El papa del mar - 15

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En este discurso de tantas horas relató la historia entera del cisma
como él sólo podía contarla. Era ya el único viviente que había
presenciado su origen. Todos los que le escuchaban habían adquirido sus
actuales cargos después de aquel cónclave tumultuoso de Roma, en el que
figuró él como cardenal. Muchos ni siquiera habían nacido en tal fecha.
Y después de relatar los numerosos incidentes de esta lucha eclesiástica
que duraba un tercio de siglo, llegó á la parte más interesante de su
defensa, expresándola con una fuerza y una lógica invencibles, puestos
sus ojos en los enemigos que le escuchaban.
--Vosotros decís que soy un Papa dudoso. No hablemos de ello; lo acepto.
Pero antes de ser Papa yo era cardenal, y cardenal indiscutible de la
Santa Iglesia de Dios, pues me dieron la investidura antes del cisma.
»Soy el único de los cardenales anteriores al cisma que aún vive. Si,
como decís vosotros, todos los Papas elegidos después del cisma son
dudosos, todos los cardenales que ellos han nombrado son dudosos
igualmente. Y como los cardenales son los que nombran los Papas, yo
solo, cardenal auténtico, soy el único que puede designar un Papa
auténtico.
»Yo soy también el único que puede conocer verdaderamente las cuestiones
de legitimidad en este cisma, el único que estuvo presente en el
cónclave que dió origen á él. La solución para los males presentes de la
Iglesia soy yo solo el que puede legítimamente aplicarla; la dignidad de
la Iglesia y mi propia dignidad así lo exigen.
»Suponiendo que no sea yo el único Papa legítimo, soy el único cardenal
legítimo, y puedo nombrarme por segunda vez á mí mismo. Y si no queréis
que el Papa sea yo, no por eso conseguiréis evitar que yo sea el único
que puede nombrar otro Papa, y ningún Papa legítimo será designado sin
mi aquiescencia, ya que soy indiscutiblemente el único cardenal
legítimo.
Siguió el invencible anciano razonando de este modo mientras fijaba sus
ojos en los diversos grupos de la gran asamblea. Los enemigos bajaban la
cabeza, impresionados por su argumentación incontestable. Sus amigos le
miraban con entusiasmo, sintiéndose reconfortados. Mas la reconciliación
resultaba imposible é inútiles todos los argumentos de este formidable
polemista. Segismundo, hombre del Norte, no podía aceptar un Papa
español. Además, reconocer al Papa de Aviñón era indisponerse con el
concilio de Constanza, dirigido por enemigos de este Pontífice y por
antiguos amigos desleales, que aún resultaban más feroces.
Borja, al recordar este momento decisivo en la vida del papa Luna,
pensaba siempre lo mismo:
--Su argumentación fué sólida, rectilínea, incontestable como la
verdad. Pero ¡ay! el mundo vive casi siempre regido por intereses y no
por verdades.
Hubo prelados y doctores que, llegados á Perpiñán como adversarios de
Benedicto, se sintieron convencidos por sus razonamientos é intentaron
defenderle. Algunos obispos franceses enemigos del concilio de
Constanza, por ver en él una asamblea ilegítima sublevada contra los
Papas, se unieron á los amigos de Benedicto para pedir la reunión de un
nuevo concilio; pero enterado Segismundo, se presentó inesperadamente en
la casa donde se juntaban dichos personajes, haciendo abortar la
empresa.
El emperador se mostraba cada vez más arrogante, ganando á unos por
medio de promesas y á otros valiéndose de amenazas. Exigió casi con
violencia al anciano Pontífice una renuncia pronta, sincera, sin
reservas, y el aragonés, incapaz de tolerar imposiciones, le contestó en
el mismo tono.
Don Fernando, siempre acostado y doliente, no podía intervenir entre el
Papa y Segismundo. Sus funciones de mediador las había delegado en
Maestro Vicente, que también estaba enfermo á causa de las privaciones y
penitencias de su ascetismo.
Este fraile tímido, que había abandonado en Aviñón á su Papa por no
verle entregado á la guerra, tuvo que avistarse con un soberano algo
fanfarrón, vanidoso por sus recientes triunfos en Constanza, propenso á
formular amenazas que no podía cumplir. El futuro San Vicente Ferrer
creyó de buena fe en las terribles venganzas que prometía el emperador y
procuró no comunicarlas al monarca enfermo ó á su hijo Alfonso, para que
la altivez de éstos, justamente ofendida, no provocase una guerra.
Además, los hombres influyentes del concilio de Constanza le escribían
con frecuencia, acabando por quebrantar su fe en el papa Benedicto.
Continuaba no dudando de su legitimidad, pero le pedía que renunciase.
Las imposiciones del joven emperador acabaron por exacerbar el carácter
poco sufrido del Pontífice. Abundaban en Perpiñán sus adeptos, todos
hombres de espada é indignados igualmente contra Segismundo. Surgieron
riñas entre unos y otros. El conde de Armagnac, cuya familia fué
partidaria de Benedicto hasta después de su muerte, tuvo una pelea con
el Gran Maestre de Rodas, y éste murió pocos días después. Segismundo
empezó á encontrar insegura su residencia en Perpiñán por miedo á los
«catalanes», como él llamaba á todos los sostenedores de Benedicto.
Éstos, cada vez más numerosos en la ciudad, hablaban públicamente de dar
una lección al emperador.
Tal fué la inquietud de Segismundo, que abandonó de pronto Perpiñán para
retirarse á Narbona, anunciando que reduciría á Benedicto por la fuerza,
para lo cual prometió volver muy pronto al frente de sus ejércitos.
Hizo reir esta amenaza á los hombres de guerra, pues todos sabían que
Segismundo era más rico en palabras que en soldados y dinero; pero
Maestro Vicente, monje de paz, creyó en ella, mostrándose aterrado.
Tenía sesenta y cinco años, siendo más viejo en apariencia que el Papa,
casi nonagenario. Había predicado en su vida seis mil sermones de tres
horas cada uno, y vivía en continua penitencia. Lo mismo que en el
momento crítico del sitio de Aviñón, cayó enfermo, permaneciendo en su
celda del convento de Predicadores.
Benedicto XIII se consideraba en una situación favorable. Los reyes de
Aragón, Castilla, Navarra y Escocia le seguían fieles después de esta
fuga del emperador, y con ellos varios señores poderosos del Sur de
Francia. Sólo existía un Papa en aquellos momentos y era él. Sus dos
adversarios habían desaparecido.
Tenía enfrente al concilio de Constanza, pero este concilio se había
creado numerosas enemistades, y su firme tenacidad lograría al fin
triunfar de él. Muchos de sus miembros se mostraban irreductibles
enemigos suyos sabiendo que era incapaz de dejarse manejar por nadie
durante su Pontificado, pero todos acabarían aceptándolo por conseguir
pronto la unión, teniendo además en cuenta su edad avanzadísima.
Cuando el enérgico Pontífice se consideraba próximo otra vez á una
victoria definitiva recibió el golpe mortal de su amigo más íntimo y
constante, de Maestro Vicente, y éste realizó tal acción de buena fe,
obedeciendo á su alma aterrada por el fracaso de las negociaciones y la
cólera del emperador.
Levantándose inesperadamente de su lecho de enfermo, anunció que iba á
predicar en una fiesta á la que asistirían el Papa, los príncipes
venidos á Perpiñán para las conferencias, los cardenales, los
embajadores, una multitud enorme. Cuando apareció en el púlpito, pálido,
exangüe, con los ojos ardientes de fiebre, un estremecimiento circuló
por el auditorio. Todos presintieron que de su boca iba á surgir algo
decisivo para la cuestión que venía debatiéndose tantos años.
La voz del predicador resonó como una campana en el profundo silencio,
al lanzar el tema de su sermón: «Osamentas desecadas, oid la palabra de
Dios.» Y empezó á censurar la conducta tenaz de Benedicto XIII, que
hasta pocos días antes había sido para él un verdadero vicario de
Jesucristo. Olvidaba centenares de sermones á favor de dicho Pontífice;
toda una vida de apostolado para conseguir la unión de los creyentes
bajo la indiscutible legalidad del papa Luna. La asistencia le
escuchaba con estupor. Benedicto no hizo un solo gesto y siguió mirando
fijamente al que había sido su más íntimo consejero.
El rey don Fernando amaba á don Pedro de Luna, pero su respeto por
Maestro Vicente era muy superior á todos sus afectos antiguos. Además
estaba enfermo, consideraba próxima su muerte, y en tal situación seguía
á ojos cerrados los consejos de un hombre tan milagroso.
Por instigaciones del futuro San Vicente, el rey aragonés se mostró casi
tan violento como el emperador. Hizo saber al Papa, por medio de una
comisión, que él y los reyes de Navarra y de Castilla abandonarían
inmediatamente su obediencia si no renunciaba al Pontificado ante el
concilio de Constanza, lo mismo que sus antagonistas.
Acogió el irreductible Luna dicha imposición con un silencio altivo, y
poco después se dirigió al inmediato puerto de Colliure, donde le
esperaban sus dos galeras. Menospreciado y atacado por los que habían
sido hasta el día antes sus partidarios más fieles, renegó de los
hombres y fué en busca del mar.
Aún le quedaba en el mundo un pedazo de tierra que era suyo,
absolutamente suyo, la pequeña península de Peñíscola con su abrupta
fortaleza. Allí podría vivir al amparo del Mediterráneo, sin reyes que
pretendiesen atropellar su voluntad por exigencias de la ambición ó de
la política; allí sostendría su derecho, que él consideraba más
indiscutible que nunca, frente al cielo, frente al mar, siendo su
tenacidad una lección y un remordimiento para sus adversarios.
Se alarmó el rey elegido en Caspe al saber la marcha inesperada del
Pontífice. Una embajada de grandes señores y jurisconsultos de su corte
salió al galope hacia Colliure para rogar á Benedicto que volviese á
Perpiñán, donde buscarían juntos una solución que les mantuviese amigos.
El papa Luna, á cambio de la renuncia de su tiara, se vería reconocido
como el primero de los cardenales, sería legado _a latere_ para todas
las naciones que habían vivido bajo su obediencia, seguiría gobernando
como segundo Papa los países que siempre le sostuvieron. El emperador y
todos los reyes representados en Perpiñán conseguirían que el concilio
de Constanza le confiriese cuantos honores y dignidades quisiera, en
agradecimiento á su abdicación.
Llegó la embajada á Colliure cuando las dos galeras levaban anclas,
izando su velamen. El Papa del mar, erguido en la popa de su nave,
acogió con desdeñoso silencio el mensaje real dicho á gritos por uno de
los emisarios.
Como Benedicto continuaba de pie y mudo en el alcázar de su galera, otra
vez pidieron contestación los enviados de don Fernando.
Sólo cuando el buque empezaba á alejarse habló el Pontífice, dando como
respuesta una frase extraída de los libros santos:
--Decid esto á vuestro rey: «Yo te hice lo que eres y tú me envías al
desierto.»


II
Donde los cuervos del concilio entran en el Arca de Noé, y se habla
de ciertas hostias doradas, rellenas de miel y de arsénico.

Al abrir Borja la pequeña ventana de su habitación, vió el mar casi á
sus pies, teñido de rosa por los arreboles del amanecer.
Estaba en Peñíscola. Quince días había necesitado para llegar á ella,
deteniéndose en todas las ciudades donde vivió el papa Luna durante el
último período de su agitada historia.
No sentía prisa de llegar al término de su viaje. En Peñíscola moría el
nonagenario Pontífice y terminaba él su libro. Más allá iba á crearse en
su existencia un vacío que le inspiraba cierto miedo.
De Barcelona, de Tarragona y de Tortosa había ido enviando cartas á la
viuda de Pineda, en su residencia de la Costa Azul. No tenía esperanza
de ver contestado este monólogo epistolar. Escribía por escribir,
sintiendo la necesidad de exponer en largas cartas, ó en pocas líneas
trazadas apresuradamente sobre una tarjeta postal, sus impresiones del
momento, sus nostalgias al verse solo, algunas veces una amargura
discreta y tímida por lo que él llamaba «la fuga de Marsella».
En esta correspondencia de vagabundo, prescindía siempre de mencionar
sus señas para que ella le contestase. ¿Qué podría escribirle? Alguna
carta amable y falta de espontaneidad; la carta de una señora de gran
mundo que al tomar la pluma teme una maligna interpretación de sus
palabras. Juzgaba más consolador para él escribir sin esperanza de
respuesta, como si se dirigiese á las mujeres-fantasmas que había
adorado imaginariamente en su primera juventud.
Al llegar á Peñíscola pensó instalarse en la inmediata ciudad de
Benicarló. En ella podía encontrar una modesta fonda, frecuentada por
viajantes de comercio y corredores de vinos del país, verdadero «Palace»
comparada con las casas de Peñíscola. Mas los contados kilómetros que
separaban ambas poblaciones, á través de marismas y entre naranjales,
cuyos ribazos convertían los caminos en barrancos, le decidieron á
instalarse en la antigua población papal, arrostrando las escaseces y la
monotonía de este promontorio sin más habitantes que pescadores y pobres
labriegos.
El médico y el secretario del Municipio, deseosos de tener un compañero
de conversación procedente de Madrid, le buscaron alojamiento en la casa
del único tendero de comestibles, representante, en este rincón
olvidado, de los altos intereses de la industria y el comercio.
Dos días llevaba Borja nada más en el último refugio del papa Benedicto,
y se imaginaba haber vivido sin salir de él una suma considerable de
meses. Conocía Peñíscola por la visita hecha años antes. Al volver la
encontraba igual, como si el tiempo no existiese para sus edificios y
sus habitantes.
Le gustaba salir de su recinto amurallado, pasar la lengua arenosa que
la une á la costa, y desde allí abarcar en una ojeada los anillos
superpuestos de sus baluartes, el caserío apretado y en escalones, de
una blancura luminosa, y sobre la cúspide su robusto castillo de torres
desmochadas. En él había vivido durante ocho años el abandonado
Pontífice, insistiendo en su legitimidad, haciéndose temer hasta el
último momento por los mismos que fingían despreciarle.
Este promontorio se convertía en una isla cuando el Mediterráneo
empezaba á encresparse, cubriendo con el avance de sus murallas lívidas
y cóncavas, empenachadas de espuma, la faja de arena que lo une con la
tierra firme. En tiempo de bonanza, toda la flota pescadora de
Peñíscola, barcos embreados y de gruesas bordas, se ponía en seco,
formando doble fila sobre dicho istmo.
Borja recordaba sus viajes, comparando este peñón fortificado con el
Mont-Saint-Michel, en Bretaña, ó la roca de Gibraltar. Comprendía la
irresistible atracción que ejerció sobre los navegantes, desde los
primeros tiempos en que el hombre, ahuecando el tronco de un árbol, se
dejó llevar por las olas. Tenía en su centro una fuente de agua dulce,
muy abundante, y otras fuentes secundarias surgían de sus orillas
rocosas. Los navegantes podían hacerse fuertes dentro de él, sin miedo á
que les faltase el elemento más necesario para la vida.
Según la tradición, los fenicios habían llamado Tyriche á Peñíscola, por
encontrarla semejante á su ciudad de Tiro, aglomerada también sobre un
peñón. Griegos y cartagineses se establecían aquí, para mantener seguros
los géneros que les servían de moneda en sus transacciones con los
indígenas de Iberia y guardar igualmente los minerales comprados en el
interior, remontando el Ebro. La leyenda cristiana hacía desembarcar en
estas rocas á varios discípulos del apóstol Santiago, cuyos restos
estaban en la iglesia de Peñíscola, nadie sabía dónde. Don Jaime, rey de
Aragón, al conquistar Valencia, daba Peñíscola á los templarios, y
cuando desaparecían éstos, el fuerte castillo del mar pasaba á la Orden
de Montesa, recién creada por los monarcas aragoneses para que pelease
con los moros de Andalucía, guardando la frontera valenciana.
El maestre de Montesa, señor de toda la costa y las tierras interiores
llamadas actualmente «el Maestrazgo», cedía á Benedicto XIII Peñíscola y
su castillo. Al Papa del mar le placía hacer largos descansos en esta
fortaleza semejante á un navío de piedra, cuando iba de Valencia á
Barcelona ó descendía desde Zaragoza á las riberas del Mediterráneo.
Confiaba su defensa á hombres de espada que le eran adictos; grababan
los canteros en portadas y muros las armas del Pontífice: un menguante
lunar con las puntas abajo, las dos llaves, y como remate la tiara
cónica de San Silvestre. Los antiguos encargados del guardamuebles y el
guardarropas en el castillo de Aviñón colgaban tapices, tendían
alfombras, colocaban credencias, sitiales, aparadores y mesas en los
abovedados salones de piedra obscura. Parecía que el vigoroso anciano
adivinaba el porvenir al prepararse este retiro, desde el cual iba á
hacer frente á todos, sosteniendo su derecho con aragonesa tenacidad.
Mientras el cañón fué de corto alcance, esta península casi isla resultó
inexpugnable. Felipe II había añadido baluartes á las fortificaciones
medievales reparadas por el papa Luna. Un escudo enorme de dicho monarca
adornaba aún la puerta principal de la ciudad.
En la guerra de Sucesión, las tropas francesas y españolas partidarias
de Felipe V habían sufrido, encerradas en Peñíscola, un largo bombardeo,
que arrasó la población, desapareciendo todos los edificios de
arquitectura gótica, antiguos alojamientos de la mermada corte del
Pontífice. Ahora las casas eran pobres y sin estilo; viviendas de nítida
blancura exteriormente, míseras y negras en su interior, hogares de
pobres gentes que habían de ganar su subsistencia pescando ó cultivando
los terrenos blanduchos de la costa.
Borja, al dar la vuelta al peñón en una barca, había apreciado sus
maravillas marítimas. Una espléndida flora se dejaba entrever, con
temblores verdes, rojos y nacarados, en el fondo de las aguas. Grandes
rebaños de salmonetes pastaban en estas praderas submarinas, conservando
en su interior, hasta después de haber sido despojados de sus entrañas,
el saborcillo amargo y la pulpa verde de las hierbas devoradas. El
langostino, regio ornato del Mediterráneo, pululaba con transparencias
de cristal en las cuevas profundas del peñón ó se extendía en bandas por
las llanuras herbáceas y en declive que forman el gran parque
subacuático en torno á Peñíscola.
Las barcas de pesca y los laúdes de cabotaje no necesitaban enviar sus
tripulaciones al interior del pueblo para hacer provisión de agua dulce.
Les bastaba atracar al pie de uno de los baluartes que aún mantiene el
escudo del papa Luna grabado en sus piedras. Entre el muro y las rocas
del suelo surgía una fuente, y los navegantes, desde la cubierta del
barco, podían llenar sus toneles. En esta muralla marítima un gran arco
tapiado marcaba el sitio por donde las galeras del citado Papa podían
penetrar en la población, quedando al amparo de la primera línea de
fortificaciones.
Una fuente de agua salada existía dentro de Peñíscola entre las varias
de agua dulce, siendo llamada «el Bufador» á causa de sus gigantescos
soplidos. El peñón estaba socavado por varias cavernas, siendo todo él á
modo de una esponja pétrea. En las cuevas más angostas se refugiaban
los peces para reproducirse al abrigo de las agitaciones exteriores. En
la bóveda del socavón más grande existía un agujero á modo de tubo de
chimenea, que venía á terminar en una plazoleta del pueblo. Los días de
tormenta penetraban las olas tumultuosamente en la gruta submarina,
empujándose unas á otras en su avance y su reflujo, y estos choques
elevaban una gruesa columna de agua salada por el respiradero del
«Bufador», rociando á los transeúntes desprevenidos.
Todas las calles ascendían en forma de escalera: una sucesión de mesetas
empedradas de guijarros azules, tan pulidos por la lluvia, que resultaba
peligroso marchar sobre ellos. Aglomerado el vecindario de marineros y
labradores dentro de una fortaleza, las calles eran angostas y las casas
carecían de espaciosos corrales.
Los despojos de la pesca y el estiércol de las reducidas cuadras
mantenían una perpetua nube de moscas. Y al final de esta pirámide de
edificios blancos, con su doble anillo de baluartes que parecían
sustentarla lo mismo que los aros de un tonel sostienen sus duelas, se
alzaba el castillo, designado por las gentes del país con el apodo viril
de «el Macho» á causa de su robustez.
Se imaginaba Claudio los primeros meses de la vida de Luna en esta
especie de isla, desconocida hasta poco antes y hacia la cual iban á
volver sus ojos tantas gentes. Apenas sus dos galeras procedentes de
Colliure hubieron anclado, llegó por tierra otra embajada de don
Fernando para exigirle nuevamente que presentase su abdicación.
Luna contestó con ironía á los enviados del monarca. Si él no era Papa
verdadero, en tal caso resultaban nulos todos los actos de su
Pontificado. Y él había ceñido su corona al rey de Aragón, había casado
á la reina de Castilla, llevaba cumplidos durante más de veinte años
innumerables actos papales. Declarándolo Pontífice falso, indigno de
obediencia, iban á disolverse la legitimidad de muchas familias
reinantes y la vida espiritual de sus pueblos. Pero tales palabras no
fueron oídas.
Maestro Vicente continuaba en Perpiñán trabajando por la extinción
completa del cisma. Había reanudado las relaciones entre el enfermo rey
de Aragón y el emperador, que aún vivía en Narbona. Ambos monarcas y los
demás soberanos representados en Perpiñán acordaron finalmente la
sustracción de obediencia á Benedicto. Después de tal acto, que dejaba
al papa Luna sin fieles, el concilio de Constanza se consideró vencedor,
celebrando la noticia con vuelos de campanas y grandes fiestas.
Gerson envió un mensaje al futuro San Vicente Ferrer saludándolo en
nombre del concilio como salvador de la Iglesia, á quien se debía
verdaderamente la extinción del cisma. Le pidieron que fuese á Constanza
para tributarle grandes homenajes, pero Maestro Vicente renunció la
invitación. No era sólo por modestia; le dolía haber dado el golpe
mortal al protector de su juventud, al amigo de los mejores años de su
existencia.
Una vez terminadas las negociaciones de Narbona, huyó de los soberanos
que habían seguido sus consejos, volviendo á reanudar la vida de apóstol
errante. La situación de Francia en su lucha con Inglaterra era más
crítica que nunca. Los franceses habían sido derrotados en Azincourt, y
él creyó que debía intentar la misión piadosa de restablecer la paz
entre ambos pueblos. Seguido de sus penitentes cubiertos de polvo se
lanzó á través de Francia, hasta que algunos años después, estando en la
corte de Bretaña, por haberlo llamado la reina, gran devota suya, murió
en Vannes, conservándose sus restos en la catedral de dicha ciudad.
El decreto del rey de Aragón sustrayéndose á la obediencia de Benedicto
XIII no pudo aplicarse con la rapidez que esperaba el monarca. Prelados
y cabildos intentaron resistirse á dicha orden, y hubo que apelar á
públicas amenazas de encarcelamiento. Aun así, en Barcelona, Valencia y
otras ciudades, los canónigos se ausentaron el día en que fué leído el
decreto.
Muchos, por miedo ó por afán de ascender aprovechando la situación,
renegaron del papa Luna, extremando sus ataques contra él para hacerse
gratos á la corte. También fueron muy numerosos los que callaron,
guardando en el fondo de su alma un afecto por el Papa español, que,
poco á poco, volvió á mostrarse en años posteriores.
Considerábase ofendido don Fernando por la altivez del viejo Pontífice y
la franqueza aragonesa con que le había echado en cara su falta de
gratitud. Como verdaderamente sentía vergüenza por esto último,
procuraba consolarse á sí mismo extremando las medidas contra el
solitario de Peñíscola.
Amenazó en un decreto á todos los que siguieran al lado de él,
desempeñando cargos en su corte. Esto aceleró la desbandada en tomo á
Benedicto. Sólo un pequeño grupo de viejos amigos pertenecientes á
diversas nacionalidades se mantuvieron fieles: Fernando de Aranda, al
que había nombrado cardenal; el arcediano de Alcira, Maestro Esteve,
doctor francés que muchos apellidaban «el filósofo del Papa», y algunos
otros.
Tropas del rey acampaban en la costa, vigilando el istmo de Peñíscola
para que nadie entrase ni saliese en la población, impidiendo que sus
moradores fuesen surtidos de víveres. Entonces fué cuando el indomable
anciano ordenó que excavasen una escalera en la roca, por la parte
opuesta á la costa, dando al mar libre.
Borja había visto sus escalones desiguales tallados en el peñón. Las
gentes del país, predispuestas á dar un carácter extraordinario á todos
los actos del papa Luna, afirmaban que esta escalera había sido
terminada en una sola noche. Sus dos galeras y otros barcos enviaban por
dicho camino, hasta lo alto del «Macho», cargamentos de víveres.
Murió el rey de Aragón cuando iba camino de Castilla, á pesar de su
enfermedad, para conseguir que la corte de dicho reino no vacilase en
separarse de Benedicto: tan profundo era el odio que le había inspirado
la resistencia de su antiguo amigo.
Cambió la situación en torno á Peñíscola al desaparecer don Fernando. Su
hijo Alfonso V, rey letrado, que había de sufrir durante el resto de su
vida la atracción de Italia, dejando casi olvidados sus Estados
españoles, mostró un sincero respeto por el Pontífice conocido desde su
niñez, y cuya fuerza de carácter admiraba. Disminuyó la vigilancia
frente á Peñíscola, y los víveres empezaron á entrar con toda libertad
en la plaza.
El concilio de Constanza se quejó de esta conducta del joven rey, y
Alfonso V dijo que era obra de humanidad dar refresco á un personaje
venerable refugiado en un rincón del mar.
Después de la deposición de Benedicto, los antiguos reinos de su
obediencia habían enviado representantes al concilio de Constanza. Las
cuatro naciones que figuraban en él se aumentaron hasta siete al llegar
los embajadores de Aragón, Castilla y Navarra.
Segismundo volvió á Constanza después de año y medio de ausencia.
Orgulloso de su triunfo en Perpiñán, había olvidado á los padres del
concilio, entreteniéndose en las cortes de Francia é Inglaterra, de las
cuales acabó por salir malparado y entre burlas á causa de su
petulancia, sus amoríos y su falta crónica de dinero.
Pedía préstamos á cabildos y ciudades, derrochando inmediatamente miles
de florines de oro. Creyéndose jefe de la cristiandad, vestía de negro,
lo mismo que toda su gente, con cruces cenicientas y una leyenda en
ellas: «Dios omnipotente y misericordioso», siendo dicho luto por el
cisma. Al mismo tiempo se mostraba gran aficionado á banquetes, mujeres,
danzas y borracheras; hacía regalos á las damas de Aviñón y de París y
no pagaba á sus domésticos y proveedores. Después de vivir en París á
costa del rey de Francia, pasó á Londres, firmando un tratado con el
monarca de Inglaterra contra los franceses, á cambio de dinero y de un
barco para volver al continente.
Al entrar en Constanza con honores de vencedor, creyó que el cisma
estaba ya terminado y no había más que elegir un nuevo Papa. Lo mismo
opinaban muchos personajes del concilio; pero los embajadores aragoneses
recién llegados protestaron al escuchar las palabras: «Sede apostólica
vacante». El concilio olvidaba que aún existía Benedicto XIII en su
refugio de Peñíscola y nadie lo había depuesto.
Lo único que habían hecho en Constanza era declararlo herético y
cismático, citándolo á que compareciese; pero como tales edictos sólo se
fijaban en las puertas de la catedral, se acordó nombrar una comisión
para que fuese á España á colocarlos, si era posible, en la misma puerta
del castillo de Peñíscola, publicándolos además, durante los oficios
divinos, en las vecinas poblaciones, especialmente en la catedral de
Tortosa.
Dos monjes benedictinos, uno de Lieja, llamado Stock, y otro inglés, de
nombre Planche, acompañados de varios notarios, emprendieron el viaje
para presentarse en la fortaleza del Papa del mar.
No era tan desesperada la situación de éste como la creían sus
enemigos. De los antiguos países de su obediencia sólo le quedaban la
Escocia, que por odio á Inglaterra se mantuvo fiel hasta dos años antes
de su muerte, y el condado de Armagnac, en el Sur de Francia, que lo
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