Su único hijo - 16

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olfatear un poco en los negocios de la familia. Tímidamente se atrevió a
proponer a Körner y al tío que le llevaran consigo a ver la fábrica, que
estaba a una legua de la ciudad, una legua de carretera llena de baches.
Nadie sospechó que el viaje fuera malicioso, un espionaje. La ineptitud
de Bonis para toda clase de negocio serio, industrial, económico, era
tal, que oía hablar al tío y al alemán como si fuera griego todo lo que
decían. Hablaban en su presencia del mal estado del _negocio antiguo_ sin
que comprendiera palabra. El negocio nuevo era otra cosa. Pero en ese no
tocaban pito los fondos Valcárcel, como los llamaba el ingeniero,
despreciándolos ya completamente. La fábrica de productos químicos
languidecía; lo de sacarles a las algas sustancia se había abandonado
casi por completo; _en teoría_, el negocio era infalible; en la _práctica_,
una calamidad. No se abandonaba por completo por tesón. El material
adquirido, a costa de grandes e improductivos sacrificios, de los _fondos
Valcárcel_, se empleaba en otras aplicaciones de tanteos aventurados,
locos, desde el punto de vista económico; en pruebas que le servían a
Körner para ensayar las novedades que veía en los periódicos técnicos,
pero que en el comercio, en el triste comercio español, sobre todo en
aquel rincón de España, sin comunicaciones apenas, sin ferrocarril
todavía, resultaban desastrosas, una locura. En estas aventuras de
romanticismo químico se empleaba poco dinero... porque ya no lo había;
no lo había del caudal que hasta entonces había provisto a todo. Pero la
industria nueva era otra cosa. Nada de vaguedades, nada de variedad de
ensayos sin contar con las salidas probables; esto otro era... una
fábrica de pólvora, la primera y única por entonces en la provincia.
Körner la dirigía como ingeniero, y Nepomuceno estaba al frente de la
Sociedad comanditaria que le daba el jugo crematístico. A los Valcárcel,
agotados, les habían dejado algo, muy poco, y sin saberlo ellos apenas.
La fábrica de pólvora estaba implantada en los terrenos de la vieja,
como llamaban ya a la fábrica primitiva. No se sabía por qué para la
antigua industria se habían comprado tantas hectáreas; pero ello había
sido una fortuna... para la industria nueva, que, a bajo precio, había
podido adquirir lo que la fábrica de pólvora necesitaba y lo que a la
otra no le servía para nada. Aquel tejemaneje industrial y
administrativo en que por fas o por nefas siempre figuraban Körner y
Nepomuceno manejándolo todo, les había costado no pocas reyertas, y no
pocas componendas... y no pocos cuartos, por la necesidad de vencer
escrúpulos de la ley y de la Administración pública, representada por el
personal respectivo; pero hoy una comilona, mañana otra, regalitos,
palmadas en el hombro, recomendaciones y otros expedientes, habían ido
allanándolo todo.
Bonis, en la visita a las fábricas, no sacó nada en limpio más que el
miedo invencible, que le tuvo ocupado el ánimo todo el tiempo que
permanecieron cerca de la pólvora. La idea de volar, mucho más verosímil
allí que a una legua lejos, no le dejó un momento. En cuanto a la
fábrica vieja, la de _productos químicos_--así, vagamente, en general--, no
le pareció tan en los últimos como creía. Pensaba ver una ruina
material, las paredes cuarteadas, la maquinaria podrida, las chimeneas
sin humo. No había tal cosa; todo estaba entero, casi nuevo, con vida,
había ruido, había calor, había, aunque pocos, operarios... ¿Dónde
estaba la ruina? No se atrevió a preguntar por ella, porque no quería
que los otros sospechasen que él sabía algo del estado del negocio.
«Cuando volvamos de los baños y yo le pida cuentas al tío, averiguaré si
esto nos produce algo o nos arruina en efecto».
Volvió, dando saltos como una codorniz, dentro del coche, y entró en la
ciudad, decidido a no plantear nunca por propia cuenta una industria tan
peligrosa como la de la pólvora.
Körner y el primo Sebastián, de quien ahora estaba enamorado el tío
Nepomuceno, que le metió en sus negocios de muy buen grado, y haciéndole
que se interesara en ellos por motivos de lucro, notaron a un mismo
tiempo, y se comunicaron la observación, que hacía algunas semanas
Bonifacio oía muy atento sus conversaciones acerca de las fábricas, y
hasta rondaba las mesas del escritorio y miraba de soslayo los papeles
que traían y llevaban.
--Ese imbécil parece que quiere enterarse--dijo Körner.
--Sí, eso he notado. Pero, ¿no ve usted qué cara de estúpido pone? No
entiende una palabra.
--Sí; pero... no me fío. Tiene miradas... así, como de espía. Hay que
espiarle a él también.
Un día el tío, oyéndoles insistir en comentar la curiosidad inútil de
Reyes, se quedó pensativo.
No dijo nada, pero se dedicó a observar también al sobrino por afinidad.
En la mesilla de noche de su alcoba vio unos libros que le dieron que
pensar.
No eran versos, ni novelas, ni _psicologías lógicas y éticas_, que era lo
que solía leer Bonis. Allí estaba un tomo de _Los cien tratados_,
enciclopedia popular, que junto a un curso abreviado de la cría de
gallinas y otras aves de corral, mostraba un compendio de Derecho civil.
Sobre este tomo vio otro que decía: Laspra, _Práctica forense_, y otro con
el rótulo: _Código mercantil comentado_.
¿Qué significaba aquello?
Al día siguiente Ferraz, el magistrado alegre, encontró a Nepomuceno en
la calle, y le dijo:
--¿Van ustedes a tener algún pleito?
--¿Cómo pleito? ¿Con quién?
--Lo digo porque todas las tardes veo a Bonifacio echar grandes párrafos
en La Oliva con el Papiniano de la quintana, con Cernuda el joven.
--¡Hola! ¿Con que esas tenemos?--pensó don Nepo; pero se guardó de
decirlo. Y en voz alta, echando a broma el aviso, que en realidad le
había alarmado, dijo:
--Pensará hacerse abogado y estará dando lección con Cernuda. Amigo,
ahora que va a ser padre, quiere ser un sabio; estudia mucho.
Los dos rieron la gracia, y sobre todo la malicia. Pero a don Nepo otra
le quedaba. Lo de Cernuda era grave. Había que vivir prevenido.
Körner, Marta, Sebastián y el tío aconsejaron a Emma que cuanto antes se
echase al agua. Minghetti vencía. Se buscó una carretela de buenos
muelles, se encargó que fuera al paso, y el matrimonio y Eufemia se
fueron a la orilla del mar.
Emma quería sentir algo extraño con el movimiento del coche; esperaba de
aquel viaje imprudente una especie de milagro... natural. Que el hijo se
le deshiciera en las entrañas sin culpa de ella. Gaetano había dicho que
el viaje podría hacer fracasar el temido parto. La Valcárcel deseaba
abortar, sin ningún remordimiento. No era ella; era el traqueo, el
vaivén, las leyes de la naturaleza, de que tanto hablaba Bonis.
El cual iba aburriendo al cochero con sus precauciones, con sus avisos
continuos.
--¡Cuidado! ¿Eh? ¿Qué es eso? ¿Un bache? ¡Maldito brinco! Despacio..., al
paso, al paso..., no hay prisa... ¿Cómo te sientes, hija? ¡Estos
ingenieros de caminos! ¡Qué carreteras! ¡Qué país!
Y Emma, ignorante del peligro, pensaba: «Sí, sí; el país, los
ingenieros; ríete de cuentos; las leyes, las leyes de la naturaleza, que
a ti te parecen inalterables y muy divertidas, esas, esas son las que te
van a dar un chasco...».
Se quedó adormecida, y medio soñando, medio imaginando voluntariamente,
sentía que una criatura deforme, ridícula, un vejete arrugadillo, que
parecía un niño Jesús, lleno de pellejos flojos, con pelusa de melocotón
invernizo, se la desprendía de las entrañas, iba cayendo poco a poco en
un abismo de una niebla húmeda, brumosa, y se despedía haciendo muecas,
diciendo adiós con una mano, que era lo único hermoso que tenía; una
mano de nácar, torneadita, una monada.... Y ella le cogía aquella mano, y
le daba un beso en ella; y decía, decía a la mano que se agarraba a las
suyas: «Adiós... adiós...; no puede ser... no puede ser...; no sirvo yo
para eso. Adiós... adiós...; mira, las leyes de la naturaleza son las
que te hacen caer, desprenderte de mi seno.... Adiós, hija mía, manecita
mía; adiós... adiós.... Hasta la eternidad». Y la figurilla, que por lo
visto era de cera, se desvanecía, se derretía en aquella bruma
caliginosa, que envolvía a la criaturita y a ella también, a Emma, y la
sofocaba, la asfixiaba.... Abrió los párpados con sobresalto, y vio a
Bonis que, con la mirada de _Agnus Dei_, como ella decía, enternecida,
clavaba sus ojos claros en el vientre en que iba su esperanza.
Llegaron sin novedad a la costa. Emma se bañó al día siguiente, con los
cuidados que el médico del pueblo, consultado por Bonis, aconsejó. Por
aquel doctor supo la Valcárcel, horrorizada, cuando se trató de dar la
vuelta a la ciudad, que lo que ella creía aborto, en aquellas
circunstancias podía ser mucho más peligroso que el parto en su día...,
porque ya sería otra cosa: un verdadero parto antes de la cuenta, pero
no aborto en rigor. Un sietemesino de vida precaria, y gran peligro y
grandes pérdidas de la madre... eso era lo que podía producir el viaje a
la ciudad si no se tomaban grandes precauciones. Emma chilló, cogió el
cielo con las manos, insultó a Bonis, y a Minghetti, y a D. Basilio,
ausentes. ¡Ella que creía engañar a la naturaleza! ¡Huía de un peligro y
buscaba otro mayor! Pero, ¿por qué no me lo han dicho en casa?
--Pero, mujer, ¿no te advertimos Aguado y yo?...
--Aguado hablaba de perder la criatura, no de perderme yo. ¡Dios mío! Yo
no me muevo; pariré aquí, en esta aldea... me moriré aquí... Yo no doy
un paso más....
Costó gran trabajo meterla en el coche. El médico del pueblo tuvo que
asegurarle bajo palabra de honor que él respondía de que no habría
novedad si se tomaban las medidas de precaución que él señalara.... Se
hizo todo al pie de la letra. Se pidió prestado su mejor coche a una
condesa de las cercanías; el cochero tuvo que jurar que los caballos no
darían un paso más largo que otro; el carruaje se llenó de almohadones.
Emma iba casi suspendida. Tuvo que confesar que no sentía el movimiento
apenas. Durante el viaje, que duró tres horas más que el de ida, se
durmió también, y se quedó con las manos apretadas sobre el vientre.
Cuando despertó, vio a Bonis con la mirada grave, de expresión intensa,
fija sobre el mismo sagrado bulto que oprimían los dedos de ella. Se lo
agradeció; sonrió al esposo que la ayudaba a no soltar antes de tiempo
la carga de sus entrañas, y le mostró, avergonzada de la caricia, como
siempre que tenía estas debilidades, le mostró su gratitud dándole un
suave puntapié en la espinilla. Y Bonis, que sentía lágrimas cerca de
los párpados, pensó: «Lo mejor sería amar al hijo... y amar a la madre».
Al bajar del coche, junto al portal de su casa, Emma exigió que la
ayudasen dos, que habían de ser Bonis y Minghetti; se dejó caer sobre
ellos con todo su cuerpo, segura de no ser abandonada a su pesadumbre.
Después, mientras Bonis y D. Nepo y los demás que habían acudido a
recibirla daban órdenes para subir a casa el equipaje, ella emprendió la
marcha escalera arriba, colgada del brazo de Gaetano. En el primer
descanso se detuvo, respiró con dificultad, miró al barítono con fijeza,
y acabó por decir:
--¿Y si me hubiera muerto en el camino... por culpa tuya?
--¡Bah!
--¡Sí, bah! Podía desangrarme; son habas contadas.
--No, hija mía, no. Parirás sin dolor, y tendrás un robusto infante.
Emma se puso muy encarnada. Minghetti, como distraído, le soltó el
brazo, y siguió subiendo, delante, sin más cortesía, con las manos en
los bolsillos del pantalón, silbando una cavatina con un silbido de
culebra, que era una de sus habilidades. La Valcárcel acabó de subir
sola, agarrada al pasamanos, y sujetando el vientre, como si temiera
parir en la escalera.
Se acostó, e hizo venir a D. Basilio. Exigió un reconocimiento, del cual
resultó que no había novedad y que el tremendo trance de Lucina llegaría
por sus pasos contados, o no contados en aquella ocasión, a su debido
tiempo.
Los de allá, como llamaban a Mochi y a la Gorgheggi, todos los de la
alegre compañía, escribieron preguntando con gran interés por la salud
de Emma.
Minghetti era el encargado de aquella correspondencia por parte de los
de acá. A La Coruña iban pocas cartas; pero de La Coruña venían con
abundancia. Los ausentes sentían nostalgia de la _vita bona_ que habían
dejado. Serafina era la que más abusaba de la escritura. En una
hermosísima letra inglesa, escribía pliegos y pliegos de literatura
políglota; inglés, a veces, para las cosas más difíciles de decir, y que
se quedaban sin entender si no acudían Körner o Marta a traducirlas;
italiano a menudo, y por lo común español. Aun en castellano había
parrafillos que no comprendían los corresponsales de acá, no por las
palabras, sino por los conceptos. Eran alusiones disimuladas y de mucho
artificio que iban derechas al corazón y a los recuerdos de Bonis. Este,
a pesar de sus remordimientos, escribía de tarde en tarde a Serafina,
que se lo había exigido. Tenía la cantante una pasión verdadera por las
expansiones epistolares, y era muy capaz de mantener la constancia de
una llama amorosa, más o menos mortecina, a fuerza de acumular paquetes
de pleguezuelos perfumados llenos de letra menuda, cruzada como un
tejido sutil. Pero si Bonis había consentido en _continuar sus relaciones_
por escrito, se había opuesto en absoluto a que la cómica le escribiese
a él directamente. Aunque era seguro que Emma había llegado a saber que
su esposo era o había sido amante de su amiga la Gorgheggi, y hacía la
vista gorda, al fin no había que estirar la cuerda; tal vez si se
desafiaba su dignidad de esposa burlada, pensaba y decía a su cómplice
Bonifacio, tal vez estallase la cuerda y hubiese una de _pópulo bárbaro_.
A esto había contestado Serafina con extraña sonrisa: «Pero si tu mujer
vive a lo gran señora, despreocupada, y sabe lo que es el mundo...».
Esta idea de la tolerancia perversa de su mujer sublevaba los
sentimientos morales de Bonis; no admitía la hipótesis. «No; su mujer no
podía despreciarle ni despreciarse hasta ese punto». En fin, no
transigió. A él no se le podía escribir cartas de amor, que de fijo
caerían en poder de Nepomuceno y de Emma, porque de seguro no se le
respetaría la correspondencia, como no se le respetaban los demás
derechos individuales. La Gorgheggi tuvo que resignarse, y se contentaba
con escribir no sólo a Minghetti, en su nombre y el de Mochi, sino a
Emma, su carísima amiga; y hasta en las cartas a esta había
contestaciones veladas, intercaladas con un disimulo que revelaba
grandísimo arte, a los más esenciales conceptos de las escasas cartas de
Bonis. Cuando el futuro padre vio aquellos pliegos en que se aludía al
próximo alumbramiento de su mujer, y se aludía con misteriosas
oscuridades, que no eran contestación a nada de lo que él había escrito,
y más parecían malicias inextricables, sintió hasta repugnancia moral, y
cortó por lo sano. Dejó de escribir a Serafina. «Así como así, todo
aquello tenía que concluir pronto. En cuanto naciese el hijo». Más hubo.
Reyes se hizo supersticioso a su manera; y si bien desechó por absurda,
aunque simpática y bella, la idea de hacer una promesa a la Virgen del
Cueto, imagen milagrosa de las cercanías, decidió _sacrificar_ al buen
éxito del parto todos sus vicios, todos sus pecados. «La estricta
moralidad, pensó, será para mí, como si dijéramos, Nuestra Señora del
Buen Parto». Hizo examen de conciencia, y no encontró más pecado gordo
que el de las cartas adúlteras. Suprimió las cartas. Serafina, a las
pocas semanas, se quejó con el esoterismo epistolar de costumbre; pero
Bonis no se dio por enterado, y acabó por no leer siquiera las cartas
que venían de la Coruña primero, y después de Santander. Así es que
supo, porque la misma Emma se lo dijo, y se lo dijo después Minghetti,
que Serafina estaba en situación poca halagüeña, pues trueno tras de
trueno, Mochi, aburrido, se había marchado a Italia sin un cuarto, pero
lleno de deudas; y ella, su amiga y discípula, quedaba en Santander sin
contrata, sin dinero y con fundados temores de que su maestro y babbo
espiritual no volviera a buscarla, aunque se lo había prometido.
Minghetti y Emma, que con el miedo a morirse a plazo fijo se sentía muy
caritativa y compadecía mucho las desgracias ajenas a ratos perdidos,
trataron en conferencia cómo se podía proteger a Serafina de modo
compatible con la dignidad de la cantante. Se consultó con el tío
también, y este no ocultó la frialdad con que acogía aquel interés que
se tomaba su sobrina por la protegida de Mochi. Dijo, secamente, que no
se podía hacer nada por ella, ni con dignidad, ni sin dignidad, puesto
que de todas suertes había de ser sin dinero.
A Bonis no se le habló de estos proyectos de socorro; primero, por la
inveterada costumbre de no contar con él para nada; y después, porque
tanto a Minghetti como a Emma se les ocurrió, sin comunicárselo, que era
demasiada desfachatez y falta de aprensión tratar con Bonifacio de
semejante negocio.
Un día, cuando según los cálculos más probables, ya se aproximaba la
_catástrofe_ que horrorizaba a la Valcárcel, y en opinión de don Basilio
se debía estar preparado a tenerla encima de un momento a otro, Reyes se
encontró en el portal de su casa, al salir, con el cartero. No traía más
que una carta.
--Para usted es, señorito--dijo el hombre con voz solemne, como dando gran
importancia a lo extraordinario del caso.
--¡Para mí!--Bonis se apoderó del papel como de una presa, como si se lo
disputaran; miró azorado a la escalera y hacia la calle temiendo que
aparecieran testigos; y cuando ya el cartero tomaba la puerta, le dijo
asustado, temblando ante el temor de que no se le hubiera ocurrido
llamarle:
--Oiga usted, cartero.... El cuarto, el cuarto, hombre.
--No, señorito; no es puñalada de pícaro; otro día cobraré.
--No, no; si tengo yo. Tome usted. Las cuentas claras. Tome usted.--Y le
entregó una pieza de dos cuartos.
--Sobra uno, señorito; queda en cuenta, ¿eh?, para mañana. Ya que usted
es tan puntual, yo también....
--¡No, no!, de ninguna manera. Quédese usted con el otro o delo a un
pobre.
El cartero se fue riendo.
--Riéndose va de mí--pensó Bonis--; ¡creerá que he querido comprar su
silencio con dos maravedís!
No había leído el sobre de la carta, que guardó azorado en el bolsillo.
Pero no necesitaba leer nada. Estaba seguro; era de Serafina. En efecto;
en el café de la Oliva leyó aquel pliego, en que la Gorgheggi se le
quejaba como una Dido muy versada en el estilo epistolar. ¡Qué
elocuencia en los reproches! Toda aquella prosa le llegó al alma. Se
quejaba de su largo silencio; sabía, por las cartas de Emma, que él,
Bonis, ya no leía las suyas, las de su _querida_ Serafina. Por eso sin
duda no la había ofrecido ni un consuelo en la terrible situación a que
había llegado. Tal vez él no creía en tal penuria; tal vez, como un
miserable, pensaba que ella podía entregarse a cierta clase de
aventuras, que le facilitarían suficientes medios para vivir en la
abundancia. Pues, no, no. Creyéralo o no, ella no podía dejar de volver
los ojos a la vida tranquila, serena, que él la había enseñado a
preferir, penetrando sus verdaderos goces.
Venía a decirle, a su modo, con muchas frases románticas, pero con
sinceridad, por lo que al presente se refería, que aquel tiempo pasado
en el pueblo de Bonis la había transformado, y no podía lanzarse a la
vida alegre en que su hermosura la prometía triunfos y provecho.
Ocultaba, como siempre, las aventuras antiguas, pero no mentía en cuanto
a la actualidad.
En la Coruña, en Santander, había resistido a todas las seducciones del
dinero, únicas que, en verdad, se le habían presentado. Pudo tener
amantes ricos, y no quiso.
Era fiel a Bonis como una buena casada que no ama a su esposo, pero le
respeta, le estima, y estima y respeta, sobre todo, la honradez. A
Serafina le había sabido a gloria la vida de señora de pueblo que había
hecho junto a Reyes; de una señora con unas relaciones prohibidas, eso
sí, pero sólo aquellas.
«El maestro, seguía diciendo la carta, ha prometido volver a buscarme en
cuanto haya una contrata aceptable; pero el tiempo vuela, yo me
desespero. Mochi no viene, y estoy delicada, nerviosa, muy triste... y
muy pobre. La voz, además, se me va a escape; el teatro empieza a darme
miedo; he recibido ciertos desaires, disimulados, del público, que me
han sabido al hambre futura, al hospital en lontananza. No te pido un
asilo; no te pido una limosna. Pero me voy cerca de ti. Quiero ser
_burguesa_. En tu casa, a tu lado, aprendí a serlo, a mi manera. Aquella
paz del alma de que me hablabas tantas veces la necesito yo también. Eso
y un poco de pan... y un poco de patria, aunque sea prestada. Le he
tomado cariño a ese rincón tuyo, como se lo tuve en otro tiempo a aquel
otro rincón verde de Lombardía de que te hablaba yo, cuando tú me
adorabas como a la _madonna_. Ya sé que el amor no es eterno. No te pido
amor, te pido amistad, cierto cariño que no niegan los esposos menos
fieles a su mujer. Y tampoco les niegan un asilo. Yo no puedo vivir en
tu casa; pero puedo vivir en tu pueblo. A lo menos por algún tiempo:
déjame ir. Ahora necesito descansar. Estoy enferma por dentro, por muy
adentro. Desquiciada. Necesito ver caras amigas. Tú no sabes qué pena es
no tener patria verdadera cuando el cuerpo se fatiga, quiere descanso y
el alma pide paz y vivir de recuerdos. Yo antes no pensaba así. Pero tú,
tus manías de moral estrecha, hasta tu caserón vetusto con sus aires
tradicionales, señoriles, todo eso se me ha metido por el alma. Algunas
veces te oí decir que nosotros, los pobres cómicos, os habíamos pegado a
ti y a los tuyos nuestras costumbres alegres, despreocupadas. Todo se
pega. También a mí me habéis pegado vosotros, tú, tú, Bonis, sobre todo,
vuestras preocupaciones y vuestro temor de la vida incierta, peregrina.
Esto de que le lleve a uno el viento de un lado a otro, es terrible. Voy
a verte. Además, esto, Bonis, _voy a verte_. A ti ya no te importa. Pero a
mí... todavía sí. Yo no soy tu mujer; pero tú eres mi marido. No tengo
otro. Si yo hubiera sido la hija mimada del abogado Valcárcel, la
bendición que santificó tus amores con otra hubiera caído sobre mí. No
des al azar más importancia que tiene. Ya sabes cómo soy; el mejor día
estoy contigo. ¿Me cerrarás tu puerta? ¿Manda eso la moral que usas
ahora? A ti te quiere todavía mucho, Bonifacio Reyes, te quiere,
SERAFINA».
Bonifacio no dudó un momento de la sinceridad de tanta prosa. Sintió
lástima infinita, amor retrospectivo; la voluptuosidad antigua, evocada
por los recuerdos, se purificaba. Se vio desorientado dentro de la
conciencia, la brújula del deber le daba vueltas en la cabeza como una
loca. Él debía algo también a Serafina. Si ella le había corrompido el
corazón, el tálamo, él le había pegado a ella aquellos instintos de vida
ordenada, pacífica, honrada. Y además... le pedía pan la que le había
hecho feliz.
«¡Sofismas, sofismas!--le gritaba de repente el _hombre nuevo_, como él se
decía--. Voy a ser padre, y en la casa en que nazca mi hijo no pueden
entrar queridas de su padre. Se acabaron las queridas... y, sobre todo,
se acabó el dinero. Yo no gastaré ya un cuarto en cosa que no le importa
a mi hijo. Todo por él, todo por él. Y se acabó. No hay que darle
vueltas. Esto es ser cruel. Esto es ser egoísta. Bueno. Egoísta por mi
hijo. No me repugna. Por él, cualquier cosa. Me agarro a lo absoluto. El
deber de padre, el amor de padre, es para mí lo absoluto».
Estas frases y otras por el estilo no imperaban siempre en el alma de
Reyes. Desde que llegó la carta de Serafina fue la existencia de Bonis
de lucha continua consigo mismo; una batalla perenne, como tantas otras
que se había dado a sí propio, siempre derrotado.
Serafina llegó; se presentó en el caserón de los Valcárcel, fue bien
recibida por Emma, por Nepo, por Sebastián, por Marta, por todos, y
Bonis no tuvo valor para mostrarse esquivo. Lo que no hizo fue oficiar
de amante, ni Serafina mostró deseos de reanudar las relaciones, por lo
pronto. Él, sin embargo, se acordaba de lo que decía la carta sobre el
particular. Los ojos de la Gorgheggi parecían recitar con sus miradas el
final de la epístola; pero los labios no decían nada de tales ternezas.
Tampoco le tocó la cuestión espinosa y delicada de los _alimentos_, que
parecía reclamar la antigua querida.
La cantante dijo que venía a esperar a Mochi, que le había ofrecido
volver a su lado para llevarla contratada a América. No pidió nada a
nadie. Vivía modestamente en su antiguo cuarto de la Oliva. La visitaban
Minghetti, Körner, Sebastián y otros amigos antiguos. Bonis no la veía
más que en su propia casa, es decir, en casa de su mujer. Ella no se
quejaba de esta conducta. No hacía más que mirarle con ojos amantes en
cuanto había ocasión de verse solos.
Reyes estaba satisfecho de su entereza. Había sentido mucho, mucho, al
ver en su presencia a la tiple.... Pero se había contenido pensando en su
futuro _sacerdocio_ de padre. Aquella lucha en que esta vez iba
venciéndose a sí mismo, le parecía una iniciación en la vida de virtud,
de sacrificio, a que se sentía llamado. Con la energía empleada en esta
violencia hecha a la pasión antigua, daba por gastada toda la fuerza de
su pobre voluntad, y se perdonaba, con pocos escrúpulos, los
aplazamientos y prórrogas que iba dando a lo de las cuentas del tío. Sí,
pensaba explicarse; pensaba plantear la cuestión... pero pasaban los
días y no hacía nada. Nada entre dos platos. Leía Derecho civil, leía un
Código de comercio que tenía por apéndice un tratado de teneduría de
libros; consultaba con Cernuda el joven, elocuente abogado y... nada
más. El tío se preparaba sin duda. Esperaba una acometida. ¡Oh! ¡Bien
sabía Bonis que Nepo tendría armas con que defenderse! Por eso tomaba
vuelo; por eso daba largas al asunto... por eso, valga la verdad, le
temblaban las piernas cada vez que se decía: «Hoy mismo llamo aparte al
tío y le digo...».
¡Pero si no sabía lo que había de decirle siquiera! Una tarde llegó el
cartero con dos cartas del correo interior. Una era de Serafina, que no
había parecido por casa de Emma hacía tres o cuatro días; escribía esta
vez a Bonis, sin acordarse de lo tratado, que era no escribirle a él, y
le decía que se sentía mal y con disgustos repugnantes por causa de una
letra de Mochi, que no había llegado. Le pedía consuelo, una visita y....
algunos duros adelantados. Lo sentía infinito, pero el fondista de la
Oliva le había herido el amor propio, la había ofendido, y quería pagar
para tener derecho de dejar aquella posada, y decirle al grosero que no
sabía tratar con una dama, sola, sin un hombre que la defendiera.
Ante esta misiva, los primeros impulsos de Bonis fueron dignos de un
Bayardo y de un Creso, en una pieza. Por un momento se olvidó de su
_sacerdocio_ y se vio en el _terreno_ atravesando al huésped de la Oliva de
una estocada, y arrojándole a los pies un bolsillo de malla, como los
que usaba Mochi en las óperas.... Pero la letra contrahecha de la otra
carta le llamó la atención: rompió el sobre y leyó de un golpe, ¡y qué
golpe!, el contenido del anónimo, pues lo era. No decía más que esto:
«¡Ladrón! ¡Sacrílego! ¿Dónde están los siete mil reales devueltos en el
confesonario por un pecador arrepentido?».
Bonis, que estaba en su alcoba, se dejó caer sentado sobre la colcha de
flores azules de su humilde lecho. Sintió un sudor frío, la garganta
apretada.
«¡Me estoy poniendo malo!» se dijo. Pero de repente olvidó su mal, el
anónimo, todo, porque Eufemia entró gritando, corriendo; tropezó con las
rodillas de Bonis, y exclamó:
--¡Señorito, señorito!... La señorita está con los dolores.
Bonis saltó como un tigre, corrió por salas y pasillos, con una bota y
una zapatilla, tal como le habían sorprendido las cartas malhadadas, y
llegó al gabinete de su esposa en pocos brincos.
Horrorizada, con cara de condenado del infierno, Emma se retorcía
agarrada con uñas de hierro a los hombros y al cuello de Minghetti, que
no había tenido tiempo para levantarse de la banqueta del piano. Estaba
él cantando y acompañándose, según costumbre, cuando su discípula lanzó
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