El papa del mar - 20

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En vano recordaron su hartazgo de mediodía. La viuda insistió: «Siempre
es bueno comer, sobre todo después de una mojadura.»
Sus dos hijos mayores, llevando también en sus cabezas sacos de abono en
forma de capuchón, salieron de la casa, satisfechos de poder marchar
bajo la lluvia. Iban á otra vivienda de las inmediaciones, donde la
madre conocía la existencia de un jamón salado y blanducho, llamado
«pernil» en el país.
Un nuevo personaje se movió en la cocina: el padre del difunto, llamado
por todos «el Agüelo».
La edad y el hábito de encorvarse sobre la tierra años y años para
cultivarla habían doblegado su cuerpo. Era enjuto, con abundantes
arrugas concéntricas alrededor de ojos y boca. Sus pupilas, amarillentas
y lacrimosas, tenían la fijeza de la ceguedad. Saludó á los forasteros
en castellano, pronunciando lentamente sus palabras con un acento algo
grotesco. Y satisfecho de haber dado esta muestra de su sabiduría, fué
hacia la puerta, entreabriéndola.
--Llueve--dijo con tono de oráculo--; llueve, y pronto va á tronar.
Admiró Borja la adivinación de este hombre falto de vista. Una segunda
tormenta se iba aproximando. Sobre el horizonte gris y brumoso por la
lluvia avanzaban nubes intensamente negras, cortadas por el zigzag de
lejanas exhalaciones.
Volvieron los niños, con el «pernil» envuelto en papeles mojados, y la
madre fué arrojándolo á trozos en una sartén que empezaba á chirriar
sobre el fuego.
--Usted y su señora deben comer algo, para entrar en calor--insistió la
mujer--. También guardo un vino rancio de mi pobre marido.
Era ya completamente de noche. Una de las ventanas, que sólo tenía
cerrados los cristales, se iluminó con lívido resplandor, y á
continuación sonó un trueno. La viuda se apresuró á cerrar las maderas
de la ventana, abandonando la sartén.
--¡Qué noche nos espera, Señor!--dijo, juntando sus manos como si
empezase una oración--. En esta época las tormentas son las peores del
año.
Se vieron obligados los dos huéspedes á sentarse ante la mesa, cubierta
con grueso mantel. Platos de loza del país, fabricada en Alcora, se
mostraban flanqueados por tenedores de madera y pedazos de pan de
corteza obscura y miga amarillenta hecho en la casa. El jamón blanducho
se había endurecido con la fritura del aceite; pero era tan salado, que
ambos tuvieron que beber el vino del difunto para refrescar sus
paladares. Este vino grueso y áspero, abundante en alcohol, los reanimó
con momentáneo calor.
Rosaura se imaginaba haber entrado en un «rancho» de su país, huyendo
del mal tiempo. La necesidad la obligó á resignarse á una atmósfera cada
vez más densa de humo de leña verde y olor punzante de aceite frito. Los
objetos parecían esfumarse á través de esta niebla. Hizo esfuerzos para
reprimir su tos y se pasó varias veces el pañuelo por los ojos. Así
debió ser la vida en las viviendas de la Pampa durante los tiempos
coloniales.
Con gusto habría salido de la casa; pero fuera arreciaba la lluvia y los
truenos eran cada vez más frecuentes. Sonó uno encima de la techumbre,
viéndose antes su eléctrico fulgor á través de las rendijas de las
ventanas. La viuda volvió á juntar sus manos, implorando con voz
temblorosa:
Santa Bárbara bendita,
que en el cielo estás escrita
con papel y agua bendita...
Esta oración la había aprendido cuando empezaba á balbucear y era el
resultado de varios siglos de experiencia devota. Bastaba decir tales
palabras para que el rayo se alejase, por la intervención de la santa
invocada.
El abuelo se acercó lentamente á la mesa, con la humildad de un can que
aprovecha las sobras, y sus manos titubeantes buscaron los pedazos de
jamón frito, cesando de hablar para engullirlos. También se apoderó de
aquel vino que su nuera sólo dejaba salir á la mesa en días
extraordinarios.
Al atardecer había comido su cena frugal de siempre; pero ya no se
acordaba de ella, seducido por el olor de esta otra que parecían
despreciar los ricos huéspedes. La viuda olvidó un momento su miedo á la
tempestad, para imponer respeto al viejo, tratado por ella como si fuese
un niño más en la casa.
--¡Agüelo, no moleste á estos señores!--dijo con voz dura.
Se indignó el cegato ante la suposición de que «los señores» pudiesen
escucharle con molestia. Tenían mucho gusto en oirle. Les estaba
contando cosas que no podían haber visto, por ser jóvenes.
Hablaba y hablaba como si reanudase un relato empezado muchos días
antes, sin percatarse de que sus oyentes eran nuevos. La nuera había
escuchado un sinnúmero de veces la misma historia. Sus tres hijos
miraban á los forasteros con ojos soñolientos. El más pequeño se
apelotonaba contra su madre cada vez que la casa empezaba á temblar bajo
el estrépito de la tormenta. Tampoco prestaban atención á lo que decía
su abuelo.
--... Y entonces, al cercarnos los liberales, ya saben ustedes, los
soldados del gobierno de Madrid, don Pascual nos dijo: «¡Arriba,
muchachos! ¡Viva la religión!» Y nos abrimos paso, no parando hasta
Morella.
Borja dió explicaciones en voz baja á Rosaura. Este don Pascual era un
escribano del vecino pueblo de Alcalá de Chisvert, un cabecilla
carlista, apellidado Cucala, que había sostenido la última guerra civil
en el Maestrazgo, llevando á sus órdenes gran parte de la juventud
rústica del país. El viejo era uno de sus partidarios todavía vivientes.
Avanzaba con cierto titubeo á través de sus recuerdos, evocándolos sin
ilación:
--Si hablo bien el castellano, es porque hice la guerra y vi muchos
países. Estuve en Aragón y en otras partes, donde las gentes no hablan
como aquí... Yo llevaba en el pecho un escapulario con el Corazón de
Jesús y un letrero que decía: «Detente, bala...» Y nunca me tocó una
bala, ni un arañazo siquiera. Otros llevaban el mismo escapulario y
murieron; pero, como me explicó un capellán que venía con nosotros, eran
hombres perversos, que el Señor no iba á proteger después de tantos
pecados.
Su nuera le interrumpió con inquietud, temiendo tal vez que su charla
incesante pudiese atraer el rayo.
--¡Calle, agüelo! ¡Calle y rece!
Repitió esta recomendación incongruente como si para ella el rezo sólo
pudiera ser en silencio. Se veía que la pobre viuda oraba así por un
leve movimiento de sus labios. Cuando un trueno era más fuerte y
horrísono, levantaba la voz, repitiendo su invocación á Santa Bárbara.
Calló definitivamente el vejete, como si produjese un efecto narcótico
en su interior aquel vino admirado. Los dos forasteros también
permanecían en silencio. Después de pasada la primera excitación de esta
aventura de viaje, parecían deprimidos por el cansancio.
Interrumpiéndose á cada trueno, empezó la viuda á dar explicaciones
sobre el modo de pasar todos la noche. La casa era pequeña y había que
resignarse á su exigüidad. Desde la muerte de su esposo, ella dormía
sola en la habitación matrimonial; los niños se acostaban en la otra
pieza; el abuelo se arreglaba una cama con pieles de cordero y mantas en
el banco de ladrillos de la cocina. Viviendo su hijo, hacía lo mismo. Le
placía dormir así porque le recordaba sus tiempos juveniles, cuando iba
con don Pascual.
Esta noche la viuda no tendría más que trasladarse al cuarto de sus
hijos, cediendo á los señores su habitación. Y levantándose, abrió la
puerta de dicha pieza, viéndose sus paredes blancas de cal, unas cuantas
estampas de santos, y la cama, que era el mejor mueble de la casa,
enorme, hinchadísima por numerosos colchones, dando, sin embargo, á los
ojos, una sensación de compacta dureza.
Mientras desaparecía en el interior del cuarto para convencerse de que
todo estaba en orden, Rosaura salió de su postración, mirando con
inquietud á su acompañante, al mismo tiempo que le hablaba en voz baja:
--¡Qué disparate!... ¡Pero esto no puede ser!... Debe usted decir la
verdad.
De buena fe se mostró reacio á lo que ella solicitaba. Era ya demasiado
tarde. No sabría cómo formular tal explicación. Temía además que esto
complicase el hospedaje. A la pobre mujer le era imposible instalarlos
por separado. Se vería obligada á dormir en las sillas con sus tres
niños...
Además, ¿no podían estar los dos dentro de aquella habitación--como
estaban ahora en la cocina--, sentados y dormitando, hasta que llegase
el alba?... Una mala noche acaba por terminar, aunque parezca
larguísima. No iban á quedarse solos como en un desierto. A corta
distancia de ellos dormiría toda la familia. «En la guerra, como en la
guerra.» Nadie conocería este error de la devota campesina, que podía
prestarse á malignas interpretaciones. Ni su mismo chófer sabría nada.
Ella contestó con signos negativos casi imperceptibles, mirándole
fijamente. No le daba miedo Claudio. Ya no era una niña para asustarse
ante las audacias de los hombres. Sabía defenderse. Mas á pesar de esto,
insistió en su protesta. Era que esta noche dudaba de ella, á causa de
su cansancio y su desaliento. Le inspiraba desconfianza su sensualismo
adormecido; pensó en las últimas semanas de vida casta y tranquila.
¿Quién puede adivinar las terribles sorpresas que llevamos dentro de
nosotros, las bromas crueles que se permite la Naturaleza, tratándonos
como un juguete?
--Yo le doy mi palabra...--insistió él en voz baja--. Se lo juro...
Duerma en la cama como si estuviese sola. Yo permaneceré en una silla,
en el suelo, no importa dónde. Piense que soy un caballero.
Y le temblaba la voz al hacer tales promesas.
Rosaura deseó salir cuanto antes de la cocina. Sus ojos lagrimeaban,
heridos por el humo. Su tos era cada vez más violenta. Borja la estaba
viendo seguramente con una fealdad que nunca había podido sospechar.
Todo esto hizo que volviese su rostro hacia el dormitorio con una mirada
que adivinó la dueña de la casa.
Se puso de pie para seguir á ésta, pero antes de alejarse todavía
insistió en sus recomendaciones.
--¡Quédese aquí! Invente cualquier pretexto. ¡No me siga!
Permaneció Borja cinco minutos solo junto á la mesa. El abuelo había
colocado sus pieles y sus mantas sobre el banco de la cocina, y se
acostó, quitándose únicamente las alpargatas, lanzando suspiros que
parecían de voluptuosidad.
--¡Mejor que un capitán general!--dijo á través de sus encías
desdentadas.
La viuda iba de un lado á otro, como extrañando la permanencia del joven
en aquel lugar.
--Señor, entre cuando quiera--dijo--. Su señora está en la cama, pero
vestida. Dice que le da miedo acostarse como las otras noches, con esta
tempestad. No lo extraño; á mí me pasa lo mismo.
Marchó Borja con timidez hacia la puerta. Luego la abrió resueltamente,
volviendo á cerrarla tras él.
La dueña de la casa oyó durante unos instantes las exclamaciones de la
señora y las palabras de su marido que parecía musitar excusas.
Al darse cuenta del derroche de luz que estaba haciendo, se apresuró á
apagar los cuatro mecheros del velón. Sin duda, estos señores con
aspecto de ricos iban á entregarle una buena recompensa al día
siguiente, mas no por ello debía olvidar sus economías habituales.
No quedó más luz que la de los leños del naranjo, cada vez más débil.
Empezaban los troncos á carbonizarse; se partían, esparciendo ceniza
blanca al lanzar sus últimos fulgores.
Continuaban los truenos sobre el tejado, conmoviendo las paredes,
haciendo trepidar las ventanas. Las rendijas de éstas aparecían
instantáneamente pintadas de azul eléctrico por las exhalaciones. Sonaba
quejumbrosa en la penumbra la voz de la viuda á continuación de cada
relámpago: «Santa Bárbara bendita, que en el cielo estás escrita...»
Creyó oir que hablaban fuerte dentro de su dormitorio. Tal vez la habían
llamado, y quedó indecisa, avanzando la cabeza. Le pareció escuchar un
ruido de muebles, luego otro más sordo: sin duda un empujón en la pared.
Se imaginó estar viendo su pasado. Todas sus disputas con el difunto,
por celos ó por simple nerviosidad, eran en la noche, después de acostar
á los niños.
Avanzó con lentitud hacia la puerta, colocando el rostro junto á su
cerradura para preguntar dulcemente:
--¿Quieren ustedes algo?...
Unos murmullos; después silencio absoluto. Volvió á instalarse cerca del
hogar, en un sillón de brazos hecho de madera de algarrobo, con asiento
de esparto trenzado: el mueble más lujoso de la cocina. Este nuevo
asiento pareció facilitar la llegada del sueño que rondaba desde mucho
antes en torno á ella.
Siguió barboteando á cada trueno su invocación salvadora: «Santa Bárbara
bendita, que en el cielo estás escrita...» y acabó por dormirse, oyendo
cada vez más lejos los ruidos de la tormenta, no prestando atención á
otros más próximos que parecían venir de su antiguo dormitorio
matrimonial.
Un profundo silencio la despertó repentinamente. La cocina estaba á
obscuras. En el hogar sólo quedaban unos pequeños redondeles de luz,
como si entre los tizones se mantuviesen ocultos varios gatos de ojos
infernales. Miró en torno con extrañeza al no escuchar más que la
respiración del abuelo, débil como la de un niño.
Abandonando su asiento, fué de puntillas hasta la puerta de su
habitación. El matrimonio dormía. Luego se convenció de que no dormía.
Llegaba hasta ella un leve murmullo de voces suaves y lejanísimas. Tal
vez se hablaban al oído, dulcemente, como ella con su difunto esposo al
finalizar los placenteros armisticios que seguían á sus disputas. Este
recuerdo, ahora doloroso, extinguió su curiosidad y la hizo retirarse.
Fué á tientas hasta una de las ventanas, abriéndola de par en par. Entró
por ella una luz láctea, cubriendo de blanco su cara y su busto,
haciéndola semejante á una imagen de mármol.
Se había alejado la tormenta. Una luna redonda y clarísima circundada de
estrellas parecía correr en el cielo por entre nubes obscuras como la
tinta, con ribetes de plata. En realidad, eran las nubes las que se
deslizaban en tropel, unas veces por debajo de ella, otras cubriéndola
con momentáneo eclipse, del que parecía salir más luminosa.
Surgía del camino hondo un resplandor de aurora. El chófer, al notar el
descenso del agua, había encendido los faros, empezando la recomposición
de la avería. El choque metálico de sus herramientas era el único ruido
de la noche.
Luego la mujer contempló su huerto. Brillaban los naranjos con un barniz
lunar. Cada uno de ellos, sobre su redondo manto verde se había colocado
otro de resplandor lácteo y escurridizo.
Saturaba el ambiente un perfume de jardín saqueado. El suelo estaba
cubierto de flores que parecían pateadas por una tromba de jinetes
nocturnos. La tormenta había arrancado los pétalos del azahar y la
tierra empezaba á oler á ramillete de novia descompuesto, con el fuerte
perfume de la putrefacción vegetal. Reflejaban los charcos, en su espejo
tranquilo, las gotas inquietas de las estrellas.
De pronto, una ráfaga, último arrastre del lejano manto de la tempestad,
hacía temblar las copas de este jardín irreal.
Los naranjos dejaban caer de su follaje, punteado de luz, una lluvia de
piedras preciosas. Luego quedaban inmóviles y la luna volvía á vestirlos
de plata.
De cada hoja colgaba un diamante.

FIN

«Fontana Rosa»
Mentón (Alpes Marítimos)
Agosto-Octubre 1925
Sigue «A LOS PIES DE VENUS»
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