El papa del mar - 06

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ancho Ródano, de corriente impetuosa, peinando sus espumas en los
estribos del puente roto de San Benezet, que aún guardaba la vieja
capilla de éste sobre uno de sus machones.
La ribera de enfrente, interminable en apariencia, era una isla. Se
adivinaba por los mástiles de varias chalanas invisibles asomando sobre
árboles y juncales. Más allá, nuevas masas de verdura, y el terreno
empezaba á levantarse en colinas, formando la verdadera orilla opuesta.
En ella terminaban en otros siglos los diez y ocho arcos del puente de
San Benezet, admirado como el más largo del mundo. Una gran torre
cuadrada, obra de Felipe el Hermoso, defendía la salida del puente de un
ataque por la parte de Provenza. Detrás empezaba la Francia de la Edad
Media.
Más allá de dicha torre vieron extenderse el caserío secular del pueblo
de Villeneuve, con su corona de fortalezas ruinosas. En la época
próspera de la corte papal había sido una prolongación de Aviñón. Los
cardenales que no encontraban alojamiento en la ciudad se establecían en
Villeneuve. Los refugiados políticos, los servidores de los séquitos
señoriales, la muchedumbre de las grandes peregrinaciones, pasaban
también el larguísimo puente para instalarse en la población inmediata.
Vieron casi á sus pies anchos y extensos muelles. Antes del ferrocarril,
era Aviñón un puerto importante. Las barcazas se amarraban en filas
interminables para transportar al Mediterráneo los productos del
interior ó subir hasta el corazón de Francia las materias de Oriente
desembarcadas en Marsella. Ahora sólo algunos lanchones tirados por
remolcadores subían el Ródano con lentitud, entre islas de arena dorada,
largas como peces, que el descenso del río hacía emerger.
Un sol tibio y dulce de primavera, un cielo añil limpio de nubes, un
viento fuerte pero tolerable, que Borja consideraba como nieto bien
educado del salvaje mistral, alegraron á los visitantes, después de su
largo paseo á través de salas y galerías de piedra iluminadas por
estrechos ventanales. Todos sintieron el regocijo de una embriaguez
pulmonar semejante á la que se paladea en las grandes cumbres.
Rosaura se ocupó en defender la parte baja de su vestido de las
irreverencias del viento, empeñado en levantarla, y como tenía ambas
manos dedicadas á dicho trabajo y era propensa al vértigo de las
alturas, buscó protección y apoyo en Borja. Éste, que había viajado
mucho por Europa, empezó á manifestar un entusiasmo especial ante el
paisaje de Aviñón, con su Ródano de pequeñas olas bermejas, sus colinas
cubiertas de viñas, sus castillos ruinosos en las cumbres. Por su gusto
hubiese permanecido allí el día entero contemplando la graciosa majestad
de la antigua Babilonia papal. Esto le habría permitido igualmente
sentir por más tiempo en todo un lado de su cuerpo el contacto
estremecedor de otro cuerpo, apoyado con un abandono del que tal vez no
se daba cuenta.
Siguiendo á sus momentáneos compañeros, que ya habían visto bastante,
descendieron por el pétreo caracol de escalones. Rosaura bajaba delante
de él, y sólo pudo ver ahora su blanca nuca, los rizos de su cabellera,
corta como la de un paje, y el gracioso gorrito que la cubría.
Cerca de la puerta del palacio encontraron al hijo del felibre saludando
uno por uno á sus antiguos oyentes. Tenía el kepis en su diestra, y al
moverlo producía dentro de él ruidos metálicos. Toda mano, antes de
alejarse, arrojaba una pieza de uno ó dos francos, y el _truvador_
sonreía agradecido.
Puso Rosaura con discreta ligereza en el fondo del kepis un billete de
veinte francos, y el guía creyó caso de conciencia no dejarla seguir
adelante sin expresar su agradecimiento con algo extraordinario.
--Dijo Petrarca al Pontífice: «Padre Santo, el color de oro de estas
piedras, el cielo puro reflejándose en el Ródano, los verdes campos de
Aviñón, las aguas frescas de Vaucluse, ruiseñores, mariposas,
serenatas, todo junto, nada vale lo que la sonrisa y los ojos dulces de
una dama.»
Hizo acto seguido una genuflexión, como si pretendiera arrodillarse ante
la hermosa señora, pero no pudo dar fin á su homenaje por tener que
presentar el kepis á otros que venían detrás.
Borja se mostró irritado contra este hombre de inagotable exuberancia
verbal.
--¡Embustero! No hace más que inventar disparates, poniéndolos en boca
de Petrarca ó de sus Papas.
La hermosa viuda rió, como si le complaciese el enfado de su compañero.
--¡Pobre hombre! Déjelo en paz. No me negará que es un guía interesante
y poético. ¡Y yo que guardaba un recuerdo tan falso de su persona!...
Cualquiera diría que está usted celoso de él.
Atravesaron la bóveda de entrada, viéndose otra vez en la extensa plaza
abierta por don Pedro de Luna.
Imitó Borja irónicamente las palabras y gestos del guía:
--Yo soy un idealista; soy más feliz que Rothschild y Rockefeller.
Ninguno de ellos es idealista como yo... Y á continuación el soñador
presenta su kepis para que le echen dos francos.
Rosaura le miró con ojos graves. Su rostro fué igual al que había visto
Claudio la noche antes frente á la carta del mariscal de Napoleón
pidiendo las codornices de su juventud.
--Para ser idealista--dijo lentamente--, para poder soñar, es preciso
antes poder vivir... ¡Y nuestra vida nos obliga á tantas
abdicaciones!...


V
El hijo de micer Petracco

Dejaron atrás los baluartes rosados de Aviñón, y el automóvil corrió á
través de la campiña por un camino orlado de álamos.
Se alejaban de la cuenca del Ródano y el vehículo subía insensiblemente
el declive de las colinas que limitan su valle fluvial. Iban hacia el
nacimiento del Sorges, afluente del Ródano, que se pierde cerca de
Aviñón, á la célebre fontana de Vaucluse, origen de este curso acuático,
siempre claro y frío.
Borja habló á la señora de Pineda del hijo de micer Petracco, como él
llamaba al gran lírico italiano. Había nacido en Arezzo por un azar de
la vida política de su padre, educándose luego en la tierra papal de
Aviñón.
Micer Petracco (Pietro di Parenzo) era un notario de Florencia que se
vió obligado á huir de su ciudad en 1301, lo mismo que su amigo el
Dante. Pertenecían los dos á la facción democrática del partido güelfo,
llamada de «los blancos», y al triunfar «los negros», ó sea la facción
aristocrática, éstos quemaron sus casas, confiscaron sus bienes y los
condenaron á perpetuo destierro. Muchos proscritos se juntaron en Arezzo
para preparar una revolución, y en este destierro nació tres años
después Francisco Petracco, ó sea el hijo de Petracco, nombre que se
fué transformando en Petrarco y finalmente en Petrarca.
Abandonó el notario de Florencia al Dante y sus otros compañeros de
proscripción para trasladarse á la ciudad de los Papas, donde eran
muchos los desterrados italianos. La escasez de casas en Aviñón y la
carestía de la vida le obligaron á instalarse en Carpentras, y aquí fué
donde su hijo empezó sus estudios, teniendo por compañeros á varios
jóvenes que alcanzaron después altos cargos en la corte papal,
sirviéndole de protectores. Su padre quiso hacer de él un hombre de
leyes, pero Petrarca, entusiasmado por la literatura antigua, prefirió
la gloria de ser un humanista, orgullo de sus maestros.
--Su primer amor lo concentró en la Roma antigua, ansiando verla otra
vez señora del mundo. Por eso atacó á los Papas de Aviñón, no obstante
recibir sus mercedes. Le parecía intolerable verlos á orillas del
Ródano, mientras la antigua urbe iba cayendo en ruinas, despoblada por
interminables guerras feudales.
El poeta, al ser hombre, vivió en Aviñón, figurando en la corte de los
Pontífices. Como muchos intelectuales de su tiempo, había recibido las
órdenes menores para gozar prebendas eclesiásticas, sin los deberes del
sacerdocio. Vivió siempre con la libertad de un laico, cobrando al mismo
tiempo las rentas de las canonjías y beneficios con que le favorecieron
los Papas. Gracias á tal auxilio pudo llevar una vida no ostentosa, pero
sí abundante y cómoda. Su jardín de Vaucluse y su gran biblioteca fueron
los dos lujos de su existencia.
Empeñado en hacer revivir la literatura latina, copiaba él mismo ó
costeaba copias de los autores más célebres del pasado, llegando á
reunir centenares de volúmenes, lo que resultaba inaudito en aquella
época. Su amistad con el joven cardenal Orsini, antiguo camarada en la
escuela de Carpentras, le permitió vivir entre los lujos y suntuosidades
de los príncipes de la Iglesia.
--Fué también--siguió diciendo Borja--admirable viajero, no obstante los
enormes riesgos que era preciso arrostrar en aquella época, aun en los
caminos más frecuentados, pues las tropas mercenarias se dedicaban al
bandidaje durante las treguas de la guerra. Dos camaradas de Petrarca
murieron asesinados por bandoleros al ir de Aviñón á Roma. Papas y reyes
tenían que esperar circunstancias favorables para trasladarse de un
lugar á otro, y se rodeaban de tantas precauciones al emprender un viaje
como si partiesen á una expedición militar.
Petrarca, que no era rico, viajó más que ningún hombre de su tiempo.
Necesitaba de pronto huir de Aviñón y también de Laura, cuyo recuerdo le
seguía á todas partes. Así corrió Italia, Francia y los Países Bajos. En
otra ocasión visitó embarcado la costa mediterránea de España, pasó por
Gibraltar y no paró hasta Inglaterra.
--Para hacer el elogio de la familia de Orange, que le interesaba mucho
por lo que diré luego, como _orange_ significa «naranja», la compara en
uno de sus escritos con las hermosas naranjas de Murcia.
El enamorado poeta pensaba como Homero que sólo se disipa la propia
ignorancia á fuerza de remover el cuerpo y el espíritu, yendo de un lado
á otro. Fué el Viernes Santo de 1327 cuando ocurrió el suceso más
importante de su existencia, al entrar él en la iglesia de Santa Clara
de Aviñón. Allí encontró á Laura de Noves, joven noble, de púdica
hermosura, rubia, con ojos claros. Ella y el poeta cruzaron sus miradas,
y esto sirvió para unirlos todo el resto de su existencia.
--Esta Laura de Noves era la esposa de un rico señor de Aviñón, Hugo de
Sade, ascendiente del célebre marqués de Sade, el novelista monstruoso.
La heroína del amor más ideal y desinteresado que se conoce aparece, por
un capricho de la vida, emparentada con el más demente de los
libertinos... Usted sabrá que Laura tuvo nueve hijos de su marido y fué
indiscutiblemente una esposa fiel.
Rosaura, que le escuchaba con atención, hizo un gesto de incredulidad.
--Nunca he podido comprender eso, y creo que á todos les pasa lo que á
mí. Va más allá de nuestras ideas modernas. Amarse durante tantos años,
vivir los dos en la misma ciudad, ser ella una mujer casada, de
experiencia, libre en sus actos, y no haber nada... ¡absolutamente nada!
La viuda sonrió, mostrando al mismo tiempo cierta confusión por la
audacia de sus insinuaciones.
--No hay que olvidar--contestó Borja--el espíritu de aquel tiempo.
Petrarca fué casi un contemporáneo de la época caballeresca. Su alma era
semejante á la de los paladines de los relatos heroicos, que corrían el
mundo rompiendo lanzas por su dama y sólo obtenían de ella un guante ó
una cinta. Vivió en el período del amor idealista y desinteresado.
Después de hablar así, con cierto entusiasmo, el joven sonrió, casi lo
mismo que su acompañante.
--Debo añadir que la vida se permite jocosas venganzas con los que
pretenden sustraerse á sus mandatos. Mientras Petrarca cantaba á Laura,
su «dulce enemiga», quejándose de sus desdenes y de su fidelidad
matrimonial, sostenía relaciones «materiales» con una mujer de Aviñón,
de la que tuvo dos hijos, Juan y Francisca. Juan siguió la carrera de su
padre. Clemente VI le dió un canonicato en Verona (por favorecer al
poeta), dispensándole la edad, pues sólo tenía nueve años. Francisca
vivió en Florencia al lado de Boccacio, gran amigo de Petrarca, mientras
éste rodaba por el mundo ó escribía en su retiro de Vaucluse.
Después de remontar el automóvil varias cuestas empezó á descender,
perdiendo de vista sus ocupantes el valle del Ródano y el caserío de
Aviñón, erizado de torres. Otro valle se extendía ahora ante ellos, con
pueblecitos agazapados al pie de colinas que sustentaban restos de
castillos. En el fondo, obstruyendo gran parte del horizonte, vieron la
pirámide inmensa del monte Ventoso.
--Una nueva Laura se ha descubierto--continuó Borja, que parece más
verosímil y aceptable que la dama casada de los nueve hijos. Fué un
abate de la familia Sade quien lanzó y afirmó la versión de que Laura
había sido una señora de su parentela. Otros creen que la amada del
poeta fué Laura de Baux, de la familia Orange, que vivía en un castillo
cerca de Vaucluse. Se mantuvo soltera, y sus gustos literarios, su
figura romántica, concuerdan más con el poeta. Laura de Noves murió de
la peste que tantas víctimas produjo en la ciudad papal. Laura de Baux,
joven, de salud frágil, murió de consunción (nombre que daban entonces á
la tisis) estando ausente su cantor. Pero sea una ó sea otra, hay que
agradecer la resistencia que opuso siempre á sus deseos. De haber cedido
al poeta, no tendríamos ahora sus canciones de amor ni sus sonetos.
Petrarca la describía tal como la vió por primera vez, bien fuese el
Viernes Santo en una iglesia de Aviñón ó bien en el castillo inmediato á
Vaucluse: «más blanca y más fría que la nieve en los lugares que el sol
no ha tocado en muchos años, con una cabellera rubia, al lado de la cual
el oro y los topacios parecen vencidos; vistiendo larga túnica de seda
verde bordada de violetas». Cantaba fervorosamente «la iglesia donde
ella ora, los bosques y las rocas que la ven pasar, el río donde baña su
cuerpo».
--Es en el arte un precursor de la escuela de la Naturaleza, de la
descripción literaria que quinientos años después adoptó el naciente
romanticismo. Es Platón expresándose por medio del verso. En sus
canciones habla del mundo de las aguas, de las montañas y las selvas,
como un poeta moderno. La fuente de Vaucluse es para él un personaje
viviente. Su amor á la Naturaleza le hizo permanecer alejado de las
calles de Aviñón, en el lugar adonde vamos ahora, bastándonos para el
viaje menos de cien minutos de automóvil, pero que en aquel tiempo
exigía casi una jornada.
Su casita junto al río Sorges, llena de libros y de recuerdos de la Roma
clásica, estaba al pie de una colina rocosa, debajo del castillo del
obispo de Cavaillon, señor del lugar. Más allá de su jardín poseía una
pequeña isla de piedras, en la cual había aposentado á las Musas, «ya
que las arrojaban de todas partes». Pero las ninfas del Sorges,
descendiendo de lo alto de las peñas, azotaban á las Musas con sus
inundaciones. Las mil vírgenes acuáticas se vengaban de que Petrarca
prefiriese á «nueve solteronas viejas».
Varias veces abandonó este retiro. Al instaurar Rienzo la República
romana, el poeta, entusiasmado, emprendía un viaje para reunirse con
aquél. Pero antes de llegar á Roma se enteró del fracaso del tribuno y
de su fuga, deteniéndose en Parma. Otra noticia más terrible vino á
buscarle en el suelo italiano. Laura había muerto, y su cuerpo «tan
hermoso y casto» reposaba en una iglesia de Aviñón.
--Volvió á Vaucluse para amar un fantasma. De todo cuanto le rodeaba,
peñas, árboles y acuáticos murmullos, resurgieron imágenes y recuerdos,
saliendo á su encuentro como melancólicos amigos. Otra vez abandonó su
casita, el día en que, paseando por la orilla del Sorges, vió llegar á
un mensajero del Senado de Roma.
La vieja ciudad deseaba coronarlo en su Capitolio, con una pompa algo
teatral que recordase la de los antiguos triunfos romanos. Esta gran
consagración era al hombre político, al patriota elocuente, al
partidario de la unidad de Italia, más que al poeta.
--Aun el mismo poeta se vió glorificado por la parte más olvidada ahora
de su obra. Lo aclamaron por sus méritos de humanista, por sus poesías
latinas, especialmente por su poema _África_, escrito en dicha lengua, ó
sea por lo que nadie de nosotros lee y hace siglos está olvidado. Su
_Cancionero_, sus _Triunfos_, todos sus versos italianos, de sincero
apasionamiento, que parecen escritos por un lírico de nuestros días, los
consideraron entonces pueril diversión de erudito, frívolos jugueteos de
su imaginación entre una epístola ciceroniana y una égloga á lo
Virgilio. Esto demuestra la poca consistencia de los juicios literarios.
Los hombres de su época no creyeron jamás en la existencia de Laura; fué
para ellos un ser fingido al que dedicaba el tonsurado Petrarca los
arrebatos de un amor puramente cerebral. Iguales entretenimientos se
permitían con otras damas irreales los clérigos y prelados de entonces
aficionados á los versos.
Nunca quiso decir el poeta el verdadero apellido de Laura. Si sus amigos
más íntimos llegaron á convencerse finalmente de la existencia real de
ésta, fué por revelaciones fragmentarias que Petrarca les hizo, casi
siempre contra su voluntad.
Empezó á rodar el automóvil por la orilla de un río pequeño, claro,
verde, de profunda nitidez, como ciertos espejos antiguos. Luego se
deslizó entre casas: el pueblo de Vaucluse. Al salir de nuevo á la
campiña, siguiendo su marcha junto al curso fluvial cada vez más amplio,
un ruido de cascada invisible surgió del fondo del paisaje, uniéndose á
los murmullos de la arboleda, balanceante bajo la brisa.
Era una caída de agua que Borja llamaba «discreta», pues en vez de
ahogar los rumores del campo, se fundía con ellos en una concreción casi
musical. Como el automóvil marchaba lentamente por el angosto camino,
sin estrépito alguno, todos los ruidos aéreos, vegetales y acuáticos
resultaban perceptibles para sus dos ocupantes. El río se deslizaba en
sentido inverso, con ansiosa velocidad, cual si tirase de su curso el
derrumbamiento de una lejanísima cascada. Era blanco y luciente, lo
mismo que el acero, en los espacios donde estaba tocado por la luz
solar; verde y profundo en los rincones de sombra, bajo la bóveda
formada por los árboles y matorrales de sus riberas.
Se detuvo el vehículo, por no poder ir más allá, junto á la puerta
rústica de un restorán al aire libre, entre el camino y la orilla. Esta
lengua de tierra con verdes cenadores, mesas y asientos de junco
ostentaba un rótulo en su entrada: «El Jardín de Petrarca». También
existía junto á dicha puerta una especie de bazar portátil, cuyos
objetos estaban adornados invariablemente con la misma cabeza que
figuraba en muchas fotografías y tarjetas postales: perfil narigudo y
majestuoso, tocado con capuchón de punta colgante y corona de laureles;
el poeta, rey de este lugar.
Echaron pie á tierra, para seguir su marcha por un sendero que ascendía
entre matorrales. Aquí empezaba la subida á la fontana de Vaucluse.
Claudio explicó que en épocas de nivel ordinario surge el río en dicho
lugar. Las aguas nacen en mansos surtidores circundados de espumas. Su
nivel es el mismo de la fuente de Vaucluse cuando ésta tiene sus aguas
bajas é inmóviles.
Continuaron ascendiendo entre grupos de vegetación, siempre verde y
fresca por una perpetua humedad. Fueron quedando debajo de ellos y á sus
espaldas los nacimientos ordinarios del río. Ahora avanzaban junto á un
cauce en rudo declive, completamente seco, con montones caóticos de
rocas. Servía de lecho á la cascada de Vaucluse, cuando la fuente sube
de nivel y se desborda en tumulto, hasta llegar al sitio donde empieza
en tiempos de sequía el curso normal del Sorges. Estas rocas negras,
cubiertas de líquenes, las encontraba Borja parecidas á dorsos de
elefantes hundidos en el cauce del torrente. Entre los peñascos obscuros
se extendían como mallas de una red los blancos arabescos del sedimento
calizo depositado por las aguas.
Se vieron de pronto sobre el borde superior de la fontana, laguna casi
redonda en el fondo de un embudo de piedra. Este agujero enorme tenía á
un lado la arista del derramamiento de la cascada, ahora en seco, y en
el opuesto una montaña vertical, semejante al acantilado de una costa.
Dicha pared de roca, siempre en la penumbra, desde el agua adormecida
abajo hasta las inmediaciones de la cresta terminal, sólo tenía en su
parte más alta un ribete de piedra gris, dorada por el sol. Parecía
recta á primera vista, pero en realidad formaba un ángulo entrante, y
sobre los intersticios de sus rocas habían nacido algunas higueras, al
azar de los vientos cargados de gérmenes.
En el fondo del embudo la sombra era eterna. Se espesaba y aclaraba al
ocultarse ó surgir el sol, pero hasta en las horas de mayor luz mantenía
su color de crepúsculo tranquilo. La fuente parecía un ojo azul,
aureolado de verde en sus orillas, donde el agua resultaba menos
profunda. Borja la apreció como una pupila inmóvil de la tierra,
guardadora de igual misterio que la Esfinge, el Himalaya ó los ríos
padres, Ganges y Nilo.
Silencio profundo. Únicamente sonaban lejanísimos los cánticos del
Sorges al escaparse al mismo nivel de estas aguas hundidas y muertas. El
círculo acuático se hallaba ahora á veinte metros de profundidad,
bajándose hasta él por la cuenca de piedra en declive.
Arrojó el joven varios fragmentos de roca en este redondel azul. Sonaba
á continuación un ruido amortiguado, como si el silencio absorbiese las
vibraciones del choque en vez de agrandarlas. Luego descendía la piedra,
habiendo perdido la mayor parte de su gravedad, balanceándose como un
péndulo, llevada de un lado á otro, cual si no pudiera abrirse paso en
el espesor de las aguas sin fondo.
Comparó Borja este embudo líquido con el globo de un ojo humano y el
nervio visual que lo prolonga. El ojo era la superficie circular, y
después de ella existía una especie de tubo gigantesco, un desaguadero
hundiéndose oblicuamente en la corteza terrestre, sin que nadie
conociese su término. Las gentes del país contaban que objetos arrojados
en fuentes de Suiza habían resurgido á la luz por este conducto
subterráneo. Era indudablemente la boca de escape de un río que se
deslizaba siempre oculto, centenares de kilómetros. Al experimentar una
crecida se elevaba con vertiginosa rapidez, lo mismo que una caldera
hirviente, cayendo rocas abajo en forma de cascada para agigantar más
allá el caudal del tranquilo Sorges.
Cansados de arrojar piedras, se sentaron en dos rocas sueltas, donde
empezaba el declive del embudo, teniendo á sus pies la charca sin fondo.
Sentíanse intimidados por la soledad del lugar, por el agua misteriosa
que parecía surgir de una arteria rota del planeta, por la sombra y el
silencio. Borja admiró esta penumbra milenaria. Tal vez las paredes de
la cascada, ahora en seco, no las había tocado nunca el sol. Era una
sombra que databa del principio del mundo, en su forma presente.
Ella había mostrado cierto miedo al sentarse. Un paso en falso, el
deslizamiento de una piedra, podía hacerlos caer á los dos en la sima
acuática, y aunque tuvieran la suerte de quedarse en uno de los
salientes sumergidos, que eran á modo de pequeñas playas cubiertas de
piedrecitas, debía resultar terrible el contacto con aquella agua
frígida, jamás caldeada por el sol. Luego quedó en muda contemplación,
dejándose ganar por el augusto silencio.
Borja también permaneció abstraído ante el gran redondel azul, que
cautivaba su mirada con el mismo poder mágico del fuego en las noches
invernales. Rosaura se había sentado detrás de su amigo, obedeciendo las
indicaciones de éste, dictadas por una galante precaución. De tal modo,
si resbalaba, le serviría el joven de sostén. Al volverse de pronto
hacia ella, hizo Borja un gesto de asombro y luego sonrió. ¡Ah,
mujer!... Había abierto su cartera de mano para mirarse en un espejito;
se arreglaba los rizos caídos sobre sus orejas, avanzaba la boca,
frunciéndola en forma de redondel, para renovar con un lápiz rojo la
pintura de sus labios.
Terminado este acicalamiento, se levantó del pedrusco. Sentía frío;
pesaban sobre ella el silencio feroz y la penumbra de este lugar, que
parecía de un mundo todavía sin habitantes. Él la dió una mano,
ayudándola á descender entre arboledas charoladas por eterna frescura,
con hiedras exuberantes en torno á sus troncos ó extendiendo sobre la
tierra su obscuro follaje. Animados por la soledad, se imaginaban que
este sendero les pertenecía y el último en pasar por él había sido el
enamorado solitario de Vaucluse, seis siglos antes.
Rosaura sabía algo de Petrarca gracias á ciertas noticias fragmentarias
y á las explicaciones de su acompañante; pero este viaje le había
proporcionado una repentina admiración por el poeta, y juraba dedicarse
á la lectura de sus libros, aun de aquellos escritos en latín,
completamente olvidados, según Borja.
--¡Sentirse amada idealmente!--dijo pensativa--. Un hombre que se
contentase con besar la mano y no exigiese «materialidades», que muchas
veces nos resultan molestas é inoportunas... ¡Verse adorada sin interés,
con una pasión casta y sincera!...
--Pero usted olvida--interrumpió el joven--los hijos que tuvo el poeta y
los hijos que tuvo también Laura de Noves con su marido, si es que
verdaderamente fué ella.
--No importa; esos obstáculos valen menos que usted se imagina y no
resultan incompatibles con el enamoramiento de que le hablo. Ustedes los
hombres sólo buscan... «eso». Sin ello no conciben el amor. Las mujeres
pensamos de otra manera. Somos menos sensuales que ustedes se figuran y
en cambio aspiramos á muchas cosas que ustedes no comprenden.
Entraron en «El Jardín de Petrarca», y el dueño acudió presuroso,
abandonando la conversación con el chófer de Rosaura, un español que
estaba á su servicio desde que ella llegó á Europa.
Recordó Borja las descripciones de Petrarca sobre la abundancia de la
caza y la pesca en su retiro campestre. Truchas y perdices figuraban con
frecuencia en su mesa rústica. El dueño del restorán, que consideraba la
fama del poeta como algo anexo á la gloria de su establecimiento,
contestó con gesto triste:
--Eso fué en aquella época. Las truchas hace siglos que desaparecieron;
pero les serviré unos cangrejos «á la americana», que todos encuentran
excelentes, y las perdices serán sustituídas por un pollo tiernísimo.
Almorzaron en la misma orilla del Sorges, sirviendo de coro á su
conversación una caída de agua próxima que refrescaba al pasar el vivero
de los cangrejos. Sobre el mantel blanco y rosado quedó erguida una
botella del vino más famoso del país, el «Châteauneuf-du-Pape», grueso,
generoso, de gran fuerza alcohólica. Al deslizarse con roce
aterciopelado por el paladar del imaginativo Borja, le hizo ver una gran
capa pontifical de púrpura obscura, bordada de múltiples flores en
realce, toda ella majestuosa y flexible á la vez, adaptándose al cuerpo
con envolvente caricia.
Rosaura, seducida por el murmullo de las aguas y la frescura de la
sombra, después de su reciente viaje desde París, á lo largo de
monótonas y polvorientas carreteras, envidió el retiro de Petrarca,
juzgándolo un lugar paradisíaco.
--Siento la tentación de construir una casita aquí. Viviría lejos del
mundo, no escribiría versos, pues soy una pobre ignorante; pero le
aseguro que sabría paladear tan bien como el poeta las bellezas de este
sitio. ¡Qué feliz debió ser al lado de este río, pensando en su
Laura!...
Hizo Borja un gesto de incredulidad. ¡Si las buenas épocas pudiesen
durar eternamente!... Mas los años pasan, y con ellos la juventud y la
voluntad de vivir. El hermoso panorama de Vaucluse fué ensombreciéndose
para Petrarca. Repetidas veces volvió á él, encontrándolo en cada viaje
más triste, más solitario. Laura ya no era más que un fantasma. Sus
amigos y protectores de Aviñón habían muerto ó se habían alejado. Hasta
un vecino del pueblo que le servía de doméstico largos años, y sin
saber leer manejaba sus libros ayudándole por instinto en las eruditas
rebuscas, moría también.
--Su hija vivía en Florencia y le llamaba. Su hijo Juan le había dado
muchos disgustos con los escándalos de su juventud licenciosa, acabando
por morir prematuramente. Además, los Papas de Aviñón se decidían á
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