Su único hijo - 17

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un chillido de espanto, sorprendida y horrorizada por el primer dolor
del parto próximo. Se había agarrado al maestro y amigo, no sólo con el
instinto de toda mujer en trances tales, sino como dispuesta a no morir
sola, si de aquello se moría; decidida a no soltar la presa esta vez y
llevarse consigo al otro mundo al primero que cogiera a mano.
Al presentarse Bonis, hubo en los tres un movimiento que pareció
obedecer al impulso de un mismo mandato de la conciencia; Emma soltó el
cuello y el hombro de Gaetano; este dio un brinco, separándose de Emma,
y Reyes avanzó resuelto, con ademán de reivindicación, a ocupar el sitio
de Minghetti. Emma se agarró con más ansia, con más confianza al robusto
cuello y al pecho de su marido, que sintió en el contacto de las uñas y
en el apretón fortísimo, nervioso, una extraña delicia nueva, la
presencia indirectamente revelada del ser que esperaba con tanto deseo.
Aquello era él, sí, él, el hijo que estaba allí, que se anunciaba con el
dolor de la madre, con esa solemnidad triste y misteriosa, grave,
sublime en su incertidumbre, de todos los grandes momentos de la vida
natural.
En el apretar desesperado de Emma a cada nuevo dolor, Bonis sentía,
además de los efectos naturales de la debilidad femenina en tal apuro,
además de _meros fenómenos fisiológicos_, el carácter de la esposa; veía
el egoísmo, la tiranía, la crueldad de siempre. Un tanto por ciento de
aquel daño que Emma le hacía al apoyarse en él, y como procurando
transmitirle por el contacto parte del dolor, para repartirlo, lo
atribuía Bonis al deseo de molestarle, de hacerle sufrir por gusto.
--¡Que me muero, Bonis, que me muero!--gritaba ella, encaramada en su
marido.
El peso le parecía a él dulce, y la voz amante. Buscó el rostro de Emma,
que tenía apoyado en su pecho, y encontró una expresión como la de
Melpómene en las portadas de la _Galería dramática_. Los ojos espantados,
con cierto extravío, de la parturiente, no expresaban ternura de ningún
género; de fijo ella no pensaba en el hijo; pensaba en que sufría nada
más, y en que se podía morir, y en que era una atrocidad morirse ella y
quedar acá los demás. Padecía y estaba furiosa; tomaba el lance, en la
suprema hora, como un condenado a muerte, inocente, pero no resignado y
apegado a la vida. Hubo un momento en que Bonis creyó sentir los
afilados dientes de su mujer en la carne del cuello.
Minghetti había desaparecido del gabinete con pretexto de ir a avisar a
más señores.
En efecto; poco después se presentaba el primo Sebastián, pálido; y a
los cinco minutos Marta, muy contrariada, porque aquello podía retrasar
algunos días su _próximo enlace_, y tal vez el bautizo eclipsara la boda.
Se creería, por su modo de mirar la escena, que se habían dado garantías
de que Emma no pariría hasta después de casarse ella. Por fin se
presentó Nepomuceno, acompañado del médico antiguo, del partero insigne;
porque, con perdón de D. Basilio, Emma le tenía guardada aquella
felonía; hasta el día del trance, Aguado; pero en el momento crítico, si
la cosa no venía muy torcida, el otro. Quería parir con el milagroso
comadrón popular, a quien jamás se le moría ninguna cliente. Damas y
mujeres del pueblo tenían más fe en aquel hombre que en San Ramón. Las
que morían, morían siempre en poder de los tocólogos sin prestigio
sobrenatural. El comadrón insigne sabía llamar a tiempo a sus colegas. A
falta de ciencia, tenía conciencia, y de camino ayudaba a la leyenda que
le hacía infalible.
Bonis, que siempre había defendido a los tocólogos de la ciudad y
atacaba con dureza la fama milagrosa del gran comadrón, al ver entrar a
este se sintió contaminado de la fe general. Que perdonaran la ciencia y
el señor Aguado... pero él también se sentía lleno de confianza en
presencia de aquel ignorante tan práctico, por más que un día lejano le
había condenado a él falsamente a la esterilidad de su mujer. Aquel era
el falso profeta que le había arrancado la esperanza de ser padre, a
llegar a la dignidad que le parecía más alta. Fuera como quiera, don
Venancio entró, como siempre, dando gritos; riñendo, declarando que no
respondía de nada porque se le llamaba tarde. No saludó a nadie; separó
a Reyes de un empujón del lado de su esposa; a esta la hizo tenderse
sobre el lecho, y en las mismas narices del pasmado Bonis, le pidió tal
clase de utensilios, que a él, el padre futuro, se le figuró que lo que
el ilustre comadrón exigía eran materiales para fabricar un cordel con
que ahogarle al hijo.
Sebastián, escéptico en todo desde que había dejado el romanticismo y
engordado, se sonreía, asegurando en voz baja que la cosa no era para
tan pronto.
D. Venancio se apresuraba, tomando medidas con ademanes de bombero en
caso de incendio. Siempre hacía lo mismo. Sebastián le había visto en
muchas ocasiones, que no eran para referirlas.
Marta creyó que en el papel de niña inocente que la había tocado en
aquella comedia, había esta acotación: Vase. Y se retiró al comedor,
donde encontró a Minghetti, que mojaba bizcochos en Málaga. No estaba
alegre como solía.
Desde allí se oían, de tarde en tarde, los gritos de Emma como si los
diera con sordina.
Marta miraba al italiano con curiosidad maliciosa. «¡Cosas del mundo!»
pensaba la alemana, que en el fondo, para sus puras soledades, era más
escéptica que Sebastián. «¡Este aquí como si nada le importara, y el
otro infeliz!...». Minghetti seguía mojando bizcochos y bebiendo Málaga.
Acabó por fijarse en la mirada insistente y expresiva de Marta. Tomó el
rábano por las hojas, y acercándose a la rozagante alemana, cuando ella
creía que le iba a revelar un secreto, a hacer alguna íntima
confidencia..., la cogió por el talle y le selló la boca con un beso
estrepitoso.
El grito de Marta se confundió con otro de los lejanos que lanzaba la
parturienta.


-XVI-

«¡Iba a ser padre!» A tal idea, en su cerebro estallaban las frases
hechas como estampidos de pólvora en fuegos de artificio. Con gran
remordimiento notaba Reyes que su corazón tomaba en el solemne suceso
menos parte que la cabeza... y la retórica. Aquella _dignidad nueva_, la
primera, en rigor, de su vida, a que _era llamado_, ¿por qué le dejaba, en
el fondo, un poco frío? Sobre todo, ¿por qué no amaba todavía al hijo de
sus entrañas, en cuanto hijo, no en cuanto _concepto_?... «¿Hijo o hija?
Misterio--pensó Bonis, que en aquel instante dudaba de la sanción que la
realidad presta a las corazonadas--. Tal vez hija; aunque, ¡Dios no lo
quiera! Misterio».
Y levantó el embozo de la cama, y se metió entre sábanas.
Aquello de acostarse, siquiera fuese por pocas horas, le parecía algo
como una _abdicación_. «Era el papel de esposo, llegado el trance del
alumbramiento, demasiado pasivo, desairado». Bonis tenía comezón de
hacer algo, de intervenir directa y eficazmente en aquel negocio, que
era para él de tan grave importancia.
Más era: aunque la razón le decía que en casos tales todos los maridos
del mundo tenían muy poco que hacer, y que todo era ya cosa de la madre
y del médico, se le antojaba que él estaba siendo allí todavía más
inútil que los demás padres en igual situación; que se le arrinconaba
demasiado, que se prescindía demasiado de él.
Sin embargo, lo que le había dicho D. Venancio no tenía vuelta de hoja.
--Usted, amigo Bonifacio, a la cama; a la cama unas cuantas horas, porque
esto puede ser largo, y vamos a necesitar las fuerzas de todos; y si no
descansa usted ahora, no podrá servir como tropa de refresco cuando se
necesite.
«Bien; esto era racional». Por eso se acostaba, porque él siempre se
rendía a la razón y a la evidencia, y pensaba rendirse aún más, si
cabía, ahora que iba a ser padre y tenía que dar ejemplo. Pero lo que no
tenía razón de ser era el despego de todos los demás, Emma inclusive, y
las miradas y gestos de extrañeza con que recibían sus alardes de
solicitud paternal y marital todos los que andaban alrededor de su
mujer. Doña Celestina, la matrona matriculada, que había venido por
consejo de D. Venancio; el marido de la partera, D. Alberto, que también
andaba por allí; Nepomuceno, Marta, Sebastián y hasta el campechano
Minghetti, si bien este le miraba a ratos con ojos que parecían revelar
cierto respeto y algo de pasmo.
Recapacitando y atando cabos, Bonis llegó a recordar que Serafina misma
le había querido dar a entender, de tiempo atrás ya, que el nacimiento
de su hijo, el de Bonis, era cosa que no debía tomarse con calor; el
mismísimo Julio Mochi, en cierta carta escrita meses antes desde la
Coruña, le hablaba del asunto y de su entusiasmo paternal con una
displicencia singular, con palabras detrás de las cuales a él se le
antojaba ver sonrisas de compasión y hasta burlonas. Pero, en fin, lo de
Serafina y lo de Mochi podían ser celos y temor de perder su amistad y
protección. Serafina veía, de fijo, en _lo que_ iba a venir un rival, que
acabaría por robarla del todo el corazón de su ex amante, de su buen
amigo... «¡Pobre Serafina!». No, no había que temer. Él tenía corazón
para todos. La caridad, la fraternidad, eran compatibles con la moral
más estricta. Sin contar con que... francamente, aquello del amor
paternal no era cosa tan intensa, tan fuerte, como él había creído al
verlo de lejos. ¡Ca! No se parecía a las grandes pasiones ni con cien
leguas. ¿Dónde estaba aquella íntima satisfacción egoísta que acompaña a
los placeres del amor y de la vanidad halagada? ¿Dónde aquel sonreír de
la vida, que era como el cuadro que encerraba la dicha en los momentos
sublimes de la pasión?
Esto era otra cosa; un sentimiento austero, algo frío, poético, eso sí,
por el misterio que le acompañaba; pero más tenía de solemnidad que de
nada. Era algo como una investidura, como hacerse obispo; en fin, no era
una alegría ni una _pasión_.
Y daba vueltas Bonis en su lecho, impaciente, como en un potro,
conteniéndose tan sólo por cumplir el racional precepto de D. Venancio.
«Claro, hay que descansar; puede parir esta noche, o no parir hasta
mañana... o hasta pasado. Pueden ser todos estos gritos falsa alarma.
¡Buena es ella! Si no fuera porque don Venancio ha tocado la criatura....
todavía me escamaba yo. Pero, de todas suertes, Emma es capaz de
quejarse de los dolores un mes antes de lo necesario. Sí, durmamos.
Puede esto ir para largo y tener que velar mucho.... Si me dejan esos
intrusos. Lo que extraño es que Emma, que siempre me ha tenido por
enfermero, y casi casi por mesilla de noche, no me llame ahora a su
lado. ¡Mujer más rara! Y ahora que yo la ayudaría con tanto gusto».
El calorcillo de las sábanas, que empezaba a sonsacarle el sueño,
inclinándole a las visiones vagas, a la contemplación soporífera de
imágenes y recuerdos halagüeños, le hizo pensar, suspirando:
--¡Si hubiese sido mi mujer Serafina, y este hijo suyo, y yo algo más
joven!
Como si el pensar y el desear así hubiera sido una navajada, allá en sus
adentros, no sabía dónde, Bonis sintió un dolor espiritual, como una
protesta, y en los oídos se le antojó haber sentido como unas
burbujillas de ruido muy lejano, hacia el cuarto de su mujer; una cosa
así como el lamento primero de una criaturilla.
--¡Dios mío, si será!...--Sin querer confesárselo, sintió un remordimiento
por lo que acababa de pensar, y la superstición le hizo creer que su
hijo nacía en el mismo instante en que el padre renegaba en cierto modo
de él y de su madre.
--¡Alma de mi alma!--gritó Bonis, echándose de un salto al suelo--; ¡sería
eso como nacer huérfano de padre! ¡Hijo mío! ¡Emma, Emma, mujercita mía!
Se abrió la puerta de la alcoba, y antes que nada, Bonifacio oyó
distinto, claro, el quejido sibilítico de un recién nacido. «¡Su propia
carne volvía a nacer llorando!».
--¡Un niño, tiene usted un niño, señor!--gritaba Eufemia, que entraba como
un torbellino y llegaba hasta tocar al pasmado Bonis, sin reparar en que
estaba el señorito en camisa en mitad de la alcoba. Ni ella ni él veían
esto; la criada estaba entusiasmada, enternecida; Bonis se lo agradecía
en el alma, mientras se ponía los pantalones al revés y tenía que
deshacer la equivocación, temblando, anhelante, dudando si romper una
vez más con lo _convencional_ y echar a correr en calzoncillos por la casa
adelante. Pero no; se vistió a medias, y tropezando con paredes, y
puertas, y muebles, y personas, llegó al pie del lecho de su esposa.
En el regazo de doña Celestina vio una masa amoratada que hacía
movimientos de rana; algo como un animal troglodítico, que se veía
sorprendido en su madriguera y a la fuerza sacado a la luz y a los
peligros de la vida; Bonis, en una fracción de segundo, se acordó de
haber leído que algunos pobres animalejos del mar, huyendo de sus
enemigos más poderosos, se resignaban a vivir escondidos bajo la arena,
renunciando a la luz por salvar la vida: en prisión eterna por miedo del
mundo. Su hijo le pareció así. ¡Había tardado tanto! Se le figuró que
nacía a la fuerza, que se le hacía violencia abriéndole las puertas de
la vida....
--¡Coronado, Bonis, coronado!--decía una voz débil y mimosa, excitada,
desde la cama.
Bonis, sin entender, se acercó a Emma y le dio un abrazo, llorando.
Emma lloraba también, nerviosa, muy débil, demacrada, convertida en una
anciana de repente. Se apretó al cuello de su marido con la fuerza con
que ella se agarraba a la vida, y como quejándose, pero sin la voz agria
de otras veces, siguió diciendo:
--¡Coronado, Bonis, coronado, ¿sabes?, estuvo coronado!
--¡Claro, como que nació de cabeza!--gritó D. Venancio, que estaba al otro
lado del lecho, con los brazos remangados, con algunas manchas de sangre
en la camisa y en el levitón, sudando, muy semejante a un funcionario
del Matadero.
--¡Pero estuvo mucho tiempo coronado..., Bonis!
--Sí, siglos--dijo el médico.
--A ti no se te dijo; se te hizo marchar; pero hubo peligro, ¿verdad, D.
Venancio?
--Pero, hija mía, si acababa de acostarme....
--Sí; pero hace mucho tiempo que la cosa estaba próxima... estaba
coronado... y no se te decía por no asustarte... ¡hubo peligro!...
Y Emma lloraba, con algún rencor todavía contra el peligro pasado, pero
más enternecida por el placer de vivir, de haberse salvado, con el alma
llena de un sentimiento que debía ser de gratitud a Dios y no lo era,
porque ella no pensaba en Dios; pensaba en sí misma.
--Vaya, vaya, menos charla--gritó D. Venancio; y escondió con el embozo
los hombros de Emma.
--Y ahora, ¡cuidado con dormirse!
--No, hija mía, dormir, no; eso sí que sería peligroso--exclamó Bonis con
un escalofrío. La idea de la muerte de su mujer se le pasó por la
imaginación como un espanto. ¡Morir ella! ¡Quedar él sin madre! Y se
volvió a su hijo, que lloraba como un profeta.
¡Oh portento! En aquel instante vio en el rostro del recién nacido,
arrugado, sin gracia, lamentable, la viva imagen de su propio rostro,
según él lo había visto a veces en un espejo, de noche, cuando lloraba a
solas su humillación, su desventura. Se acordó de la noche que había
muerto su madre; él, al acostarse, desolado, se había visto en el espejo
de afeitarse, distraído, por hábito, para observar si tenía ojeras y la
lengua sucia, y había notado aquella expresión tragicómica, aquella cara
de mono asfixiándose, que era tan diferente de la que él _creía poner_ al
sentir tanto, de modo tan puro y poético. Aunque era de facciones
correctas, llorando se _ponía_ muy feo, muy ridículo, con un gesto
parecido al que daba a su cara la música más sentimental, interpretada
en la flauta de Valcárcel. Su hijo, su pobre hijo, lloraba así: feísimo,
risible y lamentable también. Pero... ¡era su retrato! Sí, lo era con
aquella expresión de asfixia. Después, al serenarse un poco, gracias a
un trago de agua azucarada, que debió de parecerle una inundación
agradable, hizo una mueca con boca y narices, que llevó a Bonis al
recuerdo del abuelo. «¡Oh, como mi padre! ¡Como yo en la sombra!».
Y al mismo tiempo que sentía como un descanso espiritual, y un orgullo
animal, de macho, el remordimiento de haber engendrado le punzaba con
los primeros dolores de la paternidad, que van formando, por aglomerados
de sobresaltos, penas extrañas, que lastiman como propias, la santa
caridad del amor a los hijos.
La conciencia le decía a Bonis: «Ya no volveré a estar alegre, sin
cuidados; pero ya no seré jamás infeliz del todo... si me vive el hijo».
El mundo adquiría de repente a sus ojos un sentido sólido, positivo; se
hacía él más de la tierra, menos de lo ideal, de los ensueños, de las
nostalgias celestiales; pero también la vida se hacía más seria; seria
de una manera nueva.
El niño seguía llorando, a pesar de que ya tenía un abrigo, unas
mantillas bordadas y muy limpias, que a Bonis le parecían impropias de
la solemnidad del momento y muy incómodas. «¡Oh, sí; se parecía a él
en... el gesto, en el modo de quejarse de la vida! Podrían no ver los
demás aquella semejanza; pero él estaba seguro de ella, como de una
contraseña. Era el hijo de sus entrañas, tal vez también de sus
cavilaciones y de sus _sensiblerías_, no sospechadas por el mundo, ni aun,
en rigor, por Serafina».
Algunas horas después, cuando había desaparecido de allí D. Venancio y
todo el aspecto de matanza, o por lo menos de cosa sucia que tenían
aquellos grandes lances vistos de cerca, Bonis consintió que Emma
volviera a hablar largo y tendido, y hasta intervinieron en la
conversación los parientes y amigos.
¡Qué de recuerdos evocaba la de Valcárcel! Pero todos eran de la línea
materna. Resucitaba en ella la antigua manía patronímica y gentilicia.
--¡Tío, tío! ¡Sebastián, Sebastián! A ver: ¿a quién se parece Antonio?
--¿Quién es Antonio?--preguntó Marta.
--Pues, hija, el amo de la casa: mi hijo. Se llama Antonio, para mis
adentros, desde el momento en que yo tuve cabeza para pensar en algo que
no fuese el peligro y el dolor.
--Pues se parece--dijo Sebastián--, al héroe de las Alpujarras... a su
tocayo don Antonio Diego Valcárcel y Merás, fundador de la noble casa de
los Valcárcel.
--Y que no lo digas en broma. Que traigan el retrato y se verá.--Y no hubo
más remedio. Entre dos criados y Sebastián descolgaron al ilustre abuelo
restaurado, y se le cotejó con el hijo de Bonis, que la madre sacó del
calor de su lecho. Unos encontraron el parecido, aunque remoto; otros lo
negaron entre carcajadas. Antonio lloraba, y Bonis le seguía viendo la
semejanza consigo mismo, según se había visto al espejo la noche en que
murió su madre; pero lo que a su juicio se acentuaba por horas era el
parecido con Reyes abuelo, con don Pedro Reyes, sobre todo en una arruga
de la frente, en las líneas de la nariz y en la mueca característica de
los labios.
Marta, sin motivo legítimo, estaba contrariada, y había puesto el gesto
de vinagre que a veces se le asomaba al rostro sin saberlo ella, y la
hacía más vieja y más fea; gesto que particularmente se le descubría
cuando envidiaba algo, cuando se sentía deslumbrada. Veía en el bautizo
el eclipse de su boda.
--A mí--dijo--, Antoñito no me recuerda ni el tipo Valcárcel, ni el tipo
Reyes. Parece extranjero. Chica, tú has soñado con algún príncipe ruso.
Las de Ferraz, que ya estaban allí, rieron la gracia, fingiendo no
encontrarle malicia.
Los demás callaron, sorprendidos ante la audacia.
Emma no vio el epigrama; Bonis tampoco.
Bonis vio que se seguía hablando de los Valcárcel, de si el niño se
parecería a su abuelo, si sería abogado, si sería jugador, como tantos
otros de su familia; se amontonaban los recuerdos del linaje, buenos y
malos. Nadie se acordaba de los Reyes pretéritos para nada.
Antonio seguía llorando, y a Bonifacio le faltaba poco.
«¡Su padre! ¡Su madre! ¡Si vivieran! ¡Si estuvieran allí!».
Bonis, en cuanto pudo, huyó del ruido. Dejó a los demás, ya que les
divertían, todas las solemnidades y quehaceres propios del caso.
Mientras el niño dormía y no se le permitía verle, y Emma, ya menos
nerviosa, pero más fatigada, con un poco de calentura, volvía a su
antiguo despego y lo echaba de su presencia en no necesitándole,
Bonifacio se recogía a la soledad de su alcoba, y en idea contemplaba al
hijo.
--¡Sí, hijo, sí!--se decía con el rostro hundido en la almohada--. Hijo
tenía que ser. Me lo decía la voz de Dios. Hijo. Mi único hijo....
Emma, durante todo el primer día, estuvo sentimental, excitada; su
marido creyó que la maternidad iba a transformarla, pero a la mañana
siguiente despertó con bastante calentura y nada tierna; cuando la
postración se lo consentía, rabiaba en la medida de sus fuerzas. Le
hablaron del puerperio, de sus peligros, y sintió nuevo terror. Se
llegaba a olvidar del chiquillo que tenía entre las sábanas, y no quería
enseñarlo a nadie, ni a su padre, por no revolverse ella y coger frío.
Bonis no podía ver a su hijo sino en las ocasiones solemnes de mudarlo
doña Celestina. De hora en hora lo cambiaba. Según se iba pareciendo más
a cualquier recién nacido, perdía aquella semejanza que consigo mismo le
había encontrado Bonis en el primer momento. Empezaba Reyes a
desorientarse. Además, tuvo que renunciar a llamarle Bonifacio o Pedro,
porque Emma desde luego empezó a exigir que se le llamara Antonio, aun
antes de bautizarle. Se le llamaría Antonio Diego Sebastián, porque
Sebastián iba a ser el padrino. Por todo pasó Bonifacio. No quería
disturbios todavía; podía hacerle daño a Emma cualquier disgusto. No,
ahora no. Todo lo aplazaba. ¿No estaba él decidido a ser muy enérgico?
¿No estaba decidido a salvar, si era tiempo, los intereses de su hijo, y
a darle el ejemplo de la propia dignidad? Pues no había para qué
precipitar las cosas. Tampoco quiso, por lo pronto, tener explicaciones
con Nepomuceno. Tiempo había. Sin embargo, las circunstancias le
obligaron a anticipar en este respecto su actitud enérgica. Ello fue que
de Cabruñana, concejo de la marina donde los Valcárcel tenían algunas
_caserías_, procedentes de bienes nacionales, llegaron malas noticias
respecto de cierto mayordomo de segundo orden, que allí hacía mangas y
capirotes de las rentas de Emma, perdonando anualidades atrasadas, o por
lo menos aplazando el cobro indefinidamente, colocando por su cuenta a
réditos el dinero cobrado; _en suma_, explotando en provecho propio los
bienes de sus amos. Nepomuceno no quería dar importancia a la denuncia.
Se trató el asunto a la hora de cenar, y cuando don Juan y el primo
convinieron en que se hiciera la vista gorda, con gran sorpresa de todos
los presentes, que eran aquellos Valcárcel y los Körner, Bonifacio, con
voz temblorosa, pero firme, aguda, chillona, pálido, y dando golpecitos
enérgicos, aunque contenidos, con el mango de un cuchillo sobre la mesa,
dijo:
--Pues yo veo la cosa de otra manera, y mañana mismo, ya que el bautizo
se retarda, porque no quiere Emma que el niño se constipe con este mal
tiempo, mañana mismo, aunque lo siento, tomo yo el coche de Cabruñana y
me voy a Pozas y a Sariego, y le ajusto las cuentas al señor de Lobato.
No quiero que se nos robe más tiempo.
Hubo un silencio solemne. Bonis no vaciló en compararlo al que precede a
la tempestad. Por de pronto, era el que trae consigo lo sorprendente, lo
inaudito. Comprendía Reyes que estaba allí solo, que los Valcárcel y sus
futuros afines los Körner se lo comerían de buen grado. No era que él no
estuviera azorado, casi espantado de su audacia; lo estaba. Pero ya se
sabía que un diligente padre de familia tiene que ser un héroe.
Empezaban los sacrificios, y bien que dolían; pero adelante. La seriedad
de la nueva lucha se conocía en eso, en el dolor.
Todos miraron a Bonis, y después a don Nepo, que era el llamado a
contestar.
Don Juan, que era sumamente moroso y tranquilo, había cambiado mucho con
las enseñanzas y excitaciones de Marta. Además, fiaba mucho de la
debilidad y de la ignorancia del enemigo. No se anduvo por las ramas. Se
fue derecho al bulto. Nada de eufemismos. Sólo en el tono de la voz,
sereno, reposado, había cierta lenidad.
--¿Eso de robaros, supongo que no lo dirás por mí?
Si las palabras de Bonis eran un guante, quedaba recogido con toda
arrogancia. Antes que contestara Reyes, don Nepo miró satisfecho a su
novia, que aprobó su valentía con la mirada.
En aquel momento Bonis, que no esperaba una batalla decisiva, un duelo a
muerte como aquel, se acordó con terror del anónimo de dos días antes,
que había olvidado en absoluto, por la gravedad de los acontecimientos.
--El purgatorio es esto--pensó--. Yo he pecado. Yo he dilapidado, yo he
_robado_ el caudal de mi hijo, y ahora estoy en el purgatorio, que es así,
hecho de lógica y ética, nada más que de lógica y ética.
--¡Por Dios, tío!--dijo pausadamente y procurando que en su voz hubiese
mesura y entereza--. ¡Por Dios, tío, cómo lo he de decir por usted! Lo
digo por Lobato, que es un gran ladrón.
--Un ladrón consentido por mí años y años, si hemos de creer lo que dice
Pepe de Pepa José, el denunciante quejoso.... Por lo visto, Lobato y yo
estamos de acuerdo para arruinaros a vosotros, para acabar con los
bienes de Cabruñana.
--Nadie dice eso, tío; nadie dice....
--Lo que yo digo, señor Reyes--y el señor don Juan Nepomuceno dio un
puñetazo, no muy fuerte, sobre la mesa--, es que tú no eres un hombre
práctico, y que te sienta mal el papel que quieres inaugurar al
estrenarte de padre de familia.
Una carcajada de Marta, seca, estridente, que quería ser una serie de
bofetadas, resonó en el comedor, con pasmo de sus mismos aliados. Todos
se miraron sorprendidos. Marta, con el rostro de culebra que se infla,
repitió la carcajada, mirando con cinismo a Bonis.
El cual miró también a su buena amiga sin comprender palabra de aquella
risa inoportuna.
Y prosiguió don Nepo:
--Un hombre práctico, de experiencia en los negocios, no exagera el celo
ni el recelo, ni cree en habladurías. Bueno sería que yo, v. gr., fuera
a creer lo que me decía un anónimo que recibí hace días, asegurándome
que tú habías cobrado dos mil duros de una restitución hecha bajo
secreto de confesión a la herencia de tu suegro.
--¡Todo lo que yo cobrase sería mío!--exclamó con voz clara, alta,
positivamente enérgica, el amo de la casa, poniéndose en pie, pero sin
dar puñadas sobre la mesa.
En pie se pusieron todos.
--¡Tuyo no es nada!--contestó el primo Sebastián, que adelantó un paso
hacia Bonis, ofreciendo a la consideración de los presentes su fornida
musculatura, su corpachón que parecía una fortaleza. Marta, sin pensar
en lo que hacía, le apoyó una mano sobre el hombro, como animándole al
combate. Se conoce que confiaba más en la pujanza del primo que en la
del tío, su futuro.
Bonis se veía metido en la _escena_ que había querido aplazar, antes de
tiempo, fuera de razón, torpemente.
--Señores, no hagamos ruido, que no hay para qué. Lo que yo no consiento
a nadie, y juro a Dios que no lo consentiré, es que se alborote ahora.
Lo primero es mi mujer, y si ella se entera de esto... puede haber una
desgracia... ¡y pobre del que la provocara!
Todos se sintieron sobrecogidos. Bonis parecía otro.
El mismo Sebastián, que era positivamente bravo y fuerte, y muy capaz de
arrojar por el balcón al _escribiente de su tío_, se achicó un tanto por
lo que él calificó de fuerza _moral_ de aquellas palabras, y de aquel
gesto y de aquel tono.
Todos comprendieron que el pobre Bonis estaba dispuesto a morder y
arañar para impedir que la salud de Emma peligrase.
--Sin ruido, sin ruido se puede discutir todo--dijo don Nepo, que quería
hacer hablar al _imbécil_ para ver por dónde desembuchaba y qué leyes le
había metido en la cabeza el abogadillo flamante.
--Sin ruido y sin apasionamiento--se atrevió a apuntar el respetable y
mofletudo Körner, que se creía en el caso de intervenir en sentido
conciliador.
--Es verdad--dijo Bonis--. La pasión no conduce a nada nunca, nunca....
--Justamente--prosiguió el alemán--. Y fácil les será a ustedes ver que
aquí, en rigor, no hay nada.... Ni Bonifacio desconfía del tío, ni el tío
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