El papa del mar - 10

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amigos suyos rivalizaban en esplendidez al enviarle subsidios. Todos los
vasos sagrados y alhajas de la cámara apostólica eran pignorados ó
vendidos, produciendo dicha operación más de veinte mil florines de oro
puro, cantidad enorme en aquella época.
Las galeras enviadas por Barcelona y Valencia se unieron á las de Luna,
completándose su flota con otros buques pertenecientes á los Caballeros
de San Juan y algunas naves de antiguos corsarios, limpios ya de pecados
por la penitencia y la bendición pontificia. Benedicto XIII abandonó
Marsella, entrando en Niza en los últimos días de Diciembre de 1404.
Desde allí lanzó varias Bulas anunciando á la cristiandad su viaje á
Italia para hacer entrar en razón á su adversario Inocencio VII, que él
llamaba simplemente Cosme Megliorato, por su nombre de familia, y otras
veces «el intruso».
Estando en Niza se avistaba con el joven rey de Sicilia, hijo de don
Martín, y otros príncipes amigos suyos para que le proporcionasen tropas
de tierra. Él era el Papa del mar y había improvisado una flota, pero
necesitaba que los soberanos le diesen quinientos hombres de desembarco,
quinientos «bacinetes», como les llamaban en el lenguaje de entonces,
por la forma de sus cascos. Mas á pesar de las promesas recibidas en
Niza, nunca llegaron los quinientos «bacinetes».
Este primer fracaso no amenguó su tenacidad. En todos los puertos era
recibido con grandes manifestaciones de respeto y adhesión. Las
autoridades de Mónaco le ofrecían las llaves de la ciudad y de su
castillo; en Albenga, pueblo y clero iban en procesión hasta la galera
pontificia, llevando al Papa á un gran banquete en el convento de
Predicadores; en Saona salía á recibirle el cardenal Luis Fiesco, del
bando romano, quien abjuraba públicamente el cisma urbanista,
reconociendo al Papa de Aviñón. Y éste, dando al olvido antiguas
injurias, lo perdonaba, restituyéndole el capelo.
--La mayoría de los cardenales--siguió diciendo Borja--, acostumbrados á
su lujo y temiendo perderlo, mostraron en este larguísimo conflicto una
falta absoluta de carácter, una facilidad vergonzosa para pasar de un
bando á otro, según veían agrandarse ó empequeñecerse las probabilidades
de triunfo de cualquiera de los dos Papas. Lo importante para ellos era
encontrarse al lado del que venciese y no perder su posición. Hubo uno
que recibió el apodo de «el cardenal Tricapeli», porque en el curso de
su vida cambió tres veces de Papa, haciéndose conferir á cada evolución
un nuevo capelo.
Este viaje fué muy lento, como todo lo de aquella época. La flota papal,
salida de Marsella en Diciembre de 1404, llegaba á mediados de Mayo del
año siguiente al puerto de Génova. Gran número de barcas adornadas con
ramas de laurel salieron al encuentro de la nave del sucesor de San
Pedro: tal era su impaciencia por darle muestras de su vasallaje. Las
altas dignidades eclesiásticas, el clero llevando las reliquias
guardadas en sus templos, todo el vecindario puesto de rodillas,
esperaban en tierra la bendición del Papa, saludándolo después con
inmensas aclamaciones.
Una larga procesión desfiló por las calles, adornadas con flores y
ramajes. Detrás del clero marchaban los más importantes varones de
Génova vestidos de rojo, los cinco cardenales acompañantes del Pontífice
montando caballos con purpúreas gualdrapas, y una mula de blanco pelaje
que, según usanza de los Pontífices de Aviñón, era cabalgada por un
sacerdote llevando el Santísimo Sacramento. Al final, sobre un corcel
del mismo color y bajo palio bordado de oro, avanzaba Benedicto XIII,
jinete de aspecto majestuoso, á pesar de su pequeña estatura. El
mariscal Boucicaut, el _podestá_, los magistrados de Génova, vestidos de
blanco, daban escolta al Pontífice, y cerraba la procesión una guardia
de honor que era casi un ejército, compuesta de los soldados que
guarnecían la ciudad y de los hombres de armas de Luna desembarcados de
su flota.
Nunca Papa alguno se vió recibido con tal aparato, ni aun en la misma
Roma, según afirmación de los contemporáneos. Una orquesta de flautas y
otros instrumentos marcaba el grave paso de la imponente comitiva. Tres
días duraron las fiestas, interrumpiéndose todos los trabajos. Un doctor
de la ciudad arengó á Benedicto, haciéndole saber el orgullo que sentía
Génova al ser la puerta por la que penetraba en Italia el verdadero
Pontífice para suprimir el cisma.
Inmediatamente envió emisarios á Inocencio VII, proponiéndole una
reunión de todas las potencias italianas, ante las cuales comparecerían
los dos para explicarse frente á frente. El Papa de Roma contestó á sus
enviados que no quería prestarse á ningún arreglo, y Benedicto XIII, al
denunciar al mundo tal conducta, invocó contra el «antipapa» y sus
«anticardenales» el auxilio de todos los cristianos, justificando con
esto la marcha sobre Roma que iba á emprender. Inocencio, convencido de
la inminencia del avance, huyó de la Ciudad Eterna, temiendo verse
traicionado por los que le rodeaban, mientras su adversario seguía en
Génova dando recepciones suntuosas á cuantos personajes religiosos y
laicos venían á ofrecerle su apoyo.
--Don Pedro, de gran sobriedad en su mesa y vestido igualmente con
modestia, era espléndido en los festines para los otros y hacía en ellos
valiosos regalos. Además le gustaban los actos solemnes, y mientras
estuvo en Génova, procesiones y banquetes alternaron con bailes
populares y pomposas revistas de tropas. Al consagrar en dicha ciudad á
cincuenta prelados, arzobispos, obispos y abades, regalaba á cada uno de
ellos un anillo de oro con piedras preciosas. Por encargo suyo venían á
Génova los personajes de vida más santa ó más sabios de los países
sometidos á su obediencia. Pedro de Ailly, hecho arzobispo por él,
predicaba frecuentemente. La que fué luego Santa Coleta le seguía desde
Niza para recibir de sus manos el velo de la Orden que deseaba reformar.
Un predicador de palabra apocalíptica sucedía al sabio Ailly, orador
académico. Era Maestro Vicente, famoso en todo el Sur de Europa, y que
años después fué llamado San Vicente Ferrer.
Todo parecía ayudar al triunfo de Benedicto. Su rival, Inocencio, estaba
deshonrado por la avidez y las malas costumbres de un sobrino que
gobernaba en su nombre. El pueblo de Roma saqueaba sus habitaciones y
sus archivos. Gran número de barones italianos se disponían á ofrecer
sus servicios al Papa de Aviñón. En Provenza se alistaban tropas para el
ejército que había de llevarle á la Ciudad Eterna.
De pronto todo cambió. Vióse el Papa sin dinero para esta empresa,
superior á sus recursos. Había organizado una flota con la ayuda del
clero español y no podía acudir de nuevo á él para crear un ejército.
Además, acababa de surgir en la Toscana una guerra, cerrando
momentáneamente el camino de Roma.
Aún se irguió frente á Luna un enemigo más temible, el espectro lívido
que tantas veces había cortado en el siglo XIV las combinaciones de los
hombres: la peste.
Una epidemia empezó á cebarse en el vecindario de Génova, haciendo
muchas víctimas entre los personajes de la corte papal. El anciano
Pontífice se retiró á Saona perseguido por la muerte, luego á Niza, á
Frejus, á Tolón, hasta que la terrible calamidad que mataba los hombres
á millares lo encerró de nuevo en la abadía de San Víctor. Para el recio
aragonés, incapaz de dejarse vencer por los obstáculos de los hombres ó
las cóleras de la Naturaleza, dicho retroceso sólo representaba un
descanso. Su flota le esperaría anclada en el puerto de Marsella. Estaba
seguro de emprender muy pronto una segunda expedición contra el intruso
de Roma para discutir con él frente á frente.
--También nosotros hemos llegado á nuestra abadía--dijo Rosaura
interrumpiendo á su acompañante.
Entraron en el restorán, situado en un muelle del Puerto Viejo. Las
mesas exteriores estaban resguardadas por rejas de madera pintadas de
verde, y unos cajones de igual color sustentaban copudos arbustos. En la
misma acera, varios puestos de venta de ostras, otros mariscos y peces
crudos esparcían un olor de mar caldeado por el sol, de aguas
adormecidas entre peñascos.
Se instalaron en una mesa del primer piso, viendo debajo de ellos la
enorme y cuadrada lámina de este puerto antiguo, con sus orillas ocultas
por hileras de buques, amarrados flanco contra flanco como bestias
estabuladas.
Rosaura encontró el restorán más agradable aún que en la noche anterior.
El puerto burbujeante de luz entre los negros mástiles inmóviles, el ir
y venir de numerosas lanchas sobre su luminosa superficie, parecieron
excitar su alegría. Al mismo tiempo, los olorosos cargamentos
amontonados en los muelles la hicieron recordar sus viajes, el tránsito
por los puertos de la América del Sur, ó por otros menos ruidosos del
Oriente europeo, vistos en una excursión á Constantinopla.
--Esto es otra cosa que Vaucluse; pero también el almuerzo va á resultar
memorable. ¡Qué panorama tan hermoso!... Dé usted prisa á esa gente,
Claudio, para que nos sirvan en seguida.
La presencia de la deseada _boullabaise_ los mantuvo en silencio largo
rato. Temblaba sobre el mantel la mancha purpúrea de los vasos de grueso
cristal llenos de vino de Cassis. La vista del agua azul y el optimismo
que proporciona una buena comida les hizo desear á los dos luengos
viajes, horizontes ilimitados, contemplando la tierra entera como algo
paradisíaco que sólo podía guardar desgracias y peligros para los otros.
Claudio habló con entusiasmo de los países que visitaría después,
siguiendo la vida errabunda del papa Luna.
Pensaba ir á Perpiñán, en la frontera española. Allí se había iniciado
la caída definitiva de este hombre tenaz que nunca se consideró vencido.
Luego, atravesando Cataluña y el principio del reino de Valencia,
llegaría á Peñíscola, promontorio fortificado en medio del mar, unido
solamente á la tierra firme, en días tranquilos, por una lengua de arena
que invaden las olas cuando soplan vientos de tormenta. Allí había
permanecido largos años el viejo Pontífice, entre el azul del cielo y el
azul del Mediterráneo, abandonado de todos y representando sin embargo
una amenaza, hasta después de su muerte, para la tranquilidad del Papa
de Roma.
Describió Borja la vida pintoresca y abundante en peligros de los
pescadores que ocupaban ahora esta fortaleza papal; los campos de la
costa cubiertos de naranjos, el aire luminoso impregnado de olores
salinos y perfume de azahar.
Rosaura, con la taza humeante de café ante ella y envuelta en el humo
rubio de su cigarrillo, le miraba, entornando los ojos dulcemente
burlones.
--¡Ah, _truvador_!... _¡Truvador!_
Los dos rieron al acordarse de aquel visitante norteamericano del
palacio de Aviñón, cuyo acento imitaba Rosaura; pero el regocijo irónico
de ésta era superficial. Sus ojos parecían reflejar sinceramente una
visión ilusoria de remotos y desconocidos paisajes. Claudio, como si
adivinase sus deseos, continuó hablando:
--Usted debería venir allá conmigo; usted no conoce esa parte de España:
es el jardín de las Hespérides. ¡Y tan interesante el castillo donde
murió Luna á los noventa y cuatro años, haciendo frente á sus
adversarios hasta el último momento!... En el Mediterráneo no hay nada
que se le parezca. Únicamente la abadía de Mont-Saint-Michel, en el
Atlántico, puede compararse con Peñíscola. Yo he estado una vez allá, y
me emocioné al encontrar aún sobre sus puertas el escudo con la media
luna invertida, cincelado por los tallistas del Pontífice. ¿Por qué no
viene usted?... ¿Qué va á hacer sola en la Costa Azul?
Iba creciendo en el interior de ella este mismo deseo, adivinado por su
acompañante. Esperaba impacientemente las noticias de su doméstica.
Aquella mañana, al levantarse, había pensado con delicia en la
posibilidad de que le reexpidiese una carta ó un telegrama, que tal vez
le obligaría á desandar su camino, regresando á París. Y ahora, bajo la
influencia del ambiente, viendo el mar, cuya inmensidad convida al
viaje, escuchando á este compañero que hacía revivir ante sus ojos las
cosas inertes, rechazaba de pronto la idea de volver á París, le
infundía tedio la posibilidad de verse sola en su casa, ante el
Mediterráneo desierto.
La vida resulta alegre para los que se dejan arrastrar por ella sin
oponer resistencia. Los días de Aviñón y los de Marsella parecían á
Rosaura ligeros y repletos de interés. No había seguido sus pasos el
demonio del aburrimiento que tanto la perseguía en los últimos meses.
Consideraba ahora como gran contrariedad tener que separarse en Marsella
de este joven que días antes no era en su memoria más que una pálida
imagen... ¿Por qué no acompañarlo en sus peregrinaciones, hasta que sus
relatos perdiesen para ella todo interés? Cosas menos explicables había
hecho otras veces por buscar un poco de distracción... Además, ¡el dulce
fuego de aquella comida saturada de especias, consistente en las mejores
carnes que produce el mar, fosfóricas y excitantes!... ¡El vino rojo
obscuro de la Provenza marítima, bebida de corsarios y de mercaderes
audaces que comerciaron con los países de _Las mil y una noches_!...
Era conveniente dejarse llevar por la aventura, y al fin hizo un
movimiento afirmativo con su cabeza contestando á los ruegos de Borja.
Iría á España con él. Vería el solitario castillo del mar, acompañando
de este modo al Papa errabundo hasta el sitio de su muerte.
¡Convenido!... Y sus diestras se estrecharon con largo apretón por
encima de la mesa.
Sólo hablaron ya de su viaje, olvidando por el momento á Luna y sus
andanzas. Veían las crestas de los Pirineos, la cima nevada del Canigó,
y al otro lado de esta barrera internacional, las planicies de Cataluña,
el Ebro divisorio, los naranjales de Valencia, una roca coronada por una
fortaleza avanzando en el Mediterráneo, lo mismo que un navío de
gigantes.
Sonreían al salir del restorán como dos enamorados, aunque no se
cruzaban entre ellos otras palabras que las de un entusiasmo geográfico
por los países que iban á visitar. Otra vez anduvieron por aceras
húmedas y oliendo á sal, entre puestos de venta repletos de diversos
moluscos.
--Déme el brazo, Borjita--dijo ella con voz infantil, como si pidiera
auxilio--. Me siento un poco turbada... Además, ¡este suelo tan
resbaladizo! Creo que he bebido demasiado. Los almuerzos «pintorescos»
con que usted me obsequia resultan matadores.
Marchó con más seguridad por las aceras de la Cannebière, amplias y
secas. Ella quería ir al hotel inmediatamente. Lo evocaba como un lugar
de refugio. Continuaron por la amplia avenida, en cuya parte alta estaba
su hotel, el mejor de Marsella. Cuando se hallaban próximos á su gran
puerta, se fijaron los dos al mismo tiempo en un señor que salía
apresuradamente hablando con un empleado, subía á un coche y se alejaba
hacia el extremo final de la avenida.
Ambos creyeron haber visto al señor Bustamante; pero cuando desapareció
empezaron sus dudas. Rosaura consideraba fácil la explicación de este
error.
--No es extraño que veamos fantasmas después de un almuerzo tan
tremendo... Creo que no volveré á comer hasta mañana.
Claudio dudó igualmente de dicha visión. Había recibido dos semanas
antes, estando en la ciudad papal, una carta de su tutor. El gran
iberoamericano no le hablaba de ningún viaje próximo. Escribía
únicamente para comunicarle la interesante noticia de que «su jefe», el
personaje político que le había hecho ministro, volvía á fijarse en su
persona, reservándole un altísimo puesto, digno de sus méritos
internacionales: una embajada cuando volviese á ocupar el poder, lo que
sería pronto, pues el gobierno actual, usado por el desgaste de su
funcionamiento, iba á retirarse, cediendo el paso al otro partido de
turno, en espera de su hora. El grande hombre no decía más.
Indudablemente, este viajero que acababan de ver no era Bustamante.
Entraron en el hotel, y al salir del ascensor, llegados al piso primero,
se encontraron solos en mitad de un pasillo silencioso.
Iban á separarse. Sus habitaciones estaban en las dos fachadas opuestas
del edificio. La de Rosaura, elegante y costosa, daba á la Cannebière.
Borja se había instalado en un cuarto más modesto, con las ventanas
sobre una calle estrecha y antigua.
Se despidieron sonriéndose, como si existiese entre ellos la complicidad
de una vida íntima, hábilmente disimulada en público, que volvía á
exteriorizarse apenas quedaban solos. Claudio la besó una mano,
preguntando ansiosamente cuándo volverían á verse.
Eran las dos; tal vez algo más. Ella necesitaba descansar un poco. A las
cinco tomarían el té en el _hall_ del hotel. Luego pasearían en carruaje
por el prado y la Cornisa.
--Hasta las cinco--dijo el joven--. Piense en mí... No olvide nuestro
viaje.
Tenía cogida aún la diestra de ella y la llevó otra vez á sus labios.
Rosaura, familiar y confiada por obra de su turbación optimista, se
alarmó un poco al notar este segundo beso en su mano.
Inmediatamente dió un grito y tuvo que echarse atrás. La boca que
acariciaba su diestra se había remontado de pronto, en apasionada
agresión, pegándose á la suya con un beso largo, ávido, succionante.
Pero ella era fuerte, á pesar del aspecto desmayado que fingía algunas
veces para dar nueva gracia á su persona. Guardaba el vigor adquirido en
su infancia al vivir en las vastísimas propiedades de parientes y
amigos, ejercitándose en todos los deportes de una existencia
amazonesca. Le bastó un empellón para repeler á su acompañante, que
parecía arrepentido y avergonzado de esta insólita audacia.
--¿Y usted pretende que viajemos juntos?...--dijo con voz temblona de
cólera--. ¡Ni á España, ni á ninguna parte!... No cuente conmigo.
Luego se alejó con paso enérgico y murmullos de protesta, cual si le
volviese la espalda para siempre.


III
Maestro Vicente

Ella bajó á las cinco. Se aburría en su habitación, completamente sola.
Ni siquiera tenía el recurso de conversar con aquella doméstica que la
acompañaba siempre en sus viajes.
Al sentarse junto á un velador, no le produjo extrañeza ver cómo se
aproximaba Borja con aire humilde y suplicante. La estaba esperando para
implorar su perdón. Como sabía de antemano lo que pensaba decir, cortó
sus palabras con un ademán de reina clemente.
--No hable. Todo queda olvidado, si me promete que no volverá á
repetirse. En realidad, no se repetirá, pues es difícil que tenga usted
ocasión para ello. Ya no hay nada de ese viaje de que hablamos durante
el almuerzo. ¡Qué disparate viajar con un hombre tan poco seguro!...
Claudio hizo un gesto de resignación. Lo aceptaba todo á cambio de verse
perdonado. Por el momento, lo más importante era que no le repeliese con
aquel gesto ceñudo que transformaba su rostro, haciendo de ella otra
mujer.
--Tome asiento, pida una taza de té--continuó Rosaura--; y para que no
vuelva á las andadas, prosiga sus historias interesantes é
instructivas. Yo soy el sultán de _Las mil y una noches_ y usted es
Schahrazada. No negará que tengo cierta instrucción, aunque no lo
parezca en el primer momento. Dejamos á nuestro don Pedro huyendo de la
peste, refugiado en la abadía de San Víctor y preparando una nueva
expedición hacia Roma. ¿Qué pasó después?...
Borja, á pesar de su entusiasmo por los episodios históricos que iban á
componer su próximo libro, tuvo que esforzarse para cumplir este deseo.
Hubiese preferido seguir hablando de lo ocurrido arriba tres horas
antes, explicar su conducta, conseguir que Rosaura, perdiendo su enojo,
sintiese otra vez el deseo de aquel viaje á España que podía prolongar
la intimidad amistosa de los dos. Pero la impaciencia de ella le obligó
á una inmediata evocación de los hechos pasados.
Un día el papa Luna recibió en su retiro de Marsella la noticia de que
el «intruso» de Roma había muerto. Ya llevaba con éste dos adversarios
fuera de combate: Bonifacio IX é Inocencio VII. El Papa de Aviñón, casi
octogenario, mostraba una energía juvenil preparándose para batallar con
el nuevo rival que le opusiera Roma.
Los cardenales de la obediencia romana se mostraron en un principio
dispuestos á no elegir otro Papa. Era el medio más rápido de terminar el
cisma. Pero los romanos, necesitados de que la sede pontificia estuviese
en su ciudad para atraer el dinero de los fieles, empezaron á proferir
amenazas contra el Sacro Colegio, y éste, reuniéndose en cónclave,
designó al veneciano Ángel Corario, casi tan viejo como Benedicto, varón
de vida ascética, con un deseo sincero de terminar el cisma.
Este nuevo Pontífice, que tomó el nombre de Gregorio XII, tenía hermanos
y sobrinos, y pronto fué víctima de la influencia de su familia,
ansiosa de aprovechar una suerte tan inesperada.
Nombró una comisión de cardenales, presidida por un sobrino suyo, para
que visitase á Benedicto XIII, organizando la entrevista que éste
deseaba con el Papa de Roma. Tal iniciativa alegró á toda la
cristiandad. Iba á terminar el cisma.
Antonio Corario, sobrino del Papa romano, fué recibido solemnemente en
la abadía de San Víctor, y después de varias entrevistas quedó convenida
la forma del encuentro. Los dos Pontífices se verían en Saona, ciudad de
Italia dominada por los franceses en aquel momento. Esto representaba
una protección más segura para ambas cortes papales que si tuviese
gobierno propio. Todo quedó previsto para que no surgiesen incidentes.
El puerto de Saona fué dividido en dos secciones para las galeras de
ambos Pontífices. Como había dos castillos, se asignaron respectivamente
á uno y á otro de los Papas. Se pactó también que ninguna de ambas
partes proferiría las palabras «antipapa», «intruso», «anticardenal»,
etc., que habían venido prodigándose hasta entonces.
Benedicto partió inmediatamente para Niza, designando esta ciudad como
punto de reunión á sus cardenales. La peste había aparecido en Marsella,
y el viejo Papa necesitaba alejarse.
Fué en el monasterio de San Honorato, situado en las islas de Lerin,
frente á Cannes, donde Luna organizó su flota para ir otra vez hacia
Italia. Ahora sólo llevaba seis galeras; sus recursos no le permitían
mayores gastos. Sin embargo, desembarcó en Saona con gran pompa,
recordando este recibimiento el que había tenido en Génova dos años
antes.
Llegaba á Saona el 14 de Septiembre, con antelación á la fecha marcada
para la conferencia. En cambio, Gregorio XII no llegó nunca. Su hermano
y sus sobrinos dominaban á este asceta de buenas intenciones, pero falto
de carácter. Temían que si se avistaba con Benedicto, acabase éste por
convencerlo, haciéndole sentir la influencia de su espíritu enérgico y
su recia dialéctica. El mejor procedimiento era demorar la entrevista
con toda clase de excusas.
Gregorio XII había salido de Roma para aproximarse á su adversario, con
gran júbilo de la cristiandad, que consideraba ya indudable la unión.
Seguido de toda su corte llegó á Viterbo, mucho después á Siena, y en
Noviembre empezó á alegar motivos para no ir hasta Saona. Dijo que
carecía de naves para presentarse dignamente en el citado puerto, donde
Benedicto le aguardaba con su pequeña flota. Los genoveses se
apresuraron á ofrecerle cuantos buques pudiera necesitar, y no dió
contestación.
Después alegó que le faltaba dinero para seguir adelante. Aquí el clero
de su obediencia se mostró escandalizado. Todas las iglesias habían
remitido fondos para un viaje que consideraban providencial, pero el
hermano y el sobrino del Papa se guardaron el dinero.
La cristiandad se enteró con asombro de los pretextos de uno y otro
Pontífice, deseosos de no encontrarse, pero en justicia fué el Papa de
Roma quien rehuyó con más tenacidad todas las soluciones ofrecidas á
ambos para una entrevista. Benedicto, cansado de permanecer inútilmente
en Saona, fué á pasar la Navidad en Génova, donde le recibieron con el
mismo entusiasmo que la primera vez.
Acabó Gregorio XII por designar la villa de Pietra Santa como el lugar
más á propósito para sus conferencias con el Papa español, y éste se
embarcó el último día del año 1407 con rumbo á Porto Venere, distante
solamente quince leguas de dicha población. Gregorio tampoco fué á
Pietra Santa. Lo consideraba muy cerca de la costa y tenía miedo al Papa
del mar. Sin embargo, la entrevista iba á realizarse en un pueblo de
tierra adentro, y Pedro de Luna no llevaba con él más que una bombarda y
doscientos cincuenta hombres entre ballesteros y soldados de coraza. Tal
escolta no resultaba extraordinaria en aquellos tiempos inseguros, pues
cualquier soberano, al ir de una ciudad á otra, necesitaba llevar con él
un pequeño ejército.
Empezaron á reir los fieles de estas idas y venidas de los dos
Pontífices, envolviendo injustamente á ambos en el mismo menosprecio. Es
verdad que Benedicto se negaba con obstinación á alejarse de la costa,
pero de todos modos accedía á penetrar en Italia hasta un pueblo del
interior. Gregorio á ningún precio quería acercarse al mar. Un escritor
contemporáneo comparaba los dos Papas á un animal acuático y un animal
terrestre. El animal marítimo no quería avanzar sobre el suelo y el
terrestre evitaba la proximidad del agua.
Cansados los cardenales de Gregorio XII de su miedo y sus indecisiones,
buscaron una solución á este conflicto interminable, que provocaba las
burlas de los enemigos de la Iglesia, abandonando en masa á su
Pontífice.
--Parecía haber llegado el momento del triunfo para Benedicto XIII. Los
cardenales de Roma, separados de su Papa, empezaban á mostrarse
propicios á solucionar el cisma reconociendo al de Aviñón. Sólo faltaba
el pequeño suceso que surge á tiempo para decidir las cosas en litigio.
Este suceso vino, mas fué en contra de Luna. La fatalidad le asestó un
golpe del que nunca se repuso. Tenía grandes enemigos dentro de la
Sorbona de París, pero en las asambleas del clero francés le habían
defendido valerosos partidarios, salvándole hasta entonces de las
asechanzas de aquéllos. Además, contaba en la corte con el apoyo del
duque de Orleáns, su más firme sostén en Francia...
Y precisamente, en el momento que la balanza del destino empezaba á
inclinarse á su favor, el duque de Orleáns moría asesinado en París. La
lucha de éste con Juan Sin Miedo, duque de Borgoña, era una de tantas
guerras civiles de la Francia de entonces, desgarrada interiormente,
mientras los ingleses poseían gran parte de su territorio. Ambos duques
acordaron hacer paces y se juraron amistad ante la hostia consagrada, en
una misa que mandaron decir para celebrar su reconciliación. Poco
después, las gentes del duque de Borgoña preparaban una emboscada
nocturna en la _rue Vieille du Temple_, asesinando al duque de Orleáns.
Su desaparición dejó en libertad á todos los enemigos que el Papa
español tenía en París. Dos edictos del rey anunciaron á ambos
Pontífices que si no se unían antes de la fiesta próxima de la
Ascensión, se declararía neutral Francia, abandonando el campo de
Benedicto.
Éste se indignó al ver que le atribuían injustamente la continuación del
cisma, cuando él había cumplido todos sus compromisos para una
entrevista conciliatoria. Y como su carácter altivo no toleraba
atropellos, contestó amenazando con excomunión á «los hijos de iniquidad
que hablaran de rebelarse contra la autoridad apostólica con apelaciones
temerarias».
La corte de Francia declaró entonces culpables de alta traición á Luna y
á todos los que propalasen sus excomuniones, y la asamblea del clero
francés saludó con aplausos la separación de la obediencia de Benedicto.
Su Bula excomulgatoria la acribillaron á puñaladas. Muchos de sus
partidarios en Francia fueron encarcelados ó asesinados. Algunos
canónigos de Nuestra Señora de París afectos al viejo Pontífice tuvieron
que huir. El ilustre Pedro de Ailly se vió acusado por su amistad con
Benedicto, y á duras penas pudo salvarse de la cárcel.
Alemania, Hungría y Bohemia, por influencia del rey de Francia,
volvieron á la neutralidad. Los cardenales de Benedicto lo abandonaron,
como los del otro Sacro Colegio habían abandonado al Papa de Roma,
acordando convocar ambos grupos un concilio.
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