El papa del mar - 19

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respeto, colgándose muchos de ellos del brazo del «tío» para agarrarle
las monedas antes de que saliesen de su mano.
--¡Tía, á mí!... ¡A mí, tía guapa!
Y Rosaura les arrojó igualmente puñados de pesetas, riendo al ver cómo
rodaban por la arena, agitando pies y manos. Uno de ellos echó varios
zarpazos á su diestra, rasgando el guante que la cubría, clavando en
ella sus uñas; tan grande era su impaciencia.
--¡Ah, demonio! ¡Toma, toma!...
Corrió detrás de él dándole cachetes, pero éstos equivalían á una
caricia para aquellos pequeños delfines, y volvieron á rodearla,
gritando: «¡A mí! ¡A mí, tía!»
Tan grande fué el alboroto, que atrajo la intervención de la autoridad,
sentada á la puerta del parador, con su gorra dorada y su bastón de
borlas negras. Otra vez vió Rosaura al alguacil, pero ahora los enemigos
del orden eran menos obedientes y más talludos que los chiquillos que la
habían seguido por las calles de la población.
Repartió unos cuantos golpes con la vara de justicia, y los «gatos de
barca», al recibirlos, procuraron ocultar su dolor saltando y riendo,
mientras gritaban: «¡No me ha hecho daño!... ¡no me ha hecho daño!» Al
fin, cansados de aguantar palos y fingir insensibilidad, fueron
alejándose en diversos grupos, según sus amistades, haciendo cada cual
el recuento de las pesetas conquistadas.
Ya no los vieron más que desde lejos, atisbándoles panza abajo, detrás
de las barcas, por si se repetía el derrame metálico, sin atreverse á
nuevos avances, como si el alguacil hubiese trazado con su bastón en
torno á los forasteros un infranqueable _tabou_.
Al quedar solos Rosaura y su acompañante, admiraron la bravía hermosura
de esta playa, tan distinta á las que habían conocido en sus viajes
veraniegos. Junto al límite de las últimas ondulaciones, donde la arena
conservaba la humedad con brillo de espejo, vió saltar la dama un
sinnúmero de insectos pequeños, blancos, casi transparentes. Eran las
llamadas pulgas de mar.
Varias barcas se movían ancladas á corta distancia del istmo. Otras se
iban deslizando por el límite del horizonte con sus velas de ala de
gaviota. Ella admiró la placidez de este panorama marítimo, su silencio
meridiano.
No había en toda la lengua de arena otros seres que ellos dos y el
chófer. El suelo brillaba como polvo de oro bajo la luz vertical del
sol. Temblaban las líneas de los objetos á causa de la evaporación de la
arena. En este silencio se transmitían los menores ruidos á inauditas
distancias. La caída de un remo, los gritos procedentes de las calles de
la población, un carro lejanísimo marchando por los caminos de las
marismas, adquirían á esta hora solar una sonoridad más extraordinaria
que la de las horas nocturnas.
--¿Y fué en este sitio tan hermoso donde quemaron al fraile que quiso
matar al papa Luna?--preguntó Rosaura.
Sí; aquí habían quemado al fraile por «envenenador y nigromante», como
le llamaban en el proceso. Viciana, historiador del siglo XVI, aún había
visto en dicho arenal un mojón de cal y canto marcando el lugar del
suplicio.
--Ahora no queda ni memoria del rústico monumento expiatorio. Peñíscola
ha sufrido tres sitios, que modificaron sus alrededores.
Al oir que la rica señora envidiaba la existencia de estas gentes de
mar, Borja habló de las tempestades que pasan sus olas de un lado á otro
del istmo, obligando á los barcos de Peñíscola á refugiarse en los
puertos inmediatos de Benicarló y Vinaroz. Muchas veces la tormenta no
les daba tiempo para guarecerse, y se mantenían haciendo frente á la
tempestad, lo que originaba numerosos naufragios. ¡Cuántos de estos
grumetes que gritaban «¡Tío, á mí!» acabarían muriendo ahogados!...
La llegada del alguacil con el marinero que había guisado la comida
interrumpió su conversación. Colocaron una mesa y dos sillas sobre la
arena, á corta distancia de donde venían á extinguirse las últimas
ondulaciones en delgadas curvas semejantes al cristal. Una vela tendida
entre dos barcas les daba sombra.
Admiró la dama esta rústica instalación, y su entusiasmo fué en aumento
al volver el marinero con una gran fuente ocupada toda ella por una
pirámide de langostinos asados. Nunca los había visto tan enormes, ni
pudo sospechar que dicho marisco poseyera tal perfume. Surgía de ellos
un olor semejante al de las violetas.
Dió el guisandero explicaciones en valenciano, rogando á Borja que las
tradujese á la señora. Hablaba con desprecio de los miserables cocineros
de tierra firme, dignos de toda clase de tormentos, que hierven la
langosta y los langostinos, dando á su preciosa carne un sabor de ropa
mojada. Los cocineros de mar saben que estos animales preciosos sólo
deben servirse asados ó fritos. Su olor y su sabor se concentran con la
acción directa del fuego.
Estos langostinos de caparazón delgadísima podían comerse enteros á
pesar de su tamaño extraordinario. Sus patas y envolturas crujían
fácilmente bajo los dientes, confundiéndose con la carne firme y sabrosa
oliendo á flor.
Como Rosaura había pasado la mitad del día sin otro alimento que el café
tomado en Tarragona, empezó á comer ávidamente. Se acordaba del almuerzo
en la fontana de Vaucluse y del otro, no menos agradable, en el Puerto
Viejo.
--Este es mejor, Borja. Su _bouillabaisse_ de Marsella no puede
compararse con el plato que acaban de traernos. Sabe usted obsequiar
magníficamente á sus amigos; lo reconozco.
Tuvo que moderar él su entusiasmo, hablando de los peligros de un
atracón. La primera vez que estuvo en Peñíscola quedó tan ahito de
langostinos, que al volver á Madrid no pudo soportar en varios meses su
vista y su olor. Luego señaló un lugar de la costa donde se esbozaban
las blancuras del caserío de Vinaroz.
Rosaura no ignoraba seguramente quién había sido el duque de Vendôme.
Ella movió la cabeza sin dejar de comer. Conocía la plaza Vendôme en
París y la rue de la Paix inmediata. Allí estaban los joyeros, los
costureros y hasta los zapateros de gran lujo que la tenían por clienta.
--Pues en aquella población que usted ve murió el mariscal Luis de
Vendôme, soldadote grosero, pariente de los reyes de Francia, general de
vida licenciosa, aborrecido por su primo Luis XIV, el cual tuvo, sin
embargo, que mantenerlo al frente de sus ejércitos, porque algunas veces
conseguía victorias ruidosas no obstante sus descuidos. Al dirigir la
guerra de Sucesión en España, se quedó en Vinaroz con su corte especial
de rufianes y rameras que le acompañaba á todas partes. Nada tenía que
hacer en esta costa, pero se instaló en ella por los langostinos
solamente, y una indigestión lo mató en pocas horas.
Su tumba, con inscripciones enfáticas en latín, la había visto Borja en
la iglesia de Vinaroz, pero no contenía ya más que sus entrañas. Su
cuerpo lo habían llevado al panteón de Infantes en El Escorial.
Claudio no consiguió aterrarla con este ejemplo. Por una sola comida no
iba á morir como el glotón Vendôme. Y sólo abandonó la enorme fuente de
langostinos al ver que el marinero llegaba con otra semejante,
provocando sus protestas y las del joven español. ¿Cómo podrían devorar
este nuevo envío, más que suficiente para todos los huéspedes de un gran
hotel?...
Quedaron tan hartos que apenas pudieron probar los otros platos traídos
por el guisandero, todos bien especiados, con arreglo á la gastronomía
marinera, para que despertasen en el paladar un deseo continuo de beber.
Explicó Borja la procedencia del vino de color granate obscuro colocado
sobre la mesa. Llevaba el nombre de la vecina ciudad de Benicarló. En
los últimos tiempos de la navegación á vela, bergantines y fragatas lo
cargaban para América, vendiéndolo especialmente en Buenos Aires. Era el
vino llamado en la Argentina «Carlón», del que había oído hablar Rosaura
á sus abuelos; el único que gustaba á los viejos criollos, haciéndoles
dar este nombre desfigurado de Benicarló á todos los vinos tintos
llegados al país.
Ya no hizo más viajes el guisandero, luego que hubo dejado sobre la mesa
una cafetera llena hasta los bordes de líquido denso, intensamente
negro, con tanta achicoria como café, tal como les gusta á las gentes de
mar.
Conversaron los dos sobre lo que podían hacer aquella misma tarde. Borja
consideraba conveniente ir á pasar la noche en Castellón, capital de la
provincia, donde encontrarían hoteles cómodos y limpios. El viaje no era
largo. En menos de dos horas podían llegar á dicha ciudad, aunque el
camino estuviese en mal estado. Además, las noches eran de luna. Ella
diría al día siguiente lo que pensaba hacer; si seguir hasta Valencia,
adonde iba él, ó regresar á París después de haber satisfecho su
curiosidad de conocer Peñíscola.
--No sé--contestó Rosaura con voz de cansancio--. Me parece bien que
vayamos á esa ciudad que usted dice... Pero ya que nos queda tiempo,
quisiera dormir un poco. He comido tan bien, que siento ahora sueño...
mucho sueño... ¡Me levanté tan temprano!...
Quiso dormir en el arenal, acariciada por la frescura del mar. Recordó
las veces que había hecho lo mismo siendo niña, en sus excursiones por
las estancias, á la sombra de un ombú todo leña, envuelta en un poncho
y la cabeza reclinada en los jaeces de su caballo, mientras éste iba
pastando libremente.
Interrumpió el chófer su gran banquete de mariscos para traer el asiento
mayor del automóvil, que iba á servir de cama á la señora, otro más
pequeño como almohada y una manta de viaje. Ella se tendió en este lecho
improvisado, incorporándose dos veces para convencerse de que en tal
postura no dejaba descubierta ninguna intimidad de su cuerpo.
Borja, sin abandonar su asiento, dormitó un poco con los codos apoyados
en la mesa.
La exagerada abundancia de comida atrajo á varios perros. Devoraban los
grandes langostinos caídos en la arena como si fuesen desperdicios sin
valor alguno. Lamían en silencio las salsas picantes de los platos.
Husmeaban despectivamente las frutas del país que habían rodado de la
mesa.
Despertó el joven presintiendo la proximidad de alguien que le
contemplaba mientras dormía. Sus dos amigos de Peñíscola, después de
muchas vacilaciones y de pasear el istmo de un extremo á otro, habían
acabado por acercarse.
El primer movimiento de Claudio fué mirar hacia donde estaba la señora
de Pineda, con una inquietud celosa, temiendo que se hubiese destapado
durante su sueño. Seguía envuelta en la manta de cintura abajo y su
busto se movía acompasadamente con el ritmo de una respiración
tranquila.
Eran más de las tres de la tarde; mejor dicho, faltaba poco para que
diesen las cuatro. Borja les habló del equipaje que dejaba en su
alojamiento de Peñíscola, rogando que se lo enviasen á Castellón por
ferrocarril.
Mirando el cielo y el mar, le pareció que debía ser más tarde que la
hora indicada por sus amigos. Se había adormecido en pleno sol, bajo un
cielo azul, procurando mantenerse á la sombra de la vela. Ahora el mar
era gris, las nubes cubrían las montañas y el sol estaba oculto, como si
ya hubiese empezado á iniciarse el crepúsculo.
Llegó el alcalde hacia ellos, con su paso balanceante de patrón de
barca.
Miró á un lado y á otro, cual si husmease el tiempo, y movió su cabeza.
Luego creyó oportuno dar un consejo:
--Don Claudio, si piensan ir á Castellón, váyanse pronto. El cielo
amenaza tormenta.


V
¡Santa Bárbara bendita!...

Volvió el automóvil á cabecear en el camino de las marismas, dando
saltos violentos sobre sus muelles. Atravesaron Benicarló siguiendo la
carretera que va á Castellón y Valencia. Eran las cinco de la tarde y
parecía que estuviese próximo el anochecer.
Dudaba Borja sobre la conveniencia de continuar el viaje, pero su
compañera se mostró más animosa, en vista del buen estado del camino.
Mucho antes de que cerrase la noche habrían llegado á Castellón. Y
siguieron adelante.
Quince minutos después les inmovilizó un ligero incidente. Una de las
ruedas había sido atravesada por un clavo perdido entre el polvo de la
carretera.
Mientras trabajaba el chófer, hablaron de los inconvenientes de la más
moderna de las locomociones terrestres. El ferrocarril parecía haber
librado para siempre á los viajeros de las aventuras del camino, cuando
el descubrimiento del automóvil volvía á ponerlos en contacto con los
vagabundos y los carreteros, con las malas posadas y las pésimas
comidas, resucitando rudezas é incomodidades de otros siglos. El
automóvil más caro y lujoso, al avanzar desafiando al tiempo y el
espacio, perdía su fuerza de bestia mitológica con deplorable
facilidad. Bastaba un clavo herrumbroso desprendido de la herradura de
un asno, para que se inmovilizase en mitad de un camino con desmayo de
fiera herida. Marchando á gran velocidad, el mismo clavo miserable hacía
estallar una rueda, produciendo el vuelco mortal.
Empezaron á caer gotas de lluvia, trazando hondos redondeles en el polvo
de la carretera. Los dos volvieron á meterse en el carruaje, mientras el
chófer daba fin á su reparación.
Para distraer Rosaura el mal humor que despertaba en ella este
accidente, quiso hacer hablar á su compañero.
--¿Y Juan Carrier?... No me ha contado usted en qué paró este imitador
de Benedicto XIII.
--El cardenal de San Esteban terminó sus días obscuramente en el
castillo de Foix. En 1433 se había dejado aprehender por los señores del
Langüedoc, obedientes á Martín V, aburrido de su resistencia ineficaz.
Murió en un calabozo, sin retractarse, firme en su protesta contra el
Papa de Roma, y por haber sido excomulgado lo sepultaron sin ceremonia
al pie de una roca. No por ello terminó el cisma completamente.
Desaparecido Carrier, persistió una secta llamada de los _Traîners_, con
numerosos adeptos en las tierras del conde de Armagnac, los cuales,
pasado medio siglo, todavía esperaban el triunfo del misterioso
Benedicto XIV, que nadie sabía quién era, y su entrada solemne en Roma.
Recordó Borja á cierto clérigo de Toledo, algo exaltado en sus
opiniones, que le había hecho conocer un gran secreto. Carrier y el Papa
elegido por él dejaban reglamentada la sucesión del verdadero
Pontificado, y éste venía prolongándose á través de los siglos,
manteniendo las tradiciones de Aviñón y de Peñíscola. El grupo de
fieles que hacía funciones de Colegio cardenalicio se reunía en el
misterio, como una sociedad secreta, para nombrar al Santo Padre.
--El último Papa, según me dijo el clérigo toledano, fué un canónigo de
Tolosa, y por regla general todos los Pontífices secretos eran
franceses... Yo no lo creo, pero reconozco que sería muy interesante la
existencia de esta Iglesia misteriosa dentro de la Iglesia universal, de
estos Papas anónimos sucediéndose durante cinco siglos, en espera del
momento propicio para apoderarse en Roma de la Santa Sede y restablecer
el curso de la antigua legitimidad atropellada.
Rodó otra vez el automóvil, pero bajo una lluvia torrencial que iba
esfumando el horizonte y no dejaba ver más allá de unas pocas docenas de
metros. El hermoso vehículo perdió en un instante su lujosa brillantez.
Los vidrios quedaron empañados con el vaho de la lluvia, cortando á
trechos su opacidad el deslizamiento de las gotas. Se había convertido
el polvo calizo de la carretera en un barro blancuzco que salpicaba el
carruaje con manchas semejantes á las del yeso. Era la tormenta rápida y
brutal de las orillas del Mediterráneo.
Este cielo extremadamente obscuro hizo recordar á Rosaura las lluvias de
Buenos Aires prolongándose durante horas y horas, haciendo gritar con
sus latigazos claraboyas y techos de cinc, bajo un cielo tan negro que
los vecinos tienen que encender luces en plena mañana.
También aquí, en esta tierra de sol, la lluvia caía de golpe, en masas
más que en regueros, como si el cielo fuese un lago desfondado. Una
obscuridad semejante á la de los eclipses solares parecía enlutar los
campos.
El chófer, desconocedor del camino y cegado momentáneamente por la
lluvia, hacía marchar su enorme vehículo con cierta lentitud. Resbalaba
éste en las curvas rápidas, no esperadas por su conductor. Rosaura
empezó á arrepentirse de su decisión.
--Reconozco que hemos hecho una tontería no quedándonos en esa ciudad
inmediata á Peñíscola.
Contestó Borja haciendo gestos afirmativos; pero la dama, con repentino
optimismo, empezó á burlarse de sus inquietudes. En peores trances se
había visto al viajar por Europa. ¡Adelante! La lluvia tal vez terminase
pronto. En los países de clima dulce estas tormentas son estruendosas y
rápidas, algo semejante á los arrebatos de cólera, tardíos pero
temibles, de las personas bondadosas.
No encontraban á nadie en el camino. Los campos y las casas inmediatas á
la carretera parecían no haber tenido nunca habitantes.
Rosaura pegaba su rostro á un cristal para convencerse de que el camino
seguía al nivel de los campos ó por encima de ellos. Mientras fuese así,
no sentía inquietud. Lo temible iba á presentarse si la carretera se
deslizaba por terrenos bajos... Y esto fué lo que ocurrió media hora
después.
Vieron ante ellos una especie de río de aguas rojas; una laguna
prolongadísima, con pequeños islotes de barro. Era el camino. Hubo que
seguir por él, confiándose á la suerte, no sabiendo lo que las ruedas
podían encontrar en el fondo de la turbia superficie que se deslizaba en
pequeñas ondulaciones, atraída por otros terrenos más bajos.
Resultó grotesco y triste el avance de la poderosa máquina por este
camino acuático. Se inclinaba el vehículo como si fuese á volcar. Unas
ruedas se remontaban sobre obstáculos ocultos, mientras las opuestas se
hundían. Otras veces quedaba inmóvil, clavado en el fango invisible, y
era preciso apelar á su mayor fuerza para que siguiese adelante, dando
rugidos de cansancio.
--¡Qué camino!--exclamaba ella--. Y esto va á ser interminable... No se
le ve el fin.
Contrastando con la suciedad de la corriente fangosa, extendían los
naranjales, á ambos lados del camino, sobre taludes de tierra carmesí,
sus bolas verdes y enormes moteadas de azahar. Por encima de la arboleda
perfumada se veía, lejanísimo, un campanario con montera de tejas verdes
y azules.
Azotaba la lluvia con violencia creciente el techo del vehículo. La luz
era de un gris sucio y opaco. Iba desapareciendo el paisaje, cual si
cayesen sobre él nuevos telones de neblina. En algunos fosos invisibles
se hundió el coche de tal modo, que el agua empezó á entrar por debajo
de sus portezuelas.
--¡Esto no puede ser!...--seguía protestando Rosaura--. ¡Ay, si
llegásemos á ese pueblo del campanario lindo!...
Experimentó el automóvil una sacudida más brusca. Los dos no oyeron en
realidad nada extraordinario; los latigazos de la lluvia sobre el techo
hacían zumbar sus oídos; pero ambos tuvieron la percepción de que algo
se había roto con un chasquido de hierro que se parte.
Algo faltó, efectivamente, en el funcionamiento del vehículo. Siguió
avanzando, pero con un movimiento cabeceante de buque sin rumbo. El
chófer, al mismo tiempo que manejaba con una energía convulsiva la rueda
de la dirección, hizo gestos reveladores de su impotencia. Adivinaron
que su esfuerzo resultaba inútil; el automóvil no le obedecía, marchando
al azar.
Así hubiese continuado por el centro del arroyo, pero el conductor, con
sus últimos esfuerzos, consiguió ladearlo, y fué á chocar contra uno de
los taludes, clavando su trompa en el fango rojo.
Los dos viajeros casi dieron con sus cabezas en los vidrios de enfrente,
y una vez repuestos de la sacudida se miraron indecisos: «¿Qué hacer
ahora?»
Sentíanse miserables y desarmados bajo la tormenta, en un camino
desconocido, con el horizonte cerrado por la lluvia, entre dos murallas
de tierra y plantas espinosas, sobre cuyos bordes asomaban los campos de
naranjos. Nada quedaba en ellos de los viajeros de una hora antes,
seguros de su fuerza para vencer la distancia y acortar el tiempo.
Borja se echó fuera del carruaje, hundiéndose en el agua que corría por
el camino. Casi instantáneamente, empezó á chorrear su rostro y sintió
descender por su pecho fríos raudales.
Había adivinado el chófer la causa de este accidente y la explicó con
cierta confusión, como si fuese culpa suya. Acababa de romperse uno de
los muelles delanteros. Imposible seguir adelante. Si intentaba avanzar,
el vehículo, falto de dirección, iría otra vez contra un ribazo ó un
árbol, con peores consecuencias. Tampoco era posible repararlo bajo la
lluvia, en aquel lugar inundado. El señor Borja y la señora debían
buscar un refugio, sin preocuparse de él. Su deber era quedarse en el
automóvil.
Claudio, saltando sobre el agua corriente y los islotes de barro,
encontró un camino transversal que subía hasta el nivel de los campos.
Lo remontó encorvado bajo la tormenta, viendo á corta distancia, entre
naranjales, una casita que debía ser blanca en días serenos, y ahora era
gris por la humedad. Una de sus ventanas estaba entreabierta, asomándose
á ella las caras curiosas de tres niños.
Desaparecieron como si les asustase la presencia del forastero, y en el
lugar que dejaron vacío se mostró una mujer llevando pañuelo obscuro en
su cabeza, blanca de tez, á pesar de la curtimbre del sol, carillena,
con una seriedad monjil en sus ojos dulces y su boca de labios
apretados.
--_¡Bòna dòna!_... _¡bòna dòna!_--exclamó Borja en valenciano, como si
pidiese socorro á la «buena mujer».
Ella hizo un gesto afirmativo adivinando su petición y abandonó la
ventana para abrir inmediatamente la puerta de la casa. Luego quedó
inmóvil bajo su dintel, colocándose ambas manos en forma de bóveda sobre
sus ojos para librarlos de la lluvia.
Claudio volvió corriendo al vehículo, en busca de Rosaura.
--¡Nos hemos salvado! Va á resultar terrible para usted ir hasta la
casa, pero no hay otro remedio.
La ayudó á descender del carruaje, guiándola en sus saltos sobre el
barro y el agua para llegar hasta el camino del naranjal. En vano
pretendió llevarla en sus brazos.
--No podrá, Borja. Peso más que usted cree. ¿Y qué va á evitar con ese
esfuerzo, que ya resulta inútil?
Se convenció el joven al mirarla. ¡Miseria humana! En un instante la
majestuosa Venus se había convertido en una pobre mujer, igual á las de
las tribus prehistóricas, víctimas de todos los ultrajes de la
Naturaleza. La lluvia la había envuelto sin ningún respeto, bastando
unos segundos para que su cabellera, en desmayadas mechas, expeliese
gotas por debajo del gorro de viaje, mientras otras gotas se iban
desprendiendo de la punta de su nariz. Sentía bajar el agua en fríos
regueros desde su cuello á sus pies. Éstos se habían hundido en el barro
y tuvo que hacer grandes esfuerzos para no perder sus zapatos.
En mitad del camino rojo que ascendía á la casa sintió descalzo uno de
sus pies. Borja quiso arrodillarse para ponerla el zapato, pero ella lo
tenía ya en una mano y siguió marchando sin más que la media de seda,
recibiendo salpicaduras de fango en lo alto de sus piernas.
--¡Qué horror!... ¡qué tristeza!--murmuraba al avanzar, compadeciéndose
á sí misma por su aspecto cada vez más deplorable.
Los hizo entrar apresuradamente en su casa la buena mujer. Una cocina
servía de habitación común, ocupando la mayor parte del edificio; otra
pieza era un dormitorio matrimonial, y la tercera, más exigua, á juzgar
por sus camas, estaba ocupada por los tres niños. Todo ofrecía un
aspecto de pobreza limpia, de mediocridad campesina, respetuosa,
obediente, resignada á cultivar la tierra ajena.
--Pasen--dijo la mujer en valenciano--. Pasen usted y su señora. Voy á
encender fuego.
Al poco rato ardía en la chimenea una fogata improvisada y defectuosa,
como ocurre casi siempre en los países de sol, donde el frío resulta un
accidente terrible y pasajero. La leña era de naranjo y no estaba seca.
Sus troncos chirriaban con burbujeamientos de savia y de goma. Las
llamas eran de un rojo obscuro, con más humareda que luz.
Enfriados por la lluvia que empapaba sus ropas y aún corría por sus
carnes, se aproximaron los dos viajeros á esta fogata con una delicia
animal, poniendo sus manos y sus pies junto á las llamas, como si
deseasen sentirse quemados.
Dió explicaciones la mujer, siempre en valenciano, mirando á Rosaura,
como si ésta pudiese entenderla. Sus niños habían visto venir el
automóvil por el camino hondo. En días de tormenta les gustaba
contemplar el campo mojado y reluciente. Ella vivía sola, es decir, con
sus tres hijos y con el abuelo de ellos, que estaba casi ciego y
desvariaba algunas veces.
Su marido había muerto aún no hacía un año. La viuda continuaba en la
pequeña propiedad, esforzándose por cultivarla lo mismo que el difunto,
pero no sabía si el dueño de la tierra querría prorrogar el arriendo.
--¡Ay, señora! Felices las que tienen vivo á su marido para que corra
con la dirección de la casa.
Y miró á Rosaura, que empezaba á adivinar confusamente lo que decía en
aquella lengua, ininteligible para ella.
--Nos toma por marido y mujer--dijo á Borja en un momento que la viuda
se ausentó.
Reía de la suposición, considerándola graciosamente absurda.
--Déjela--contestó Claudio, sonriendo también--.Esta pobre sólo puede
imaginar casados á un hombre y una mujer que viajan juntos. No la saque
de su error. ¡Quién sabe si nos retiraría su estimación al saber que no
somos un matrimonio, poniéndonos en la puerta, bajo la lluvia!... Fíjese
en lo que nos rodea.
La viuda había colocado sobre la mesa un velón de bronce de cuatro
picos, encendiendo las cuatro luces, lujo que nunca habían visto sus
hijos, agrupados junto á la lumbre, mirando tímidamente á estos
extranjeros traídos por la tempestad.
Borja mostró á Rosaura dos cuadros que adornaban la cocina, rabiosamente
coloreados, procedentes de la primera época de la reproducción al cromo.
En uno de ellos se mostraba Jesús, dulzonamente hermoso, con la barba y
la cabellera untuosas, como si exhalasen un perfume inolfateable,
abriéndose las vestiduras y enseñando en mitad del pecho un corazón
rodeado de llamas. En el otro vieron á un hombre moreno y barbudo, con
boina blanca, capa roja, el collar del Toisón de Oro sobre el pecho de
su levita azul y ambas manos apoyadas en un sable de caballería. Era el
pretendiente don Carlos, aspirante á rey absoluto, por el que se habían
batido medio siglo antes la mayor parte de los hombres de esta tierra
del Maestrazgo. Las dos estampas estaban algo obscurecidas por el tiempo
y las motas que habían ido depositando las moscas sobre su barniz.
Volvió poco después la animosa viuda, quitándose de la cabeza un saco de
arpillera que había contenido abono para sus naranjos y llevaba ahora
colocado en forma de capuchón.
Venía de hablar con el chófer en el camino hondo. En vano le había
rogado que abandonase el automóvil. Podía dormir en el pajar de la casa;
nadie vendría á robarle su carruaje; la gente de los alrededores era
buena. Pero el mecánico se negó con la tenacidad escandalizada del que
escucha una proposición contraria á su deber. Debía mantenerse allí, y
únicamente solicitaba de la señora que le permitiese cabecear durante la
noche un inquieto sueño en el interior del carruaje.
Después de estas noticias que sólo Borja podía entender, empezó á
ocuparse de la cena de los viajeros. Ofreció á Rosaura ropas interiores
guardadas en un armario de su dormitorio. Eran gruesas, pero muy limpias
y perfumadas con romero. Tal vez molestarían á la señora, acostumbrada á
prendas de mayor finura, mas ella lo ofrecía todo de buena voluntad.
Acariciada por el fuego, que la iba entibiando interiormente, se negó
Rosaura á aceptar esta oferta, traducida por Claudio. A la mañana
siguiente tendría secas sus ropas, y pensaba acostarse lo antes posible
si la dueña de la casa le cedía una cama que había entrevisto al quedar
abierto por breves momentos el dormitorio más grande.
Tuvieron que aceptar los dos todas las atenciones de una hospitalidad á
uso antiguo, que se preocupaba ante todo del estómago de sus huéspedes.
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