El papa del mar - 02

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pañuelo multicolor anudado sobre su cabellera de rizos menudos y
apretados en forma de pasas. Aventuras y violencias de la vida africana
habían introducido indudablemente en su familia algo de sangre negra.
Tenía la tez de cobre, como una mulata, y esto, unido á su extrema
flacura, le daba cierto aspecto de bruja á medio tostar escapada de una
hoguera de la Inquisición. Claudio recordaba especialmente las palmas de
sus manos de color violeta, semejantes á las de ciertos animales
trepadores.
Acostumbrada á larguísimos silencios con su estudioso amo, conoció de
pronto el dulce placer de la charla, pasando horas y horas con el
pequeño Claudio montado en sus rodillas, comunicándole todo lo que ella
había podido aprender sobre el pasado del pueblo elegido de Dios, y más
aún sobre su porvenir.
Había servido en su juventud á venerables rabinos de Marruecos, grandes
talmudistas, conocedores del libro santo, fuera del cual nada existe
digno de respeto. Uno de ellos la había recomendado á Salomón, y
admiraba no menos á éste, aunque nunca se dignó mostrarle la más pequeña
chispa de su sabiduría.
--Tu tío, _goy_, es cabalista. Estudia la cábala, que es la almendra del
_Talmud_. Conoce el lenguaje de los seres que no se dejan ver.
Ella le llamaba siempre _goy_ (cristiano), y no obstante la religión del
pequeño, se complacía en describirle el gran triunfo del pueblo de
Israel, tal como lo relataba el _Talmud_.
Para Claudio, este libro valía tanto como _Las mil y una noches_. Su
imaginación de niño melancólico le hacía desear incesantemente nuevos
relatos maravillosos que le alejasen por unas horas de la realidad.
Era un hambriento de cuentos, incapaz de hartura. En casa del canónigo,
apenas veía al ama de gobierno sentada y haciendo calceta, ponía los
codos en sus rodillas pidiendo que le relatase una vida de santo, con
muchos martirios horribles aplicados por los paganos, muchas apariciones
del demonio, muchos gemidos de almas en pena. En París no se cansaba de
rogar á Sefora que le relatase los prodigios y las enormes fiestas de la
llegada del Mesías, con la victoria final del pueblo de Dios.
Su precocidad no había dejado pasar inadvertida cierta sonrisa de
conmiseración de su tío al sorprender á la vieja criada relatando estos
cuentos maravillosos del _Talmud_. Luego, siendo ya hombre, se había
explicado tal sonrisa. Existían dos _Talmuds_, y el más famoso, el
llamado de Babilonia, era una recopilación popular, en la que habían
colaborado todas las clases de la raza hebrea durante el segundo siglo
del cristianismo.
Hombres eminentes, como Hillel, Akiba y otros rabinos célebres,
depositaban en dicho libro pensamientos de sublime dulzura evangélica.
El pueblo había incluído extravagancias y supersticiones entre sus
anhelos de gloria y de triunfo. Siempre acosados y humillados, soñaban
estos eternos perseguidos con los desquites de la venganza y del poder,
consignándolos en las páginas del _Talmud_ entre las exageraciones de
una imaginación oriental.
Claudio lamentaba que las historias de Sefora fuesen actualmente para él
simples cuentos de vieja. ¡Ay, quién pudiera contárselas otra vez!...
Deseaba verse siempre niño y olvidar los relatos maravillosos del día
anterior para oirlos de nuevo con reforzada virginidad.
Sefora le describía á Jehovah teniendo á ambos lados sus dos animales
favoritos: un cuervo y un león. Las dimensiones de este cuervo era fácil
imaginarlas. Un sapo del tamaño de un pueblo de sesenta casas se veía
sorbido con toda facilidad por una serpiente. Luego, el cuervo, de un
solo picotazo se tragaba á ambos animales.
Cuando el león no estaba al lado del Señor, vivía en la selva de Elai, y
no había nada, ni aun la misma voz de Jehovah, que pudiera compararse
con su rugido. Un emperador de Roma, deseoso de conocer á este animal
extraordinario, exigía á los rabinos, bajo pena de muerte, que lo
trajesen á su presencia. El rabino Josuá iba á buscarlo en la mencionada
selva para conducirlo á Roma. Cuando estaban á cuatrocientas millas, el
león lanzó un rugido, uno nada más, pero de tal potencia, que todas las
mujeres encintas abortaron y los muros de Roma se vinieron abajo. A
trescientas millas volvió á rugir, y de tal modo conmovió la atmósfera,
que á todos los romanos se les partieron los dientes, y el emperador
cayó rodando de su trono, pidiendo á gritos que se llevasen otra vez la
bestia á su guarida.
El gran placer de Jehovah era estudiar el _Talmud_ en compañía de los
ángeles, y durante sus descansos llamaba á Leviatán, rey de las bestias
del mar, para entretenerse jugueteando con él. Sólo la sabiduría de
famosos rabinos había podido apreciar las dimensiones de dicho animal.
Temiendo el Señor que se reprodujese, lo había castrado, dando muerte á
la hembra y guardándola en conserva para el banquete del pueblo elegido.
Un día que el rabino Sifra viajaba por el mar, vió un pez enorme, cuya
cabeza, adornada con cuernos, ostentaba en la frente este rótulo: «Soy
la criatura más pequeña del Océano». No obstante tal afirmación, el
rabino se dió cuenta de que medía unas trescientas leguas de largo. En
esto apareció Leviatán y se tragó el inmenso animal como si fuese un
gusano.
Su mirada es de un brillo irresistible, cada una de sus pupilas contiene
trescientos toneles de aceite, y de él se ha dicho «sus ojos son los
ventanales de la mañana». Muchas veces, los navegantes, al ver su dorso
cubierto de arena, sobre la cual crecen cañaverales y árboles, lo
tomaron por una isla, saltando á ella para guisar su comida; pero la
bestia, al sentir el calor del fogón, se agitaba, enviando por el aire
hombres, leños y calderos.
--Cuando venga el Mesías, _goy_--continuaba la vieja--, los judíos
dominarán á todos los pueblos de la tierra. Su victoria resultará tan
enorme, que serán precisos siete años para quemar las armas de los
vencidos. Todas las riquezas del mundo vendrán á manos de los nuestros,
y el tesoro del rey-Mesías será tan grande, que se necesitarán
trescientas bestias de carga para llevar solamente las llaves de sus
millones de arcas repletas de dinero.
Recibiría el israelita más humilde dos mil ochocientos esclavos; pero
finalmente, todos los pueblos, después de su enorme derrota, abrirían
los ojos, pidiendo la circuncisión y la túnica de los prosélitos,
quedando el mundo entero poblado de judíos.
--Entonces, _goy_, la tierra producirá sin trabajo tortas con miel,
vestidos de lana y un trigo tan hermoso, que cada uno de sus granos será
tan gordo como los dos riñones del buey más grande.
Tras estos relatos del _Talmud_, producto del orgullo delirante y la sed
de dominación de un pueblo atropellado durante siglos y siglos, la vieja
describía el banquete de la humanidad entera para celebrar el triunfo
del Mesías.
Este banquete de miles de millones de convidados se compondría de tres
platos: pescado, carne y ave. El pez servido sería el famoso Leviatán.
El ángel Gabriel lo pescaría clavándole un arpón en la nariz. Además, el
cuerpo de su hembra estaba guardado y salado desde el principio de la
creación para dicho festín.
El segundo plato lo proporcionaría Behemot, «el buey de las selvas»,
antiguo como el mundo, que á pesar de su ancianidad se mantiene tierno
como un novillo. Todos los días devora la hierba de mil montañas, y este
pasto se renueva durante la noche. Los buenos creyentes, para afirmar
algo grave, juraban por «su parte del buey Behemot»; tal era su
convicción de que no les faltaría un pedazo de su rica carne el día del
gran banquete.
Como tercero y último plato, iba á ser servido un gallo silvestre, que,
según la descripción hecha por las _Aggadas_ ó «Relatos» del _Talmud_,
apoya sus patas en la tierra, mientras su cresta se pierde en las nubes.
Una vez lo vió el rabino Chanina, desde un navío, en alta mar. Sólo
estaba hundido en el agua un poco más arriba de los espolones y su
cabeza tocaba el cielo. Esto les hizo creer que el ave gigantesca se
hallaba sobre un promontorio submarino, lo que permitiría á los
viajeros aprovechar tal ocasión de bañarse sin peligro; pero una voz
celeste avisó al rabino que el hacha de un carpintero había caído allí
mismo siete años antes y aún no había llegado al fondo. Uno de sus
huevos, al desprenderse del nido, hizo pedazos trescientos cedros
gigantescos, y su yema inundó y destruyó sesenta pueblos. Cuando se le
ocurre abrir sus alas, eclipsa con ellas el sol.
Antes de dar muerte á las tres bestias, el Señor las haría pelearse,
para regocijo de los miles de millones de convidados. El combate de una
ballena, un toro y un gallo no es espectáculo que puede verse con
frecuencia.
El pan, sostén de la vida, figuraría igualmente en el gran festín de los
elegidos. Las cumbres de las montañas iban á producir un trigo
extraordinario, siendo cada uno de sus granos tan grande como una pareja
de bueyes. Dios enviaría un viento para que separase la paja del grano,
triturando éste como una muela, y sobre las laderas se esparciría, lo
mismo que la nieve, la más pura de las harinas. En cuanto al vino, todos
lo tendrían con profusión, tinto, clarete y blanco. Cada tonel iba á ser
del tamaño de un navío, y para los postres crearía Jehovah peras y
manzanas tan grandes como una medida capaz de contener setecientos
veinte huevos.
Borja reconocía la influencia de Sefora en su formación interior. Tal
vez debía también á su madre dicha predisposición á lo extraordinario y
lo maravilloso. Ésta había atravesado la vida como pálida imagen,
guardando secreto su desorden imaginativo, mientras su hermano Salomón
podía expansionarlo en las lecturas de la llamada ciencia cabalística.
Durante los últimos años de su padre, Claudio volvió á España para hacer
sus estudios cerca del canónigo Figueras. El ingeniero quería que su
hijo fuese español y se educase en su país; luego, al ser hombre, lo
enviaría á correr el mundo. Cuando quedó huérfano y hubo terminado su
bachillerato, se trasladó á Madrid, cerca de su tutor Bustamante.
Como no sentía predilección por ninguna carrera y empezaba á escribir
versos, dicho señor lo envió á la Universidad para que fuese abogado. En
España, todo el que no sabe á qué dedicarse y muestra aficiones
literarias debe hacerse abogado. Nadie puede explicar esto, pero así es.
A los veintitrés años fué Claudio licenciado en Derecho y fingió
ejercitarse en las prácticas forenses como agregado al bufete del señor
Bustamante. El ilustre jurisconsulto, que tenía pleitos valiosos gracias
á sus influencias de antiguo ministro, nunca encontraba á Borja en su
despacho; sólo lo veía en su propia casa como invitado á alguna de las
comidas dadas por él en honor de personajes hispanoamericanos.
Olvidó el joven la jurisprudencia apenas terminados sus estudios
universitarios, los cuales representaban para él varios años de labor
monótona y desesperante. Vivía ahora dedicado á la lectura; buscaba la
amistad con escritores profesionales, preocupándose únicamente del libro
y del teatro; mas en la satisfacción de tales aficiones se mostraba un
tanto arisco y con tendencias á la soledad. Cuando algunos escritores
jóvenes, de vida menesterosa, necesitaban pedirle auxilio, tardaban á
veces muchos días en dar con él. Se alejaba de Madrid para pasar varias
semanas en capitales de provincia, donde no conocía á nadie. Buscaba el
rancio encanto de sus callejas solitarias, con vetustos y majestuosos
caserones; pasaba las horas en su catedral silenciosa, entre mendigos
deformes y sucios, como los antiguos leprosos, que venían á ocupar el
mismo sitio durante veinte ó treinta años junto á su portada. La
cancela de ésta, al abrirse chirriando, lanzaba en la plazoleta desierta
una bocanada húmeda con rumores de órgano, olor de incienso y graves
cantos del capítulo reunido en el coro.
Reconocía Borja en su interior dos personalidades completamente
separadas: la que todos veían y otra que sólo él podía definir. En
ciertas tertulias de café, donde se hablaba á gritos de literatura y de
política, lo consideraban un «muchacho simpático», de vida independiente
y gran talento. Sus versos no estorbaban á los otros poetas ni podían
excitar envidias. Además, por ser rico, representaba un auxilio seguro
en momentos de penuria. En casa de Bustamante era, para los amigos del
hombre ilustre, el futuro marido de Estelita.
Algunas madres de familia le trataban con previsora amabilidad, por si
algún día, cambiando el rumbo de sus afectos, dejaba para otro mortal la
dicha de ser yerno de don Arístides y volvía su predilección hacia
alguna de sus propias hijas. Todas las señoritas de este pequeño mundo
lo consideraban «muy distinguido» y de aspecto interesante.
Era pálido, de un rubio apagado. Sus ojos algo redondos y de distraída
fijeza tenían un brillo mate y amarillento semejante al del ámbar. No
obstante su bigotillo recortado á estilo británico, muchos reconocían en
él cierta semejanza con algunos de los personajes pintados en el
_Entierro del conde de Orgaz_. Su cabeza recordaba numerosos retratos
hechos por el Greco. La herencia física de su madre había dado á este
tipo moreno de hombre de Levante cierta gracia oriental, enfermiza y
afinada, reflejo tal vez de su vida interior, profundamente imaginativa.
Borja no revelaba á nadie la creación incesante de episodios fantásticos
que embellecía su existencia interna. Ya no tenía quien le relatase
cuentos, como en su niñez; pero ahora se los contaba á sí mismo,
fabricándolos nuevos, con el vigor de una fantasía incansable. Todo
cuanto le rodeaba parecíale mediocre é indigno de él. Quería libertarse
de tal esclavitud, y para ello se echaba á volar por todos los cielos
falsos y seductores que la humanidad inventó con el deseo de hermosear
la vida. Sentíase enamorado de personajes que nunca habían existido ó de
los cuales no quedaba en el mundo la más mínima partícula original, tan
remotos eran.
Los seres irreales, los que habían nacido de la imaginación humana, le
atraían con preferencia á los personajes históricos, revestidos de
materia. Durante mucho tiempo estuvo enamorado de Helena, por lo mismo
que dudaba de que hubiese existido. La creía nacida de la imaginación de
Homero ó de los poetas errantes que habían inventado la obra homérica. Y
lo que más le encantaba de esta mujer casi irreal era que, sin haber
nacido tal vez nunca, vivía miles y miles de años, hasta llegar á
nuestra época, donde otro gran poeta, Gœthe, la acoplaba con Fausto, un
imaginativo de anhelos insaciables y sobrehumanos, con el cual se
reconocía Borja cierto parentesco.
Luego, ascendiendo en sus deseos imaginativos incapaces de hartura, como
todo lo que se despega de la realidad, amó mentalmente á Venus, la más
alta y compleja de las manifestaciones de la belleza.
Nunca había visto la antigüedad clásica como los otros hombres, serena,
majestuosa, alegre, con una sonrisa extrahumana. A él le placía lo
atormentado, los rudos contrastes, una concepción romántica de belleza y
fealdad, de alegría y dolor. Sólo aceptaba los dioses clásicos, los de
los primeros siglos de civilización mediterránea, cuando podía verlos
deformados á través del cristal de la Edad Media. El Olimpo era más
bello en plena noche, cuando el diablo tomaba asiento entre los antiguos
dioses, bajo una luz humosa de cirios cristianos. El viejo Pan, con sus
jocundas tropas de faunos, sólo empezaba á interesarle á partir del
momento en que la superstición lo convertía en Satanás seguido de
legiones de trasgos, y las antiguas bacanales campestres se
transformaban en el impío aquelarre del sábado.
El dulce Virgilio de las _Geórgicas_ era durante la Edad Media un
hechicero, un mago que fabricaba amuletos para librar á Nápoles de las
moscas, obrando otros prodigios que siglos después hubieran resultado
suficientes para hacer morir á un hombre entre llamas.
La Venus adorada por Borja no era la de los pintores clásicos, desnuda
sobre las espumas mediterráneas, ó sentada en nubes blancas y duras como
el mármol, bajo incesante lluvia de flores. Era la Venus que había
conocido el poeta Tannhäuser, la que vivía durante la Edad Media en
grutas de rosada luz ó en ásperas montañas como el Venusberg, atrayendo
á los hombres con la tentación de su carne inmortal, representando la
voluptuosidad y el pecado en medio de repiques de campanas, cantos
graves de procesiones y la marcha convergente de ejércitos de peregrinos
hacia Roma para implorar el perdón de sus culpas.
Esta Venus no se mostraba desnuda, y por debajo de su túnica griega
asomaba un pie en forma de garra, tres uñas corvas con uniones
membranescas, una extremidad semejante á las patas de las aves de presa,
revelación de su origen infernal. Su cortejo de ninfas era en realidad
una banda de brujas con músicas y cantos de aquelarre. Sistros y liras
los reemplazaban con castañuelas y panderetas, instrumentos de sabático
regocijo. Ciertos padres de la Iglesia no podían leer ni balbucir el
nombre de Venus sin que un estremecimiento de horror los agitase de la
cabeza á los pies.
Esta Venus medieval era doble. Una segunda persona se había encarnado en
su belleza. Los rabinos, enterados de lo que ocurrió en el Paraíso,
conocían la existencia de una mujer temible, cuya vida ha de durar tanto
como el mundo. Esa mujer es Lilit.
Cuando Adán se apartó de Eva después del pecado, Lilit cohabitó con él,
dando nacimiento sus cópulas malditas á todos los espíritus diabólicos,
lemures, larvas y fantasmas que pueblan la tierra. Miles de años
después, la inmortal Lilit fué una de las esposas favoritas del rey
Salomón.
Durante largos siglos imperó sobre el mundo como gran princesa de los
súcubos. Era ella la que tentaba con nacaradas desnudeces á los ascetas
en sus pobres chozas del desierto; ella la que perturbaba con lúbricas
pesadillas el sueño de los monjes castos; la que daba rumor de música
voluptuosa al viento que sopla en las cumbres desiertas; la que ponía
una ninfa de carne marfileña y velos verdes en cada fuente, una dama
blanca peinándose las guedejas de oro en cada torre encantada, un
gentilhombre de capa roja, penacho enhiesto y patas de macho cabrío en
todo camino de la selva, para presentarse al viandante con una pluma y
un pergamino en sus manos, ofreciendo amor, gloria y riqueza á cambio de
una firma.
El poema dramático de Wágner, resumen de diversas leyendas nórdicas, era
para Borja el alma de la Edad Media circunscrita en palabras. Nada
faltaba en él: los trovadores, hambrientos de belleza, sin la cual la
vida no vale la pena de ser vivida; las muchedumbres de peregrinos
ansiosos de lavarse del pecado afluyendo á Roma desde los cuatro puntos
del horizonte; Tannhäuser, el eterno descontento, suspirando por lo que
no tiene y olvidándolo cuando lo consigue, para solicitar de nuevo lo
que abandonó; Venus, la tentación, la voluptuosidad, el pecado; y el
Santo Padre, sucesor omnipotente de los antiguos Césares, indignándose
al saber que un mortal ha sido compañero de lecho de la terrible Lilit,
reina de las abominaciones, negándose á absolver al réprobo, colocándolo
con su interdicción por encima de todos los hombres, haciendo de él un
ser excepcional de grandiosa y lóbrega majestad, tétricamente hermoso
como el ángel caído.
¡Ay!... Borja admiraba al cantor errante, envidiando su felicidad
maldita. Era un enamorado sin esperanza de Venus Lilit, que ya no se
digna mostrarse á los simples mortales.


II
La viuda del «rey de los campos»

Mientras Borja condensaba en un instante toda su vida anterior, tenía
los ojos fijos en la dama argentina.
Había admirado su belleza al conocerla en casa de Bustamante, pero aquí
en el hotel la veía de más cerca, sin las joyas y adornos, que aquella
noche daban á su hermosura un brillo deslumbrador. Recordaba aún cierto
collar de diamantes que había excitado la admiración y la envidia de las
otras mujeres. Ahora sólo llevaba uno de perlas, de fulgor discreto,
sobre su carne que parecía tener la misma transparencia láctea. Su
vestido de elegante sencillez era el único que había guardado su
doncella en la maleta del automóvil, para que la señora pudiese bajar al
comedor cuando pernoctaban en un hotel. Se adivinaba en toda su persona
el tocado rápido de una viajera que ha llegado al caer la tarde y
después del baño se acicala á toda prisa para ser vista únicamente por
los otros compañeros de hospedaje y reanudar la marcha á la mañana
siguiente. Olía á carne fresca recién sumergida, á jabón, á rápidas
vaporizaciones de perfumes.
Claudio fué detallando con los ojos su hermosura, para explicarse la
fuerza atractiva que parecía rodearla, como una aureola. Lo que
inmediatamente llamaba la atención era la blancura de su tez, que hacía
recordar la de la perla, la del marfil, la de todas las materias albas y
luminosas que poseen un suave brillo interior. Nunca la había alterado
con pinturas. Dedicaba indudablemente al mantenimiento de su belleza
horas enteras, pero dicho trabajo lo disimulaba con discreta habilidad;
sólo un poco de rojo en los labios, una ligerísima aureola azul en torno
á los párpados, una sutil línea negra en sus comisuras.
Borja reconoció que lo más atractivo en ella, á pesar de las
proporciones estatuarias de su cuerpo, era su sonrisa, una ligera
sonrisa que parecía vagar sobre sus labios, así como la mirada húmeda,
dulce y melosa de sus ojos, con los párpados algo oblicuos.
La vió en su imaginación coronada de violetas, como la Afrodita de los
cantores griegos, cuando las Horas se la llevaron al Olimpo
arrebatándola al Mediterráneo, entre cuyas espumas acababa de nacer. Se
fijó en su cabellera corta y rubia, sin ningún adorno, con el descuido
de un arreglo rápido ante el espejo para bajar al comedor; pero esta
visión no fué más que de sus ojos. Al mismo tiempo la contemplaba en su
pensamiento con un tocado de diosa. Indudablemente estaba coronada de
violetas, como Afrodita. Su olfato percibía dicho perfume.
Siguió hablando á la señora de Pineda de un modo maquinal. Tenía la
certeza de no estar diciendo cosas absurdas ni inconvenientes, pero
ignoraba la significación de sus palabras. Describía tal vez su
existencia en Aviñón, sus ilusiones, lo que pensaba decir en aquel libro
que concretaba por el momento todos los esfuerzos de su voluntad.
También podía ser que estuviese hablando de sus amigos de Madrid y de la
noche en que se conocieron. Mientras tanto, lo más valioso de su
interior se abstraía y concentraba para resucitar todos sus recuerdos
sobre el pasado de esta mujer.
El señor Bustamante había hablado muchas veces en su presencia de la
señora de Pineda, viuda rica de Buenos Aires. Poseía estancias enormes,
rebaños que parecían incontables, varias casas en la capital de su país,
y sin embargo su esposo se creyó pobre al morir, por haber poseído antes
mayores riquezas. Admirador de los capitalistas de América, no creía
Bustamante ofender á esta gran señora al relatar en público las
particularidades de su existencia; antes bien, se imaginaba con ello
aumentar su mérito, dando á su historia cierto interés novelesco.
Rosaura Salcedo pertenecía á lo que puede llamarse aristocracia
colonial, unas cuantas docenas de apellidos repitiéndose en el
transcurso de siglo y medio, cantidad de tiempo que significa al otro
lado del Atlántico una remota antigüedad. Los Salcedo habían sido ricos
cuando la riqueza estaba representada en América por terrenos sin
límites, con bueyes casi salvajes guardados por gauchos no menos rudos,
y de estos rebaños inmensos sólo podían aprovecharse las pieles y el
sebo, destinados á la exportación. La carne de las reses era para las
nubes de cuervos monstruosamente engordados por el interminable festín
de la Pampa.
Las familias de Buenos Aires comían los frutos traídos de su chacra en
las inmediaciones de la ciudad. Vivían con sencillez patriarcal y al
mismo tiempo en un aislamiento aristocrático, cruzándose siempre entre
ellas matrimonialmente. En verano iban á sus estancias, amenazadas
muchas veces por las incursiones de los indios. La llegada de un buque
de vela con noticias de Europa era un acontecimiento.
Describía Bustamante el brusco cambio de este mundo colonial, pobre en
dinero, abundante en alimentos y de limitadas aspiraciones. Dicha
revolución la habían realizado el fusil de tiro rápido, el alambre, el
vapor y el frigorífico.
Los soldados del país, al avanzar por el interior, así que disparaban el
primer tiro de su fusil cargado por la boca, tenían que batirse con el
indio que se les venía encima usando sus mismas armas, la lanza y el
machete, con lo cual resultaban interminables las guerras. Ante la
carabina de repetición huyó el indio, declarándose vencido, y los
blancos pudieron posesionarse de la Pampa inmensa. Esto había sido casi
en nuestros días, después de 1870.
El propietario puso cercas á sus tierras gracias al alambre, y sus muros
casi invisibles crearon los caminos, obligando al gaucho errabundo y
bandolero á marchar en determinada dirección, lo que afirmó el orden
público y garantizó la propiedad.
Trajo el vapor hasta el mar dulce del río de la Plata buques de todas
las banderas, con una ligereza que multiplicó sus viajes, y á la vez se
introdujo tierra adentro sobre rieles que acortaron las distancias. Los
vecinos de Buenos Aires pudieron crear parques de recreo en sitios donde
poco antes galopaban tribus de indios belicosos. Cada éxodo de
emigrantes acampó una jornada de ferrocarril más lejos del grupo llegado
con anterioridad. Nacieron docenas de ciudades en llanuras consideradas
tan remotas como los puertos europeos. De las planicies sin límites,
pobladas por hombres de todas las naciones, empezaron á descender hasta
la costa oleadas de trigo y de maíz.
La invención del frigorífico acabó de consolidar esta prosperidad. Ya no
valió dinero la ganadería únicamente por sus lanas, sus cueros y sus
grasas. La carne pudo ser artículo de exportación: y este simple
invento de un francés estudioso, Claudio Tellier, muerto en París
pobremente en una calle de la orilla izquierda del Sena, sirvió para
crear la incontable familia de los millonarios argentinos, nacionales y
extranjeros.
No aprovechó la familia Salcedo tal revolución económica, quedándose
para siempre dentro de la antigua vida colonial. Cuando se centuplicó el
valor de estancias y ganados, apenas les quedaban á ellos tierras ni
animales. Habían intervenido en las luchas políticas del país por
entusiasmo romántico, consumiendo en ellas la mayor parte de su fortuna.
Eran hombres desinteresados, generosos, algo fanfarrones, predispuestos
á la guerra y la aventura por amor al peligro: las mismas cualidades del
antiguo conquistador muerto pobre.
El padre de Rosaura, varón hermoso y bravo, sólo se preocupaba de ser
tenido por muy caballero, de que le admirasen los de su bando político y
temieran los adversarios su valor y su audacia. Siendo aquélla todavía
niña, lo mataron en un duelo, uno de esos terribles duelos de la América
del Sur entre tiradores de pistola que han consumido mucha pólvora en
sus estancias para no aburrirse, y que preside la muerte
indefectiblemente. Siempre cae uno, á veces caen los dos, y si ambos
contendientes salen ilesos, es por raro azar.
Rosaura, hija única, creció al lado de su madre, dama en la que parecían
revivir las energías y méritos de las antiguas criollas, muy señoras en
su salón y hábiles al mismo tiempo en el manejo de su estancia, mientras
los maridos cabalgaban lejos, en revoluciones y guerras civiles. Realizó
esfuerzos milagrosos para que el prestigio de su familia no se hundiese
en medio de la ascensión general de los otros hacia la gran riqueza. La
consideraban «pobre, pero muy señora», y los nuevos millonarios de
origen extranjero buscaron su amistad, no obstante ser cosa sabida que
la madre y la hija trabajaban ocultamente en su domicilio, cosiendo y
bordando para ciertos establecimientos de Buenos Aires que les habían
tenido en otra época como parroquianas importantes. Con esta labor se
proporcionaban un nuevo ingreso para los gastos de su casa.
Cuando Rosaura tenía diez y ocho años, la vió Pineda por primera vez.
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