Su único hijo - 11

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permanecido indiferentes ante las guerras gloriosas del Gran Federico,
de que Körner se envanecía como si fuera nieto del ilustre Monarca; los
que oían hablar de Goëthe, y de Heine, y de Hegel, como quien oye
llover, llegaron a reconocer el glorioso porvenir de la raza que criaba
tan buenos estómagos. Añádase a esto que el ingeniero jugaba a los bolos
con singular destreza y con una fuerza de muchos caballos, o por lo
menos, de dos o tres aldeanos de aquellos. Con esta y otras análogas
cualidades, consiguió ganar las simpatías y hasta la admiración por que
había llegado a suspirar de veras. Pero este género de gloria acabó por
cansarle, y sobre todo le repugnó al cabo, por el peligro, que vio al
fin patente, de convertirse en un oso metafísico y filarmónico, pero
oso, en un Ata Troll de carne y hueso. Engordaba demasiado, olvidaba sus
meditaciones trascendentales..., y sus gustos sencillos, fácilmente
satisfechos con la vida montañesa, le apartaban de los complicados
planes de medro y vida regalada que había traído de su país. Además, en
la fábrica de la montaña, aunque bien pagado, considerado y satisfecho
en punto a comodidades materiales, pues tenía buena casa, gajes y
atenciones, al fin no prosperaba, no podía hacerse rico. Ensayó el
proyecto de convertirse en socio industrial, pero cedió ante las
dificultades que el propietario a solapo le fue poniendo. Con esto se le
agrió el humor, y comenzó a desear con mucha fuerza salir de aquella
vida troglodítica, hacerse valer más, y poner al alcance de la demanda
la honesta oferta de los encantos, cada vez más exuberantes, de su hija
Marta, por la cual iban también pasando los años, pero inútilmente, allá
en los montes. Sin dejar la fábrica, con pretexto de su servicio, Körner
menudeó sus visitas a la capital, a caza de algún negocio que le
pareciera de más porvenir que el de allá arriba; y en uno de estos
viajes fue cuando el primo Sebastián le hizo trabar conocimiento con
Nepomuceno. El alemán, que era sagaz y hombre de mundo, comprendió
pronto cuál era el papel del hacendista en casa de su sobrina: vio
claramente que allí había dinero, y que este dinero se iba por la posta,
y que la dirección de la corriente de aquel río de plata era, o él no
entendía de corrientes, camino del bolsillo de Nepomuceno, aunque con
grandes pérdidas y derivaciones, en una delta de despilfarros, que iban
a enriquecer el caudal de modistas, comerciantes de telas, sombreros,
joyas, sin contar con las tiendas de ultramarinos, confiterías, mercados
de caza y pesca, etc., etc. Körner comenzó a marear a Nepomuceno
persuadiéndole primero de que él, Nepomuceno, tenía un verdadero talento
de contable, era un Necker... oscurecido, ocioso; con otro horizonte,
brillaría como estrella de primera magnitud en el cielo de la
Administración y de la Hacienda. En conciencia, según Körner, estaba
Nepomuceno obligado a dar a tales facultades un empleo más digno de
ellas que la simple mayordomía a que, _en suma_, estaba limitado. Más era:
en interés de la ruinosa casa Valcárcel, que por lo visto iba a menos
por culpa de los despilfarros de Emma y los gastos secretos de su
marido, debía Nepomuceno poner aquel todavía sano capital a parir, a
producir algo más que el irrisorio tanto por ciento de la renta
territorial. Tanto foro, tanta casería atómica, eran cosa ridícula.
¡Sursum corda! ¡All right! ¡Desenmoheceos! Venga ese stock a la
industria, y hablaremos. A esta clase de argumentos se añadían, por vía
de adorno, aperitivo y complemento, otros de carácter general; v. gr.:
lo atrasada que estaba España, a pesar de la riqueza del suelo y el
subsuelo; en concepto de Körner, tenían la culpa la Inquisición y los
Borbones, y después el mal ejercicio del régimen constitucional, que ya
de por sí no era bueno. Con este motivo, se lamentaba de la general
decadencia española, y hasta llegaba a hablarle a Nepomuceno del
probable renacimiento del teatro nacional, si todos hacían lo que a él
le aconsejaba: poner en movimiento los capitales, sacar partido de los
tesoros de la tierra. No sabía Körner que Nepomuceno ignoraba que
hubiéramos tenido en otros siglos un teatro tan admirable; y así, por
este lado, poco habría sacado de él. Pero lo que no hizo en su ánimo la
idea patriótica de contribuir al renacimiento del espíritu nacional,
mediante el movimiento industrial bien dirigido, lo hicieron los ojos, y
más eficazmente las carnes de Marta, que poseían una virtud magnética
sobre los sentidos de Nepomuceno. La primera vez que la vio, en la
primera visita que hizo a Körner, con motivo de enseñarle este ciertos
planos y un presupuesto de una fábrica de productos químicos, gran
proyecto del alemán; la primera vez que la vio, se quedó con la boca
abierta, pasmado, sintiendo en la garganta hormigueos, y en todo su
cuerpo una súbita juventud que no había tenido, propiamente hablando, en
toda su vida. ¡Aquellas eran las carnes que él había soñado!
Estaban en la escalera (porque Marta le había abierto la puerta), ella
muy mal vestida, desaliñada, pero aún más llamativa y seductora cuantos
menos trapos discretos la cubrían. Nepomuceno la tomó por criada. Subió,
saludó a Körner, y a los pocos minutos, sintiendo absoluta necesidad de
volver a ver a aquella chica, dijo:
--Si me hiciera usted el favor de mandar servirme un poco de agua....
El plan de Nepomuceno fue quitarle aquella doméstica a Körner y ponerle
casa...; y aunque fuera casarse con ella. Tenía que ser suya. ¡Qué ojos,
qué carnes!
Se relamía pensando que iba a verla otra vez, que iba a entrar con un
vaso de agua.
Pero el agua la trajo una verdadera fregona. Hasta el día siguiente no
supo Nepomuceno que su dulce tormento era Marta en persona; le dio a
Sebastián señas de la divinidad, y... era Marta.
Una semana después la hija de Körner cantaba al piano una sentimental
canción, un _lieder_ titulado _Vergiesmeinicht_, «no me olvides», que no
era el de Goëthe, sino mucho más meloso; y al dedicárselo, con la mirada
expresiva y los gestos lánguidos, al administrador de las plateadas
patillas, le dejaba para siempre rendido a sus encantos y le hacía
copartícipe de aquellos sentimientos de _sensucht_, que él, Nepomuceno,
no sospechaba que existieran. Por aquellos días tuvo D. Juan ocasión de
enterarse de quién era Fausto, y del pacto que había hecho con el
demonio; y adquirió la noción de Margarita, rubia, pobremente vestida,
con los ojos humillados y con un cántaro debajo del brazo, camino de la
fuente. Margarita era su Marta, aquella señorita tan gruesa, tan blanca,
tan fina de cutis y tan espiritual, que le había revelado en pocas horas
un mundo nuevo: el de los amores reconcentrados y poéticos. Él quería
ser Fausto para rejuvenecerse, sin vender el alma al diablo, no por
nada, sino porque el diablo no aceptaría el contrato. Tampoco pensó en
teñirse las patillas, sino en sobredorarlas, es decir, en dejar adivinar
a los Körner que no en vano ni de balde se era ministro de Hacienda en
casa de los Valcárcel años y más años. Tardó poco tiempo el alemán en
comprender el efecto que había producido su hija en el árbitro de las
rentas de Emma; y de una en otra conferencia acerca de la proyectada
fábrica de productos químicos, le fue metiendo en casa. Nepomuceno ya no
podía pasar el día sin su correspondiente sesión de planos y
presupuestos. Körner colocaba en su despacho (pues aunque vivían
interinamente en la ciudad, tenían casa puesta, pero casa que era de la
Empresa de la Montaña); colocaba sobre la mesa de trabajo, hecha de un
gran tablero, unos libros enormes de comercio, llenos de cálculos y
partidas imaginarias, de una especie de novela de contabilidad que él
había imaginado. Nepomuceno, a pesar de sus conocimientos y experiencia
en cuentas complicadas y oscuras, se quedaba sin entender palabra. Al
lado de aquellos libros, que parecían los del coro del Escorial,
extendía Körner sus planos pintados primorosamente en papel tela. Allí
ya tenía algo que admirar Nepomuceno espontáneamente, pues supo que la
misma Marta ayudaba a su padre a trazar aquellas rayas gordas que
parecían el arco iris. Muchas veces la señorita de la casa asistía a las
conferencias de su padre, como en calidad de ayudante, y arrollaba y
desarrollaba planos, y ponía los finísimos dedos sobre los puntos en que
había que estudiar; y con estos y otros motivos, pasaba y repasaba cien
veces junto a Nepomuceno, y le rozaba con sus vestidos, y hasta le hacía
sentir, en ocasiones, por descuido, el peso dulcísimo, pero abrumador,
de su cuerpo: en fin, le mareaba, le enloquecía, y el tío de Emma no
podía vivir ya sin aquellas confidencias económico-técnicas acerca de la
fábrica de productos químicos. Llegó a creerse enamorado del proyecto;
no podía menos de producir montones de oro aquella fábrica, que, sin
salir de los planos, ya le tenía a él la _química orgánica_ en revolución,
y le convertía en minutos las breves horas de aquellas interesantes
explicaciones. Quedaron el alemán y el español en que no faltaba más que
dinero para que el proyecto colosal se pusiera en práctica y marchara
como una seda. Faltaba dinero... pero ya parecería. Entretanto,
Nepomuceno insinuó en el ánimo de padre e hija la necesidad de acoger
con benevolencia la debilidad de corazón que él dejaba entrever
discretamente. Marta, en vez de repugnar la confesión implícita de
aquella pasión, que no sería ella quien la calificase de senil, en vez
de rechazar las veladas galanterías del nuevo amigo de su padre, le daba
a entender con sonatas de música filosófica, reposada y trascendental,
que ella, a pesar de las apariencias, daba poca importancia a lo físico,
despreciaba la acción del tiempo sobre los organismos, y atendía
directamente al elemento eterno del amor, del amor, que nunca es
machucho. En fin, que lo que faltaba era dinero; la fábrica y la pasión
marcharían en perfecta armonía y con toda prosperidad, en cuanto
pareciese el capital que era necesario para su movimiento. A medias
palabras, y hasta por señas, comprendieron los Körner la conveniencia de
tratar, y tratar con la mayor amabilidad posible, a Emma Valcárcel. No
fue ardua empresa la del tío, que se propuso conseguir estas relaciones
justamente en la época en que Emma decretó echarse al mundo y gozar de
su riqueza mermada y de cuanto estuviese en sus manos, sin límites ni
remordimientos. Así, el conocimiento superficial, de mero cumplido, que
ya había de tiempos atrás, por intermedio del primo Sebastián, entre la
Valcárcel y los alemanes, se convirtió fácilmente en amistad asiduamente
cultivada, en una amistad casi íntima, que se iba estrechando,
estrechando, según Emma entraba más y más por los anchos y suaves
senderos de su nueva vida. La Valcárcel, como ya se ha dicho, tenía en
sus planes de venganza respecto del _ladrón de su tío_, la idea de
corromper a Marta, después de casada con Nepomuceno. Le encontraba ella
muchísima gracia a la ocurrencia. Por eso se prestó gustosa a estrechar
relaciones con los Körner; lo que no podía calcular era que Marta le iba
a entrar por el ojo derecho, y a conquistar su afecto extremoso con la
seducción singularísima de su intimidad mujeril, nerviosa, llena de
novedades, picantes y pegajosas, para la pobre Emma, cuya depravación
natural no había tenido hasta entonces ningún aspecto literario ni
_romántico-tudesco_. Marta, virgen, era una bacante de pensamiento, y las
mismas lecturas disparatadas y descosidas que le habían enseñado los
recursos y los pintorescos horizontes de la lascivia letrada, le habían
dado un criterio moral de una ductilidad corrompida, caprichosa,
alambicada, y, en el fondo, cínica. Un hombre, por estrechas que fuesen
sus relaciones con la señorita Körner, jamás podría saber el fondo de su
pensamiento y de sus vicios, porque del pudor no le quedaba a ella más
que el instinto del fingimiento y la sinceridad de la defensa material,
hipócrita, contra los ataques del macho; Marta podría acompañar al varón
en los extravíos lúbricos a que él la arrojase, pero siempre le
ocultaría otra clase de corrupciones morales, de depravación ideal que
llevaba ella dentro de sí, y que sólo podría confiar a otra mujer en que
encontrase simpatías de temperamento y de desvaríos sentimentales. Emma
y Marta se entendieron pronto, y a las pocas semanas de tratarse con
frecuencia y confianza, ya se las oía, allá, a lo lejos, en el gabinete
de la Valcárcel, reír a carcajadas, con risas histéricas; y cuando se
presentaban a los hombres, a Nepomuceno, Körner y Bonis, después de
estas alegres confidencias, llenas de secretos y malicias, sonreían con
sonrisas que eran señas y burlas mal disimuladas de los santos varones
que eran incapaces de penetrar los misterios de la amistad retozona y
llena de cuchicheos de la española y la tudesca. Marta hacía alarde de
tener un carácter complicado, que el vulgo no podía comprender; hablaba
mucho de la moral vulgar, por supuesto cuando trataba con personas que
ella creía capaces de entenderla. Su alegría, su afán de jugar, saltar,
levantarse de noche en camisa para dar sustos a las criadas, correr por
la casa y volverse al calor del lecho, palpitante de emoción y
voluptuosidad jaranera, eran un contraste, una _antítesis_, decía ella, de
su exquisita sensibilidad, del _clair de lune_ que llevaba en el alma.
Bueno, «peor para los necios que no eran capaces de entender estas
contradicciones». Era católica, como su padre, y afectaba haber escogido
la _manera_ devota de las españolas como la fórmula que ella había soñado,
como si su alma hubiese sido española en religión antes de aparecer en
Alemania. Una nota nueva, sin embargo, tenía en su opinión su
religiosidad, la nota _artística_ que no encontraba en la dama española.
Marta, entusiasta de _El Genio del Cristianismo_, lo entendía a su modo,
lo mezclaba con el romanticismo gótico de sus poetas y novelistas
alemanes, y después, todo junto, lo barnizaba con los cien colorines de
sus aficiones a las artes decorativas y del prurito pictórico. Aunque
enamorada de la música, amaba el color por el color, y daba suma
importancia al azul de la Concepción y al castaño oscuro de Nuestra
Señora del Carmen; hablaba ya de _la capilla Sixtina_, conversación
inaudita en la España de entonces, y de las maravillas que había ella
visto en Florencia y otras ciudades de Italia, por donde había viajado
con su padre. Lo que no confesaba Marta era que su afición más sincera,
más intensa, consistía en el placer de que le hicieran cosquillas, en
las plantas de los pies particularmente. Debajo de los brazos, en la
espalda, en la garganta, se las habían hecho muchas personas, hombres
inclusive; pero, en cuanto a las plantas de los pies, es claro que sólo
de tarde en tarde conseguía encontrar quien la proporcionase ocasión de
gozar de aquellas delicias: alguna criada con quien había intimado,
alguna amiga aldeana... y ahora Emma, de quien a los dos meses de trato
había conseguido este favor sibarítico, que la Valcárcel, muerta de
risa, otorgó gustosa. Ella también quiso probar aquel extraño placer que
tanto apasionaba a su amiga; pero no le encontró gracia, y además no
podía resistir ni medio segundo la sensación, que la excitaba en balde.
En el alma fue donde se dejó hacer cosquillas Emma por las sutilezas
psicológicas y literarias de su amiga. ¡Qué cosas supo por aquella
mujer! Había en el mundo, sin que lo sospechara Emma, dos clases de
seres, los escogidos y los no escogidos, las almas superiores y las
vulgares. El toque estaba en ser alma escogida, superior; en siéndolo,
¡ancha Castilla!, ya no había _moral corriente_, vínculos sociales ni
nada; bastaba con guardar las apariencias, evitar el escándalo. El amor
y el arte eran soberanos del mundo espiritual, y el privilegio de la
mujer ideal, superior, consistía en sacar partido del arte para el amor.
La mujer hermosa, sentimental, poética y _dilettante_, era el premio del
artista, y el placer de premiar al genio el más sublime que Dios había
concedido a sus criaturas. Marta, aún muy joven, había sido novia, en
Sajonia, de un gran músico, un especialista en el órgano; y a un pintor
que imitaba a Rembrandt le había otorgado favores de índole íntima,
familiar, aunque es claro que sin menoscabo de la virginidad _material_,
que tenía que estar reservada para el _filestin_, así decía, con quien no
tendría inconveniente en casarse. Porque era necesario ser rica; no por
nada, sino por poder satisfacer las necesidades estéticas, que cuestan
caras, toda vez que en la estética entraría el _confort_, los muebles de
lujo, de arte, el palco en la ópera, si la hay, etc., etc. Su ideal era
casarse con un hombre ordinario muy rico, y proteger con el dinero de
aquel ser vulgar a los grandes artistas, reservando su amor para uno o
más de estos, porque también era una vulgaridad la constancia
_unipersonal_. Como Marta leía muchos libros de literatura española
antigua, cosa de moda entre los literatos de su tierra, ponía por modelo
de su teoría a la mujer del _Celoso extremeño_, que sin cometer, lo que se
llama cometer, adulterio, había dormido abrazada al gallardo Loaisa, sin
pecar sino con el pensamiento. El _Celoso extremeño_ había sido tan noble,
que se había muerto dejando a su esposa toda su fortuna y el encargo de
casarse con su amante; pero como los maridos modernos y de la impura
realidad no eran tan generosos como Carrizales, lo que debía hacer la
mujer superior era sacarle el jugo crematístico al esposo lo más pronto
que pudiese. Todo esto, dicho de muy diferente manera, pero en forma
pedantesca siempre, se iba metiendo por el deseo de Emma, la cual, por
cierto cansancio del organismo y depravación moral, sutil y retorcida,
que era el fondo de su alma, hallaba un sabor superior a toda delicia en
las aventuras en que superaban la malicia y el engaño al placer material
conseguido como resultado de las artimañas. Engañar por engañar era lo
mejor. Sin embargo, reconocía que debía de ser manjar de los dioses el
tener _relaciones_ con un hombre superior, con un artista, por ejemplo,
con un barítono tan guapo y _famoso_ como el celebrado Minghetti. No se lo
negó Marta, quien, confidencia por confidencia, recibió con gusto y con
amplio criterio de benevolencia el secreto de Emma relativo a sus
coqueterías con el barítono de la compañía tronada. En el fondo, la
alemana compadeció a su amiga, pues si bien había ella misma contemplado
sin enojo una y otra vez el buen talle y el calzón ajustado del rey--no
importa cuál--en tal o cual ópera, del rey Minghetti, no veía por dónde
se podía clasificar a tan bien formado cantante en la categoría de los
hombres superiores y verdaderamente artistas. Pero no había que ser
exigente. Ella, es claro que estaba por encima de tales aficiones. Su
prurito, aparte el de las cosquillas, era escribir cartas entusiásticas
y confidenciales a sus autores predilectos; unos le contestaban, otros
no; pero solía mandar su retrato con sus confesiones epistolares, y más
de un escritor se animó, en consideración, a la buena moza que envolvía
aquel espíritu repugnante, a entablar correspondencia; y así tuvo ella
más de dos amores ideales y _platónicos_... por escrito. Poseía, además,
un álbum de _intimidades_, ilustrado por muchas firmas desconocidas y
algunas notables, en que se contestaba a las consabidas preguntillas:
¿Cuál es vuestro color predilecto? ¿Y la virtud predilecta? ¿Qué autor
preferís?, etc., etc. A una mujer que sabía, por ejemplo, que a Litz le
gustaban las trufas, y había _llorado_ confidencialmente con las penas
ocultas de un poeta de la _Joven Alemania_, tenía que parecerle poco
hombre, aunque bien formado, el barítono de la compañía de Mochi.
El cual, acompañado de Serafina y del barítono, entraba en el salón
cuando acababa de cantar una romanza italiana un aficionado de la
localidad, de oficio relojero, y tenor suprasensible, como le llamaban
los chuscos, porque cuando tenía que subir a las notas más altas
desaparecía su voz, como si la llevasen en globo al quinto cielo, y no
se le oía por más que gesticulaba; parecía estar hablando desde muy
lejos, desde donde podía ser visto, pero no oído. Aún se reía el público
disimuladamente del tenor suprasensible, cuando la atención general tuvo
que volverse a contemplar la hermosura de Serafina, que con la mirada
humilde, exhalando modestia, además de muy buenos y delicados olores,
llegaba, vestida de negro, con gran cola, enseñando los blanquísimos
hombros y las primorosas curvas del seno, al pie de la plataforma, donde
el presidente del Casino la aguardaba para darle el brazo, subir con
ella las dos gradas que la separaban del piano, y dejarla, previa una
gran inclinación de cabeza, junto a Minghetti, que, de frac y corbata de
etiqueta, paseaba los blancos dedos, de uñas sonrosadas, por el
amarillento teclado, haciendo prodigios de elegante habilidad por
aquellas octavas adelante.
Bonis había desaparecido; poco después hablaba con Mochi en un gabinete
cercano. Nepomuceno y Körner acompañaban a Emma y a Marta, todos
sentados en una de las primeras filas, que siempre quedaban, en casos
tales, para las señoras que venían tarde; porque las que, para su
vergüenza, llegaban temprano, se iban colocando en lo más escondido y
apartado, huyendo, como del diablo, de la proximidad del espectáculo,
como si fuese tomar en él parte el tenerlo muy cerca. No faltaba señora
que confundía a los cantantes con los prestidigitadores que en el mismo
Casino había visto maniobrar, y no quería que le quemasen el pañuelo, ni
aun en broma, ni que le adivinasen la carta que tenía en el pensamiento.
Emma no había visto nunca tan de cerca a la Gorgheggi, en la que pensaba
tanto de algún tiempo a aquella parte. La admiraba, como a su pesar; la
tenía por una perdida a la alta escuela... y esto mismo la atraía, a
pesar de ciertos asomos de envidia con que iba mezclada la admiración.
Ahora que la tenía a cuatro pasos, y le podía ver los brazos desnudos, y
el talle apretado, y la pechuga, entre velas de esperma, todo al aire;
ahora que podía apreciar sus facciones y sus gestos, y hasta algo oía de
su voz, que parecía que aun hablando cantaba, ahora Emma, con el
pensamiento, la desnudaba más todavía, y le medía el cuerpo, y le
escudriñaba el alma; quería apreciar por la proporción cómo tendría de
gruesas y bien formadas las extremidades invisibles y otras partes de su
cuerpo. Por lo que veía, era muy blanca, y debía de seguir siéndolo; no,
no eran polvos de arroz; era blancura sana, cutis inglés, una verdadera
frescura y una hermosura a prueba de tijeras. Decían que la voz decaía,
pero lo que es la lozanía del cuerpo era bien briosa y bien sólida; no
había allí asomos de decadencia. «¡Lo que habría gozado aquella mujer!
¿Qué les diría a sus queridos?». Emma se acordó del secreto de sus
extrañas expansiones matrimoniales de aquellos últimos tiempos, de aquel
secreto amor material, que le tenía a ratos, allá de noche, entre sueños
y pesadillas, a su bobalicón de Bonis (vergüenza que ni a Marta se
atrevía a confesarle). ¿Les diría a los amantes aquella guapísima
picarona lo que ella le decía a Bonis? Emma se acordó--por primera vez
pensó en ello--, de que tales frases disparatadas ella no las sabía
tiempo atrás, de que era Bonis mismo el que se las había hecho aprender
en aquellas locuras de que jamás hablaban los dos después que amanecía.
¿Sería aquello mismo lo que les decía la cómica a sus queridos? ¿Sería
Bonis uno de tantos? ¿Sería verdad lo que había llegado a sus oídos y lo
que ella había sacado por conjeturas? ¡Parecía imposible! Siendo Bonis
tan majadero, y no disponiendo de un cuarto, ¿cómo le habría querido, ni
siquiera por broma, aquella señorona, quiere decirse, aquella pájara tan
señorona, que parecía una reina? Y sin embargo... podía ser. Había
indicios. Y ¡cosa rara!, ella no sentía celos; sentía un orgullo raro,
pero muy grande, así como si a su marido le hubieran mandado un gran
cordón azul o verde del emperador de la China; o como si Bonis fuese
hermano suyo y se hubiera casado con una princesa rusa... no, no era
así; era otra cosa... muy especial. De repente se acordó de las teorías
de la alemana que tenía al lado, de aquello de que el matrimonio era
convencional y los celos y el honor convencionales, cosas que habían
inventado los hombres para organizar lo que ellos llamaban la sociedad y
el Estado. Si quería ser una mujer superior, y sí quería, porque era muy
divertido, tenía que renunciar a las vulgaridades de las damas de su
pueblo. En Madrid, en París, en Berlín, las grandes señoras sabían que
sus maridos respectivos tenían queridas y no les tiraban los platos a la
cabeza por eso; lo que hacían era tener queridos también. Pero Bonis, el
bobalicón de Bonis, ¿se había atrevido, _sin su permiso_... y saliendo de
casa a deshora por lo visto, y?... no, lo que es esto, es claro que
había de pagarlo, es claro, fuese verdad o no; eso era harina de otro
costal, y no había alma superior que valiera; Bonis no era alma
superior, y tenía que salirle al pellejo la picardía... y eso que tenía
gracia. No, y bien mirado, ¿por qué no había de querer aquella perdida a
Bonis... en cuanto buen mozo, y rendido, y sano, y servicial? ¿No le
había querido ella también? ¿Sería más una cómica que ella... que iba
haciéndose una mujer superior? Sí, y bien superior: mirándolo bien, lo
había sido toda la vida; lo era sin saberlo; antes de que Marta hubiese
parecido por su casa, ya ella tenía el prurito de no enfadarse por lo
que se enfadan los demás, y había discurrido aquello de no alborotar ni
enfurecerse cuando los demás quisieran ni por lo que los demás lo
esperasen; y ya había discurrido la graciosísima idea de vengarse del
ladrón de Nepomuceno y del tonto de su marido poco a poco, y a su
manera, y a su gusto y dándoles el gran chasco. ¡Vaya si había sido
siempre una mujer especial, superior!
Serafina, por disposición de Mochi, que quiso halagar los sentimientos
religiosos del concurso, cantó una plegaria a la _Virgen_, de un maestro
italiano. El público, en cuanto cayó en la cuenta de que se trataba de
ponerse en relación con la Divinidad, dejó de hacer ruido con las sillas
y los cuchicheos, se recogió todo lo que pudo y oyó en silencio, como
dando a entender que él no sólo comprendía la sublimidad de los
misterios dogmáticos, sino también la misteriosa relación de la música
con lo suprasensible. Serafina, que tanto hubiera dado semanas atrás por
haber sido invitada a pedir para los pobres a la puerta de la iglesia,
aprovechaba aquella ocasión para dar prueba de su acendrada
religiosidad, deshaciendo así los rumores que habían corrido de que era
protestante. La verdad es que estaba muy hermosa con aquel aire de
modestia y de piedad recatada, con aquella frente purísima, algo grande,
algo convexa... y, sin embargo, llena de expresión familiar, dulce, y en
aquel momento religiosa; las ondas del cabello claro, sirviendo de marco
vaporoso a la curva suave de aquella frente pura y blanca, eran símbolo
de una idealidad que se perdía en el ensueño poético.
Bonis, en cuanto oyó la voz de Serafina elevarse en el silencio del
salón, sin pensar en lo que hacía, sin poder remediarlo ni querer
remediarlo, como atraído por un imán, se aproximó al umbral de la puerta
más lejana para escuchar desde allí. La plegaria italiana, sin ser cosa
notable ni muy original, era música buena para aficionados, música de
_sentimiento_, lenta, suave, nada complicada, de un _patos_ muy tolerable y
sugestivo. «¡Ay--pensó Bonis--, la paz del alma! En otro tiempo, no hace
mucho, yo amaba la pasión, que sólo conocía por los libros. Pero la
paz... la paz del alma, también tiene su poesía. ¡Quién me la diera!,
¡ay, sí!, ¡quién me la diera! Así era, como aquella música: dulce,
tranquila, sentimiento serio, fuerte a su modo, pero mesurado, suave,
amigo de la conciencia satisfecha, amando el amor dentro del orden de la
vida; como se suceden las estaciones sin rebelarse, como corren la noche
y el día uno tras otro, como todo en el mundo obedece a su ley, sin
perder su encanto, su vigor; así amar, siempre amar, bajo la sonrisa de
Dios invisible, que sonríe con el pabellón de los cielos, con el rozarse
de las nubes y el titilar de las estrellas!». «Mi Serafina, mi mujer
según el espíritu, recuerdo de mi madre según la voz; porque tu canto,
sin decir nada de eso, me habla a mí de un hogar tranquilo, ordenado,
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