El papa del mar - 07

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trasladarse á Roma, realizando al fin el ideal patriótico al que había
dedicado Petrarca la mayor parte de su existencia... Y abandonó Vaucluse
para siempre, instalándose en la italiana Arqua porque tenía cierta
semejanza con este lugar á causa de sus aguas y sus arboledas. Había
dejado aquí su amor, su juventud, la mejor parte de su vida: aquí había
escrito sus obras más famosas.
Para olvidar su vejez, se dedicaba ardientemente al trabajo, llegando á
emplear hasta cinco secretarios á un mismo tiempo en su retiro de Arqua.
Y una tarde, como el soldado que muere de pie apoyado en su lanza, lo
encontraron inánime en su biblioteca, caído sobre un libro. Tal vez, en
esta agonía rápida y solitaria, su último pensamiento fué para Vaucluse.
Rosaura le hizo callar con exagerada indignación.
--Borja, ¡por Dios! no hable de la muerte. Deje vivo á Petrarca. Los
poetas no deben morir. Y vivamos nosotros también, gozando la hermosura
de la hora presente, en absoluto olvido de lo que puede venir luego.
Comieron con una alegría de vagabundos que encuentran buena posada en su
camino. El propietario del «Jardín de Petrarca» saludó confuso al oir
los elogios que una señora tan elegante dedicaba á su pobre cocina.
Borja miró con asombro la botella de «Châteauneuf». Ya estaba vacía y
aún no les habían servido el pollo asado. Pidió otra, á pesar de la
risueña protesta de su acompañante.
--No, Claudio, sea usted prudente. Este vino es muy fuerte y nos va á
embriagar.
El dueño del restorán, confiando el servicio á dos muchachas, empezó á
conversar con el chófer, que comía en una mesa lejana, oculta por unos
árboles.
--Es una gran señora--le dijo el español--, ¡y tan generosa, tan
sencilla con los de su casa!...
Dulcemente turbados por el ambiente y el vino de los Pontífices, miraban
Rosaura y Claudio alrededor de ellos, cual si quisieran fijar para
siempre en su memoria las bellezas del rumoroso paisaje. Más allá del
rectángulo de sombra proyectado por un toldo á rayas, trazaban los
árboles sobre el asfalto del suelo manchas inquietas de oro luminoso.
Todos ellos habían sido invadidos por las plantas trepadoras,
manteniendo sus troncos ocultos bajo un forro vegetal. Se inclinaban
sobre el río, que era azul en su parte media y verde en las orillas, por
el reflejo de los apretados matorrales.
Un peñasco en mitad de la corriente cortaba su alborotado curso,
haciéndola derrumbarse en caídas espumosas por ambos lados de su negra
masa. Estos raudales entonaban una melopea interminable, que servía de
fondo armonioso á las otras voces de la Naturaleza. Al recobrar más
abajo su transparencia, se formaban en el agua nítida pequeños remolinos
semejantes á flores de cristal. También surgían de su fondo enjambres de
burbujas blancas volando cual si fuesen mariposas del río. En los
remansos desaparecía el lecho bajo masas de plantas acuáticas con hojas
verdes y prolongadas, iguales á las del laurel.
Borja se creyó galvanizado por una energía extraordinaria, sintiendo al
mismo tiempo la comezón de la inquietud. Estaban solos. Su compañera
parecía otra mujer, con los ojos muy brillantes, la risa de tono
varonil, y una confianza descuidada en sus palabras, cual si los dos
perteneciesen al mismo sexo. Cierta dualidad interior, surgida siempre
en los momentos críticos de su existencia, le hacía dudar. Una voz que
él solo podía oir le daba consejos. «Vas á hacer una tontería. Vas á
perder una amistad agradable... Te avergonzarás al darte cuenta de tu
acción ridícula.»
De pronto se vió cogiendo por encima de la mesa una mano de Rosaura é
intentando besarla.
--¡No, Borja!--protestó ella, súbitamente grave--. No sea niño. Va usted
á hablarme de amor, de la felicidad de vivir aquí juntos... ¡música
conocidísima! lo que podría decirme el último necio del mundo en que
vivo... ¡Y usted se cree un hombre de talento!... Suelte mi mano. Un
beso en la mano no significa nada; me los dan á cientos como saludo, lo
mismo que á las otras mujeres. Pero aquí no lo tolero. Aquí significa
otra cosa.
Y sacó su mano con rudo tirón de entre las dos que la acariciaban.
--Usted no me creerá--contestó él humildemente--, y sin embargo todo lo
que le diga ahora no puede ser más cierto. ¿Se imagina que sólo nos
conocemos desde que la vi en Madrid?... Error; yo la conozco desde que
empecé á pensar. La he visto siempre, la he estado esperando toda mi
vida, y ahora que al fin cruza usted mi camino se burla de mi
admiración, me cree uno de tantos que la habrán buscado únicamente por
el deslumbramiento de su belleza.
Ella rió de la seriedad con que el joven profería tales palabras.
--Tome su café, Claudio--dijo maternalmente--. Pasemos tranquilos este
día tan hermoso. No crea que me ofenderé si deja de hacerme la corte. Al
contrario, deseo que hablemos como dos amigos. Tráteme lo mismo que si
fuese un camarada.
Pero Borja, enardecido por sus propias palabras, no pudo tranquilizarse.
--¡Cuánto ha tardado usted en llegar!--prosiguió--. La conozco mejor que
usted misma. Eternamente será joven, y sin embargo tiene miles y miles
de años. Es tan antigua como el mundo, tan remota como la vida.
Aquí Rosaura empezó á reir y le hizo un saludo irónico:
--¡Qué galanterías tan nuevas! Vieja... antigua... miles de años...
Muchas gracias; es usted muy amable.
El joven continuó, como si hablase para sí mismo:
--La he visto en los libros, en los cuadros, en todo lo que soñaron los
hombres para concretar la suprema hermosura. Usted es Venus, es Helena,
es la gracia y la tentación que embellecen la vida. Usted no envejecerá
nunca; tiene la inmortalidad de los dioses.
Ella agitó su cabeza con graciosos movimientos de aprobación.
--Eso está mejor. Se ha enmendado usted y dice cosas más agradables.
Puede seguir...
Una música vulgar, alegre, de ritmo frívolo, rasgó de pronto el rumoroso
coro de las aguas y las hojas. «El Jardín de Petrarca» poseía un piano
eléctrico, como todos los merenderos establecidos en las inmediaciones
de las ciudades, y su dueño creyó llegado el momento de hacerlo
funcionar al ver que sus dos únicos clientes habían terminado el
almuerzo.
Los pies de Rosaura empezaron á moverse al compás de esta música
regocijada y mediocre, golpeando el suelo con sus altos tacones.
--Vamos á bailar--dijo.
Y Borja se vió danzando en el espacio asfaltado, junto á una orilla del
río de Petrarca. En su brazo derecho se apoyaba con abandono voluptuoso
el talle de la criolla. Ésta había echado su busto atrás, como si
temiese algún atrevimiento de su danzarín. Al mismo tiempo le complacía
la posibilidad del peligro, por el gusto de rechazarlo.
Era ella la que dirigía los movimientos de su compañero. Amaba el baile.
En París frecuentaba los tés donde se danza, y Claudio se había
mantenido casi siempre en tales fiestas como un lejano y tranquilo
curioso.
Se dejó conducir por esta mujer que le parecía de esencia superior. Así
debieron guiar las antiguas diosas á los pobres mortales cuando se
dignaban descender hasta sus brazos.
Otra vez resurgió en él aquella audacia que era motivo de remordimiento
y vergüenza para una segunda mitad de su vida interior. Como si
experimentase un desvanecimiento, bajó la cabeza, besando tímidamente la
blanca carne del cuello femenino que dejaba visible el escote.
--¡No, eso no!--dijo Rosaura, librando su cintura del brazo varonil--.
Se acabó el baile. Es usted un niño incorregible, con el que no se puede
vivir tranquila.
Luego, como si se arrepintiese de la voz irritada con que había dicho
tales palabras, añadió sonriendo:
--Tendré que escribirle á la hija del señor Bustamante, para que sepa
cómo es en realidad su futuro esposo.
Este recuerdo hizo más daño á Claudio que todas las protestas de la
dama. Perdió en un momento la dulce turbación de su embriaguez; lo vió
todo de un color lívido. El paisaje quedó velado por densa bruma.
Ella acabó por sentir lástima ante su desaliento.
--No sea inocente. Reconocerá usted que una mujer como yo, completamente
libre y que lleva una existencia algo... movida, no va á estar esperando
á que usted llegue, como dice usted que me ha estado esperando á mí.
Créame: nadie espera á nadie; es el azar el que lo arregla todo. Para
que me deje en paz y continuemos siendo amigos, le diré que en mi vida
de viuda existe un hombre... un hombre que muchos conocen. Tal vez usted
lo conoce también, y el deseo de sustituirle es lo que le impulsa á
tales audacias, que ofenderían á otras mujeres menos conocedoras de la
vida que yo.
La última suposición de Rosaura ofendió á Borja, al mismo tiempo que le
sorprendía dolorosamente. Él ignoraba la existencia de tal hombre; él no
quería sustituir á nadie; él la amaba, sin preocuparse de su historia.
--Está bien; no vuelva á hablarme de su amor... Me extraña que no
conozca ese episodio de mi existencia cuando tanto se han preocupado de
él, sin necesidad, mis amistades de París y de otras partes... Seamos
como esos camaradas que se estiman mucho, viven lo mismo que hermanos y
respetan mutuamente sus secretos.
A partir de este momento, la conversación entre los dos fué triste y
lenta. En vano ella pretendió alegrar á Borja con sus risas y sus
correteos. Quiso embarcarse en una lancha automóvil llamada _La Bella
Laura_, que hacía pequeñas excursiones por el Sorges. El dueño del
restorán explicó que su motor lo estaba reparando un mecánico de Aviñón.
--Entonces vámonos--dijo, haciendo señas á su chófer, sentado ya en el
pescante del automóvil, frente á la portada del restorán--. Usted,
Petrarca mío, está de mal humor, y conviene que pierda de vista un
paisaje hermoso que ahora parece detestar. En Aviñón será usted otro. Me
contará cosas interesantes de su compatriota Luna y de la pelea entre
los Papas, con otras historias completamente nuevas para mí.
Volvieron á la ciudad por el mismo camino. Borja permaneció silencioso
al principio ó contestó con breves palabras á las preguntas de su
compañera. Luego, como si la proximidad del cuerpo adorable sentado
junto á él, con el que le ponían en íntimo contacto los vaivenes del
vehículo, resucitase las vehemencias de su deseo, volvió á hablar de
aquel amor que él consideraba sobrehumano, revistiéndolo de fantasías
históricas y literarias.
Venus Lilit le contestó gravemente, mostrando en su tono algo agresivo
un propósito de terminar para siempre con tales peticiones.
--¡Ah, español! ¿Es que una mujer no puede ir á ninguna parte con un
hombre, sin que éste le hable de amor, exigiendo ser correspondido, lo
mismo que un sultán que ha puesto sus ojos en una odalisca?... ¿Es
imposible que vivan en plácida tranquilidad, como dos amigos?... Le
hablo muy seriamente, Claudio. Ha sido para mí una suerte encontrarlo en
Aviñón. Me cuenta usted cosas muy interesantes; su conversación me hace
olvidar otras preocupaciones; pero si continúa molestándome con esas
tonterías de niño caprichoso, mañana á primera hora me marcho á la Costa
Azul... y no me verá más.


VI
El nacimiento del cisma

Rosaura siguió con sus ojos á un grupo de viajeros que, atravesando la
plaza del Palacio, subía por la escalinata de éste. Eran las diez de la
mañana.
--Gente para nuestro amigo el felibre--dijo sonriendo--. El «idealista»
va á empezar sus discursos ante los ventanales y entonará su canción á
Magalí en la Gran Capilla.
Borja acogió con un gesto de indiferencia el recuerdo del guía verboso.
Estaba ocupado en explicar á su compañera cómo el sexto y el séptimo
Papa se alejaron de Aviñón, dando origen sin quererlo, el último de los
dos, á la larga pelea eclesiástica llamada el Gran Cisma de Occidente.
Habían salido del hotel, por creer más oportuno el joven hablar de todo
esto frente al palacio ó paseando por los jardines que embellecen ahora
el peñasco de Doms, árido y feo en otros siglos, situado entre la
vivienda de los Pontífices y el Ródano.
Las Grandes Compañías, tropas de mercenarios licenciados, representaban
un peligro para los Pontífices. Saqueaban abadías y pueblos, y la ciudad
del Ródano, famosa por sus riquezas, era el principal objeto de sus
asechanzas. Para defenderla se veían obligados los Papas á mantener un
ejército extraordinario, gastando además gran parte de sus rentas en
construir fortalezas. Así habían surgido del suelo los hermosos
baluartes de Aviñón.
--El famoso Duguesclín--continuó--, héroe de la historia francesa, que
fué algo bandido, como todos los hombres de armas de entonces, venía con
sus tropas á situarse en las inmediaciones de esta ciudad. El pretexto
era solicitar para él y sus soldados la bendición del Papa, pero
exigiendo encima un tributo enorme, una especie de rescate, merced al
cual se comprometía á seguir adelante sin daño para el Pontífice, y éste
tuvo que aceptar tan costosa humillación.
Por culpa de las Grandes Compañías se sentían los Papas tan inseguros
junto al Ródano como en Italia. Del otro lado de los Alpes seguían
llegando reclamaciones y consejos de los que deseaban la traslación de
la Santa Sede á Roma. Petrarca, ya anciano, repetía desde su retiro de
Arqua las mismas imprecaciones de su juventud. Los escritores italianos
le hacían coro, calumniando las costumbres de la corte de Aviñón y la
conducta de los Papas. Al fallecer Clemente VI, el más famoso de ellos,
á causa de una dolencia corriente, todos en Italia propalaban que su
muerte era debida á una enfermedad vergonzosa.
Las campañas del cardenal Albornoz habían pacificado los Estados de la
Iglesia. El Papa podía vivir en Roma con tranquilidad, según afirmaban
los romanos. La futura Santa Brígida, una condesa sueca que hablaba
siempre en nombre de Dios y había visitado el purgatorio y el infierno
para describirlos en sus libros, se unía á este coro de protestas.
--Amaba á Italia como una turista de nuestro tiempo; vivía en Roma ó en
Nápoles, lo que le hacía considerar la causa de los italianos como
propia. Urbano V no pudo resistirse á esta continua sugestión venida del
otro lado de los Alpes, y decidió transferir la Santa Sede á Roma. Quiso
además aprovechar la circunstancia de que Duguesclín había pasado á
España para hacer la guerra á don Pedro el Cruel y entronizar á su
hermano bastardo don Enrique de Trastamara, lo que purgó el Mediodía de
Francia de las famosas Compañías. Sin esto el viaje hubiera resultado
peligroso. El séquito papal llevaba valiosos objetos del tesoro de los
Pontífices y respetables cantidades de dinero. Los aventureros habrían
solicitado otra vez la bendición del Papa, guardándolo preso para
apoderarse de sus riquezas.
Al llegar Urbano V á Marsella, los más de sus cardenales se resistieron
á seguirle hasta Roma; pero acabaron por obedecer cuando les anunció que
elegiría á otros. El viaje lo hizo por mar sin grandes dificultades,
viéndose recibido en la Ciudad Eterna con entusiasmo por unos y con
hostilidad ó hipocresía por otros, según favorecía ó estorbaba el
regreso del Pontífice sus ambiciones é intereses. Pronto se convenció de
lo ilusorias que eran las seguridades ofrecidas por los italianos. Tuvo
que levantar tropas para reprimir varias insurrecciones en las ciudades
papales. Visconti y otros príncipes del Norte, que habían sido
mantenidos á distancia por Albornoz, empezaron á invadir los Estados de
la Iglesia.
Varios soberanos de la cristiandad visitaron á Urbano V en su residencia
de Roma: la reina Juana; el emperador de los griegos Juan Paleólogo;
Lusignan, rey de Chipre; el emperador de Alemania Carlos IV, que sirvió
de diácono al antiguo Papa de Aviñón al decir éste su misa ante el altar
de los Pontífices en San Pedro, tantos años olvidado. Dichas visitas y
el entusiasmo de los romanos, ansiosos de ver llegar los tributos de la
cristiandad, no impidieron que el Papa pensase con frecuencia en las
desgracias de su país y en su segura y tranquila ciudad del Ródano. La
llamada guerra de los Cien Años entre Francia é Inglaterra, que había
quedado adormecida, iba á recomenzar de un modo fatal para los
franceses, no cambiándose su curso hasta medio siglo después, con la
intervención de Juana de Arco.
Decidió Urbano V volver á Aviñón, á pesar de las declamaciones de
Petrarca, de los ruegos de los romanos y de las visiones de Santa
Brígida, la cual le anunció su muerte inmediata si abandonaba á Italia.
--La segunda mitad del siglo XIV y la primera del XV--dijo Claudio--fué
una época dirigida por visiones de mujeres que se consideraban
inspiradas por Dios. La mayoría de los hombres se dejó guiar por los
consejos y exhortaciones de estas videntes. Santa Brígida tuvo como
imitadoras á la varonil Catalina, hija de un tintorero de Siena, y á su
propia hija Catalina, que fué luego santificada, como su madre, con el
nombre de Santa Catalina de Suecia. En la época del papa Luna, otra
mujer, Santa Coleta, interviene en el cisma para defender la legitimidad
de este Pontífice, y años después aparece la más extraordinaria de todas
ellas, la célebre Juana de Arco.
Santa Brígida gozaba de gran popularidad en Italia. La «condesa sueca»,
como la llamaban los italianos, era rica, gastaba mucho en sus viajes, y
á la gente del país le placían los santos con dinero. Parienta de la
dinastía reinante en Suecia, la casaron en su juventud con otro gran
señor del país, igualmente místico, lo que no les impidió tener nueve
hijos. Al regreso de una peregrinación á Santiago de Compostela, los dos
acordaron separarse para siempre. Él se hizo monje y ella continuó sus
viajes de carácter religioso, seguida de toda su numerosa prole.
Vivió en Jerusalén y otras poblaciones de Oriente, mas sus lugares
predilectos fueron Nápoles y Roma. Escribió libros relatando sus
visiones. Estuvo en el infierno sin moverse de la tierra, gracias á una
imaginación potente y desarreglada, en la que se nota la influencia del
poema del Dante. Sus libros fueron considerados heréticos en el momento
de su aparición, y únicamente años adelante, cuando la andariega condesa
fué santificada por los Papas de Roma, se vieron limpios de tal pecado.
--Era una santa terrible, que parecía guardar la muerte en su bolsillo
para distribuirla á su gusto. La reina Juana la recibió en su corte en
atención á su linaje. Uno de los hijos de Brígida era un hermoso
mancebo, tal vez blanco y rubio como casi todos los de su raza, y la
caprichosa reina, ahita sin duda de napolitanos morenos, fijó sus ojos
en el doncel escandinavo. La mística condesa adivinó inmediatamente los
deseos de la reina: «Señor, antes de que mi hijo caiga en el pecado,
llévatelo á una vida más santa.» Y su hijo murió á los pocos días. Los
mismos buenos deseos le inspiraba Urbano V al abandonar la ciudad de
Roma. Santa Brígida le anunció una pronta muerte si regresaba á Aviñón,
y así fué. Es verdad que alguna vez había de morir, y su frágil salud,
unida á lo penoso del viaje, no hacían aventurada la profecía.
Ochenta y seis días después de llegar á su antiguo palacio de Aviñón
murió Urbano V, y su cadáver fué llevado al monasterio de San Víctor, en
Marsella, del cual había sido abad. Un día bastó al cónclave para
nombrar nuevo Papa, Gregorio XI. Sólo tenía treinta y nueve años, y su
padre, un señor laico, pudo ver sucesivamente á su hermano y á su hijo
Pontífices. Este hermano había sido el famoso Clemente VI.
Él mismo pudo ser Papa, de querer ingresar en la vida eclesiástica, pero
se negó á ello y fué su hijo quien ascendió al trono pontificio. Como
muchos de los príncipes de la Iglesia, no era más que cardenal diácono,
y en los días siguientes á su elección lo ordenaron sacerdote, lo
consagraron obispo y lo coronaron finalmente con el nombre de Gregorio
XI. Siguiendo la costumbre de los Papas de Aviñón, recorrió las calles
de la ciudad al frente de una gran cabalgata, llevando en su cabeza la
famosa tiara de San Silvestre y montado en un corcel cuya brida sostenía
el duque de Anjou, hermano del rey de Francia.
Inmediatamente empezaron á llegar embajadores italianos para pedirle que
volviese á Roma, afirmando que la ciudad entraría en orden con sólo su
presencia. La peste apareció por tercera vez en Aviñón, causando grandes
estragos, y Gregorio XI tuvo que abandonar su palacio, instalándose en
Villeneuve. Además, las Compañías saqueaban los pueblos inmediatos,
robando á las multitudes devotas que venían en busca de la bendición
papal, lo que obligó al Pontífice á repetir los anatemas de su antecesor
contra dichas bandas de soldados ladrones.
Catalina, la hija del tintorero de Siena, se presentó en Aviñón, enviada
por los florentinos para un asunto de su República. Las comadres de
Siena no podían creer en su importancia. La habían visto de pequeña; era
la Benincasa, la hija de Mona Lapa, la hermana de unos pobres tintoreros
que habían hecho quiebra; pero más allá de su país, en Florencia, en
Roma, era ya célebre por sus éxtasis proféticos. Mujer de gran voluntad
y de un lenguaje rudo y atrevido, se decía enviada por Dios para
realizar la gran empresa de su época, el retorno de la Santa Sede á
Roma.
La corte aviñonesa la recibió hostilmente. Cardenales y altos
funcionarios miraron con desprecio á esta plebeya andariega y verbosa.
Las damas pertenecientes á la familia papal, las sobrinas de cardenales
ó esposas é hijas de burgueses ricos de Aviñón, pasaron por la
antecámara del Pontífice para ver de cerca, con irónica curiosidad, á
esta mujer mal vestida y de ademanes varoniles, tan diferente á ellas,
que arrastraban al andar sedas, brocados y armiños, dejando una estela
de perfumes.
--Respondió la vidente á sus burlas con rudezas. Tenía algo de las
cantineras heroicas que de pronto se ven entre las damas de una corte
por haber ascendido sus maridos á generales. A ella lo que le interesaba
era hablar á solas con el Papa, varón irresoluto, en el que hacían honda
mella sus consejos, algo insultantes, de hembra enérgica enviada por
Dios.
En 1376, Gregorio XI se decidía irrevocablemente á volver á Roma, y
nadie pudo retardar dicho viaje. En vano su padre se tendió á través de
la puerta de la cámara papal para impedir que partiese. El Pontífice,
marchando como un hipnotizado, pasó sobre él. Al montar frente al
palacio, su caballo se encabritó y no quiso avanzar, teniendo sus
escuderos que buscarle otro. Las gentes de Aviñón decían á gritos que
tal viaje era contra la voluntad de Dios. Fué inútil que el rey de
Francia enviase á su hermano para retener al Papa. Éste se embarcó en
Marsella, donde le aguardaban treinta y dos galeras y otros barcos
auxiliares que los caballeros de San Juan de Jerusalén habían puesto á
su disposición.
Resultó horrible la travesía, como si verdaderamente marchase la flota
contra los elementos, sublevados por una voluntad extrahumana. Navegó
siempre con tempestad, teniendo que hacer largas escalas en
Villefranche, Génova, Liorna, Piombino y otros puertos de la costa
italiana. Algunas de las naves naufragaron á la vista del Pontífice,
ahogándose muchos personajes de su séquito.
Al fin, después de dos meses y medio de navegación, llegó el Papa á
Ostia, remontó el Tíber con sus maltrechas galeras é hizo una entrada
solemne en Roma. Pronto pudo convencerse de que esta pompa era ficticia
y encubría igual inseguridad que el otro recibimiento hecho á su
antecesor. Le habían engañado sobre la aparente sumisión de la
aristocracia romana. Los _bannerets_, jefes feudales de los doce
distritos de la ciudad, acostumbrados á mandar como señores absolutos en
sus jurisdicciones, habían depositado á los pies del Papa sus banderas
como signo de vasallaje, pero esto no era más que un simulacro.
Siguieron gozando de su jurisdicción despótica y desobedeciendo al Papa
siempre que les convino. Las poblaciones de los Estados pontificios se
sublevaron igualmente bajo la influencia de sus pequeños tiranos.
Gregorio XI tuvo que vivir de otro modo que en la tranquila Aviñón para
pacificar estas revueltas y sostener en pie el fantasma de una fingida
autoridad. Sintiéndose enfermo de muerte, adivinó los peligros á que iba
á quedar expuesta la Iglesia después de su desaparición, si el cónclave
se celebraba en Roma. Los _bannerets_ decían á gritos que estaban
decididos á no aceptar un Papa que no fuese romano, ó á lo menos
italiano. Así volverían á su ciudad las riquezas monopolizadas por la
«Babilonia del Ródano».
Alarmado el Pontífice, quiso volverse á Aviñón, como lo había hecho su
predecesor, y ordenó secretamente los preparativos del viaje. Se
mostraba arrepentido de haber dado fe á consejos de «mujeres
visionarias», lamentando públicamente tal debilidad, pero la muerte le
sorprendió antes de que pudiera marcharse de Roma.
Para remediar los peligros más inmediatos, había firmado una Bula en la
que ordenaba á los cardenales residentes junto á él que eligiesen un
Papa con la mayor celeridad, sin esperar á sus colegas que se habían
quedado en Aviñón, reuniéndose para ello donde se considerasen más
seguros, en Roma ó fuera de ella.
Pronto se vió que los temores del difunto eran ciertos. Los romanos
detenían á los cardenales á la salida de las iglesias para gritarles con
tono amenazante: «Nombrad un Papa romano, ó á lo menos italiano, pues
nuestra ciudad está viuda desde hace sesenta y ocho años.»
Otros, más francos, decían: «Desde que murió Bonifacio VIII Francia se
atraca de un oro que pertenece á Roma. Ha llegado nuestro turno, y
queremos hartarnos del oro francés.»
Cuando, pasada la novena reglamentaria, se abrió el cónclave, el 7 de
Abril de 1378, la ciudad estaba en plena revuelta. En las inmediaciones
del palacio papal se aglomeraba una enorme muchedumbre, todo el
populacho romano y servidores de personajes feudales que atizaban la
insurrección, obedeciendo á sus señores.
Los cardenales, al dirigirse al cónclave, tenían que pasar entre sus
amenazas. «Si no nos dais un Papa romano ó italiano moriréis todos»,
clamaban millares de voces.
Apenas los conclavistas empezaron sus deliberaciones, una diputación de
los _bannerets_ vino á decirles: «Elegid cuanto antes un Papa italiano,
ó si no, el pueblo hará vuestras cabezas más rojas que vuestros
capelos.»
En vano algunos de los cardenales protestaron contra estas
imposiciones. «Con vuestras amenazas, señores romanos, no conseguiréis
más que viciar nuestra elección, y en tal caso, en vez de un Papa
tendréis un intruso.»
La revuelta creció fuera del palacio. Todas las campanas de Roma tocaron
á rebato; empezaron á llegar grupos con armas, y finalmente las puertas
del palacio fueron derribadas, penetrando las turbas en los salones del
cónclave.
--Hay que tener en cuenta--prosiguió Borja--cómo eran muchos de estos
príncipes eclesiásticos, de vida muelle y grandes riquezas,
acostumbrados á verse obedecidos y á no correr peligro alguno. Los más
se asustaron al oir que la muchedumbre romana rompía las puertas,
profiriendo amenazas de muerte. Once cardenales eran franceses, cuatro
italianos y uno español, Pedro de Luna.
Éste, en su primera juventud, había hecho la guerra en Castilla contra
don Pedro el Cruel. Era tenaz y valeroso, á pesar de la pequeñez de su
cuerpo, y fué el único cardenal que no huyó, saliendo al encuentro del
populacho agresivo.
Aterrados los conclavistas por el peligro, no sabían qué hacer. El
griterío y el avance de las masas amotinadas no les permitía deliberar
con tranquilidad. Creyeron salir del paso con una fingida entronización
para engañar momentáneamente al pueblo y reunirse en otra parte. Para
ello echaron la capa pontificia sobre los hombros de uno de los cuatro
conclavistas italianos, el cardenal de San Pedro, que era de una extrema
ancianidad. El octogenario, asustado, empezó á dar gritos: «Yo no soy el
Papa... No quiero ser Papa.»
Entonces acordaron rápidamente nombrar á Bartolomé de Prignano,
arzobispo de Bari, que no era cardenal, y á quien muchos de ellos
apenas conocían. Les bastaba que fuese italiano. Y después de tan
precipitado acuerdo cada príncipe de la Iglesia se fué por donde pudo,
refugiándose los más en el castillo de San Angelo, mientras el pueblo
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