Su único hijo - 07

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infalibles, que levantaban en el alma nubes melancólicas de recuerdos
que se deslizaban delante de una luna de miel muy hundida en el
firmamento oscuro, contestó con otras señas que fueron estimadas en lo
que valían.
«Esto no es infidelidad--pensaba Bonis--, esto es un 'sálvese el que
pueda'». Su conciencia de amante, la falsa conciencia del romántico
apasionado por principios, le acusaba, le decía que los recientes
vapores de la orgía le prestaban un fuego que no era fingido; fuese
resto de borrachera, agradecimiento, nostalgia de la luna de miel o lo
que fuese, ello era que aquel panteísta de la hora de los brindis no
sentía repugnancia ni mucho menos al cumplir aquella noche sus más
rudimentarios deberes de esposo; a la sorpresa que le causó la extraña
actitud de Emma, sucedieron pronto muchas sorpresas de un orden
inenarrable, llámese así, sorpresas que le enseñaron allá entre sueños,
que el que más cree saber no sabe nada, que las apariencias engañan, que
la aprensión hace ver lo que no hay, y viceversa; en fin, ello era que,
o los dedos se le antojaban huéspedes, o veía visiones, o su mujer no
estaba tan en los últimos como ella decía, ni las gallinas y chuletas
que juraba no digerir, ni los vinos exquisitos que aseguraba ella que la
envenenaban, dejaban de surtir sus efectos en aquella «naturaleza»; que
las unturas y el algodón en rama habían producido una... palingenesia....
algo así como una vegetación de la oscuridad, pálida, pero no mezquina.
La torcida y dañada conciencia del fiel amante y del marido infiel, se
quejaba, no admitía sofismas, allá en los adentros más nublados del
turbado Bonis, que entre el sueño y la vigilia se entregaba, mitad por
miedo, por desorientarla, como él se decía, mitad por una especie de
voluptuosidad nueva y que juzgaba monstruosa, se entregaba a los
arrebatos del amor físico, no con gran originalidad por cierto, pero sí
con una espontaneidad que era lo que más le remordía en la citada
conciencia de amante. Originalidad no la había, no; frases, gritos
ahogados, actitudes, novedades íntimas del placer, que Emma recibía con
tibias protestas y acababa por saborear con delicia epiléptica, y por
aprender con la infalibilidad del instinto pecaminoso; todo esto era una
copia de la otra pasión, todo revelaba el estilo de la Gorgheggi. Sin
pasar de aquella misma noche, Bonis oyó a su mujer en el delirio del
amor, que él siempre llamaba para sus adentros físico (por distinguirle
de otro), oyó a Emma interjecciones y vocativos del diccionario amoroso
de su querida; y vio en ella especies de caricias serafinescas; todo
ello era un contagio; le había pegado a su mujer, a su esposa ante Dios
y los hombres, el amor de la italiana, como una lepra; y de esto, la
conciencia que protestaba era la del marido, la del padre de familia....
virtual que había en él, en Bonifacio Reyes. «Esto es manchar el tálamo
con una especie de enfermedad secreta... moral... se decía, y esto es
además faltar a mis deberes... de fiel amante romántico y artístico».
Pero todos estos remordimientos mezclados y confusos se revolvían allá
en el fondo del pobre cerebro, entre vapores de la borrachera que había
creído desvanecida y que sólo se había descompuesto: por un lado era
plomo que se le agolpaba a la cabeza, por otro lado lujuria exaltada,
enfermiza, que amenazaba derretirle. Entre los brazos de Emma, Bonis oía
de cuando en cuando gritos que le estallaban dentro del cráneo.
«¡Bonifacio! ¡Reyes! ¡Bonifacio!» le decían aquellos tremendos
estallidos, y reconocía la voz del barítono, y la del bajo, y la del que
cantaba en Lucrezia: Vivva il Madera!
Vino el día y se durmió la triste pareja. A las diez despertó Emma, se
acordó de todo, sonrió como una gata lo haría si pudiera, y dio a su
marido un puntapié en la espinilla, diciendo:
--Bonis, levántate, que va a venir Eufemia.
Eufemia era la doncella que debía traerla el chocolate a Emma a las diez
y cuarto en punto. No quería que la chica se enterase de que el
matrimonio había dormido de aquella manera.
Cuando Bonis abrió los ojos a la realidad, como se dijo a sí mismo a los
pocos segundos de despierto, lo primero que hizo fue bostezar, pero lo
segundo... fue sentir una sed abrasadora de idealidad, de infinito, de
regeneración por el amor, y además sed material no menos intensa, y
grandísimos deseos de seguir durmiendo. Por lo demás, no quería pensar
en su situación; le horrorizaba, por varios conceptos. Sideo, se le
ocurrió decir acordándose de una de las siete palabras del Mártir de
Gólgota, como él llamaba a Nuestro Señor Jesucristo; pero como Emma
repitiese el puntapié con el pie desnudo en el hueso de la pierna
derecha, Bonis tradujo su exclamación, diciendo: «Tengo mucha sed....
¡algo líquido, por Dios!... ¡aunque sea jarabe!...».
--¡Oye, tú!; ¿sabes lo que te digo? Que te levantes antes que venga la
chica... si tú no tienes vergüenza, la tengo yo....
Y con aquella actividad y energía que caracterizaban a Emma y que habían
hecho pensar mil veces a Bonis que su mujer hubiera sido un magnífico
hombre de acción, un político, un capitán, digo que usando de estas
cualidades, la esposa arrojó al esposo del tálamo a patada limpia. No
tuvo más remedio Reyes que vestirse provisionalmente deprisa y
corriendo, y salir del cuarto de su media naranja sin más explicaciones:
medio desnudo, descalzo, pues llevaba las botas en las manos (¿cómo
calzar botas y no zapatillas al levantarse de la cama?), fue tropezando
con todo por los pasillos, atravesó el comedor, bebió en un vaso de agua
olvidado allí la noche anterior, llegó a su cuarto, se desnudó deprisa y
mal, rompiendo botones; y en cuanto se vio en su lecho, en aquel que él
tenía por propiamente suyo, pensó en entregarse a la reflexión y a los
remordimientos de varias clases y harto contradictorios que le
asediaban; pero la parte física pudo más; y la dulce frescura de la cama
tersa, la suavidad del colchón bien mullido, le arrojaron, como sirenas
vencedoras, en lo más hondo del mar del sueño, haciendo rodar sobre su
cabeza olas de reposo y olvido.


-IX-

Durmió como un muerto, pero no mucho. Como un resucitado volvió a la
vida haciendo guiños a la luz cruda de un rayo del sol del mediodía, que
por un resquicio de la ventana mal cerrada, se colaba hasta la punta de
sus narices, hiriéndole además entre ceja y ceja.
Aquel rayo de luz le recordaba los rayos místicos de las estampas de los
libros piadosos; él había visto en pintura que a los santos reducidos a
prisión, y aun en medio del campo, les solían caer sobre la cabeza rayos
de sol por el estilo del que le estaba molestando. Si él fuese idólatra
(que no lo era), vería en aquello la mano de la Providencia. No era
idólatra, pero creía en el Hacedor Supremo y en su justicia, que tenía
por principal alguacil la conciencia. Indudablemente su situación, la de
Bonis, se había complicado desde la noche anterior. «Hueles a polvos de
arroz», había dicho la engañada esposa, tres veces lo había dicho, y en
vez de irritarse... de envenenarle o ahorcarle... ¡cosa más rara!...
Y al llegar aquí se le pusieron delante de la imaginación las carnes de
su mujer tales como de soslayo y a escape las había vislumbrado por la
mañana, al salir del lecho conyugal. No era lo mismo lo que había creído
ver en el delirio o exaltación de la borrachera y la realidad que se le
había presentado por la mañana; pero aun esta realidad excedía con mucho
al estado que verosímilmente se hubiera podido atribuir a lo que él
denominaba encantos velados y probablemente marchitos de su mujer. Sí,
él mismo, a pesar de que, con motivo de las unturas y otros menesteres
análogos, veía cotidianamente gran parte del desnudo de su Emma, no
podía observar jamás, porque ella lo prohibía con sus melindres,
aquellas regiones que, en la topografía anatómica y poética de Bonis,
correspondían a las varias zonas de los encantos velados. En estas zonas
era donde él había visto sorpresas, inesperados florecimientos, una
especie de otoñada de atractivos musculares con que no hubiera soñado el
más optimista. ¿Cómo era aquello? Bonis no se lo explicaba; porque
aunque filósofo como él solo, amigo de reflexionar despacio y por sus
pasos contados, sobre todos los sucesos de la vida, importáranle o no,
era de esos pensadores que tanto abundan, que no hacen más que dar
vueltas a ideas conocidas, alambicándolas; pero no descubría, no
penetraba en regiones nuevas, y, _en suma_, en punto a sagacidad para
encontrar el por qué de fenómenos naturales o sociológicos, era tan romo
como tantos y tantos filósofos célebres que, en resumidas cuentas, no
han venido a sonsacarle a la realidad burlona ninguno de sus utilísimos
secretos. Mucho discurrió Bonifacio, pero no logró dar en el quid de que
su mujer, dándose por medio difunta, tuviera aquellas reconditeces nada
despreciables, aunque pálidas y de una suavidad que, al acercar la piel
a la condición del raso, la separaba de ciertas cualidades de la materia
viva. Parecía así como si entre el algodón en rama, los ungüentos y el
tibio ambiente de las sábanas perfumadas, hubiesen producido una
artificial robustez... carne falsa.... En fin, Bonis se perdía en
conjeturas y en disparates, y acababa por rechazar todas estas
hipótesis, contra las cuales protestaban todas las letras de segunda
enseñanza que él había leído de algunos años a aquella parte, con el
propósito (que le inspiró un periódico, hablando del progreso y de la
sabiduría de la clase media) de hacerse digno hijo de su siglo y
regenerarse por la ciencia. No, no podía ser; todas las leyes
físico-matemáticas se oponían a que el algodón en rama fuera asimilable
y se convirtiera en fibrina y demás ingredientes de la pícara carne
humana.
No hay para qué seguir a Bonis en sus demás conjeturas, sino irse a lo
cierto directamente. Cierto era, muy cierto, que Emma había amenazado
ruina, que sus carnes se habían derretido entre desarreglos originados
de sus malandanzas de madre frustrada, influencias nerviosas,
aprensiones, seudohigiénicas medidas y cavilaciones, rabietas y falta de
luz y de aire libre; pero también era verdad que no faltaba fibra al
cuerpo eléctrico de aquella Euménide, que sus nervios se agarraban
furiosos a la vida, enroscándose en ella, y que al cabo el estómago,
llegando a asimilar las buenas carnes, y los buenos tragos produciendo
sano influjo, habían dado eficacia al renaciente apetito, y la salud
volvía a borbotones inundando aquel organismo intacto a pesar de tantas
lacerías.
Pensaba Emma, al verse renacer en aquellos pálidos verdores, que era
ella una delicada planta de invernadero, y que el bestia de su marido y
todos los demás bestias de la casa, querrían sacarla de su estufa y
transplantarla al aire libre, en cuanto tuvieran noticia de tal
renacimiento. Su manía principal, pues otras tenía, era esta ahora: que
tenía aquella nueva vida de que tan voluptuosamente gozaba, a condición
de seguir en su estufa, haciéndose tratar como enferma, aunque, en
resumidas cuentas, ya no lo estuviera. Además, con las nuevas fuerzas
habían venido nuevos deseos de una voluptuosidad recóndita y retorcida,
enfermiza, extraviada, que procuraba satisfacerse en seres inanimados,
en contactos, olores y sabores que, lejos de todo bicho viviente, podían
ofrecerle, como adecuado objeto, las sábanas de batista, la cama
caliente, la pluma, el aire encerrado en fuelles de seda, el suelo
mullido, las rendijas de las puertas herméticamente cerradas, el heno,
las manzanas y cidrones metidos entre la ropa, el alcanfor y los cien
olores de que sabía ya Celestina.
Como un descubrimiento saboreaba Emma la delicia de gozar con los tres
sentidos a que en otro tiempo daba menos importancia, como fuentes de
placer. En su encierro voluntario ni la vista ni el oído podían
disfrutar grandes deleites; pero en cambio gozaba las sensaciones nuevas
del refinamiento del gusto y del olfato, y aun del contacto de todo su
cuerpo de gata mimosa con las suavidades de su ropa blanca, dentro de la
cual se revolvía como un tornillo de carne.
En los días en que sus aprensiones, mezcladas con su positiva enfermedad
nerviosa, la habían puesto en verdadero peligro, camino de la muerte,
por la debilidad no combatida, había llegado a sentir una soledad
terrible, la de todo egoísta que presiente el fin de su vida; todas las
cosas y todos los hombres la dejaban morirse sola, irse con Dios; y con
doble vista de enferma adivinaba el fondo de la indiferencia general, la
proximidad del peligro.
«¡Se muere uno solo, completamente solo, los demás se quedan muy
satisfechos en el mundo; ni por cumplido se ofrecen a morirse también!».
Bonifacio, Sebastián, que tanto la había querido, según él decía, el tío
Nepomuceno, todos se quedaban por acá, nadie hacía nada para ayudarla a
no morir, nadie decía: «Pues ea, yo te acompaño».
Emma era una atea perfecta. Jamás había pensado en Dios, ni para
negarlo; no creía ni dejaba de creer en la religión; cumplía con la
Iglesia malamente, y eso por máquina. En su tiempo no se solía discutir
asuntos religiosos en su tierra; los que no eran devotos gozaban de una
tolerancia completa; como tampoco eran descreídos, ni faltaban a las
costumbres piadosas y guardaban las principales apariencias, por nadie
eran molestados.
«Yo no soy beata», decía Emma: y no pensaba más en estas cosas. La
Iglesia, los curas, bien; todo estaba bien; ella no era aficionada a las
novenas; pero todo ello estaba en el orden, como el haber reyes, y
contribución, y Guardia civil. Sobre todo, no se pensaba en nada de eso,
no se hablaba de ello, ¿para qué? «Yo no soy beata». Y era atea
perfecta, porque vivía en perpetuo pensamiento de lo relativo. Jamás
había meditado acerca de negocios de ultratumba; el infierno se lo
figuraba como un horno probable; pero a ella ¿qué? Al infierno iban los
grandes pícaros que mataban a su padre o a su madre o a un sacerdote, o
que pisaban la hostia o no se querían confesar.... Además, no se sabía
nada de seguro. Pero el morirse era horroroso, no por el infierno, por
el dolor de morir y por la pena de acabarse.
Sí, de acabarse; sin pensar en la contradicción de su conciencia íntima
con el dogma del cielo y el infierno, Emma veía con toda seriedad, con
íntima convicción, con la conciencia de su propio espanto, el
aniquilamiento doloroso en la tumba; y, poco amiga de discernir, no se
paraba a separar lo racional de lo imaginado; y así, algo también sentía
la muerte por las paletadas de cal, y por la tierra húmeda, y la caja
cerrada, y el cementerio solo, y la eternidad oscura.
Sin ver esta otra contradicción, padecía con la idea del aniquilamiento
y la imagen de la sepultura. Pensaba en la muerte con ideas de vida, y
de vida ordinaria, usual, la de todos los días de su vulgar existencia,
y el horror del contraste crecía con esto.
Ni una vez sola se le ocurrió encomendarse a ningún santo, ni ofreció
nada a la Virgen ni a Jesús por si sanaba; la primera energía que tuvo
al convalecer, la empleó en sonreír, con terrible sonrisa de resucitada,
a un propósito firme y endiablado: su tremendo egoísmo de convaleciente,
mundano, prosaico y rastrero, se agarró a la resolución inconmovible de
vengarse de los miserables parientes que la iban a dejar morirse sola.
Emma, como la mayor parte de las criaturas del siglo, no tenía vigor
intelectual ni voluntario más que para los intereses inmediatos y
mezquinos de la prosa ordinaria de la vida; llamaba poesía a todo lo
demás, y sólo tenía por serio en resumidas cuentas lo bajo, el egoísmo
diario, y sólo para esto sabía querer y pensar con alguna fuerza. Tal
espíritu, era más compatible con aquel romanticismo falso y aquellas
extravagancias fantásticas de su juventud, de lo que ella misma hubiera
podido figurarse, a ser capaz de comparar el fondo de su alma mezquina
con el fondo de los ensueños de sus días de primavera.
El renacimiento de su carne lo guardaba como un secreto; era una
hipócrita de la salud; seguía fingiendo achaques corporales como si
fuese virtud el tenerlos. Eufemia, su doncella, era confidente parcial
de sus engaños: como una trampa que hiciera a todos los suyos, Emma
saboreaba a solas con su criada los pormenores de aquel fingimiento. La
hija de Valcárcel se robaba a sí misma por mano de Eufemia que, de
tapadillo, traía de tiendas y plazas los mejores bocados y las
chucherías más caras de la moda en materia de ropa interior, perfumes y
manjares. En todos los comercios y puestos de comestibles principales,
llegó a tener Emma cuentas enormes. «Ni el tío Nepomuceno, ni Bonis, ni
Sebastián, sospechaban que existiera aquel agujero que ella iba haciendo
con las uñas en el fortunón que ellos tal vez habían creído heredar de
un día a otro».
Así lo pensaba ella, y gozaba como de una voluptuosidad de las sorpresas
futuras que reservaba a sus deudos. Saborear la mejor perdiz y la mejor
lamprea de la plaza y usar con codos y rodillas la mejor batista, y
enredar los dedos entre los mejores encajes, y derramar por sábanas,
camisas, corsés, medias y pantalones, las esencias más caras, con
profusión, causando el asombro de Eufemia, era género de delicia que se
aumentaba con la idea de la mala pasada que les estaba jugando a todos
aquellos parientes, en particular a Bonis y a su tío.
--D. Nepo--se decía ella a solas, sonriendo con malicia--, róbeme usted,
róbeme, que yo tampoco me descuido.
Aunque entregada por completo a la vida material, no tenía el menor
instinto de conservación de la fortuna, no había pensado jamás en el
origen de su dinero; creía vagamente que el capital de que gozaba era
una fuente inagotable que estaba en algún paraje misterioso, que no
había para qué indagar ociosamente: allí, entre los papeles del tío,
estaba la mina; él se quedaría con gran parte del filón; pero ¿qué
importaba?, no valía la pena de echar cuentas, desconfiar, administrar
por sí misma; ¡absurdo!, por lo visto había para todo; él robaba, ella
también; le engañaba, y el mejor día vendrían a casa unas cuentas que le
dejarían patidifuso al buen D. Nepo, pues es claro que tenía que
pagarlas.
Las cuentas ya habían venido y algunas se habían pagado. D. Juan
Nepomuceno seguía con Emma la misma conducta que con Bonis desde que
cada cual por su lado se habían entregado a la prodigalidad, como él se
decía. La de Emma sí era prodigalidad verdadera, aunque no lo parecía.
Para ella era como la sensación de un lujo enorme extravagante la pereza
que sentía de echar cuentas y atar corto a Nepomuceno: comprendía que él
hacía su Agosto con el caudal de su sobrina, que iba pasando a poder del
administrador gran parte del capital administrado, pues bien claro
estaba que todos los días D. Juan hablaba de sus propias rentas, que por
milagros de la suerte o por bondad de la Providencia, prosperaban, y
todos los días también hablaba de desventuras sin cuento que caían sobre
los predios de la Valcárcel y la parte de su capital colocada en manos
industriosas de España y del extranjero.
Las minas de hierro y de carbón que empezaban a explotarse en aquella
provincia por entonces, daban mil chascos a cada momento, y no pocos de
ellos redundaron en perjuicio de las acciones de Emma que Nepomuceno
había comprado, siempre diligente en el cuidado de la hacienda de su
antigua pupila.
Pero ¡oh casualidad portentosa y fijeza de los hados!, las minas en que
tenía el mismo D. Juan sus miserables ahorrillos, no quebraban, dejaban
un rédito sano y constante. En montón comprendía Emma que todo aquello
significaba que la robaba el tío.... Y aquí estaba lo que ella entendía
por lujo refinado.... No la importaba; y le dejaba hacer, le dejaba
robar, prefiriendo no calentarse los cascos, calculando lo caro que le
salía este placer de no meterse a pedir cuentas ni a reñir por cuestión
de ochavos, ella que improvisaba una verrina a grito pelado sobre
motivos de un caldo demasiado caliente.
Mas notaba Emma, con una extraña delicia y cierta vanidad por lo que
ella creía su espíritu singular, único, notaba una complacencia, como la
de sentir cosquillas inaguantables capaces de ponerla enferma, en
tolerar y hasta hurgar las flaquezas del prójimo, siquiera en algo la
perjudicasen. El descubrimiento de la maldad ajena la embelesaba, la
enorgullecía y la animaba a abandonarse a sus perversiones caprichosas.
Además, tenía los sentidos y el gusto muy afinados para saborear y
discernir la belleza que hay en la energía y en la habilidad del mal; un
pícaro gracioso, redomado, hábil y suelto para sus picardías, le parecía
un héroe: Luis Candelas, según se lo presentaban librotes de imaginación
muy populares, era un héroe con quien hasta soñaba. Leía con avidez las
causas célebres y reservaba toda su compasión para los criminales en
capilla. Para los delitos de amor su lenidad era infinita; y si bien en
los días en que la debilidad la tuvo tan postrada que sintió como la
conciencia física de un agotamiento de deseos y facultades sexuales,
miraba con desprecio y repugnancia, y hasta ira, todo lo que se
refiriese a respetar, consagrar y propagar el amor, cuando se vio
renacer dentro de su pálido pellejo, suave y fofo, volvió a su ánimo
aquella piedad sin límites por las flaquezas amorosas y la admiración
para todos los grandes atrevimientos y extravagancias de este orden,
especialmente si eran hembras las que llevaban a cabo tales osadías.
De su tío Nepomuceno sabía, por murmuraciones del primo Sebastián y de
Eufemia, que tenía una pasión de viejo por una alemana, hija de un
ingeniero industrial, M. Körner, químico notable que había venido a
ciertos trabajos metalúrgicos.
--Sin duda el tío quiere hacerse rico a todo trance, y pronto, para
seducir con su fortuna, ya que no puede con sus patillas cenicientas, a
la hija de ese alemán.
Y Emma gustaba con delicia, casi material, casi del paladar, como la de
una lectura picante, figurándose al buen señor, con sus cincuenta y
pico, enamorado como un cadete y picado de veras y en lo vivo por el
demonio del amor.
Largos ratos se dedicaba ella a pensar en las contingencias de aquellos
graciosos amores, y llegaba, imaginando, al día de la boda, y pensaba en
la verosimilitud de una cencerrada, pues el tío era viudo, cencerrada en
que ella colaboraría a cencerros tapados, sin perjuicio de haberle
regalado antes a la novia un magnífico aderezo.
Y después serían muy amigas, y a paseo irían juntas, y llegarían a
burlarse juntas del ridículo señor de las patillas, su deudor y esposo
respectivamente... y hasta llegaba a pensar en los cuernos que su señora
tía acabaría por ponerle al infiel administrador, ¿con quién?, con el
primo Sebastián, por ejemplo.... Y hasta enredaba la madeja en su
fantasía de modo que resultaba que ella, Emma, tenía alguna culpa en la
desgracia de su tío... y ¿qué?, mejor. ¿No la había él engañado a ella?
¿No la había robado? Pues entonces, las pagaba todas juntas.
Porque además Emma se reservaba el derecho de vengarse de los antiguos
despojos que había tolerado antes, sacándole a relucir sus trampas a D.
Nepo, justamente en aquellos días de sus desgracias conyugales... ¡Qué
risa! ¡Qué oportunidad para ponerle en un apuro! En esta como en todas
las demás flaquezas ajenas que a ella podían mortificarla, y que por lo
pronto toleraba, por amor al arte de las picardías, la mujer de Bonis se
reservaba vagamente el derecho de vengarse del modo más refinadamente
cruel, allá más adelante, no sabía cómo ni cuándo, pero algún día; y
sentía una alegría y excitación semejantes a las que produce la
esperanza de ser feliz, con la conciencia de estos aplazados desquites,
de estos castigos y tormentos vengadores, representados y proyectados
entre las brumas de la voluntad y del pensamiento.
Para explicar su conducta con el tío y con Bonis, hay que añadir a este
examen de sus pervertidos sentimientos, su comezón de lo raro, original
e inesperado. La irritaba que nadie pudiera prever sus enfados y
rabietas, odios y venganzas; prefería incomodarse y enfurecerse por
motivos de los que nadie esperase tales resultados, y desorientar al más
experto observador quedándose fría, tranquila, impasible, ante injurias
y daños que los demás podrían creer que la iban a sacar de sus casillas.
Con Eufemia, su confidente, ejercitaba este prurito a menudo, ya en sus
mutuas relaciones, ya en lo que se refería a un tercero.
Nada de lo que el tío ni de lo que Bonis pudieran hacer en contra de
ella podía darle causa para más rencores que aquello de haberla dejado
estar a las puertas de la muerte... sin acompañarla al otro mundo; esto,
esto era lo que no perdonaría... y, sin embargo, ya se veía cómo
disimulaba. ¡Oh! ¡Pero qué chasco les iba a dar! ¡Qué gracia, cuando el
tío se encontrase con que ella también gastaba a todo gastar, y que el
caudal que él tenía de reserva, para robar más adelante (para cuando su
mujer, la alemana, por ejemplo, le diese chiquitines de Sebastián, era
un decir) había pasado, según la ley, a manos de los acreedores, al
tendero de la esquina, al comerciante de los Porches, etcétera, etc.!
Sí, la vida todavía guardaba para ella un porvenir sustancioso; ahora
caía en la cuenta de que no había sido antes bastante egoísta.
Mortificar a los demás y divertirse ella, de mil maneras desconocidas,
todo lo posible, estas eran las dos fuentes de placer que quería agotar
a grandes tragos; dos fuentes que venían a ser una misma.
Con la salud nueva sentía Emma esperanzas locas de no sabía qué
deleites; y a tanto llegó esta fuerza expansiva, que aquellos mismos
placeres secretos de su retiro voluntario, llegaron a parecerla
insuficientes, no saciaban su sed de emociones extrañas; y, entonces,
rompiendo la crisálida de su encerrona, determinó salir al mundo, no sin
cautela, no sin disimulos, en busca de aventuras de que no había de dar
cuenta a los parientes, procuradas entre misterios que las había de
hacer más sabrosas.
Una noche dormitaba Eufemia en el gabinete de su ama, dando cabezadas
contra la pared, cuando tuvo que despertar sobresaltada por un golpe que
sintió en un hombro; era la mano de Emma, que la llamaba; estaba la
señorita en camisa, pálida como nunca, su respiración era anhelante, las
narices se la ponían hinchadas, abriéndose como fuelles.
--¿Qué hora es?--preguntó con voz ronca.
--Serán las diez, señorita.
--Y llueve.
Eufemia atendió al ruido de la calle.
--Sí, llueve.
--Vamos a salir.
--¡A salir!
--Sí, tú calla. Anda, tráeme un vestido tuyo, de percal, y un mantón tuyo
y un pañuelo... vamos las dos de artesanas. Vamos al teatro, a la
cazuela. Hoy hacen la... no me acuerdo cómo se llama; es una ópera
nueva, muy buena, lo leí en el cartel al volver de misa, en la esquina
del Ayuntamiento. Corre, vete por eso; oye, tráeme aquel alfiler del
pelo, el de cabeza de dublé, que te costó dos reales. Ninguno de esos
tipos está en casa.... Vamos a correrla todos.... Conque... ¡andando!


-X-

Una mañana, muy temprano, Eufemia entró en la alcoba de Reyes, y le
despertó diciendo:
--La señorita llama, quiere que el señorito vaya a buscar a D. Basilio.
--¿Al médico?--gritó Bonis, sentándose de un brinco en la cama y
restregándose los ojos hinchados por el sueño--. ¡Al médico, tan
temprano! ¿Qué hay, qué ocurre?
No se le pasó por las mientes que se pudiera necesitar al médico para
curar algún mal; la experiencia le había hecho escéptico en este punto;
ya suponía él que su mujer no estaba enferma; pero Dios sabía qué
capricho era aquel, para qué se quería al médico a tales horas y cuál
sería el daño, casi seguro, que a él, a Reyes, le había de caer encima a
consecuencia de la nueva e improvisada y matutina diablura de su mujer.
--¿Qué tiene? ¿Qué pide?--preguntaba con voz de angustia, como implorando
luces y auxilio y fortaleza en el preguntar; mientras, a tientas,
buscaba debajo del colchón los calcetines.
Eufemia se encogió de hombros, y, acordándose del pudor, salió de la
alcoba para que se vistiera el señorito.
El cual, a los dos minutos, se acercaba al lecho de su mujer,
arrastrando las babuchas de fingida piel de tigre, y abrochándose hasta
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