El papa del mar - 04

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las almenas. Pero dichos arcos, estrechos como un hierro de lanza, los
cegaba un segundo muro. Eran obras salientes de refuerzo, pilares unidos
por ojivas, que parecían añadir nueva robustez al palacio-fortaleza. El
sol y la atmósfera habían teñido de suave rojo muros, almenas y torres.
--Es el color de Aviñón--dijo Borja--; el color de sus templos, murallas
y puentes, de todo lo que en esta tierra fué construído con piedra.
Parece reflejar una interminable puesta de sol; recuerda el tono de las
hojas otoñales.
Luego llamó la atención de su acompañante sobre la amplitud de la plaza,
obra de don Pedro de Luna. Durante cuatro años y medio se había
defendido en este palacio con su pequeña guarnición de españoles, y al
triunfar por algún tiempo, hizo destruir los edificios inmediatos, como
si presintiese los nuevos asedios á que iban á someterle sus enemigos.
Las casas actuales eran posteriores al reinado de los Papas de Aviñón,
vistosos palacios del Renacimiento, construídos por los legados que
enviaba Roma para gobernar la ciudad. A un lado de la plaza, junto á la
colina sobre el Ródano, llamada el peñasco de Doms, estaba la catedral,
con su campanario rematado por una imagen cubierta de oro; torre
posterior á la que aprovecharon los enemigos del papa Luna para batir el
palacio vecino con sus bombardas.
Otra vez la viuda argentina y su acompañante volvieron á fijar sus ojos
en la extensa fachada del castillo. No era posible mirar otra cosa. Su
enormidad parecía absorber todos los edificios próximos. La catedral de
Doms, que no era grande, se achicaba aún más pegada al palacio. Rosaura
lo admiró como si lo viese por primera vez. Le parecía más gigantesco
estando al lado de Claudio Borja, «que sabía explicar muy bien las
cosas».
--Yo he leído un poco--dijo con modestia--; lo que puede leer una mujer
de mi clase: libros de entretenimiento aconsejados por la moda,
«zonceras» casi siempre, lo reconozco. Muchas veces, al pasar por aquí,
se me ha ocurrido la misma pregunta: «¿Por qué hubo Papas en Aviñón?...»
Va usted á burlarse de mi ignorancia y de que no haya hecho el menor
esfuerzo por esclarecerla. Usted se irá convenciendo, amigo Borja, de
que acompaña á una mujer indigna de su sabiduría.
Claudio rió de esta hipócrita y sonriente humildad, apresurándose á
disculparla. La misma pregunta se hacían muchos al hablar de Aviñón y
muy pocos procuraban conocer el motivo de tal hecho histórico.
--El mundo no era entonces como ahora--siguió diciendo--; no existía
Francia en su forma actual; tampoco existía España; y en cuanto á
Italia, no era más que un conglomerado de pequeños Estados en incesante
ebullición. Príncipes y barones feudales vivían de las rapiñas de una
continua guerra. El Papa, señor de grandes territorios en torno á Roma,
se veía despojado de ellos por las familias nobles y belicosas del país.
Mientras el Santo Padre era venerado por el resto de la cristiandad, los
romanos sólo veían en él á un señor como los otros, obedeciéndole si era
poderoso, menospreciándolo cuando un pequeño soberano lograba vencerle.
Familiarizados con los Papas por haberlos visto simples hombres antes de
su elevación, no parecían temer gran cosa los rayos de sus excomuniones.
La ciudad de Roma era uno de los lugares más inseguros de la tierra. En
sus calles se batían casi á diario las bandas de los Orsini y los
Colonna, familias rivales, en eterna disputa por la posesión de la
antigua urbe, majestuosa como un cementerio, casi despoblada, con más
ruinas que edificios enteros. A veces los dos grupos rivales pactaban
momentáneo acuerdo para imponer duras humillaciones á un tercer
contendiente, que era el Papa. No había altura en el campo romano que no
estuviese ocupada por un castillo de barón bandolero. Atravesar las
cercanías de Roma en el siglo XIV para ver al Pontífice resultaba tan
peligroso como ir hasta Jerusalén en busca del Santo Sepulcro. Los
peregrinos eran asaltados y robados por las bandas feudales, quedando
muchas veces prisioneros hasta que llegaba el rescate exigido por el
señor.
Dentro de la capital del orbe cristiano se vivía como en una selva,
entre emboscadas y astucias mortales, con las armas en la mano á todas
horas y la casa bien cerrada. Los de un bando tenían su fortaleza en el
castillo de San Angelo; los otros se habían atrincherado en el
Capitolio.
Estas guerras interminables destruían los majestuosos recuerdos de la
antigua civilización romana, con una barbarie mayor que la de las
invasiones venidas del Norte. Los barones echaban abajo arcos de
triunfo, termas, columnatas de los palacios de los Césares, para
construirse torres y casas almenadas en las callejuelas de la Roma
medieval. Los capiteles de marmórea hojarasca, las lápidas cubiertas de
inscripciones, los fragmentos de estatuas, todo servía de sillares para
estas fortalezas urbanas.
Aparecían los Papas ante el resto de la cristiandad como si viviesen en
Roma, pero sólo estaban dentro de ella cortas temporadas, durante las
grandes ceremonias que hacían necesaria su presencia, ó en momentos de
tregua, cuando las dos facciones, por cansancio, deponían las armas.
Consideraban más prudente instalarse en el castillo de alguno de sus
sobrinos, que la influencia papal había convertido en gran señor, ó en
pequeñas ciudades agradecidas al Santo Padre por la enorme muchedumbre
de viajeros que atraían su presencia. Aún perduraba en Italia la
separación entre güelfos y gibelinos, aceptando una parte del país con
malicioso regocijo todos los infortunios que pudiera sufrir el Papa. Uno
de los más enérgicos, al que suponían por su tenaz voluntad ser de
remoto origen español, Bonifacio VIII, se veía insultado y hasta
abofeteado en su propio castillo de Anagni á causa del abandono en que
lo dejaron sus compatriotas.
Defendiendo los derechos de la Iglesia, emprendía una guerra tenaz
contra Felipe el Hermoso, rey de Francia. En vano lo excomulgaba,
atrayendo sobre su cabeza las iras del cielo. El monarca tenía á su lado
como ministro un jurisconsulto de Tolosa, Guillermo de Nogaret,
meridional que por su audacia aparece en la Historia como un precursor
de Dantón y otros personajes de la Revolución francesa.
Nogaret tomaba la ofensiva, pasando á Italia como representante de su
rey, y auxiliado por los Colonna, tenaces enemigos del Pontífice,
asaltaba con sus bandas la ciudad de Anagni, sorprendiendo á Bonifacio
VIII en su castillo. El pueblo encontró muy interesante ver al Santo
Padre tratado como un soberano cualquiera, y favoreció con su
indiferencia esta invasión del retiro papal. En vano el enérgico
Pontífice pretendió intimidar á los invasores recibiéndolos con la tiara
puesta y sus vestiduras de gran ceremonia. Nogaret, que era un
«patarin», nieto de albigenses de Tolosa perseguidos cien años antes por
la Inquisición papal, se dió el gusto de insultar á un Pontífice cara á
cara. Uno de los Colonna, perseguido cruelmente por Bonifacio hasta el
punto de verse esclavo de los corsarios mahometanos, lo abofeteó con su
guantelete de acero.
Murió el Papa de cólera y vergüenza; su carácter enérgico no pudo
sobrellevar tal humillación. Hubo que nombrarle sucesor en medio de la
anarquía italiana, y los cardenales designaron á Beltrán de Got, prelado
francés, arzobispo de Burdeos, el primero de los Papas de Aviñón.
--Antes de él, que tomó el nombre de Clemente V--dijo Borja--, habían
existido otros Papas también de origen francés. Pero lo raro del caso
fué que el arzobispo de Burdeos dependía del rey de Inglaterra, no del
monarca de Francia. Usted sabrá indudablemente que Francia estaba
dividida entonces y los ingleses ocupaban una parte considerable de su
suelo, manteniendo la guerra llamada de los Cien Años. Esta guerra, que
durante tres cuartos de siglo fué de un resultado incierto, sólo se
decidió con la aparición é intervención de la extraordinaria Juana de
Arco.
Borja fué describiendo á su acompañante la vida azarosa de este primer
Papa, que nunca vivió en Roma. A su coronación, en Lyón, asistían los
reyes de Francia, de Aragón y de Mallorca. Felipe el Hermoso y el duque
de Bretaña llevaban las bridas del caballo papal. Tal era la
concurrencia, que un muro viejo cargado de espectadores se derrumbó,
matando al duque de Bretaña y á uno de los hermanos del Papa.
El audaz Nogaret procuró explotar la fuerza de la Iglesia en beneficio
de su rey al ver establecido al Papa en una ciudad de Francia. Quería
apoderarse de los bienes de los templarios, y para ello necesitaba el
apoyo del Pontífice. Éste, no queriendo legitimar tal injusticia, huyó á
su diócesis de Burdeos. Pero allí quedaba bajo el dominio del rey de
Inglaterra, que procuró también explotar su presencia.
Clemente V, gravemente enfermo, tuvo que volver un año después á los
Estados del rey de Francia, lo que le hizo ceder á las pretensiones de
Nogaret, ansioso de remediar los apuros del erario real confiscando los
tesoros de los templarios. Poseían éstos ricos establecimientos en
Oriente y Occidente; eran los banqueros universales de pueblos y reyes.
Al fin se vió obligado á autorizar la persecución y supresión de dicha
orden, y para no vivir más tiempo bajo la influencia de Felipe y su
consejero, pensó en el condado Venaissino, que pertenecía á la Iglesia
desde un siglo antes por cesión de los condes de Tolosa, y en cuyo
límite estaba la ciudad de Aviñón. Carpentras, capital del condado, era
pequeña comparada con dicha ciudad junto al caudaloso y navegable
Ródano, y fué á instalarse en un convento de dominicos, construído sobre
una isla frente á Aviñón.
Este alojamiento lo consideraba circunstancial. Su deseo era volver á
Roma; pero los desórdenes de la urbe cristiana, cada vez mayores, hacían
imposible el viaje. Muy al contrario; los cardenales italianos que
habían quedado allá vinieron poco á poco á establecerse en torno al
Papa, considerando más tranquila y segura la vida en Aviñón. Muchos
celebraron en estilo poético la suerte de que los Pontífices hubiesen
heredado el condado Venaissino. De este modo «la barca de San Pedro
podía amarrar tranquilamente, después de tantas tempestades, al abrigo
de un peñasco sobre el Ródano».
Al morir Clemente V, los cardenales elegían al obispo de Aviñón, que
tomó el nombre de Juan XXII. Éste continuó habitando como Papa su
palacio episcopal, pero cada año se veía más lejana la posibilidad de
que la Santa Sede pudiese volver á Roma, viviendo en ella
tranquilamente. A partir del segundo Papa, empezaron las construcciones
parciales que habían de formar más adelante el imponente conjunto del
palacio de Aviñón. Dicho palacio tuvo que ser al mismo tiempo una
fortaleza. Resultaba insegura la vida en aquellos siglos y los Papas no
se veían á cubierto del peligro general. La guerra de los Cien Años
tenía largas treguas que obligaban á licenciar las tropas mercenarias,
costosas de mantener, y estas bandas de guerreros á sueldo, al verse sin
ocupación, se dedicaban al bandidaje, saqueando poblaciones, exigiendo
tributos á los pequeños soberanos.
Los mismos Papas que hacían una fortaleza de su vivienda levantaron
alrededor de Aviñón sus hermosos baluartes, útiles para aquella época,
graciosos ahora y de aspecto frágil como un juguete.
--El más célebre--continuó Borja--por su magnificencia fué Clemente VI,
cuarto Papa de Aviñón, llamado por algunos «el trovador con tiara». Era
un noble del Mediodía de Francia, que imponía respeto por su natural
majestad y sus gustos de príncipe letrado. «Mis antecesores no supieron
ser Papas», decía este gran señor.
Borja se imaginaba cómo debió ser el castillo en tiempos de Clemente VI.
Ahora sólo quedaba la osamenta, la piedra enrojecida de sus fachadas y
la piedra blanca de sus vastos salones, con sólo algunos fragmentos de
pinturas que equivalían á piltrafas de la antigua carne, jugosa y
multicolor.
Se había acostumbrado la mayor parte de la cristiandad á ver los Papas
instalados junto al Ródano. Este retiro circunstancial adquiría cada año
un carácter más estable. Los cardenales agrandaban los caserones de
Aviñón que les ofrecía el Pontífice con el título de «libreas»,
convirtiéndolos en palacios suntuosos. La ciudad parecía nadar en
oleadas de dinero.
Pocas veces se vieron tan ricos los Papas. Algunos de ellos, hábiles
administradores, habían organizado los ingresos de la Iglesia, obligando
á clérigos y obispos á enviar puntualmente su tributo. Aviñón
pertenecía ya á los Papas. Al principio fué propiedad de la famosa reina
Juana de Nápoles, la mujer más elegante, más graciosa en palabras y
ademanes, y de costumbres más disolutas que se encuentra en la historia
de aquellos siglos. Cambió varias veces de esposo. Casada con Andrés de
Hungría, fué asesinado éste por un amante de ella. Luis, rey de Hungría,
marchó contra Juana para vengar la muerte de su hermano y al mismo
tiempo con el propósito de hacerse dueño de Nápoles. Juana, que era
también condesa de Provenza, huyó á esta tierra, como si buscase el
amparo espiritual de los Papas, instalados en su ciudad de Aviñón. En
vista de que el rey húngaro pedía su castigo á Clemente VI, compareció
Juana ante el Pontífice rodeado de toda su corte.
--Yo me he imaginado muchas veces la escena--dijo Borja--; esta mujer,
seductora por su hermosura, por su lujo y hasta por sus pecados y
aventuras, presentándose ante un Padre Santo artista y ante sus
cardenales, muchos de ellos ordenados de diácono solamente, y que
llevaban una vida de príncipes... Pero esto lo verá usted mejor cuando
estemos en el gran salón de Audiencia. La reina Juana, instruída y de
fácil palabra, se enseñoreó al momento de la asamblea. Igual habría
convencido de su inocencia á una reunión de verdaderos ascetas, aunque
fuese autora de crímenes mayores. Los napolitanos, irritados por las
demasías del invasor, pidieron á Juana que reconquistase su trono, y
como necesitaba dinero para reclutar soldados mercenarios y alquilar
galeras en Marsella, vendió Aviñón á los Papas en ochenta mil florines,
suma que equivaldría hoy á unos cuatro millones de francos... pero en
oro.
Pintores italianos y franceses cubrían de frescos los muros de las salas
pontificias. Talleres de orfebres cincelaban sin descanso objetos de
culto, recamados de piedras preciosas, ú objetos de uso personal para
los Papas. Los muros de piedra desaparecían bajo vistosos tapices. El
sacro tesoro de Roma--urnas preciosas conteniendo reliquias, ropas de
altar, imágenes áureas--había sido traído á Aviñón, por creerlo aquí más
seguro. Dentro de la fortaleza crecía un jardín con fuentes de mármol,
paseos cubiertos y fingidas perspectivas para agrandar su tamaño. La
curiosidad de estos Pontífices meridionales había reunido en jaulas
todas las bestias raras que se conocían entonces: leones, tigres,
dromedarios, avestruces, osos.
El generoso Clemente VI adquiría con tal abundancia las ropas
primorosamente bordadas, los tapices, los muebles, que muchos de tales
encargos, después de ser admirados en el momento de su llegada, quedaban
recluídos por falta de sitio en los desvanes del palacio. Los Papas
sucesivos mantuvieron su lujo con las magnificencias que había olvidado
el Pontífice gran señor.
Desde las terrazas almenadas podían ver todos ellos el crecimiento de su
ciudad de Aviñón. El recinto amurallado comprendía, además del caserío,
vastos jardines adosados á los conventos, cada vez más numerosos, y á
los palacios de los cardenales en incesante desdoble. Más de cien torres
se elevaban sobre los tejados.
Abajo, en las callejuelas estrechas, bullía á todas horas un pueblo
súbitamente enriquecido y orgulloso de la inesperada importancia de
Aviñón, centro del mundo. Uno de sus barrios era todo de posadas.
Llegaban clérigos y laicos de remotas naciones. En sus plazas sonaban
todas las lenguas de Europa. La muchedumbre, además de recibir el dinero
de los fieles, gozaba las delicias de un continuo espectáculo, siendo su
existencia semejante á la del antiguo populacho romano.
Unas veces llegaba una peregrinación procedente de países lejanos:
hombres y mujeres cubiertos de polvo, asombrando al vulgo con el
exotismo de sus trajes, rostros y voces. En otras ocasiones se
presentaba un rey con su cortejo, ó el mismo emperador del Sacro Romano
Imperio, ganoso de visitar al Padre Santo en su nueva capital. Y
desfilaban jinetes vestidos de hierro, sobre caballos encaparazonados y
engualdrapados con blindajes de escamas, cual si fuesen bestias
mitológicas. Las puntas de sus lanzas rozaban los balconajes
extremadamente salientes, prolongación de cada vivienda sobre la húmeda
calle siempre en fresca penumbra. El metal vibrante de las trompetas
buscaba en lo alto el metal volteador de las campanas. En muchas
ocasiones, rey ó emperador recibía la Rosa de Oro, regalo del Papa, y
era costumbre que el soberano pasease á caballo por las calles de Aviñón
mostrando al pueblo la joya en su diestra. Los monarcas cristianos,
cuando alcanzaban un triunfo sobre los enemigos de Dios, enviaban sus
despojos á Aviñón como un presente.
Un día sus vecinos vieron pasar cien moros á pie, con alquiceles
blancos, llevando de la diestra cien caballos andaluces cargados de
armas y de joyas. El rey de Castilla, después de su victoria del Salado
sobre los sarracenos, enviaba al Papa del Ródano una parte de su botín.
En otra ocasión contemplaron una embajada del Gran Kan de la Tartaria,
cuyos enviados provocaban sus risas á causa de sus mantos y turbantes.
Las damas de Aviñón obtenían una celebridad universal por su lujo
costoso y sus artes de tocador para aumentar la belleza. Algunos
cardenales italianos y franceses, que nunca creían llegado el momento de
ordenarse sacerdotes, rivalizaban en amoríos con los señores laicos del
país Venaissino ó con los hombres de armas del Pontífice, los cuales
obedecían al jefe militar del condado (casi siempre pariente del Papa),
que tenía el título de «Rector».
--Entonces aún estaba entero el famoso puente sobre el Ródano. Ahora
sólo le quedan cuatro arcos de los diez y ocho que tuvo cuando lo
fabricó San Benezet, un pastorcito que, según la leyenda, soñó desde
pequeño con la construcción de este puente colosal, apoyado en las islas
del Ródano para llegar hasta Villeneuve, ciudad fronteriza, en la orilla
perteneciente á Francia. De sol á sol el pueblo aviñonés bailaba la
farandola al son de pitos y tamboriles, en las islas verdes, bajo la
sombra de sus audaces arcos. Todo el mundo conoce la canción antigua
«_Sous le pont d’Avignon, l’on y dance tout en rond_...»
También era continuo el espectáculo en las estrechas calles de la
ciudad. Desfilaban procesiones de frailes vistiendo diversos hábitos.
Orquestas numerosas acompañaban á los cantores de la corte pontificia.
La ciudad atraía á todos los músicos de aquel tiempo. Ser cantor ó
instrumentista del Papa de Aviñón representaba un certificado de valor
internacional. Los devotos se aglomeraban en las plazas para escuchar á
predicadores famosos venidos de todas partes; tan estrecho resultaba el
ámbito de los templos.
En esta ciudad de verdes alrededores la vida sólo era molesta cuando
soplaba el mistral. Petrarca se lamentó muchas veces de este viento frío
y huracanado. Las gentes de su época inventaron un refrán en latín de la
Edad Media, exagerando los desórdenes climatéricos de Avenio, antiguo
nombre de Aviñón: «_Avenio ventosa, cum vento fastidiosa, sine vento
venenosa._»
Una calamidad mayor que el mistral hizo repetidas apariciones en el
curso del siglo XIV, la peste, tan mortífera y repetida, que mereció el
título histórico de «la Gran Peste», exterminando, según los cronistas
de entonces, la tercera parte de la población de Europa. No sólo se
ensañó en la corte papal. Italia vió sus ciudades casi desiertas. En
Florencia la mortandad fué inaudita, y Boccacio, el futuro canónigo,
para entretener á las damas y los caballeros refugiados como él en un
jardín aislado, compuso las alegres novelas de su _Decamerón_.
La ciudad de «las tres llaves» (la del cielo, la de la tierra y la del
infierno), atributos pontificios que figuraban en el escudo aviñonés,
volvía á reanudar su existencia amplia y ostentosa apenas se alejaba
dicha calamidad.
El populacho iba ricamente vestido con los despojos de la corte papal.
La servidumbre del palacio y la de los cardenales reflejaban en su
indumento el lujo de sus señores. La gran ostentación de los personajes
de la corte eran las peleterías preciosas.
--Pontífices y cardenales aparecen en los retratos con las esclavinas
guarnecidas de marta. Los Papas, cuando no llevan la tiara, van tocados
con un becoquín de púrpura que adornan igualmente bandas de armiño.
Su mesa era bárbara, como la de todos los grandes señores de aquella
época, pero con una abundancia que exigía enormes gastos. Las bodegas
pontificales de Aviñón adquirían renombre. En la orilla del
Ródano, al pie de un castillo, poseían las generosas viñas de
«Château-neuf-du-Pape», cuyo vino es todavía famoso. Los colectores de
los impuestos, cuando salían á cobrarlos por las diócesis, llevaban el
encargo de remitir al intendente papal los mejores productos de cada
país para embellecimiento de su mesa.
--La cocina de entonces tenía especialidades que ahora nos parecen
repugnantes. Los colectores de Bretaña y otras regiones del Océano
enviaban pedazos de ballena, cetáceo que abundaba mucho en el golfo de
Gascuña y el Cantábrico. La ballena era entonces plato muy apreciado
hasta en las mesas reales. Otras veces remitían peces del Atlántico,
distintos á los del Mediterráneo. Nada significaba la duración del viaje
y las malas condiciones del transporte. El paladar estaba habituado al
sabor y el olor de una pesca extraída quince días antes. De aquí el
empleo del limón para refrescar momentáneamente este alimento algo
corrupto, uso que por rutina ha llegado hasta nosotros, empleándolo sin
objeto en los peces frescos.
Una gran masa de desterrados políticos ansiosos de justicia aumentaba el
vecindario de Aviñón. Como no existían casas bastantes para dicha
afluencia internacional, ocupaban los pueblos inmediatos, y en días de
fiesta venían á engrosar la muchedumbre de sus calles. Los más eran
italianos, antiguos güelfos que buscaban el amparo del Papa, ó gibelinos
á los que perseguían nuevas facciones, empujándolos hacia la Santa Sede,
cuya influencia habían combatido.
--Hijo de uno de estos proscritos fué Petrarca, cuyo recuerdo va usted á
encontrar por todas partes: en el palacio, en las calles de Aviñón, en
la célebre fontana de Vaucluse. ¿Usted no conoce Vaucluse?... Debe hacer
este pequeño viaje. La fuente del poeta es tan célebre como el Papado
aviñonés.
El joven italiano, venido á Aviñón cuando todavía era niño, desarrollaba
las primeras ramas de su gloria al abrigo del Pontificado del Ródano,
viviendo de sus liberalidades ó insultándole al mismo tiempo porque
difería su vuelta á Roma. Como había recibido órdenes menores, aceptaba
de los Papas ricos beneficios y canonicatos, sin pensar nunca en ocupar
dichos cargos.
--La vida eclesiástica de entonces era muy diferente á la que ahora
conocemos. Los más de los cardenales no pasaban de ser simples diáconos,
librándose con ello de las obligaciones del sacerdocio: decir misa, leer
diariamente su breviario, etc. De este modo podían entregarse por
completo á sus asuntos políticos ó mundanos. Muchos Pontífices se
ordenaban de sacerdote al día siguiente de su proclamación y cantaban
misa por primera vez.
Italia, que había repelido á los Papas con sus desórdenes y revueltas,
ansiaba ahora hacerlos volver, por una conveniencia egoísta. El dinero
de la cristiandad había cambiado de rumbo. Ya no iba á Roma, y chorreaba
más abundante que nunca sobre la ciudad de Aviñón.
Al ser proclamado el magnífico Clemente VI, una delegación del pueblo de
Roma venía á saludarle. Petrarca, residente en Aviñón, se agregaba á
ella, y esto le hacía contraer amistad con uno de los diputados, joven
de palabra ardorosa, gran imaginación y una audacia sin límites, llamado
Cola di Rienzo, hijo de un tabernero.
El «Papa trovador» se dió cuenta de los servicios que podía prestar este
tribuno á los Pontífices en la desordenada Roma, y le confirió un título
honorífico. Tal vez las palabras de Clemente VI le impulsaron á realizar
el gran ensueño de su existencia.
De vuelta á su ciudad, oprimida por el bandidaje feudal, organizó una
conspiración, apoderándose del Capitolio con el apoyo del pueblo y del
legado del Papa. Rienzo, constante lector de la historia antigua, se
proclamó «tribuno de la Sacra República Romana, por la voluntad del muy
clemente Jesucristo». Hizo cosas buenas, expulsando á los magnates,
venciendo á los barones bandidos, restableciendo el orden después de
tantos años de anarquía. El Papa, desde Aviñón, sostuvo su autoridad.
Petrarca, entusiasmado por tal resurgimiento de la Roma antigua, dirigió
al tribuno su célebre canción «_Spirto gentil_».
Mas el héroe, excesivamente imaginativo, creía en la importancia
sobrenatural de su persona, y se entregó á desórdenes y extravagancias
que disminuyeron su prestigio. Dió consejos á todos los soberanos de la
tierra como si fuesen inferiores á él; ordenó á las ciudades italianas,
con menosprecio de su independencia, que acudiesen á Roma para cimentar
una alianza; exigió continuos impuestos para sostener sus tropas y
costear fiestas enormes organizadas por su fantasía teatral. El hijo del
tabernero se bañó públicamente en una vasija de bronce que pasaba por
ser el baño del emperador Constantino, y á continuación se hizo armar
caballero con exagerada pompa.
Creyéndose invencible, habló al Papa como á un igual, despreciando su
apoyo, y Clemente VI lo abandonó. Lo mismo hicieron las ciudades de
Italia, celosas de su poder é irritadas de su orgullo. El pueblo acabó
por atacarle, y tuvo que huir, refugiándose en Praga, cerca del
emperador Carlos IV, el cual lo entregó al Papa, que le había declarado
«sedicioso y herético».
--En una torre de este palacio donde vamos á entrar, cree el vulgo,
equivocadamente, que permaneció el tribuno preso durante varios años. Lo
indiscutible es que Rienzo vivió cautivo hasta la muerte de Clemente VI.
El gran Papa había perdido su fe en este orador de voluntad cambiante y
ambiciones inseguras. Hasta se cree que lo hubiese ahorcado de no
intervenir Petrarca, muy apreciado por él como poeta.
Inocencio VI, al sucederle, fijó su atención en Rienzo, que se consumía
olvidado en un calabozo. Fué un español quien hizo pensar al nuevo
Pontífice en el ex tribuno. Los pequeños soberanos de Italia y sus
turbulentas ciudades habían aprovechado la ausencia de los Papas para
roer la tierra de sus Estados. Apenas mantenían aquéllos una autoridad
sobre Roma, más nominal que efectiva. Los cardenales hablaban de
reconquistar con las armas los bienes de la Santa Sede; pero ni ellos ni
los Pontífices eran hombres para conseguirlo.
Uno de los cardenales extranjeros residentes en Aviñón se comprometió á
devolver á la Iglesia su patrimonio terrenal, creando un ejército en
Italia y poniéndose á su frente: el español Carrillo de Albornoz, que en
su juventud había sido hombre de guerra. Como arzobispo de Toledo siguió
al monarca de Castilla contra los moros, batiéndose cuerpo á cuerpo en
la batalla del Salado, donde salvó personalmente la vida de su rey,
dándole tal hazaña enorme influencia en la corte. Huyendo luego de las
persecuciones de don Pedro el Cruel, heredero del reino, se refugió en
la corte de Aviñón, cerca del brillante Clemente VI, quien le hizo
cardenal.
Albornoz, gran conocedor de los hombres, hábil para explotar sus
virtudes ó sus defectos, pidió que el olvidado Rienzo fuese sacado de su
encierro y le siguiera á Roma con el título de senador. Mientras él
combatía á los tiranuelos de Italia, Rienzo, apoyándose en el pueblo
romano, reanudó su lucha contra los barones que desolaban el país,
obteniendo varios triunfos. Mas el ídolo popular estaba quebrantado por
su primera caída. Una parte de Roma protestó de sus leyes severas y sus
gastos fastuosos. Los Colonna aprovecharon tal descontento para
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