El papa del mar - 08

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invadía los salones del cónclave, robando todos los muebles, las ropas y
otros objetos de los electores papales. Sólo al día siguiente, después
de varias entrevistas y muchas promesas, doce cardenales se decidieron á
salir del citado castillo para entronizar á Prignano, que tomó el nombre
de Urbano VI.
--Es indudable--continuó Borja--que á pesar de los vicios de esta
elección forzada, los cardenales, deseosos de no recomenzar otra por
miedo al populacho, se habrían resignado á obedecer al Papa de origen
dudoso. Pero Urbano VI, un napolitano que hasta entonces había sido
hombre razonable, perturbado por su inesperada elevación, empezó á
proceder como un loco violento. Trataba á sus cardenales y allegados con
inexplicable brutalidad, llegando algunas veces á levantar la mano
contra ellos. Mientras vivió Catalina de Siena, ésta y la otra Catalina,
hija de Santa Brígida, le impusieron cierta prudencia con sus
exhortaciones. Años después, al verse libre de tal vigilancia, se
entregó á los arrebatos sanguinarios de su demencia, llegando á ordenar
el tormento y la muerte de algunos cardenales nombrados por él, á causa
de creerlos vendidos á sus enemigos.
Cinco meses después de dicha elección, los mismos conclavistas que
habían nombrado á Urbano VI, no pudiendo sufrir más tiempo sus tiranías,
extravagancias é insultos, abandonaron Roma para reunirse en el castillo
de Fundi el 20 de Septiembre, declarando nula la elección de Prignano y
votando en su lugar al cardenal Roberto de Ginebra, un francés, que tomó
el nombre de Clemente VII. Así empezó el Gran Cisma de Occidente.
Todos los cardenales acudieron á Fundi, absolutamente todos, hasta los
italianos. Sólo faltó uno de estos cuatro, el octogenario cardenal de
San Pedro, por haber muerto poco después del cónclave, sin duda á
consecuencia del susto que le hizo sufrir la invasión de los amotinados.
Como Urbano quedaba sin un solo cardenal, creó veintiséis (varios de los
cuales fueron luego sus víctimas), y tomó á su servicio, como tropas
mercenarias, muchas bandas de las que robaban y cautivaban á los
viajeros en los caminos.
Clemente VII y sus cardenales, que eran todos los anteriores al cisma,
decidieron volverse á Aviñón, donde habían quedado cinco de sus colegas
después de la partida de Gregorio XI. El Papa de Aviñón fué reconocido
por Francia, España, Portugal, Escocia, Saboya y el reino de
Nápoles-Provenza. El Norte de Europa, por antagonismo con el Sur,
reconoció al Papa de Roma. Existía también una razón política.
Inglaterra y Alemania temieron que si triunfaba el Papa de Aviñón los
reyes de Francia acabarían por ser emperadores, reivindicando la
herencia de Carlomagno.
--El vulgo--siguió diciendo Borja--ha tomado la costumbre de llamar
antipapas á los dos últimos Pontífices que residieron en Aviñón, pero la
Iglesia no ha decidido nada formalmente sobre esto. Nunca ha dicho de un
modo terminante si de los dos Papas que existieron al mismo tiempo en
Roma y Aviñón, uno solo fué vicario de Jesucristo ó si los dos se
repartieron durante cierto número de años la carga de gobernar al pueblo
cristiano. Muchos historiadores no creen que se debe interpretar como
decisión dogmática el hecho de que los nombres de los dos Papas que
vivieron en Aviñón durante el cisma no figuren en el catálogo usual de
los soberanos Pontífices. Ningún acto de la autoridad apostólica los ha
designado nunca con el nombre de antipapas. Los concilios de Pisa y de
Constanza, que se reunieron para acabar con el cisma, destronando á la
vez al Pontífice de Aviñón y al de Roma, los atacaron duramente por su
conducta, pero jamás les llamaron antipapas. Los designaban siempre con
el título de «Papa en su obediencia de Aviñón» ó «Papa en su obediencia
de Roma»: _In sua obedientia Papa_. La Iglesia ha creído prudente no
acordarse mucho de aquel triste período de controversias é indisciplina.
Además, lo que se pleiteaba era la validez de una elección, sin tocar ni
de lejos las cuestiones dogmáticas. Todos eran igualmente observadores
de la doctrina cristiana. Yo he oído decir á mi tío el canónigo y á
otros varones de su misma clase, que resultaría temerario presentar la
elección violenta de Urbano VI, en medio del desorden y las amenazas,
como algo decisivo é inapelable que no pudo permitir meses después la
elección libre y tranquila de otro Papa por el mismo colegio
cardenalicio.
Como no eran sólo cardenales franceses los que habían elegido en Fundi á
Clemente VII, uniéndose á ellos los cardenales nacidos en Italia,
Catalina de Siena, partidaria del Papa de Roma, insultó á estos últimos
llamándolos «malos italianos». Para dicha santa el cisma era un asunto
de nacionalidad. La Iglesia, á pesar de ser universal, debía estar
regida siempre por italianos, exclusivismo que ha acabado por triunfar;
pero en el siglo XIV los eclesiásticos eran más libres y todo el cisma
giró en torno al derecho que tenían los católicos, fuese cual fuese su
país, para ocupar el Pontificado.
La vuelta del Papa á Aviñón reanimó la ciudad, que había empezado á
decaer. Volvieron los soberanos á visitarlo en su palacio del Ródano.
Hasta el rey de Armenia pasó con su cortejo por las calles de Aviñón
para rendir homenaje á Clemente VII.
Tenía éste treinta y seis años cuando los cardenales fugitivos de Roma
lo eligieron en Fundi. Por las mujeres de su familia estaba emparentado
con el rey de Francia. Era de carácter intrépido, y al mismo tiempo
hábil y conciliador. El cruel Urbano VI, al verse Pontífice por el miedo
de los cardenales, le distinguió con un odio extraordinario. Sabía que
de haberse verificado la elección pacíficamente, el cardenal Roberto de
Ginebra hubiera sido el Papa electo. A causa de su juventud y sus
costumbres de prócer, una vez lo llamó en público «rufián».
Murió Urbano VI, once años después de su discutible elección, en plena
demencia persecutoria. Algunos de sus cardenales desaparecieron
misteriosamente. Una vez se le vió pasear por un salón, leyendo con
tranquilidad su libro de oraciones, mientras abajo sonaban los gritos de
otros dos cardenales atormentados por orden suya.
El fallecimiento de Urbano VI en 1389 fué una ocasión inesperada para
restablecer la paz eclesiástica. El rey de Francia y la Universidad de
París se apresuraron á enviar emisarios á Roma para que no se reuniese
nuevo cónclave, suprimiendo de este modo el cisma. Pero los cardenales
improvisados por Urbano VI temían perder sus investiduras si se
unificaba la Iglesia, y se apresuraron á votar un nuevo Papa, que tomó
el nombre de Bonifacio IX.
--En adelante, los cardenales de una obediencia y de otra eligieron los
Papas con rapidez, cuando aún no estaba enterrado el antecesor. Los de
Roma dieron el ejemplo, y esto prolongó el cisma.
Clemente VII fallecía en su palacio de Aviñón á los diez y seis años de
Pontificado. Pidió que lo enterrasen junto á uno de sus cardenales,
Pedro de Luxemburgo, que había vivido como un asceta, no obstante estar
emparentado con todos los reyes de su tiempo. Dicho santo,
extremadamente joven, muerto á consecuencia de las privaciones que se
impuso, ordenó que lo enterrasen en el cementerio de los pobres de
Aviñón, pero tales multitudes acudieron á rezar sobre su tumba y tales
prodigios obró desde ella, que sus restos acabaron por ser trasladados á
un templo erigido en su honor.
--Éste fué uno de los varios santos para los cuales no ofreció duda
alguna la legitimidad de los Papas de Aviñón en tiempos del cisma, y que
manteniéndose bajo su obediencia realizaron grandes milagros.
Al morir Clemente VII, sus cardenales hicieron lo mismo que los de Roma,
apresurándose á nombrar nuevo Papa. La corte de Francia envió una
embajada á Aviñón para pedir que el cónclave se suspendiese,
restableciendo de este modo la deseada unidad; pero llegó demasiado
tarde, como cinco años antes le había ocurrido en Roma.
Los conclavistas aviñoneses no dudaron un momento en designar á su
elegido, fijándose todos en el llamado cardenal de Aragón, español
famoso por su entereza de carácter, sus estudios canónicos, su
dialéctica infatigable, sus costumbres austeras. En una época que era
espectáculo corriente ver á los príncipes eclesiásticos llevando la
misma vida licenciosa de los señores laicos, el cardenal de Aragón no
dió nunca el más leve motivo de escándalo por sus costumbres privadas.
Se mantuvo dentro de las reglas virtuosas que la Iglesia impone á sus
hombres, y eso que él era simple cardenal diácono para dedicarse con más
libertad á los negocios de la política papal, y sólo se ordenó de
sacerdote al día siguiente de su elevación al Pontificado.
Desde los primeros momentos del cisma fué uno de los propagandistas más
vigorosos de la legitimidad del Papado aviñonés. Viajó por España,
logrando que los reyes de Castilla, Navarra y Aragón, que al principio
se habían mantenido neutrales en la gran disputa eclesiástica,
reconociesen finalmente á Clemente VII.
Si éste había sido pariente de la dinastía reinante en Francia, una
mujer de la familia del cardenal de Aragón, doña María de Luna, era
reina, por estar casada con don Martín, monarca de Sicilia y heredero de
las coronas de Aragón, Cataluña y Valencia.
Veintiún cardenales, casi todos ellos anteriores al nacimiento del
cisma, nombrados por un Papa único é indiscutible, tomaron parte en
dicha elección. Veinte designaron unánimemente á Pedro de Luna, que
tenía entonces sesenta y seis años. Sólo hubo un voto en contra,
indudablemente el del propio elegido, que no quiso votarse á sí mismo y
se resistió hasta el último momento á aceptar el Pontificado.
El nuevo Papa tomó el nombre de Benedicto XIII. Era el primer español
que iba á preocupar al mundo, desde los tiempos de la antigua Roma,
aleccionada por el español Séneca y gobernada por el español Trajano.
Borja hizo una pausa en su relato y añadió:
--Ya estamos en presencia de nuestro hombre.


PARTE SEGUNDA
LA GUERRA DE LOS TRES PAPAS


I
De cómo el llamado «Papa de la Luna» se defendió cuatro años y
medio en su palacio de Aviñón, acabando por vencer á sus
sitiadores.

Atravesaron la plaza longitudinalmente, dejando atrás el palacio, y
ascendieron por una nueva cuesta orlada de plantas floridas y altos
árboles. El antiguo peñasco de Doms, de cuya aridez se burlaba Petrarca,
era ahora un jardín.
Sin interrumpir su marcha, continuó Borja describiendo al héroe de su
libro. Era sobrio y virtuoso en medio de la general corrupción del
clero. Llegaba á la silla de los Pontífices con gran fama de polemista,
muy versado en el Derecho canónico. Su vida irreprochable le hacía
destacarse con singular relieve sobre los hombres de su época.
--Hasta sus adversarios reconocían los defectos de este varón tenaz como
simples excesos de magníficas cualidades. Su habilidad política degeneró
en retorcida astucia; su energía se mostraba inflexible, hasta
convertirse en terco empeño. La independencia de su carácter, su celosa
dignidad personal, se transformaron muchas veces en un orgullo
insoportable para los que le rodeaban.
Nacido en Illueca, cerca de Calatayud, pertenecía á una de las más
nobles familias de Aragón. Borja había visitado el castillo de Illueca,
solar de los Luna, situado casi en la frontera de Aragón y Castilla.
Como una lejana influencia mediterránea, este caserón de gruesos muros
almenados, con saeteras y bocas para las bombardas, se mostraba
embellecido por ancha faja de azulejos árabes, procedentes sin duda de
Valencia. Su barniz luminoso en las horas de sol equivalía á una sonrisa
sobre la faz ruda del castillo.
Pedro de Luna empezaba por ser soldado en su juventud. Como el
emplazamiento de la fortaleza paternal le hacía interesarse en los
asuntos de Castilla, había combatido contra don Pedro el Cruel, siendo
compañero y guía de don Enrique de Trastamara cuando éste, después de su
derrota en Nájera, atravesó disfrazado todo Aragón, hacia la frontera de
Francia.
Después de tal fracaso, el joven Luna se dedicaba por completo al
estudio, descollando en el Derecho canónico, ciencia que enseñó en la
Universidad de Montpellier. Su nacimiento, su fama de canonista y la
pureza de sus costumbres le hicieron avanzar en rango dentro de la
Iglesia. Fué arcediano de Valencia, canónigo de otras catedrales en
Cataluña y Aragón, y finalmente arzobispo de Palermo. Gregorio XI, el
último Papa de Aviñón antes del cisma, lo elevó al cardenalato, y
cuentan que, al darle el capelo, conociendo su recio carácter y su
tenacidad, que podían degenerar en temibles defectos, le dijo
bondadosamente: «Cuidad, don Pedro, que vuestra luna no se eclipse
nunca.»
En el momento de su elección pontifical se negó repetidas veces á
aceptar la tiara, dándose cuenta de que la hora era propicia á los
hombres flojos y acomodaticios para transigir con el otro Papa residente
en Roma, al que llamaban en Aviñón «el intruso», llegando á un acuerdo,
fuese como fuese, para la unidad de la Iglesia. Pero los veinte
cardenales vieron en este compañero de voluntad férrea el único que
podía conseguir dicha unión venciendo á los adversarios.
--Existía un rudo contraste--continuó Borja--entre su alma y su aspecto
físico. Era pequeño, de apariencia débil, enfermiza, y sin embargo,
pocos hombres han poseído su vigor. Murió á los noventa y cuatro años,
fué incansable para el trabajo y se mostró invencible en la discusión
hasta una extrema vejez, pudiendo recordar las más intrincadas y lejanas
cuestiones sin el auxilio de notas. En plena ancianidad, cuando se veía
abandonado de los suyos, habló públicamente siete horas seguidas,
haciendo la historia completa del cisma, sin que tal esfuerzo alterase
su voz. Todos los retratos de su época lo presentan con ojos de
escrutadora fijeza, sondeadores de la persona que tienen enfrente, la
nariz muy aguileña y algo desviada. Este hombre que durante treinta años
preocupó á Europa se nutría como un niño enfermo, mostrando únicamente
preferencia por los platos ligeros y poco consistentes.
Antes de ser elegido Papa, juró, como los demás cardenales de Aviñón,
hacer toda clase de sacrificios para terminar el cisma. Lo mismo juraban
los cardenales de Roma al proceder á una elección papal. De una parte y
de otra todo eran promesas generosas y nobles compromisos para dar fin á
la guerra entre los dos Pontífices; mas cada bando, al pedir la unidad á
gritos, exigía que el opuesto diese el buen ejemplo empezando por
renunciar al Papado.
Como Luna se había mantenido en los primeros tiempos del cisma lejos de
las disputas eclesiásticas, limitándose á viajar por España para que sus
reinos se decidiesen á favor del Papa aviñonés, todos acogieron su
ascensión al Pontificado como señal indudable de que iban á terminar las
divisiones de la Iglesia.
En París, Barcelona, Toledo y otras ciudades fué celebrado el
advenimiento de Benedicto XIII con solemnes procesiones á las que
asistieron los reyes. La Universidad de París, que ejercía entonces
tanta influencia como los soberanos, mostró igual confianza en el
antiguo profesor de Montpellier. Nadie ponía en duda su abnegación. Era
un Papa limpio de simonía y de nepotismo. En vez de acaparar dinero
valiéndose de malas artes, daba con generosa largueza el que había
heredado de su familia. Sus sobrinos fueron de un modo indudable hijos
de sus hermanos, diferenciándose en esto de los sobrinos de otros Papas
y cardenales. Rodrigo de Luna, el hombre de espada del nuevo Pontífice,
que le acompañó en todas sus aventuras belicosas, era verdaderamente
hijo de una hermana suya.
Los teólogos de la Sorbona de París empezaron á expresarse con cierta
impaciencia al ver que transcurrían los meses y Benedicto XIII no
renunciaba á su tiara.
Mostró Francia en esta cuestión del doble Papado una patriotería
semejante á la de Italia al iniciarse el cisma. Mientras los Papas de
Aviñón fueron franceses, la corte de Francia y la Universidad de París
acogieron con paciencia todas las lentitudes y dilaciones en la
resolución del conflicto. Clemente VII, el antecesor de don Pedro, pudo
reinar diez y seis años frente á su adversario de Roma, sin que le
diesen prisa para la terminación del cisma. Pero Luna era español, y al
poco tiempo empezó á sentirse empujado rudamente por los teólogos de
París, con cierto desacato para su autoridad. El mismo se quejó
repetidas veces en conversaciones y en escritos del rigor con que le
trataban, «tal vez por no ser francés».
Hubo entusiasmo en Francia durante los primeros meses de su Pontificado,
porque sólo se tenían en cuenta las condiciones especiales de su
persona. Luego fueron muchos los que empezaron á acordarse de que el
nuevo Papa era el primer español que ocupaba la Santa Sede; y esto,
unido á sus extraordinarias energías, le hizo ser mirado con inquietud y
hostilidad. Tal vez iba á realizarse una afirmación paradójica de
Petrarca al combatir al Papado de Aviñón. «La sede pontificia, que
estuvo siempre á orillas del Tíber--decía el poeta--, se halla ahora
junto al Ródano, y nuestros nietos tendrán que buscarla en las riberas
del Tajo.»
Benedicto XIII empezó á dar algunos cardenalatos vacantes á prelados
españoles de toda su confianza. Además, como si presintiese el porvenir,
hizo que su sobrino Rodrigo reclutase en España ballesteros y hombres de
armas para formar una pequeña guardia de soldados leales, no
mercenarios, y que el Pontificado viviese independiente de la protección
de los reyes.
Un concilio nacional se reunió en la Santa Capilla de París para tratar
el asunto del cisma. Benedicto XIII tenía grandes amigos y no menos
enemigos en el seno de la Universidad. Dos hombres de ciencia influían
en la marcha de este cuerpo poderoso: Pedro de Ailly, que llegó á
cardenal en los últimos años del cisma y sostuvo al principio con
entusiasmo la causa del Papa de Aviñón, y el teólogo Gerson.
--Pedro de Ailly--dijo Borja--escribió sobre numerosas materias, pero su
mayor mérito ante los tiempos modernos es haber resumido la geografía de
su época en el libro _De Imago Mundi_, uno de los pocos volúmenes que
Cristóbal Colón llevaba con él. Gerson, discípulo de Ailly, gozó la
honra de ser tenido por algún tiempo como el autor probable de la
anónima _Imitación de Cristo_. Este teólogo poderoso, unas veces se
mostraba á favor de Benedicto, otras en contra, según las fluctuaciones
de su fortuna, hasta que organizó el famoso concilio de Constanza,
contribuyendo más que nadie á la derrota final del Pontífice.
La asamblea reunida en la Santa Capilla de París examinó las «vías», ó
sea los procedimientos, para terminar con la existencia de dos Papas á
la vez. Muchos defendieron la llamada «vía de convención», confiando en
que ambos Pontífices, por medio de una entrevista, podrían llegar á la
unidad de la Iglesia. La mayoría votó por la «vía de cesión», creyendo
preferible que los dos adversarios empezasen por renunciar á sus tiaras
y luego un gran concilio elegiría el Papa definitivo.
Francia envió embajadas á Aviñón y Roma para que los dos Papas
renunciasen; mas como era de esperar, no aceptaron la «vía de cesión».
Cada uno temía ser engañado si abdicaba el primero, creyendo que el
otro, al verse solo, se mantendría con nueva fuerza en su puesto,
insistiendo en su legitimidad.
Benedicto XIII recibió dos embajadas, la primera llamada «de los tres
duques», por figurar á su cabeza los duques de Berri, de Borgoña y de
Orleáns. Después la «embajada de los tres reyes», por estar
representados en ella los monarcas de Francia, de Inglaterra y de
Castilla.
Enrique III de Castilla, después de aceptar su intervención en dicha
embajada, se mostró malhumorado, adivinando que en realidad todos estos
trabajos iban dirigidos contra Benedicto XIII por ser español. En los
reinos de Navarra y Aragón la misma sospecha había irritado el amor
propio nacional, poniendo á sus reyes en guardia contra las gestiones
iniciadas en París.
Ninguna de las dos embajadas obtuvo éxito en Roma ni en Aviñón. El Papa
de Roma se mostraba tan intransigente como Benedicto XIII, y sin embargo
sobre éste ejercieron una presión más ruda la corte de Francia y la
Universidad de París, indudablemente por considerarlo bajo su
dependencia.
--¿Por qué he de ser yo el primero en renunciar--preguntaba Luna--,
cuando represento la legitimidad, más que el intruso que vive en
Italia?...
El «intruso» era para muchos cortesanos y teólogos de París este Papa
español que había surgido inesperadamente al final de una serie de
Pontífices de Aviñón, todos franceses. Pero también contaba al mismo
tiempo con amigos decididos en la corte de Francia, siendo el más
importante de ellos el duque de Orleáns, hermano del rey. Desde que fué
á Aviñón formando parte de la «embajada de los tres duques», se mostraba
muy devoto de Benedicto, y continuó siendo su más firme sostenedor hasta
el momento en que lo asesinaron.
En medio de estas peleas sordas, que ya duraban cuatro años, ó sea desde
su elevación al Pontificado--entonces las negociaciones marchaban con
mucha lentitud--, tuvo Luna unas semanas de alegría y confianza, y el
pueblo de Aviñón gozó de un espectáculo ostentoso, como en los mejores
tiempos de Clemente VI.
Don Martín, rey de Sicilia, acababa de heredar la corona de Aragón, y
mientras su flota descansaba en Marsella, hizo un viaje á la ciudad
papal, llevando como séquito todos los guerreros de sus galeras y los
señores de su corte. Otra vez desfilaron por las calles de Aviñón
huestes cubiertas de hierro sobre caballos acorazados como hipogrifos.
El vecindario admiró á Benedicto como un pariente de monarca tan
poderoso, viendo en su ejército un sostén de la autoridad papal.
--Este don Martín, llamado «el Humano» por sus gustos y
costumbres--continuó Borja--, es una de las figuras más originales de
aquella época. Sus pueblos le apodaban «el Capellán» á causa de su
afición á las letras divinas y de su gusto por las ceremonias
religiosas. Yo he visto el palacio que se hizo construir dentro del
monasterio de Poblet, en Cataluña, para vivir en la amable sociedad de
frailes doctos durante sus temporadas de descanso. Le gustaba cantar
ante el facistol. Carlomagno hacía lo mismo, y entre los emperadores de
Bizancio hubo algunos que se levantaban antes del alba, temblando de
frío, para actuar como chantres en la capilla de su palacio. En aquellos
tiempos no había ópera, y los grandes señores amantes de la música se
refugiaban en el canto litúrgico, hablando de dicho arte con monjes y
canónigos.
No obstante ser don Martín extremadamente gordo, á causa de sus
costumbres sedentarias y su afición á la buena mesa, ofreció majestuoso
aspecto al hacer su entrada sobre un corcel de guerra. El Papa le dió la
Rosa de Oro, y siguiendo las tradiciones de la ciudad, la paseó á
caballo por las calles entre aclamaciones de la muchedumbre.
Transcurridas unas semanas, se fué á su tierra para ceñirse la corona
aragonesa, y otra vez reaparecieron inquietudes é imposiciones, después
de tan brillante visita.
Benedicto XIII hizo frente á las amenazas veladas y las órdenes algo
despectivas que le dirigían desde París para que fuese el primero en
renunciar.
--¡Antes la muerte!--contestaba el aragonés.
La asamblea del clero reunida en París decidió sustraerse á la
obediencia de Benedicto XIII, y el 1 de Septiembre de 1398 un comisario
real y un pregonero avanzaron por el puente de San Benezet, viniendo del
territorio francés, ó sea de Villeneuve, para detenerse junto á la
capilla del citado santo, que aún existe en uno de los arcos intactos.
Allí era el límite de la ciudad aviñonesa, y el pregonero gritó la
ordenanza de sustracción con la cara vuelta hacia el palacio de los
Papas, para notificar á Benedicto XIII que Francia le abandonaba.
Al darle sus familiares tal noticia, la acogió con serena firmeza.
--San Pedro--dijo--nunca tuvo en su patrimonio á Francia, y esto no le
impidió ser el más grande de los Papas.
Sus enemigos de París contaban con una defección, que iba á dejarle casi
solo. El Sacro Colegio aviñonés se componía de diez y siete cardenales
franceses, cuatro españoles y uno italiano. Los diez y siete pasaron el
Ródano al día siguiente, abandonando al Papa, y fueron á instalarse en
Villeneuve, llevándose hasta la bula que servía á los secretarios de
Benedicto para sellar los documentos pontificios.
Tampoco esto amedrentó á Luna. «Resistiré hasta la muerte», siguió
diciendo. Y su confesor y consejero, el Maestro Vicente Ferrer,
predicador de genial elocuencia, muy amado por el pueblo aviñonés,
pronunció un sermón en idéntico sentido.
--Guardad vuestros baluartes--decía el Papa á los vecinos de Aviñón--,
que yo respondo de lo demás.
Pocos días después, uno de los caudillos inquietos y aventureros que
tanto abundaban en aquella época, llamado Maingre, ó por otro nombre
Boucicaut, pariente del famoso mariscal del mismo apellido, invadió al
frente de sus bandas el territorio del Papa.
No osaba el rey de Francia atacar con sus tropas francamente á Benedicto
temiendo indisponerse con los monarcas de Castilla, Aragón y Navarra.
Éstos podían indignarse al ver á un compatriota suyo perseguido. Mas por
mediación de los cardenales franceses en rebeldía, se valió de Maingre,
caudillo ansioso de botín y nuevas tierras.
Era «Rector» ó jefe militar del Estado papal el abad de Issoire, hombre
de iglesia que antes lo había sido de armas. Al frente de un pequeño
destacamento de jinetes recorría los alrededores de Aviñón, cuando
tropezó con las fuerzas invasoras de Boucicaut. Mataron éstas al abad de
una lanzada, apresaron á los hombres de su escolta, y después de tal
choque empezó la guerra.
Una gran parte del vecindario aviñonés, influenciada por los cardenales,
empezó á conspirar contra el Papa. Su defección imposibilitó la
resistencia en todo el recinto amurallado de la ciudad. Los defensores
de la torre que cerraba el puente de San Benezet tuvieron que retirarse
después de varias semanas de continuos asaltos, volando antes dicha
fortaleza. A sus espaldas, los aviñoneses enemigos del Papa habían
entregado á los sitiadores una parte de las murallas.
Boucicaut entró en la ciudad, titulándose desde entonces «capitán de
Aviñón». No le quedaba á Luna otro refugio que su palacio, y en él se
encerró con los cinco cardenales que le seguían fieles: uno italiano y
cuatro españoles.
--Un nuevo instrumento de guerra acababa de aparecer: la bombarda, ó sea
la primera pieza de artillería. Europa la conoció por mediación de
España, lo mismo que el papel, sin el cual la imprenta habría resultado
un descubrimiento insignificante. La pólvora y el papel, inventos
chinos, los conocieron los árabes en el siglo IX, cuando derrotaron en
Samarcanda á un gran ejército del emperador de la China que pretendía
desalojarlos de su conquista, haciéndole gran número de prisioneros. Los
árabes de España establecieron las primeras fábricas de papel en Europa
y emplearon el cañón en los asedios de las ciudades uno ó dos siglos
antes de que se les ocurriera á los cristianos, jinetes vestidos de
hierro, adoptar dicha arma. Un plazo casi igual transcurrió entre la
aparición de la bombarda y el uso de las armas de fuego portátiles. En
los siglos XIV y XV sólo se empleaba el cañón, pesado y de manejo
difícil, en los sitios de las fortalezas, mientras los hombres conocían
únicamente como arma portátil de tiro la ballesta y el arco... Fué aquí
donde hizo una de sus primeras apariciones el cañón, para combatir al
tenaz don Pedro de Luna.
Se detuvieron en una meseta del jardín, viendo á sus pies la catedral y
el palacio. Borja señaló los diversos edificios que circundaban la
plaza. También describió la torre de la catedral tal como era en
aquellos tiempos, sin la imagen dorada que ahora le servía de remate,
con almenas y defensas salientes. Todas las iglesias de construcción
sólida acababan en aquel siglo por convertirse en fortalezas.
Sobre las alturas circundantes se situaban los enemigos del Papa,
creyendo apoderarse de él con un sitio de breves días. La ciudad entera
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