El papa del mar - 03

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Bustamante se entusiasmaba al hablar de este español, describiéndolo
como un conquistador nacido con tres siglos de retraso. Era hombre de
negocios, comerciante de tierras, pero en proporciones enormes, con una
amplitud y una audacia sólo posibles en un mundo nuevo.
--Durante uno de sus viajes á Europa--decía don Arístides con patriótico
orgullo--, Pineda, á quien llamaban «el rey de los campos», visitó la
Bolsa de Londres, y al ver una pizarra en la que se inscribían ofertas
de negocios en los lugares más diversos de la tierra, escribió con tiza:
«Se venden tres mil leguas cuadradas de terreno.» Todos creyeron que era
broma. ¿Un hombre solo podía poseer una extensión mayor que la de muchas
naciones?... Y sin embargo así era. Nuestro compatriota aún llegó á
disponer de terrenos más vastos. Había comprado la mayor parte de la
República del Paraguay. Todas las selvas casi vírgenes á un lado y á
otro del Alto Paraná y del río Paraguay, hasta las entrañas del Brasil,
eran suyas. En las llanuras argentinas, el ferrocarril marchaba horas y
horas entre campos de su propiedad; y si se detenía en una estación,
también era de su pertenencia el pueblo reciente ó el inmenso solar con
calles y plazas marcadas á cordel sobre el cual había de levantarse el
pueblo futuro.
Esta propiedad inaudita que fraccionada en porciones enormes se extendía
por todas partes no era inmutable y sólida. Parecía vivir, agitándose
como un monstruo en formación. Cada veinticuatro horas cambiaba de
aspecto, restringiéndose cual si fuese á desaparecer ó dilatándose con
el súbito estiramiento de larguísimos tentáculos. Pineda compraba y
vendía, compraba y vendía. Consideraba perdido su tiempo cuando en el
curso de una sola jornada no había recibido enormes cantidades con una
mano para entregarlas con la otra. Un notario á sus órdenes trabajaba en
su mismo despacho, haciendo solamente escrituras de compra ó venta para
él.
--Yo lo compro todo--decía con arrogancia--. El precio importa poco;
sobre eso acabaremos siempre por entendernos. Lo único que me interesa
es fijar los plazos y condiciones del pago.
Todos los Bancos le ayudaban para que siguiese dirigiendo con una
audacia metódica y organizadora esta zarabanda de millones. Compraba en
bloque centenares de leguas para lotearlas y venderlas á plazos, siendo
sus mejores clientes los emigrantes que desembarcaban en la Argentina
deseosos de trabajar. También hacía suyos por escritura inmensos
territorios en el corazón de América, cerca de los ríos navegables,
poblados únicamente por el tigre de piel de oro con redondeles obscuros,
por boas enormes ó diminutas víboras enroscadas en las corolas de las
flores silvestres, por familias errabundas de indios llevando pendientes
de plomo en sus orejas, lo que hacía llegar éstas más abajo de sus
hombros, míseros restos de una primitiva y triste humanidad.
Estas compras audaces eran, según él, dinero que colocaba en alcancía
para el porvenir. La vaca y el hombre en busca de nuevos pastos vendrían
con el tiempo á instalarse en dichas tierras, y él las vendería,
aumentando su precio mil por uno. Todo fructificaba bajo su mano. Era
semejante su influencia á la de ciertos abonos que dan proporciones
colosales á plantas y frutos. Bastaba que un terreno pasase á ser
propiedad de Pineda, para que á las veinticuatro horas valiese doble ó
triple. Conocía como nadie los trazados de futuras líneas férreas, de
nuevas conducciones de agua, de caminos en proyecto. Los propietarios
colindantes, apenas lo tenían por vecino, consideraban aumentado el
valor de sus bienes.
Fué en su época de mayor poderío cuando conoció á Rosaura. La madre de
ésta hizo una visita al «rey de los campos» en sus oficinas de la
Avenida de Mayo, más grandes y con más empleados que algunos ministerios
argentinos.
No resultaba fácil ver á Pineda, pero la señora tenía confianza en el
prestigio de su propio nombre. Además, esta dama bondadosa guardaba la
tradicional vanidad de los criollos, acostumbrados á mirar como
inferiores á cuantos vienen á establecerse en su país. Todo el que no
hablaba en español era _gringo_ para ella, y á los españoles--á pesar de
que se mostraba orgullosa del origen español de su familia--los apodaba
«gallegos», como lo había oído á sus ascendientes. Nada tenía de
extraordinario que el «gallego» Pineda, con todos sus millones, se
apresurase á recibir en su despacho á la señora viuda de Salcedo... Y
así fué.
La dama necesitaba un consejo. Su hija poseía como única herencia
paternal un trozo de terreno, insignificante por su pequeñez en un país
donde se cuenta por leguas; pero la adquisición hecha por el español de
enormes campos inmediatos y la posible construcción de un ferrocarril
daban á esta parcela un valor inesperado. Representaba algunos miles de
pesos, que podían mejorar modestamente la situación de la familia, y
ella venía á pedir al multimillonario que comprase su terreno ó le
aconsejase qué cantidad debía pedir á otros, deseosos de adquirirlo.
Pineda la escuchó distraído, fijos sus ojos en Rosaura, que le miraba
también, pero con una indiferencia cortés. Luego la joven examinaba
entre sonriente y aburrida las particularidades de aquel despacho,
amueblado suntuosamente á la inglesa.
Había venido acompañando á su madre por obra del azar, porque debían
hacer luego una visita juntas. La molestaba esta conversación sobre
campos y miles de pesos, é igualmente el ruido de las oficinas
inmediatas, el tecleo de las máquinas de escribir, las discusiones entre
los empleados y gentes rústicas, con poncho y altas botas, llegadas de
las tierras del interior.
Pineda cesó de mirar á Rosaura para prometer á su madre el estudio
inmediato del asunto, no obstante sus muchas ocupaciones. Antes de
veinticuatro horas daría una contestación, y pidió permiso para llevarla
él mismo á casa de la señora de Salcedo. No quería que dos damas como
ellas volviesen á este lugar de negocios.
El multimillonario tenía cuarenta años y había pasado su existencia
ocupado en la conquista del dinero, no sólo por los goces materiales que
éste procura, sino además por conseguir la potencia dominadora de la
riqueza. Le faltaba tiempo para saborear las delicias del verdadero
lujo. No había conocido otros amores hasta entonces que los fáciles y
pagados. El trabajo, por otra parte, mantenía en él una segunda
juventud, algo tosca, pero vigorosa.
Era llegado el momento de que su inaudita fortuna recibiese una
consagración social. De vivir en Europa, tal vez habría pensado adquirir
por matrimonio un título nobiliario. Aquí le parecía un término digno de
su carrera casarse con una Salcedo. De este modo, en el Jockey Club,
donde había conseguido entrar por sus millones, se vería rodeado de
parientes. Además, ¡aquella Rosaura de tentadora juventud, que parecía
haber dejado un reguero de perfumes al pasar por su despacho, alta,
blanca, rubia, balanceando su esbeltez con un paso de diosa!...
Al día siguiente la señora de Salcedo le vió entrar en su salón,
enguantado y puesto de chaqué, mirando con timidez los retratos y
muebles algo anticuados de esta pieza, que le parecía oler á libros
viejos: la historia del país, desde los tiempos coloniales. El español
pudo alabarse de haber proporcionado á dicha señora la mayor sorpresa de
su vida. Quedó tan absorta al oir que el multimillonario solicitaba
casarse con Rosaura, que le rogó repitiese su oferta, creyendo haberle
entendido mal. Al fin, turbada por la emoción, pidió tiempo para
responder. Necesitaba hablar á su hija.
Ésta mostró menos asombro. No se le había ocurrido que aquel hombre de
negocios, grave y algo maduro, fuese capaz de una pasión amorosa; pero
siempre tuvo fe en su destino y estaba segura de que un día ú otro algún
millonario se ofrecería como esposo. Varias veces había sentido interés
por ciertos jóvenes de su mismo rango social; pero todos eran pobres,
necesitaban crearse una fortuna, y ella sólo podía escoger un marido
rico. Amaba la «plata» por ver á todas horas con qué respeto casi divino
la consideraban las gentes. Apreciaba, además, el dinero como un
complemento de la belleza. Ella tenía derecho á poseer millones. Era una
deuda del Destino, que debía cobrar indefectiblemente un día ú otro.
Aceptó con más prontitud que su madre la demanda del español, y á los
pocos meses se casó con él, conociendo de golpe todas las
satisfacciones vanidosas de un lujo sin límites. «El rey de los campos»
encontró estrecho el escenario de América para ostentar las
magnificencias de que rodeaba á su mujer, y abandonando los negocios la
trajo á Europa. Cuantos imaginan y fabrican en París costosos objetos
para adorno de la belleza femenina vieron elevarse en el cielo de la
moda un nuevo astro: _Madame_ de Pineda. Encargaba los trajes á docenas;
se cubría de joyas tan inauditamente valiosas, que muchos las
consideraban falsas en el primer momento, necesitando que les dijesen el
nombre de la célebre millonaria para creer en su autenticidad.
Los países jóvenes, de riqueza extraordinaria, caminan á grandes saltos,
crecen con rudos estirones, como plantas fecundadas por abonos
violentos. Cada ocho ó diez años sufren una crisis económica por avanzar
demasiado aprisa; se asfixian con la violencia de su carrera; necesitan
dejarse caer en el suelo para respirar ó retroceden en busca del asiento
que despreciaron antes. Los que no han previsto esta parada se estrellan
con el impulso de su propia velocidad.
La Argentina sufrió de pronto una de sus parálisis financieras; y «el
rey de los campos», que marchaba siempre adelante con los ojos cerrados,
confiando en su buena suerte, se vió, como muchos decían, «con un pie
sobre el abismo». Había seguido comprando inmensas extensiones, todo lo
que le ofrecían, mientras por otro lado cesaba la venta de tierras á
causa de haber disminuído la emigración. Escaseaba el dinero en Europa
por culpa de una miserable guerra surgida allá en los Balkanes, entre
pueblos insignificantes. Una sequía exterminaba á miles vacas y
novillos. Las estancias parecían campos de batalla con el horizonte
abullonado de negro por los bultos de los animales muertos. Nubes de
langosta obscurecían el sol en mañanas radiantes, devorando el trigo.
Las siete vacas flacas después de las siete gordas; el período de
interminables calamidades que se inicia inesperadamente en todos los
países de abundancia paradisíaca.
Batalló Pineda tres años contra la mala suerte. Como lo compraba todo,
preocupándose únicamente de la forma del pago, ó sea de los plazos,
debía muchos millones á los Bancos del país. Éstos tuvieron que formar
un comité liquidador, especie de gobierno provisional, para la
administración y venta de sus campos, grandes como Estados. La
preocupación mayor de Pineda fué que Rosaura no se enterase de su
verdadera situación, manteniéndola al margen de la crisis. Cuando,
avisada por las murmuraciones de sus amigas, quería saber si los apuros
financieros de su esposo eran ciertos, éste la tranquilizaba con un
optimismo hábilmente fingido. Debía continuar su vida de siempre. Era
una ligerísima nube, un eclipse pasajero. Podía gastar lo mismo que
antes. Y conoció la voluptuosidad amarga del sacrificio al pagar cuentas
enormes que le presentaban de parte de su esposa, teniendo que ir
después á discutir ásperamente con la junta de banqueros ú otros
acreedores más modestos, y por lo mismo más temibles.
«El rey de los campos» murió de pronto, sin ninguna enfermedad
preliminar. Muchos creyeron en un suicidio disimulado. Se iba del mundo
antes de ver consumada su derrota. La viuda de Pineda (una viuda de
veinticinco años) miró á su alrededor con ojos de asombro, como si
despertase de un sueño color de rosa. Se asustó al tener que conversar
por primera vez con los directores de aquella inmensa oficina donde
había conocido á su esposo, con banqueros, abogados y representantes de
casas europeas, que le hablaban de millones debidos, de hipotecas
cuantiosas. Le infundían pavor tantos centenares de leguas de terreno,
como si fuesen desiertos, que ella debía atravesar á pie y sola. Nunca
había recibido tantas visitas de hombres que fingían no verla, mientras
le hablaban de cosas monótonas y enojosas. Ninguno sonreía ni la
dedicaba cumplimientos galantes, como los otros que había conocido en
los salones ó la visitaban en su palco del Teatro Colón.
Su soledad se agrandó con la muerte de su madre. Parecía que la pobre
señora, orgullosa del triunfo matrimonial de su hija, hubiese querido
seguir al yerno en su derrota. Sólo le quedaron á Rosaura un niño y una
niña, hijos tardíos de Pineda, que hicieron desear á éste nuevas
riquezas precisamente cuando empezaba á iniciarse su ruina. Eran tan
pequeños, que su vista, en vez de animar á la madre, la hacía caer en
profundo desaliento derramando lágrimas. «¿Qué será de ellos? ¿Cómo
salvarlos?... ¡Yo que no sé nada de estos negocios de los hombres!»
Pero la fortuna, que muestra en los pueblos jóvenes una inconstancia de
viento caprichoso, cambió repentinamente de orientación por ser en
dichos países los años favorables más numerosos que los malos. Se
reanudaron los negocios, circuló otra vez el dinero; de la gran masa que
sólo quería vender empezaron á surgir adivinadores del futuro,
dispuestos á comprar, y poco á poco fué restableciéndose la vida
antigua.
Una mañana Rosaura se vió rica otra vez, sin que pudiera explicarse la
causa inicial de tan milagrosa transformación. Del mismo modo se había
acostado tiempo antes creyéndose una de las mujeres más poderosas del
país, para despertar pobre al día siguiente. Los Bancos vendieron la
mayor parte de sus territorios, fueron pagadas las deudas con rebajas
considerables, como se hace en las quiebras de las naciones, y al fin,
después de un año de disputas, arreglos y juntas de abogados, llamados
allá doctores, que cobraron por sus trabajos cuentas únicamente
comparables á indemnizaciones de guerra, la viuda se vió al frente de
una gran fortuna. Sólo era débil recuerdo de la omnipotencia de su
esposo, pero de todos modos conservaba á Rosaura su rango entre las
millonarias del país; tres estancias, varias casas en la capital,
numerosos paquetes de acciones prometedoras de dividendos seguros, y
sobre todo esto, la solidez de dichos bienes, no sujetos á las
fluctuaciones de la especulación.
Europa la atraía, y especialmente París. Los médicos de Buenos Aires
conocen una enfermedad puramente argentina que se ensaña siempre con las
mujeres. Muchas languidecen sin motivo justificado. Ninguna contrariedad
las aqueja en su fortuna ni en su familia, y sin embargo están tristes,
sus ojos se humedecen, se aburren en medio de las abundancias del
bienestar, sus nervios en desorden las hacen imaginarse toda clase de
dolencias. El médico, después de largo examen, sonríe y dice al esposo:
--Lo que tiene su señora es la enfermedad de París.
Como Rosaura no necesitaba permiso para este viaje, lo emprendió
inmediatamente. Además guardaba cierto rencor contra las gentes de su
mundo. No podía olvidar los comentarios desdeñosos con que la envidia
había acogido su casamiento, á causa del humilde origen de Pineda, ni
tampoco la alegría de muchas amigas al creerla pobre otra vez y para
siempre. Una parienta modesta (la parienta venida á menos, sumisa y
hacendosa, que existe en casi todas las familias) la acompañó á Europa
para cuidar de sus dos pequeñuelos.
Volvió á ser ornamento principal del pequeño mundo americano de lengua
española que vive en París, preocupado de no faltar en lo más mínimo á
las respetables leyes del _chic_, siguiendo las modas escrupulosamente,
comentando con orgullo de raza y al mismo tiempo con envidia las
riquezas y gastos de sus compatriotas más elevados. Tuvo un hotel cerca
de la Avenida del Bosque, una «villa» en la Costa Azul para los meses
invernales, y el verano lo repartió entre Deauville y Biarritz. Era casi
imposible leer las crónicas de los diarios sin tropezar con el nombre de
«la bella argentina _Madame_ de Pineda».
Unos amigos españoles, á los que conoció en Biarritz, despertaron su
deseo de visitar España. De ella habían salido sus ascendientes por la
doble línea de padre y madre; de ella era Pineda, al que debía su
fortuna. Atravesó el país en automóvil, visitando con una curiosidad que
á los pocos días se convirtió en molestia las pequeñas ciudades,
decadentes y adormecidas, de las que habían salido sus abuelos, pobres
gentes llegadas al virreinato del Río de la Plata cuando dicho país,
entre blancos, indios y negros, tenía menos habitantes que cualquier
ciudad mediana de ahora.
Debieron ser los primitivos Salcedo gente ruda y buena, de sentimientos
caballerescos, mucho honor, mucha religión y pocos cuidados higiénicos.
Ella había visto aún de niña cómo hombres y mujeres vivían en las
estancias lo mismo que el soldado en plena guerra. Las nubes de
mosquitos y otras plagas sanguinarias hacían oportuno el mantenimiento
de una costra de grasa sobre la epidermis. Tal vez á causa de esto los
nietos de los millonarios que habían obtenido su riqueza en la Pampa
llegaban á los más complicados refinamientos en el cuidado de sus
personas. Era una compensación de familia.
Rosaura dedicaba tres ó cuatro horas matinales al cultivo de su belleza
corporal. Diariamente pasaban ante su lecho masagistas, esculpidoras de
la carne, cuidadoras de las manos y los pies, directoras de Institutos
de Belleza, que decían poseer valiosos secretos para el mantenimiento de
una frescura primaveral en las partes del cuerpo ocultas bajo el vestido
pero que se dejan adivinar por sus contornos.
Fué en Madrid donde estuvo más tiempo. Don Arístides Bustamante, que
había conocido á la rica argentina en Biarritz, creyó un deber
patriótico el acapararla, siendo su guía en los museos y en las
excursiones á las ciudades históricas más próximas. Lo mismo hacía con
todos los personajes llegados de América, célebres por los cargos
políticos que habían desempeñado en su país ó dignos de atención por sus
apellidos y su riqueza.
Abominando de la vida política á causa de la ingratitud de sus amigos,
había buscado el iberoamericanismo como fresco bosquecillo de refugio,
en el que podía respirar ampliamente su vanidad. Era el grave abogado de
abundancia verbal, monocorde é inagotable como un arroyo lóbrego, que al
dedicarse á la política, ya algo maduro, llega á ser ministro una sola
vez. Pasaba las tardes en la Cámara de Diputados, siendo de los primeros
que, al pronunciar un discurso algún personaje importante, llegaba á él
con la mano tendida, diciendo: «Ha estado usted muy bien de palabra.» Y
le parecía que no era posible formular un elogio mayor.
El jefe de su partido, después de hacerlo ministro una vez, ya no había
pensado más en él, como si con ello hubiese pagado una deuda y se
considerase libre de nuevos compromisos. Bustamante no olvidaba con la
misma facilidad este suceso, que parecía haber partido su existencia en
dos secciones, una de sombra y otra de luz, como la cumbre de una
montaña divide dos vertientes. La historia propia, la de su patria, la
de los otros pueblos, la vida entera de la humanidad, todo lo
contemplaba partido por el meridiano de su ministerio. Cuando le
hablaban de un suceso en España ó en el Japón, decía luego de
reflexionar: «Eso ocurrió antes de mi subida al poder», ó «Recuerdo que
fué después de haber sido yo ministro». Hasta la literatura la dividía
con arreglo á tan memorable suceso, y la fecha de la aparición de un
libro ó del estreno de una obra teatral la fijaba según los años
transcurridos antes ó después.
Nunca había estado en América; mas luego de hablar con varios
presidentes de repúblicas pequeñas expulsados por una revolución y
numerosos diplomáticos que habían solicitado su cargo para vivir en
Europa, lejos del amado país, se creía de una competencia indiscutible
para razonar sobre los acontecimientos y problemas iberoamericanos.
Iba almacenando en su memoria las crónicas domésticas de las familias
más ricas y notables de toda la América «hispanoparlante», como él
decía; llevaba la cuenta de matrimonios, enfermedades y muertes; gozaba
intenso deleite detrás de su máscara grave cuando alguien recién llegado
de allá le contaba, bajo promesa de secreto, sucesos ó escándalos
molestos para otros compatriotas que habían pasado por aquel mismo salón
unos meses antes. Creía en el talento político y la inspiración poética
de todos los personajes, generales ó doctores, que desde la frontera de
Texas al cabo de Hornos se carteaban con el ilustre presidente de la
«Fraternidad Hispanoamericana». Con esto cumplía un deber de hombre bien
nacido, pues los otros, á su vez, lo consideraban uno de los personajes
españoles más eminentes.
--Nuestro porvenir está en América--decía el ex ministro á todas horas,
pensando que tal afirmación consolidaba su propia importancia.
Nunca había podido adivinar Borja el carácter de dicho porvenir. No era
económico, pues á la modesta producción española le resultaba imposible
abastecer los mercados de diez y nueve naciones. Político tampoco. Nadie
podía soñar en una reconquista de las antiguas colonias. El solemne
personaje no daba explicaciones y seguía repitiendo con la voz
misteriosa de un oráculo: «Nuestro porvenir está en América.»
A la millonaria argentina la recibió y agasajó con una generosidad
egoísta. Era la reina de Saba, bella y deslumbrante, que venía del país
de las riquezas á saludar al Salomón del hispanoamericanismo. La
«Fraternidad» presidida por él dedicó á la rica señora una de sus
comidas mensuales, con guitarreos, cantos andaluces, bailes de diversas
provincias y zambra final de parejas gitanas.
Luego, en una comida más íntima, en casa del señor Bustamante, se habían
visto por primera vez Rosaura y «el caballero Tannhäuser». Y ahora,
transcurridos dos años, volvían á encontrarse inesperadamente en un
hotel de Aviñón.
Borja hacía esfuerzos mentales para seguir recordando todo lo oído por
él, fragmentariamente, sobre la vida de esta mujer. Alguien había
sonreído con malicia al hablar de ella y de un tal Urdaneta, personaje
también americano que residía casi siempre en París. Tal vez Bustamante
había dicho esto. Bien podía ser otro, pues la señora de Pineda era un
tema de conversación, á causa de su riqueza, su hermosura y su elegante
fausto, para todas las gentes de lengua española que pasaban por París.
Algo más había oído; algo que no podía recordar, pero seguramente
interesante...
Le fué imposible seguir rebuscando en su memoria. Ella le hablaba,
insistiendo en su pregunta al verle distraído. Y se dió cuenta de que
esta pregunta era una consecuencia de lo que él había dicho
maquinalmente, mientras su imaginación se hallaba ocupada en resucitar
el pasado.
La dama quería saber cómo se le había ocurrido escribir un libro, un
poema en prosa, sobre don Pedro de Luna, el Papa español de Aviñón.
Borja tuvo que volver á remontar el curso de su propia historia. Se vió
de pequeño, cuando vivía en Valencia al lado del canónigo Figueras. El
ama del sacerdote le llevaba á oir misa en la inmediata parroquia de San
Nicolás. Mientras permanecía de rodillas, su mirada, después de vagar
sobre imágenes y altares cubiertos de oro, iba á posarse en un retrato
oval del papa Calixto III, vestido de rojo, con un becoquín de púrpura
ribeteado de armiño cubriendo su cabeza.
Se había llamado Borja, lo mismo que él, y empezó de simple beneficiado
en esta iglesia. El pequeño no podía explicarse cómo un clérigo de una
parroquia de Valencia había emprendido el viaje á Roma para llegar á ser
Papa en su ancianidad. Además, dejaba abierto el camino del Pontificado
á un sobrino suyo, el famoso Rodrigo de Borja (Alejandro VI, tercer Papa
español), padre de una numerosa familia que italianizó su apellido,
convirtiéndolo en Borgia.
Esta inexplicable ascensión de Alfonso de Borja, el clérigo de la
parroquia de San Nicolás, aún parecía inaudita después de cinco siglos.
La vieja ama del canónigo explicaba al niño que un hombre puede llegar á
serlo todo, cuando tiene fe en Dios y concentra sus fuerzas en un deseo.
El Pontífice representado en el cuadro oval había repetido desde su
infancia: «Yo seré Papa, yo seré Papa»... y lo había sido. Su historia
portentosa dejaba un refrán en la vida valenciana, que decía traducido
al castellano: «Si quieres ser Papa, métetelo en la cabeza.»
Al ser hombre, sintió Claudio Borja la curiosidad de conocer el
verdadero motivo histórico de esta carrera que le parecía inexplicable,
y sus rebuscas sobre el primer Borgia le hicieron encontrarse con don
Pedro de Luna, enorme como un coloso tallado en el bloque de una
montaña.
La viuda de Pineda le escuchó con interés. En un salón de su casa de
París, en una terraza de su «villa» en la Costa Azul, habría encontrado
fastidiosas estas explicaciones del joven Tannhäuser: ¡pero en el
ambiente de Aviñón, ciudad que había atravesado siempre con lamentable
prisa, proponiéndose volver á ella para vivir unos cuantos días junto á
sus murallas atractivamente «románticas»!...
De pronto le inspiraron envidia aquellos viajeros, inmóviles en sus
asientos, escuchando la música ó conversando sordamente, en espera de la
hora de acostarse, para visitar al otro día el castillo de los Papas,
los baluartes de la ciudad, el «puente roto» sobre el Ródano.
--Es vergonzoso--dijo--que yo no conozca Aviñón después de haber pasado
tantas veces por él. Una mañana me detuve para visitar el palacio de los
Papas. Iba con Urda... con un amigo mío; pero nos cansamos de ver tantos
salones sin muebles, de escuchar al guía, y nos fuimos... Con usted es
diferente. Usted explica muy bien las cosas. Además, ese Santo Padre que
á usted le entusiasma, también empieza á interesarme mucho. Siempre me
han gustado las gentes de carácter fuerte, los hombres de voluntad que
saben lo que quieren y lo quieren de veras.
Prometió ir al día siguiente con Borja á conocer el palacio fortificado
de los Pontífices. Tal vez en la misma tarde continuaría su viaje. Lo
mismo podría prolongar este descanso dos ó tres días más. Su doncella y
su chófer estaban acostumbrados á las irregularidades y caprichos de su
manera de viajar.
Nada tenía que hacer en la Costa Azul; nadie la esperaba. Había llegado
la primavera, y las gentes que pasan el invierno junto al Mediterráneo
se hallaban ya lejos. Borja expresó con timidez una duda que venía
preocupándole desde mucho antes:
--Sí que parece extraordinario que una señora como usted vuelva en esta
época á la Costa Azul, cuando todos los de su clase se han marchado.
Sólo por un motivo importante y urgente...
Rosaura le miró como si quisiera sondear su pensamiento. Luego dijo con
afectada simplicidad:
--He querido olvidar la vida de París, no ver gente, pasar las horas sin
pensar en nada, mirando al Mediterráneo.
Y sin percatarse de la incoherencia entre este deseo y su nueva
afirmación, añadió:
--Estaba en París demasiado sola... Me aburría.


III
La gran cautividad de Babilonia

Siguiendo las indicaciones de su acompañante, Rosaura echó la cabeza
atrás para abarcar con su vista la altura del monumento.
Un lado de la plaza estaba ocupado por una construcción enorme, robusta,
asentada sobre el suelo con majestuosa pesadez, dejando adivinar la
amplitud extraordinaria de sus muros. Todo era en este palacio-castillo
de forma rectangular, de líneas rígidas, con esquinas que habían sido
verticales y aparecían ahora dentelladas por las roeduras del tiempo ó
las huellas de los proyectiles de piedra que arrojaron las bombardas
durante los sitios.
La arquitectura civil de la Edad Media no había producido en el interior
de las ciudades nada semejante. Su masa formidable ocupaba una
superficie de más de seis mil metros cuadrados, con muros macizos y
desnudos, verdaderos muros de fortaleza, sin las rasgaduras luminosas y
coloreadas de los ventanales con vidrios. Las cortinas de piedra
tendidas de una torre á otra tenían arcos prolongadísimos que empezaban
á ras del suelo, remontándose audazmente hasta cerca de los matacanes y
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