El papa del mar - 11

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Todo se conjuraba contra Luna. En unas semanas había cambiado su
situación. Hasta le fué imposible continuar en Génova, pues el mariscal
Boucicaut, gran amigo suyo hasta entonces, recibió órdenes de París para
apoderarse de él y guardarlo en una prisión. Afortunadamente el Papa del
mar contaba con las seis galeras de su pequeña flota, y éstas levaron
anclas una madrugada, llevándose á Benedicto XIII con su corte, que sólo
se componía ya de cuatro cardenales: uno italiano, otro español y dos
franceses.
El viaje de retorno fué cruel. La hostilidad de Italia y de Francia
salió á su encuentro al tocar en los puertos. No pudo desembarcar en
Porto Fino, porque la población intentó atacarle. En Noli tuvo que
alojarse fuera de la ciudad, en un convento de frailes menores, mientras
sus marineros ponían á secar sus ropas, mojadas por la tormenta.
Descansó con más reposo en Villefranche, por hallarse en tierras del
conde de Saboya. De las islas de Lerin y del puerto de San Rafael se vió
repelido; tampoco pudo refugiarse en su amada abadía de San Víctor, por
considerar Marsella lugar poco seguro. El temporal venía siguiendo sus
naves y al fin tuvo que buscar como un náufrago las costas del Rosellón,
desembarcando en Port Vendres, cerca de Perpiñán. Aquí estaba en tierra
fiel, por pertenecer Perpiñán al rey de Aragón.
Así acabó su viaje hacia la Ciudad Eterna, que había empezado de un modo
triunfal. Ya no podía infundir miedo al Papa de Roma, que meses antes
temía verle entrar repentinamente en su palacio. Ahora los dos se
encontraban en la misma situación. Los cardenales de uno y otro bando
iban á reunirse en Pisa para deponerlos, creyendo conseguir de tal modo
la unidad definitiva de la Iglesia.
--Benedicto protestó de la convocatoria en Pisa de este concilio,
completamente ilegal desde el punto de vista canónico. La Iglesia se
hallaba constituída monárquicamente, el Papa era un rey, y sin su
iniciativa resultaba imposible la convocatoria de concilios. Los
cardenales obraban de un modo revolucionario contra las tradiciones
eclesiásticas. Su reunión iba á ser semejante á una asamblea
constituyente de los tiempos actuales después de un destronamiento.
Además, la lógica de Benedicto resultaba incontestable. De los dos
Pontífices, uno forzosamente debía ser el legítimo; ¿con qué derecho
deponían á ambos, atropellando al que fuese verdadero representante de
Dios?...
Luna, que había batallado con tres Papas, emprendió su combate
animosamente contra la reunión de Pisa, á la que llamaba «conciliábulo»,
y como si aún tuviese bajo su mando las siete naciones de la obediencia
de Aviñón, ordenó que se reuniese en Perpiñán un verdadero concilio para
hacer frente al de los revoltosos.
A este concilio asistieron más de trescientos personajes eclesiásticos,
arzobispos, obispos, abades, jefes de órdenes militares y religiosas;
pero le faltaba la universalidad. Su gran mayoría se compuso de
castellanos, aragoneses y navarros. La Francia sólo estaba representada
por los Estados de Foix y de Armagnac. Hubo algunos loreneses,
provenzales, saboyanos y los representantes de cuatro universidades.
Benedicto, que ya era octogenario, habló varias horas seguidas,
asombrando á sus oyentes. Su elocuencia y su energía parecían crecer
según iban en aumento sus años y las dificultades.
Después de Luna, el hombre más notable del concilio fué Maestro Vicente,
predicador internacional, admirado por las multitudes, oído con respeto
en las asambleas religiosas y políticas.
--Este Maestro Vicente, que después fué San Vicente Ferrer--dijo
Borja--, salió de Valencia, su tierra natal, para predicar en todos los
pueblos que ahora se llaman «latinos». Su elocuencia reflejaba las
grandes preocupaciones de su tiempo: la proximidad del fin del mundo, el
temido Juicio de Dios, la necesidad de luchar contra la carne y el
pecado. Además, España, en aquellos siglos, tenía diversas religiones.
No todos los españoles eran católicos; los había judíos, arraigados en
sus pueblos natales, fuese cual fuese el gobernante, y también
mahometanos en gran número; moros vencidos, que seguían cultivando la
tierra ó haciendo funcionar sus telares bajo el dominio de los reyes
cristianos.
Se dedicaba el Maestro preferentemente á la conversión de los judíos,
pero nunca llevó su afán de proselitismo más allá de los límites de una
dulce y pacífica persuasión. Era enemigo de violencias, y al ver cómo el
populacho cristiano asaltaba los barrios de los hebreos, llamados
«juderías», para robar y asesinar á sus habitantes, protestaba de tales
crímenes, indignos de la causa de Dios.
Su apostolado obtuvo grandes éxitos. En muchas ciudades de España,
«juderías» enteras pedían el bautismo después de escuchar sus sermones.
Es verdad que estos mismos judíos, años después, cuando ya había
desaparecido la influencia del orador, recobraban en su mayor parte las
antiguas creencias; pero de todos modos las predicaciones de Maestro
Vicente aportaron á la gran masa cristiana del pueblo español una enorme
cantidad de hebreos conversos, esta amalgama étnica que aún se nota
actualmente.
Importantes rabinos acabaron por aceptar sus razonamientos, ingresando
en la Iglesia católica para ocupar altos puestos eclesiásticos. Uno de
estos rabinos ilustres, que al bautizarse tomó el nombre de Pablo de
Santa María, fué gran amigo y partidario del papa Luna, llegando á la
alta dignidad de arzobispo de Burgos.
Maestro Vicente, fraile dominico de la Orden de predicadores y doctor en
teología, no sólo era estimado por los hombres ilustres de su tiempo.
Las muchedumbres de entusiasmo meridional, estremecidas por su
elocuencia, lo declaraban santo en vida, atribuyéndole toda clase de
hechos maravillosos.
--No hay en la historia de los santos--continuó Borja--uno solo que haya
realizado tantos milagros como mi compatriota San Vicente. Son prodigios
de cuento oriental, y forman una lista que asciende á más de mil.
Siendo aún muy joven, el prior de su convento, en Barcelona, le prohibía
que realizase nuevos milagros, por creer que su abundancia perjudicaba
el prestigio de la Iglesia; y el santo, siempre humilde, se apresuraba á
obedecer. Días después, al pasar junto á una casa en construcción, un
albañil que le miraba desde lo alto de los andamios, con la curiosidad
que inspiran los taumaturgos, daba un paso en falso, cayendo en el
vacío.
--Padre Vicente--dijo--, ¡sálveme!
Y el religioso extendió un brazo, ordenando que se mantuviese en el
aire, mientras él iba en busca de su prior para pedirle que le
permitiese hacer milagros. Le dió el prior dicho permiso, solicitado de
rodillas; y volviendo al lugar del suceso, dijo al pobre albañil,
flotante en la atmósfera: «Baja poco á poco, sin hacerte daño.» El
trabajador le obedeció, hasta poner el pie en tierra dulcemente, sin
ningún choque mortal.
Otra vez, predicando en el Mercado de Valencia, interrumpía su sermón,
quedando en éxtasis como si contemplase algo muy lejano. Veía á una
viuda rodeada de pequeñuelos llorosos, dentro de mísero desván. Iban á
morir de hambre. Las gentes del Mercado, al enterarse de tal visión,
quisieron saber dónde vivían para socorrerlos con sus vituallas. «Seguid
á mi pañuelo», dijo el predicador. Y sacando de una manga de su hábito
el pedazo de tela, lo lanzó al aire.
Se desplegó, agitando sus puntas como las alas de una mariposa, y todos
siguieron su revoloteo á través de calles y encrucijadas, hasta que lo
vieron introducirse por el ventano de una buhardilla... Y la hambrienta
familia empezó á gritar de asombro ante la inundación de hortalizas,
panes, cuartos de vianda y cestos de frutas que los devotos del
predicador fueron esparciendo en su mísero refugio.
¿Qué no contaban las gentes de él?... Los obstáculos del tiempo y del
espacio, las leyes de la gravitación, el ritmo vital del organismo
humano, todo se dejaba trastornar á gusto del santo hombre... Una madre
demente descuartizaba á su hijo, pero el Maestro iba juntando sobre una
mesa los pedazos de la criatura, y al bendecirlos saltaba el muchacho
entero, yendo en busca de sus camaradas para jugar. El diablo huía de
los pueblos ante su aproximación; enemigos mortales se reconciliaban
luego de oir sus predicaciones; éstas eran escuchadas muchas veces á
cuarenta leguas de distancia.
Miles de devotos le seguían, formando la «Compañía del Maestro
Vicente». Renunciaban á sus bienes para marchar á pie, lo mismo que el
futuro santo. Entraban en pueblos y ciudades, desnudos de cintura
arriba, disciplinándose sin una queja, como fantasmas ensangrentados.
Sólo se escuchaba en el profundo silencio el ruido de las disciplinas y
una voz quejumbrosa entonando ciertos versos valencianos ingenuos é
incorrectos, escritos por el mismo santo á la gloria de Jesús y de su
madre. Después de la procesión el apóstol predicaba en la plaza más
amplia del pueblo, llegando los oyentes hasta las afueras.
Algunas veces el Maestro y su muchedumbre devota llegaban á pequeños
lugares faltos de alimentos; pero el santo repetía los prodigios de
Jesús, y unos cuantos panes y una bota de vino se multiplicaban bajo su
bendición, hartándoles á todos.
Don Pedro de Luna lo había conocido joven, cuando daba sus primeras
lecciones de teología en la Universidad de Lérida y él era legado del
Papa de Aviñón, viajando por España para que sus diversos Estados
saliesen de su neutralidad, reconociendo á Clemente VII.
De carácter dulce y costumbres pacíficas, Maestro Vicente se sintió
atraído y subyugado por este gran señor de energía indomable. Cuando
Luna fué Papa lo llamó á Aviñón, haciendo de él su confesor. Al ver á
Benedicto XIII dispuesto á defenderse en su palacio por medio de las
armas, le pidió permiso para retirarse. Él no podía aceptar la guerra,
ni aun para sostener lo que consideraba legítimo. Y se apartó durante
algunos años del Papa, viajando como incansable predicador por las
naciones de su obediencia.
Tenía un hermano, también de santas costumbres, llamado Bonifacio. Al
principio fué legista, siguiendo con ello la tradición de la familia,
pues el padre de ambos había sido notario en Valencia. Tuvo mujer é
hijos, y al enviudar se hizo religioso, llegando á prior de la cartuja
de Porta-Cœli, cerca de Valencia, y finalmente á superior de la Orden de
los cartujos.
--Si no lo declararon santo, como á Maestro Vicente, fué sin duda por
considerar que eran demasiados dos santos en una misma familia.
Benedicto tuvo gran confianza en el talento y la lealtad del antiguo
abogado, encargándole misiones peligrosas. Cuando se evadió del palacio
de Aviñón disfrazado de fraile, el hábito que vestía era de Bonifacio
Ferrer.
Reconoció el concilio de Perpiñán la legitimidad del Pontificado de
Benedicto y nombró una comisión para que fuese á Pisa á protestar del
carácter sedicioso de dicho concilio, no convocado por ningún Papa. Esta
comisión llegó á su destino con una tardanza que no podía resultar más
inoportuna. Sus individuos se vieron en peligro de muerte.
--El hombre del concilio de Pisa--continuó Borja--fué Pedro de Ailly,
que había abandonado para siempre á Benedicto XIII. En realidad, dicho
concilio resultó imponente por el número y la representación de sus
individuos. Casi todos los cardenales de la obediencia de Roma y la
obediencia de Aviñón figuraban en él. Además, todas las iglesias de
Europa (menos las de España, Escocia y algunos Estados franceses del
Sur) estaban representadas. También asistían los defensores armados de
la cristiandad, el gran maestre de Rodas con diez y siete comendadores,
los jefes de la Orden del Santo Sepulcro y de la Orden Teutónica,
embajadores de casi todos los reyes, príncipes y repúblicas de Occidente
y un número considerable de arzobispos y obispos.
El primer acto de la asamblea fué declarar contumaces á Gregorio XII y
Benedicto XIII, exonerándolos del Pontificado. Luego se hicieron
públicas las actas de acusación contra ellos.
Al Papa de Roma, cuyo reinado había sido breve, lo declaraban indigno
por la rapacidad de su familia y sus intrigas para no perder la tiara.
Como Benedicto era de puras costumbres, se había abstenido de proteger
escandalosamente á sus sobrinos y vivía con parquedad, no gastando más
que el dinero propio ó el de las iglesias de España fieles á él, lo
acusaron de unos delitos característicos de aquella época, que hacen
sonreir.
El «Señor de Luna»--así le llamaban--era culpable de hechicería y de
tratos con el demonio. Varios frailes y hasta obispos lo declararon, sin
dar pruebas terminantes, precediendo sus afirmaciones siempre con un «se
dice».
Según ellos, el Papa de Aviñón había mostrado una extraña indulgencia en
favor de ciertos herejes, siendo su energía y su tenacidad obra de dos
demonios que tenía á sus órdenes, tan pequeños ambos que los llevaba á
todas partes metidos en una bolsita. Desde su advenimiento al solio
pontificio había hecho buscar empeñadamente una obra de magia en tres
tomos, encontrando al fin dos de ellos en España y comprando el tercero
en tierra de mahometanos. Todas las noches se colocaba bajo la almohada
estos volúmenes.
Había recompensado con un curato en la diócesis de Córdoba á cierto
clérigo que le proporcionó otro libro compuesto por un judío, en el cual
se demostraba el carácter mágico de los milagros de Jesús. Pero como
Luna era nigromante inexperto, no sabía utilizar tales obras, y allá
donde descubría magos, aunque estuviesen en la cárcel, los mandaba
buscar para interrogarlos. Tenía tratos con un ermitaño que se gloriaba
de darle finalmente las llaves de Roma merced al apoyo de tres
demonios: «el dios de los vientos», «el príncipe de las sediciones» y
«el descubridor de los tesoros ocultos».
Los brujos de Provenza le ayudaban para obtener una victoria decisiva
sobre sus adversarios. El deán de Tours declaraba haber sorprendido en
Porto-Venere á un caballero de San Juan de Jerusalén, de origen
misterioso y luenga barba negra, muy favorecido por Benedicto, haciendo
evocaciones mágicas para mejor servicio de su Pontífice. Al catalán
Eximenis, ilustre escritor nombrado por el papa Luna patriarca de
Jerusalén, lo acusaban de haber enseñado á éste el arte de interrogar á
los demonios.
Francisco de Aranda, confidente fiel que le acompañó la noche de su fuga
del palacio de Aviñón y le seguía á todas partes, era un hechicero
irresistible que disponía á su gusto de las potencias infernales. Un
monje de Florencia declaraba ante el concilio de Pisa que cierto
nigromante florentino llamaba inútilmente á los espíritus en los últimos
tiempos. Al fin se le aparecía uno para decirle que todos ellos estaban
ocupadísimos y no podían acudir á sus requerimientos á causa de que
Francisco de Aranda los había reunido en Génova para que sirviesen á
Benedicto XIII. Durante la última permanencia de éste en Niza, un rayo
había caído en una torre, cerca de su vivienda, y esto fué porque el
Pontífice se hallaba ocupado en evocaciones mágicas. Finalmente,
empleaban como testigo á la tempestad que se había levantado en el golfo
de Génova cuando Benedicto estuvo en Italia por última vez. La tormenta
iba siguiendo á sus galeras, pero á cierta distancia, lo que era
demostración de que las potencias infernales le protegían en sus viajes.
Esta acusación grotesca fué leída con solemnidad ante el concilio, y á
continuación sus venerables miembros desligaron al mundo cristiano de la
obediencia «á Pedro de Luna y Angel Corario, llamados hasta ahora
Benedicto XIII y Gregorio XII, por ser cismáticos notorios y endurecidos
herejes».
Hubo grandes procesiones, repiques de campanas, y el pueblo de Pisa
quemó en público un par de monigotes con mitras de pergamino, que
representaban á los dos Pontífices depuestos.
Diez días después llegó á Pisa la embajada del Papa de Aviñón, nombrada
por el concilio de Perpiñán. La muchedumbre la saludó con silbidos. Una
docena de cardenales (no el concilio) se dignó recibirla en una iglesia.
Bonifacio Ferrer, varón sencillo y leal, se admiró de lo poco que se
preocupaban de Benedicto XIII tantos cardenales y prelados reunidos en
Pisa que un año antes le eran adictos, debiéndole todas sus dignidades.
Cuando el orador de la embajada empezó su discurso, diciendo: «Somos los
nuncios del Santísimo Padre el papa Benedicto XIII», se levantó tan
espantosa gritería que le fué imposible hablar más.
Al salir no pudieron montar á caballo por temor de ofrecer demasiado
blanco á los proyectiles del populacho. Pidieron salvoconducto para
avistarse con el depuesto Gregorio XII, y el gobernador de Bolonia les
contestó que si caían en sus manos los haría quemar vivos. Cuando
regresaban á Cataluña, donde vivía Benedicto XIII, supieron que el
concilio había creído realizar la unidad de la Iglesia nombrando un
nuevo Papa, que sólo vivió once meses, Alejandro V.
Con éste resultaban tres los Pontífices, en vez de dos. Era todo lo que
había conseguido la asamblea reunida en Pisa.
--Otro que no fuera Benedicto XIII se habría aterrado al escuchar el
relato de sus embajadores, agredidos en todas partes, desalentados por
su vencimiento; pero el octogenario Pontífice, avezado al combate,
parecía crecerse á medida que se agrandaban los obstáculos. Lucharía
contra el tercer Papa con la misma tenacidad que había combatido al
segundo.
Entró solemnemente en Barcelona, rodeado de una gran pompa pontifical,
como en sus mejores tiempos de Aviñón, á caballo y bajo palio, llevando
las bridas de su corcel los personajes más importantes de Cataluña.
Dictó excomuniones contra todos los cardenales de su obediencia,
arzobispos y obispos, franceses ó italianos, que habían tomado parte en
la elección de Pisa, y maldijo á los doctores de la Sorbona de París,
«reunión de malvados que, loca y temerariamente, usurpa el nombre de
Universidad».
Como si no se diese cuenta del vacío que se iba formando en torno á su
persona por la traición de unos ó la muerte de otros, se dedicó en 1409
á escribir un libro demostrando que era el único Papa legítimo, obra que
circuló en copias por toda Europa.
Este anciano invencible, olvidado de sus años, iba viendo caer á sus
enemigos. Parecía que las leyes del tiempo no existiesen para él.
Alejandro V moría antes de cumplir el año de su Pontificado, y el
concilio de Pisa le nombraba un sucesor, Juan XXIII, hombre enérgico
como Luna, pero de historia inaceptable en un Pontífice. La longevidad
de Benedicto desafiaba la vida de sus contrincantes. Ya llevaba muertos
ó gastados cuatro adversarios: Bonifacio IX, Inocencio VII, Gregorio XII
y Alejandro V. El nuevo Papa, Juan XXIII, más joven que él, iba á caer
igualmente antes de que Luna cediese su tiara.
Se mostró insensible á las deposiciones decretadas por sus enemigos.
«Ningún cisma ha terminado con la abdicación del verdadero Papa»,
respondía á todos los requerimientos para que renunciase.
Una nueva desgracia le afligió, acogiéndola con serenidad
inquebrantable. Mientras iba de un lado á otro defendiendo su tiara, la
ciudad de Aviñón se había mantenido fiel á su obediencia. Rodrigo de
Luna era Rector del condado con una guarnición de españoles. El rey de
Francia, que había reconocido el Papa nombrado en Pisa, quiso tomar á
Benedicto XIII su refugio de Aviñón, para que nunca pudiese volver, y
una pequeña tropa, llevando al frente un trompeta, avanzó por el puente
sobre el Ródano para notificar á los habitantes de la ciudad que debían
abandonar al «Señor de Luna». Rodrigo cargó sobre el grupo de enviados y
los hizo prisioneros, rompiendo la trompeta. Empezó después de este
choque el sitio del palacio papal, que debía durar año y medio, no
terminando hasta Noviembre de 1411.
Siempre pronto el vecindario de Aviñón á unirse con el más fuerte,
obedeció al rey de Francia, aclamando al Papa de Pisa Alejandro V, y
pasados algunos meses á su heredero Juan XXIII. En vano trajeron los
sitiadores la gran bombarda de Aix, que era célebre por sus dimensiones,
y otras bombardas de las ciudades de Provenza y del mismo condado
Venaissino. El fuerte palacio de los Papas se mostró inexpugnable, como
en el primer sitio sostenido por Benedicto. Es más: su intrépida
guarnición hacía salidas nocturnas, sorprendiendo en su lecho á
importantes personajes enemigos, hasta en el interior de la ciudad de
Villeneuve, situada en tierra francesa, llevándoselos prisioneros.
Benedicto, desde Barcelona, estaba en relación con los defensores de su
palacio valiéndose de mensajeros secretos. Algunos de ellos, clérigos ó
legistas del reino de Aragón, fueron sorprendidos por los sitiadores y
decapitados.
Juan XXIII proclamó una cruzada contra los defensores del palacio de
Aviñón, prometiendo indulgencias á todos los que tomasen las armas ó
diesen dinero para la conquista de dicha fortaleza.
Descorazonados después de tantos meses sin recibir socorro, diezmados
por el hambre y las enfermedades, los españoles hablaron de rendirse. El
populacho de Aviñón quería sacrificarlos á todos «como animales en el
matadero»; pero los capitanes franceses directores del asedio,
reconociendo que éste podía resultar interminable, negociaron una
capitulación condicional. Rodrigo de Luna se comprometió á abandonar la
fortaleza si en el término de cincuenta días no recibía auxilio.
Mientras tanto, los sitiadores debían entregarle diariamente cinco
corderos, ocho barriles de vino viejo de una arroba cada uno, y además
pescado y huevos en días que fuesen de vigilia. Transcurrió el plazo,
sin que el último Papa de Aviñón pudiese socorrer á sus parciales, y el
Rector del condado salió del palacio con todos los honores de guerra, al
frente de su tenaz guarnición española.
Con esto finalizó la verdadera historia del palacio de los Papas de
Aviñón. Tal era el odio y el miedo que los llamados «catalanes»
inspiraron á los aviñoneses en sus dos defensas, que atribuyeron á
Rodrigo de Luna un incendio ocurrido en dicho edificio dos años después
de haberlo abandonado, cuando no quedaba en toda la ciudad un solo
partidario de Benedicto XIII.
Otro infortunio aún mayor cayó sobre el anciano Pontífice, que había
establecido su corte en Barcelona. La peste causaba grandes estragos en
la mencionada ciudad, pero él no quiso huir ante su amenaza, como lo
había hecho en Marsella y Génova. Hubiérase dicho que la desafiaba,
cansado de luchar y de vivir.
La epidemia respetó á este viejo pequeño y enjuto, que parecía
sostenerse por un esfuerzo de su poderosa voluntad, mientras se iba
ensañando en los personajes de su corte y acababa por matar á su más
poderoso sostén, el rey don Martín.
Cabizbajo y lloroso lo acompañó el Papa hasta la tumba. Don Martín moría
sin sucesión. Su hijo único había perecido poco antes en Sicilia. Seis
pretendientes hacían valer sus derechos á la corona, pero de ellos sólo
dos representaban fuerzas importantes: el conde de Urgel, catalán, y el
infante de Castilla don Fernando, llamado de Antequera por haber vencido
en dicha ciudad á un ejército del rey moro de Granada.
Defendían los catalanes la candidatura del conde de Urgel, hombre de
buen corazón pero de carácter violento, influenciado por las ambiciones
de su madre. Los aragoneses y una parte del pueblo valenciano
simpatizaban con don Fernando de Antequera, político sagaz y heroico
guerrero, que en aquel momento era regente del reino de Castilla y no
había querido ceder á las sugestiones de muchos que le aconsejaban
usurpase el trono de su pequeño sobrino.
Los tres antiguos reinos que formaban la corona de Aragón parecían
dispuestos á una guerra civil. Se peleaban al encontrarse los
partidarios de uno y otro candidato. El arzobispo de Zaragoza era
asesinado en un camino.
Benedicto, valiéndose de Maestro Vicente, de su hermano Bonifacio y
otros, trabajaba por una avenencia general, pensando que el reino de
Aragón era el más firme apoyo de su Pontificado. Al fin convenían todos
en dar al conflicto una solución democrática, hecho aislado y prematuro
en la historia de aquellos tiempos. El nuevo rey iba á ser elegido por
nueve diputados que votaría el pueblo, tres por cada uno de los reinos
de Aragón, Cataluña y Valencia. Los valencianos designaban á Maestro
Vicente, su hermano Bonifacio y un anciano legista. Entre los tres de
Aragón figuraba Francisco de Aranda, el confidente de Benedicto, al que
los enemigos de éste atribuían por su aspecto desaliñado y su gran barba
habilidades mágicas y tratos con los espíritus infernales para sostener
á dicho Pontífice. Los de Cataluña eran defensores de la candidatura del
conde de Urgel. Se reunieron todos ellos en Caspe, villa aragonesa, cuyo
castillo fué declarado neutral, quedando su guarnición bajo las órdenes
de los nueve diputados.
Durante muchos días la atención de España y otros reinos de la
cristiandad estuvo fija en Caspe. Era la primera vez que delegados del
pueblo iban á elegir un rey libremente, siendo todos ellos hombres de
origen modesto, religiosos ó legistas.
Los partidarios de uno y otro candidato se mantenían á distancia de
Caspe, con sus gentes de armas. Iban y venían sin éxito embajadores de
ellos para conferenciar con los nueve compromisarios. Éstos observaban
una reserva prudente. Nadie podía adivinar sus predilecciones. Benedicto
XIII, desde luego, mostraba igual mutismo.
Maestro Vicente creía en el diablo y en sus malas artes, lo mismo que
los miembros del concilio de Pisa.
Todos, en aquella época, lo veían con frecuencia interviniendo en los
asuntos menudos de la vida corriente, y más aún en los negocios
generales del país. Algunos, ansiando saber quién sería el rey de
Aragón, buscaron á un nigromante para que evocase al diablo, que conoce
muchas veces las cosas del futuro, lo mismo que Dios. Pero el diablo,
al comparecer ante el hechicero, confesó su impotencia en todo lo que se
refiriese al llamado Compromiso de Caspe. Le inspiraba irresistible
pavor un hombre que vivía ahora en dicha población, el milagroso Maestro
Vicente, y éste le había ordenado no acercarse á ella en dos leguas á la
redonda, para que le fuese imposible oir las discusiones de los
compromisarios ni perturbarlas con sus malas artes.
--El futuro santo--continuó Borja--conocía al demonio de larga fecha y
sabía descubrirlo á través de los más extraordinarios disfraces. Cuatro
años antes, asistiendo al concilio de Perpiñán, se fijó en un ermitaño
de grandes barbas, con la capucha sobre los ojos, que permanecía sentado
cerca de Benedicto XIII, sin que nadie lo conociera, y daba al Pontífice
insidiosos consejos. No tardó en adivinar Maestro Vicente que era uno de
los diablos ocupados en la prolongación del cisma, y le ordenó que se
marchase. El demonio, viéndose descubierto, dijo: «Cállate, traidor; me
marcho de aquí porque no tengo otro remedio, pero pronto tendrás
noticias mías.» Y al día siguiente el abad de un monasterio próximo,
gran amigo del santo, moría de una dolencia inexplicable... Pero
volvamos á Caspe.
Cuando, terminadas las discusiones, llegaba el momento de nombrar el
futuro rey, Maestro Vicente, aunque no les correspondía á los delegados
valencianos ser los primeros en la votación, se apresuró á manifestar
cuál era su candidato, decidiéndose por don Fernando de Antequera, y la
mayoría de sus compañeros hizo lo mismo.
Sin duda era también el candidato de Benedicto. En su juventud se había
batido éste como soldado por don Enrique de Trastamara, ascendiente de
don Fernando. Además, estableciendo una dinastía castellana en Aragón,
podía contar con el apoyo de los dos reinos.
--Muchos catalanes--continuó Borja--no han perdonado aún á San Vicente
Ferrer que abusase de su prestigio, imponiendo á un castellano en la
elección de Caspe.
Maestro Vicente, que en aquellos tiempos, en que no existía aún la
nación española, empleaba con frecuencia la palabra «españoles» al
dirigirse á sus oyentes, intentó realizar de tal modo la unidad
nacional.
--Dicha unión no fué un hecho hasta el siglo siguiente. La dinastía
castellana que entró á reinar en Aragón se catalanizó en ideas y
costumbres, y luego se italianizó con Alfonso V, que iba á pasar la
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