al italiano y a la
afinación; allí el espiritual violinista Secades, que había soñado con
ser un segundo Paganini, que había pasado noches y noches, días y días,
buscando en las cuerdas, acariciadas por el arco, ora lamentos de amor
sublime, ora imitaciones exactas de los ruidos naturales; v. gr.: los
rebuznos de un jumento. ¡Sarcasmo de la suerte! El rebuzno lo había
dominado; su arco había llegado a hablar como la burra de Balaam; pero
la inefable cantinela del amor, los ayes de la pasión sublime, los
reservaban aquellas cuerdas para otro arco amante, no para el de
Secades. El cual, ya maduro y desengañado, iba prefiriendo su otro
oficio de zurupeto, y más atendía ya a la banca y sus gajes que al arte
que meciera sus sueños infantiles. Tocaba ya por ganar la pitanza, medio
dormido, como sus compañeros, sin fe, sin emulación, apenas conservando
un poco de cariño melancólico y de respeto supersticioso a la buena
música, a la antigua, despreciando las novedades que traían las
compañías de algunos años a aquella parte. Allí estaba también el
antiguo figle, don Romualdo, calvo, digno, de gran panza; en la catedral
chirimía, en todo lo profano figle; casi una gloria provincial. Todo el
pueblo, hasta los sordos, reconocía que era maravilloso lo que hacía con
su extraño instrumento aquel hombre; le hacía llorar, reír, hasta casi
casi toser. Pues a pesar de tanta fama, la fuerza del tiempo, el
desgaste de la admiración, habían echado sobre la celebridad de don
Romualdo una capa espesa de indiferencia pública; bien conocía él que
sus paisanos, sin poner un momento en duda su grandeza, se habían
cansado de admirarle; sobrellevaba estas contrariedades ineludibles con
una melancolía filosófica y taciturna; seguía tocando con el esmero de
siempre, aunque ya en vano. En resumidas cuentas, estaba triste,
desengañado, ni más ni menos que su compañero Secades; él, sin
ilusiones, de vuelta ya de la gloria, yacía en el mismo surco de
resignación fría y amarga en que se había acostado Secades, camino de la
celebridad. Todo era igual: no haber subido al templo de la Fama y estar
de vuelta. A pesar de contarse entre aquellos respetables profesores
estas y otras notabilidades, la orquesta sonaba como los tornillos de
una máquina sin aceite; los instrumentos de cuerda estaban asmáticos,
sonaban a la madera, como sabe la sidra al barril; los de bronce eran
estridentes sin compasión; bastaba uno de aquellos serpentones para
derribar todas las fortificaciones de cinco Jericós. Afortunadamente el
público filarmónico oía la orquesta como quien oye llover.
Emma entró en el salón después de ejecutado el primer número del
programa; atrajo la atención por dos cosas; por su vestido carísimo y
llamativo, y por venir colgada del brazo del alemán, del ingeniero
Körner, un hombre gordo, alto, encarnado, de ojos de niño llorón,
azules, claros, muy hundidos. Parecía un gran cerdo muy bien criado,
bueno para la matanza, y era un hombre muy espiritual, enamorado de
Mozart y de los destinos de Prusia. Hablaba español como si estuviera
inventando una lengua con palabras cuasi castellanas y giros cuasi
alemanes. Era un soñador, pero capaz de llevar una fábrica en la punta
de cada dedo, y como contable, como él decía, nadie le ponía el pie
delante. Sabía de todo, despreciaba a los españoles disimulándolo,
idolatraba a su hija Marta, y venía a hacerse rico.
Detrás de esta pareja entraron, también del brazo, Marta Körner y Bonis;
les seguía de cerca, solo, D. Juan Nepomuceno, que parecía haberse
azogado las patillas, que semejaban pura plata. Marta Körner era una
rubia de veintiocho años, muy fresca, llena de grasa barnizada de
morbidez y suavidad; su principal mérito físico eran sus carnes; pero
ella buscaba ante todo la gracia de la expresión y la profundidad y
distinción de las ideas y sentimientos. Hablaba siempre del corazón,
llevándose la mano, que era un prodigio, al palpitante seno, que era
toda una obra de fábrica del nácar más puro. Atribuía al subsuelo de
aquella accidentada naturaleza los verdaderos tesoros de su persona;
pero los inteligentes, Nepomuceno entre ellos, estimaban en más el
derecho de superficie.
Marta disentía de su padre en sus amores musicales; estaba por
Beethoven; en lo que estaban de acuerdo era en la necesidad
imprescindible de hacer una fortuna, o media, a más no poder. Körner
había venido directamente de Sajonia a dirigir una fábrica de fundición,
establecida por un industrial al pie de unas minas de hierro, en la
región más montañosa de la provincia; allá, hacia donde tenían sus
guaridas los Valcárcel pobres y huraños. El primo Sebastián, algo más
comunicativo, que iba y venía de la ciudad a la montaña, fue quien
presentó al Sr. Körner a Nepomuceno. Al principio, el alemán y su hija
vivieron en los vericuetos, sin pensar en que a pocas leguas había una
ciudad que podía recordarles, remotamente, la civilización y cultura que
dejaban en su tierra. Aunque rodeados, como decía Sebastián, de todas
las comodidades que podían ser arrastradas casi con grúa, hasta las
alturas en que moraban, los alemanes vivían a lo aldeano, por lo que
toca a sus relaciones sociales. Empezaron a aprender español en el
dialecto del país, oscuro y corrompido; todo su espiritualismo se iba
embotando, y por más que procuraban mantener el fuego sagrado de la
idealidad a fuerza de sonatas clásicas, tocadas por Marta en un piano de
cola, y a fuerza de libros y periódicos ilustrados que su padre hacía
traer de Alemania, ello era que el medio ambiente les invadía y
transformaba; el desdén con que al principio miraron y trataron a la
gente tosca, en medio de la que tenían que vivir, se fue cambiando
insensiblemente en curiosidad; llegó a ser interés, imitación,
emulación, y el orgullo ya no consistió en despreciar, sino en
deslumbrar. Körner quiso lucirse entre montañeses rudos, y como allí no
le valían sus habilidades de dilettante de varias artes y lector
sentimental, tuvo que aprovechar otras cualidades, más apreciables en
aquella tierra, como, v. gr., la gran fortaleza y capacidad de su
estómago. No se le comenzó a tener en tanto como él quería, hasta que
corrió por uno y otro concejo montañés la noticia, verdadera, de que en
una apuesta con un capataz de las minas le había dejado el alemán al
español en la docena y media de huevos fritos, mientras él, Körner,
llegaba a tragarse las dos docenas muy holgadamente, y ponía remate a la
hazaña engulléndose dos besugos. Esto era otra cosa; y los que habían
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