Su único hijo - 05

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¿qué está usted haciendo ahí, criatura?... ¿No le digo... a usted que....
ya no me debe nada?
--Sr. García... celebraría estar de buen humor para poder seguírselo a
usted....
--¡Señor diablo!, le digo a usted que ayer mismo _me he reintegrado_ de esa
cantidad insignificante.
--¿Ayer?... usted... ¿quién?...
Lo que tenía atravesado en la garganta el escribano había saltado sin
duda al gaznate de Reyes, porque el infeliz se atragantó también.
--A ver, D. Benito, explíquese usted... ¡por los clavos de Cristo!...
--Muy sencillo, amigo mío. Ayer de tarde, en el Casino, D. Juan
Nepomuceno, su tío de usted....
--No es mi tío....
--Bueno... su....
--Bien, adelante; el tío... ¿qué?
--Pero hijo, ¿qué le pasa a usted? Está usted palidísimo, le va a dar
algo, ¿será el calor? Abriré aquí...
--No abra usted... hable, hable; el tío... ¿qué?
--Pues nada; que hablando de negocios, vinimos a parar en las
probabilidades del resultado de esa industria que van a montar ustedes
con el dinero de las últimas enajenaciones.
--¿Una industria? Que vamos a montar... ¿nosotros?...
--Sí, hombre, la fábrica de productos químicos.
--¡Ah!, sí, bien; ¿y qué?
Bonifacio había oído en casa, a los parientes de su mujer, algo de
productos químicos, pero no sabía nada concreto.
--¡Al grano!--dijo más muerto que vivo.
--Yo... con la mayor inocencia del mundo, le pregunté a su señor....
pariente si el dinero que usted acababa de tomar, honrándome con su
confianza, era para los gastos primeros... para algún ensayo; para
muestras de... qué sé yo...; en fin, que se me había metido en la cabeza
que era para la fábrica. D. Juan... me miró con aquellos ojazos que
usted sabe que tiene. Tardó en contestarme; noté eso, que tardaba en
hablar. En fin, encogiendo los hombros, me dijo: «Sí, efectivamente,
para gastos preliminares, de preparación... pero tengo orden, ahora que
me acuerdo, de pagar a usted inmediatamente ese dinero». Yo, la verdad,
extrañaba que haciendo tan pocas horas que usted había recogido los
cuartos... pero a mí, ¿quién me metía en averiguaciones?, ¿no es eso? En
fin, que nos citamos para esta su casa a las diez de la noche, y a las
diez y cuarto estaba aquí D. Juan Nepomuceno con seis mil reales en
plata. Esta es la historia.
¡Aquella era la historia!, pensó Reyes desde el abismo de su postración.
Estaba aturdido, se sentía aniquilado. El tío lo sabía todo... y ¡había
pagado! ¿Y Emma? Al acordarse de su mujer experimentó aquella ausencia
de las piernas, sensación insoportable que nunca faltaba en los grandes
apuros.
Callaban los dos. El notario comprendió que allí había gato encerrado;
«algún misterio de familia», pensaba él. Pero como había cobrado su
dinero, de lo que estaba muy contento, como se había _reintegrado_, sabía
contener su curiosidad, que dejaba paso a la más exquisita prudencia.
Allá ellos, se decía, y seguía callando.
Rompió el silencio Bonis, diciendo con voz sepulcral:
--Si usted hiciera el favor de mandar que me sirvieran un vaso de agua.
--Con mil amores.
Una maritornes sucia y muy gorda presentó el agua con un panal de azúcar
cruzado sobre el vaso.
--Gracias; sin azúcar. Nunca tomo azúcar en el agua. Gracias.
Esto lo decía Bonis con los ojos estúpidos clavados en el rostro risueño
y soez de la moza; lo decía con una voz y un tono como los que emplean
los cómicos al despedirse del pícaro mundo al final de un tercer acto,
cuando están con el alma en la boca y un puñal en las entrañas.
El agua le calmó y dio cierta fuerza. Pudo levantarse y despedirse. No
pensó en dar explicaciones ni disculpas. Su silencio era muy ridículo,
es claro. ¿Qué estaría pensando aquel señor? Lo menos, que él estaba
loco. Bien, ¿y qué? Valiente cosa le importaba en aquel momento a Bonis
que se riera de él el mundo entero. ¡Nepomuceno había pagado los seis
mil reales! Esto, esto era lo terrible. ¿Volvería a casa? ¿Se escaparía?
Viéndole tan conmovido, D. Benito, el Mayor, no quiso hablar una palabra
más sobre el asunto misterioso; sin tirarle de las orejas ni andarse con
cuchufletas, le despidió muy serio, con rostro compungido como
acompañándole en una desgracia tan respetable cuanto desconocida para
él; y después de conducirle hasta el primer tramo de la escalera, se
volvió a su despacho. Sólo entonces se le ocurrió esta diabólica idea:
--Aquí hay gato, es claro; a mí no me importa; pero si... es una
hipótesis, si hubiera podido haber un medio... así... verosímil....
legal... de... de cobrar yo mis seis mil reales, al tío primero, y
después otros seis mil al sobrino.... Disparate, absurdo; corriente; pero
hubiera tenido gracia.
Y dando un patético suspiro, se frotó las manos; y renunciando al ideal
de cobrar dos veces, no pensó más en aquello y volvió a sus negocios.
En cuanto a Reyes, al llegar al portal, donde trabajaba y comía un
zapatero de viejo, tuvo varias ideas y un desmayo. Las ideas fueron las
siguientes: «Ese farsante de ahí arriba me ha engañado, he debido tener
valor para acogotarle, o, por lo menos, para decirle cuántas son cinco.
Miente como un bellaco; el tío Nepomuceno ha pagado porque este traidor
no se fiaba de mí; me conoció en la cara que yo no podía sacar de
ninguna parte seis mil reales y se fue al otro... y cantó... Verdad es
que yo no le había encargado el secreto. Pero se suponía que lo
necesitaba; debía de conocérseme en la cara; y a él acudí por su fama de
discreto, de hombre de mucho sigilo.... Voy a volver arriba a matarle,
exprofeso...».
Y cuando pensaba en esto, fue cuando sintió absoluta necesidad de
dejarse caer. Cayó sentado en el portal y se le fue la cabeza. El
zapatero acudió en su auxilio. Cuando volvió en sí Reyes, sintió, como
la noche anterior, que le regaban la cara con agua fresca. Y medio
delirando, dijo:
--Gracias... sola, sin azúcar.


-VII-

Dio expresivas muestras de gratitud al zapatero, que se ofreció a
acompañarle a su casa y salió, sacando fuerzas de flaqueza, a paso
largo, sin saber adónde iba. «Yo debía tirarme al río», se dijo. Pero
enseguida reflexionó que ni por aquella ciudad pasaba río alguno, ni él
tenía vocación de suicida. Pasó junto al café de la Oliva, donde solía
tomar Jerez con bizcochos algunos domingos, al volver de misa mayor, y
el deseo de un albergue amigo le penetró el alma. Entró, subió al primer
piso, que era donde se servía a los parroquianos. Se sentó en un rincón
oscuro. No había consumidores. El mozo de aquella sala, que estaba
afinando una guitarra, dejó el instrumento, limpió la mesa de Reyes y le
preguntó si quería el Jerez y los bizcochos.
--¡Qué bizcochos!, no, amigo mío. _Botillería_, eso tomaría yo de buena
gana. Tengo el gaznate hecho brasas....
El mozo sonrió compadeciendo la ignorancia del señorito. ¡_Botillería_ a
aquellas horas!
--Ya ve usted... _botillería_ a estas horas....
--Es verdad... es un... anacronismo. Además, el helado por la mañana hace
daño. Tráeme un vaso de agua... y échale un poco de zarzaparrilla.
Debe advertirse que Bonifacio y el mozo, al hablar de _botillería_,
estaban pensando en el helado de fresa que allí, en el café de la Oliva,
se hacía mejor que en el cielo, en opinión de todo el pueblo.
Servido Reyes, el mozo volvió a su guitarra, y después de templarla a su
gusto, la emprendió con la marcha fúnebre de Luis XVI.
Al principio Bonis saboreaba la zarzaparrilla inocente sin oír siquiera
la música. Pero la vocación es la vocación. Al poco rato «su espíritu se
fue identificando con la guitarra». La guitarra, para Bonis, era a los
instrumentos de música lo que el gato a los animales domésticos.... El
gato era el amigo más discreto, más dulce, más perezosamente mimoso....
la guitarra le acariciaba el alma con la suavidad de la piel de gato,
que se deja rascar el lomo.
Las trompetas y tambores que imitaban las cuerdas, ya tirantes, ya
flojas, le hicieron a Reyes _ponerse en el caso_ del rey mártir; y se
acordó de la frase del confesor: «Nieto de San Luis, sube al cielo». Lo
había leído en Thiers en la traducción de Miñano. Muy a su placer se
sintió enternecido. Sabía él que sólo el sentimentalismo podía darle la
energía suficiente, o poco menos, para afrontar su «terrible» situación
cara a cara con _todos los suyos_, o, mejor dicho, _todos los de su mujer_.
Sí, era preciso armarse de valor, ir al suplicio con el espíritu firme
del desgraciado rey mártir. Para él era el suplicio la presencia de Emma
y de Nepomuceno.
El guitarrista dejó a Luis XVI en el panteón, y saltó a la jota
aragonesa.
Se lo agradeció Bonis, porque aquello edificaba; era el himno del valor
patrio. Pues bien, lo tendría, no patrio, sino cívico... o familiar... o
como fuese; tendría valor. ¿Por qué no? Es más, pensó que su pasión, su
gran pasión, era tan respetable y digna de defensa como la independencia
de los pueblos. Moriría al pie del cañón, a los pies de su tiple, sobre
los escombros de su pasión, de su Zaragoza....
--No disparatemos, seamos positivos--se dijo.
Y se llevó las manos a los bolsillos con gesto de impaciente
incertidumbre... ¿Si habría dejado aquellas onzas en casa del infame?...
No... estaban allí, en el bolsillo interior del gabán... ¡lo que era el
instinto! No recordaba cómo ni cuándo las había recogido y envuelto otra
vez en su cucurucho.
Después que palpó su tesoro, empezó a sentirlo por el peso, peso que le
oprimía dulcemente el pecho. Daba el dinero, aunque pareciera mentira a
un ser tan romántico, daba cierto calorcillo suave. «¡Siete mil reales!»
se decía; y experimentaba consuelo en sus tribulaciones; y sobre todo le
animaba la conciencia de un _valor cívico_ que nacía de la presión de
aquellas onzas... ¡Oh! Es indudable lo que dice el catedrático de
economía y geografía mercantil en la tienda de Cascos: «La riqueza es
una garantía de la independencia de las naciones». Si estos siete mil
reales fueran míos, yo afrontaría con menos miedo mi terrible situación.
Huiría al extranjero; sí, señor, me escaparía... ¡Y si ella me
acompañaba! ¡Oh!... ¡Qué felicidad!... Juntos... en aquel rincón de
Toscana o de Lombardía que ella conoce. Pero ¡ay!, siete mil reales eran
muy pequeña cantidad para compartirla con una dulce compañera. En
realidad, ¡qué pobre había sido él toda la vida! Había vivido de
limosna... y quería ser amante de una gran artista llena de necesidades
de lujo y de fantasía... ¡Miserable!... Se puso colorado recordando
ciertas reticencias maliciosas y alusiones tan embozadas como venenosas
de sus amigos envidiosos. El día anterior, el lechuguino, que en vano
había querido conquistar a la Gorgheggi, había dicho en la tienda de
Cascos:
--Estos señores creen que usted se entiende con la tiple, Sr. Reyes; pero
yo defiendo la virtud de usted... y le ayudo en su campaña para desarmar
la calumnia. Y mi argumento es este: «El Sr. Reyes sabe que una mujer de
estas es muy cara, y él no ha de querer arruinarse y arruinar a su mujer
por una cómica. Y sin regalos, y de los caros, es ridículo obsequiar a
una artista de tales pretensiones. Es usted demasiado discreto».
La verdad era que si hasta la fecha no había necesitado más dinero que
el prestado a Mochi, en adelante, si aquellas _relaciones se
formalizaban_... Sí, era indispensable disponer de cuatro cuartos. Por
muy desinteresada que se quisiera suponer a Serafina, y él la suponía
todo lo desinteresada que puede ser la mujer ideal (el _bello ideal_), era
indudable que si seguían tratándose y crecía la intimidad, llegarían
ocasiones en que alguno de los dos tendría que pagar algo, hacer algunos
gastos... y el ideal no llegaba al punto de exigir que pagase la mujer.
No, tendría que pagar él. Pero ¿con qué? «Con el dinero que tenía en el
bolsillo». Esto le dijo la _voz de la tentación_, pero la voz de la
honradez, antipática por cierto, contestó: «¡Ese dinero no es tuyo!». La
guitarra, que seguía hablando al alma de Bonis, se inclinaba al partido
de la tentación. La música le daba energía y la energía le sugería ideas
de rebelión, deseo ardiente de emanciparse... ¿De qué? ¿De quién? De
todo, de todos; de su mujer, de Nepomuceno, de la _moral corriente_, sí,
de cuanto pudiera ser obstáculo a su pasión. Él tenía una pasión, esto
era evidente. Luego no era rana, por lo menos _tan rana_ como años
seguidos había pensado.
Salió del café en un arranque de actividad que le sugirió también la
energía reciente, y tomó el camino de su casa dispuesto a afrontar la
situación y a no soltar los cuartos por lo pronto. Es claro que él
acabaría por hacer ingresar aquellos siete mil reales _en caja_; pero,
¿cuándo? No corría prisa.
Como en la calle ya no oía la guitarra del mozo del café, se le empezó a
aflojar el ánimo, y sin darse clara cuenta de sus pasos, en vez de
entrar en su casa se encontró en el vestíbulo del teatro. Era hora de
ensayo. Allí estaría Serafina de fijo. Tampoco le desagradó aquel cambio
instintivo de rumbo. Era otra prueba de que estaba muy enamorado.
Siempre había leído que los buenos amantes, en casos análogos, hacían lo
que él, seguir el misterioso imán del amor. ¡Oh!, y lo que él necesitaba
era estar bien seguro de que experimentaba una pasión _fatal_, invencible.
Averiguado esto, todas las consecuencias, fatales también, las reputaba
legítimas.
Ocho días después Bonis no se conocía a sí mismo, y se alegraba: es más,
ni pensaba en conocerse.
Serafina era suya, y él, por supuesto, era de Serafina, hasta donde
podía serlo aquel mísero esclavo de su mujer. Caricias como las de la
italiana-inglesa, Reyes ni las había soñado. «¡Nunca creí que el _placer
físico_ pudiera llegar tan allá!», se decía saboreando a solas, rumiando,
las delicias inauditas de aquellos amores de _artista_. Sí, ella se lo
había asegurado, el amor de los artistas era así, extremoso, loco en la
voluptuosidad; pasaba por una dulcísima pendiente del arrobamiento
ideal, cuasi místico, a la sensualidad desenfrenada....
En fin, él veía visiones; pero ¡qué hermosas, qué sabrosas! Tenía que
confesar que «la parte _animal_, la bestia, el bruto, estaba en él mucho
más desarrollado de lo que había creído». No pensaría Bonis que el
inofensivo flautista que olía a aceite de almendras, tenía dentro de sí
aquel turcazo voluptuoso que se dejaba querer al estilo
artístico-oriental tan ricamente. Y, sin embargo, el alma, el espíritu
puro, velaba, ¡sí, velaba!, y Serafina era la primera en mantener aquel
fuego sagrado de la poesía. «¡Besos con música! El que no sabe lo que es
esto no sabe lo que es bueno. Niego que haya moralista con derecho a
reprenderme por mi pasión, si el tal nunca ha gustado esta delicia,
¡besos con música!...». Pero el mayor encanto, el éxtasis de la dicha,
estaba en otra parte; en la íntima alegría del orgullo satisfecho.
--Serafina me ama, me ama; estoy seguro; llora de placer en mis brazos,
no hay fingimiento, no; en la escena no sabe hacerlo tan bien; me quiere
de veras, le gusto, le gusto como _físico_ y como moral, digámoslo así.
¿Y dónde cabría mayor gloria que gustarle a ella, a la mujer _soñada_, a
la que él amaba como amante y madre y musa en una pieza?
Lo cierto era que la Gorgheggi, corrompida en muy temprana juventud por
Mochi, su maestro y protector, se vengaba de su tirano y de la pícara
suerte, y no sabía de quién más, arrojándose a la mayor torpeza, al
desenfreno loco en los amores temporeros que su infame corruptor y
amante insinuaba, favorecía y explotaba.
Mochi había seducido a su discípula para dominarla; mucho tiempo creyó
tener en ella una gloria futura y una renta de muchos miles de liras,
que pronto se empezarían a cobrar. La corrompió para unirla a su suerte;
después, cuando el desencanto llegó, las frías lecciones de la realidad
le hicieron ver que se había equivocado, que a su hermosa discípula la
faltaba algo y la faltaría siempre para llegar a verdadera estrella....
le faltaba la voz y la flexibilidad suficiente de garganta. Tenía mucho
gusto, sentía infinito, en el timbre había una extraña pastosidad
voluptuosa, que era lo que llamaba Bonis voz de madre; sí, hablaba aquel
timbre de salud, de honradez, de discreción femenina, de dulzura
doméstica; pero... era poca voz para los grandes teatros. Y, además, se
movía poco la garganta: como una virgen demasiado gruesa se parece a una
matrona, la voz de la Gorgheggi tenía, siendo ella aún muy joven, un
_enbonpoint_, decía Mochi, que la quitaba la agilidad, la esbeltez.... En
fin, ello era que, a pesar de estar él seguro de que allí había un
corazón y un talento de gran artista y un timbre originalísimo,
seductor... no teníamos verdadera estrella de primera magnitud. Esta
convicción que adquirió antes Mochi, llegó al cabo a la conciencia de
Serafina; mas fue el secreto mutuo, si vale decirlo así, de que jamás se
hablaba. Fue la tristeza común quien los unió más que su trato amoroso y
sus intereses; pero fue también el origen y causa permanente de ocultos
rencores, de humillaciones viles. Mochi, por amor propio, por vanidad de
hombre de negocios, no quiso dar su brazo a torcer, confesarse que se
había equivocado uniéndose a Serafina para explotarla. ¿No era una gran
artista? Pues era mediana, y era además una mujer muy hermosa, y, más
que hermosa, seductora. Pensando, como en una prueba de habilidad, en
que no se había casado con ella, en que podía separarse de su _negocio_ en
cuanto fuese gravoso, se atrevió a comerciar con su hermosura y él mismo
le puso delante la tentación. Serafina, la primera vez que cayó en ella,
cayó, como tantas otras, seducida por la vanidad, por la lujuria
exaltada de la mujer de teatro, por el interés: su primer amante, a
quien quiso un poco, de quien estuvo muy orgullosa, fue un General
francés, Duque, millonario. La venganza que Mochi se reservó para hacer
pagar a su discípula la infidelidad espontánea, que él mismo había
provocado, pero que le dolía, fue dejarla ver que él lo sabía todo y que
el Duque era su mejor amigo y protector. Los regalos que Serafina
ocultaba no eran la mitad del provecho que de tales relaciones había
sacado la compañía. Siempre sereno, siempre risueño, feroz y cruel en el
fondo, Mochi hizo comprender a su amiga que aquella tolerancia del
maestro continuaría, y que era indispensable para tener nivelados los
presupuestos de la sociedad. Lo que no hacía falta era explicarse
directamente; lo que allí hubiera sido repugnante, según el tenor, era
un pacto explícito; no hacía falta. Además, él continuaba siendo amante
de su discípula, y por rachas le entraba un verdadero amor a que ella
debía corresponder, o fingirlo a lo menos. Pero lo principal era lo
principal, y cuando se presentaba un partido, Mochi se reducía al papel
de marido que no sabe nada; esto ante Serafina; ante el nuevo galán no
era ni más ni menos que para el público, el maestro, _il babbo_ adoptivo.
El segundo devaneo de Serafina, en Milán, ya no fue espontáneo. Aceptó
como aceptaba una contrata en un teatro, porque lo exigía el _otro_,
Mochi. También ella creía de _buen gusto_ guardar las formas; hacía como
que engañaba a su amante y director artístico. Y algo le engañaba,
porque, vengándose a su vez de aquel miserable comercio a que se la
condenaba, daba a entender a Mochi que sólo por interés y obediencia
aceptaba los galanteos provechosos, y que en el fondo sólo a su maestro
quería.
Mochi creía algo de esto. «Sí, ella me quiere ya; y me quiere a mí sólo:
si no fuera así, se escaparía; con los demás finge por interés y por
obedecerme».
Lo cierto era que la Gorgheggi no amaba a su tirano y le había sido
infiel de todo corazón desde la primera vez; pero al verse vendida, le
dolió el orgullo; creía que Mochi estaba loco por ella, y cuando
advirtió que era cómplice de sus extravíos, lo cual demostraba que no
había tal pasión por parte del tenor, se sintió más sola en el mundo,
más desgraciada, y experimentó el despecho de la mujer coqueta que, sin
querer ella, desea que la adoren. Aquel comercio infame la dolía más que
la repugnaba; en su vida de teatro, en la que entró ya seducida,
enamorada del vicio, no había tenido ocasión de adquirir nociones de
dignidad ni de amor puro; aquella mezcla del amor y el interés le
parecía sólo producto de su oficio; que la hermosura tenía que ser el
complemento del arte para ganar la vida, lo admitía, sobre todo desde
que ella misma estuvo convencida de que jamás llegaría a ser _prima donna
assolutissima_ en los grandes teatros.
Pero lo que lastimaba lo que llamaba ella su corazón, era la complicidad
de Mochi. «Yo hubiera hecho lo mismo sola y él hubiera conservado mi
respeto y mi amistad y mis caricias cuando las quisiera, y el provecho
de estas infidelidades mías también se habría repartido. ¿Qué falta
hacía que él se mezclase en esto? No me dice nada, pero me empuja, me
echa en brazos de los que debiera considerar como rivales...».
Y esto era lo que ella quería que él pagase. ¿Cómo? Suponía la Gorgheggi
que aunque él no estuviera ya enamorado, se creía querido todavía; y
engañarle, arrojarse con ardor al vicio, al amor lucrativo; remachar los
besos que vendía, era su venganza.
Eso hacía, sin darse cuenta de que tomaba parte en aquellos furores de
lubricidad con aires de pasión, la lascivia, la corrupción de su
temperamento fuerte, extremoso y de un vigor insano en los extravíos
voluptuosos. Se entregaba a sus amantes con una desfachatez ardiente
que, después, pronto, se transformaba en iniciativa de bacanal, es más,
en un furor infernal que inventaba delirios de fiebre, sueños del hachís
realizados entre las brumas caliginosas de las horribles horas de
arrebato enfermizo, casi epiléptico.
Cuando su cuerpo macizo y bien torneado, suave y palpitante, cayó en los
brazos de Bonifacio Reyes, ya estaba ella un poco cansada de aquella
campaña terrible de _su venganza_, pero todavía sus arrebatos eróticos
eran manjar muy superior al estómago empobrecido por tibias aguas
cocidas del mísero escribiente de D. Diego.
Él estaba pasmado, además de vivir en perpetua embriaguez, casi en
alucinación constante. Creía sentir aquellas caricias sin nombre (él a
lo menos no sabía cómo llamarlas), a todas horas, en todas partes; se le
figuraba estar bañándose todo el día en los besos de Serafina; la veía,
la oía, la olía, la palpaba en todas partes, hasta en el cuarto de Emma,
entre las medicinas y mal olientes intimidades de la esposa enferma y
poco limpia. Le extrañaba a veces que su mujer no conociese que la otra
estaba allí, entre los dos, más cerca de él que ella misma.
«¡Qué mujer!--pensaba el infeliz a cualquier hora, en cualquier parte--.
¡Quién había de imaginar que había mujeres así! ¡Oh!... todo esto es el
arte... sólo una artista puede querer en esta forma tan....
deliciosamente exagerada».
Lo que más picante le parecía, lo que venía a remachar el clavo de la
felicidad, era el contraste de Serafina, quieta, cansada y meditabunda,
con Serafina en el éxtasis amoroso: esta mujer, toda fuego, que asustaba
con sus gritos y sus gestos de furiosa de amor; que hablaba, mientras
acariciaba, con una voz ronca, gutural, que parecía salir de la faringe
sin pasar por la boca, y que decía cosas tan extrañas, palabras que,
aunque pareciera mentira, aún eran excitantes en medio de los hechos más
extremosos de la pasión; esta mujer, diablo de amor, cuando el cansancio
material irremediable sobrevenía y llegaban los momentos de calma
silenciosa, de reposo inerte, tomaba aire, contornos, posturas, gestos,
hasta ambiente de dulce madre joven que se duerme al lado de la cuna de
un hijo. Las últimas caricias de aquellas horas de transportes báquicos,
las caricias que ella hacía soñolienta, parecían arrullos inocentes del
cariño santo, suave, que une al que engendra con el engendrado. Entonces
_la diabla_ se convertía en la mujer de la voz de _madre_, y las lágrimas
de voluptuosidad de Bonis dejaban la corriente a otras de enternecimiento
anafrodítico; se le llenaba el espíritu de recuerdos de la niñez, de
nostalgias del regazo materno.
Cuando, al separarse, ella recomponía su tocado, con ademán tranquilo,
familiar, echaba a la cabeza, en posturas de estatua, sus brazos de
Juno, sonreía con reposada placidez, dejando los rizos de la sonrisa
rodar en su boca y sus mejillas, como la onda amplia de curva suave y
graciosa del mar que se encalma; pensaba, mirando el rostro pálido del
aturdido amante, más muerto que vivo a fuerza de emociones, pensaba en
Mochi y se decía:
--¡Si le dijeran a ese miserable lo dichoso que acaba de ser este pobre
diablo! Todo, todo por venganza. ¡Él cree que este infeliz tiene que
contentarse con desabridas caricias; no sospecha que le estoy matando de
placer y que va a morir entre delicias!
Bonis también creía que aquella vida no era para llegar a viejo; pero, a
pesar de cierto vago temor a ponerse tísico, estaba muy satisfecho de
sus hazañas. Se comparaba con los héroes de las novelas que leía al
acostarse, y en el cuarto de su mujer, mientras velaba; y veía con gran
orgullo que ya podía hombrearse con los autores que inventaban aquellas
maravillas. Siempre había envidiado a los seres _privilegiados_ que, amén
de tener una ardiente imaginación, como él la tenía, saben expresar _sus
ideas_, trasladar al papel todos aquellos sueños en palabras propias,
pintorescas y en intrigas bien hilvanadas e interesantes. Pues ahora, ya
que no sabía escribir novelas, sabía hacerlas, y su existencia era tan
novelesca como la primera. Y buenos sudores le costaba, porque había
ratos en que su apurada situación económica, sus remordimientos y sus
miedos sobre todo, le ponían al borde de lo que él creía ser la locura.
No importaba; la mayor parte del tiempo estaba satisfecho de sí mismo.
Aquella ausencia de facultades expresivas, que según él era lo único que
le faltaba para ser un artista, estaba compensada ahora por la _realidad
de los hechos_; se sentía héroe de novela; no había sabido nunca dar
expresión a lo que era capaz de sentir; mas ahora él mismo, todos sus
actos y aventuras, eran la viva encarnación de las más recónditas y
atrevidas imaginaciones. Y si no, se decía, no había más que repasar su
existencia, fijarse en los contrastes que ofrecía, en los riesgos a que
le arrastraba su pasión y en la calidad y cantidad de esta. Emma, cada
día más aprensiva y más irascible, exigente y caprichosa, había llegado
a complicar el tratamiento de sus enfermedades reales e imaginarias
hasta el punto de que, el mismo Bonifacio, a pesar de su gran retentiva
y experiencia, había necesitado recurrir a un libro de memorias en que
apuntaba las medicinas, cantidades de las tomas y horas de
administrarlas, con otros muchos pormenores de su incumbencia. Como la
enferma no estaba muy segura de padecer todos los males de que se
quejaba, temerosa muchas veces de que las pócimas recetadas no fuesen
necesarias dentro del estómago y acaso sí perjudiciales, prefería por
regla general el _uso externo_, con lo cual se aumentaban las fatigas del
cónyuge curandero, porque todo se volvía untar y frotar el cuerpo
delgaducho y quebradizo, quejumbroso y desvencijado, de su media naranja
o medio limón, como él la llamaba para sus adentros; porque los
desahogos de Bonis eran de uso interno, al contrario de lo que sucedía
con las medicinas de su mujer. Pulgada a pulgada creía conocer el
antiguo escribiente la superficie de aquel asendereado cuerpo de su
mujer, donde él daba friegas con fuerza y con delicadeza a un tiempo,
según lo exigía la paciente, esparcía ungüento con justicia
distributiva, amoroso tacto, pulcritud y suavidad; así como en la región
del pecho, y en la espalda y sobre el hígado había pasado un pincel
impregnado de yodo. Antojábasele aquel mísero conjunto de huesos y
pellejo y de importunas turgencias, edificio ruinoso que el dueño
defiende contra la piqueta municipal a fuerza de revoques de cal y manos
de pintura y recomposición de tejas. «¡Ay!, en vano la retejo, y la
unto, y la froto, y la pinto; esta mujer mía hace agua por todas partes,
y el viento de la ira entra en ella por mil agujeros; esta destartalada
máquina, inútil para mí, en cuanto legítimo esposo, sirve sólo, y
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