El papa del mar - 16

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veneró hasta después de muerto. Pero aparte de ambos países, eran muchos
los grupos y las personalidades ilustres que seguían de lejos con
simpática atención la resistencia del Pontífice.
Los que se mantenían junto á él llamaban á Peñíscola el Arca de Noé, y
databan sus cartas familiares _In Arca Noe_. Según el anciano Papa, toda
la Iglesia vivía refugiada en esta roca del Mediterráneo, como toda la
humanidad lo había estado en el Arca de Noé sobre el oleaje tempestuoso
del Diluvio.
Pudieron entrar los dos benedictinos en Peñíscola gracias á la mediación
de Alfonso V. Así como al concilio de Pisa lo llamaba siempre el tenaz
Pontífice «conciliábulo», al de Constanza sólo le concedía el título de
«congregación».
Únicamente por deferencia al rey, se decidió Benedicto á recibir á los
«pretensos nuncios de la Congregación de Constanza» que estaban
esperando en Tortosa su venia para seguir adelante.
A pesar de tal desprecio, hizo un alarde de soberanía y pompa cortesana
para recibirlos, como si aún estuviese en su palacio de Aviñón. Rodrigo
de Luna, con doscientos ballesteros, salió á buscarlos en el istmo
arenoso, al pie de las murallas de Peñíscola. No les vendaron los ojos,
como era costumbre hacerlo con los emisarios enemigos al entrar en una
fortaleza. El sobrino del Papa quiso que se diesen cuenta del valor
defensivo de este promontorio cerrado por todas partes.
Benedicto los aguardaba en el gran salón del castillo, adornado con
tapices. Ocupaba su trono, ostentando en la cabeza la tiara de San
Silvestre, que era la de los Pontífices de Roma, y había sido llevada á
Aviñón. A ambos lados estaban los pocos cardenales de su obediencia que
aún se mantenían fieles, algunos prelados que no habían querido cumplir
las órdenes del rey don Fernando, perdiendo sus diócesis por seguir á
Benedicto, y todos los funcionarios religiosos y laicos que completaban
la corte pontificia.
Al ver entrar escoltados por sus ballesteros á los dos benedictinos, que
vestían hábitos negros, y á sus notarios con ropas de igual color, dijo
el Papa dirigiéndose á los suyos:
--Ya están aquí los cuervos del concilio.
Uno de los benedictinos, al exponer semanas después el resultado de su
misión ante el concilio de Constanza, dijo haber contestado á tales
palabras: «Cuervos somos, y por eso venimos al olor de la carne muerta.»
Pero tal respuesta la consideraron todos fabricada con posterioridad.
Los «cuervos del concilio» requirieron á Benedicto para que renunciase
su tiara, haciendo leer á los notarios todos los decretos promulgados
contra él en Constanza.
Soportó el anciano con majestuosa inmovilidad la lluvia de injurias y
anatemas que los enemigos hacían caer sobre él, dentro de su propia
casa. En algunos momentos le fué imposible mantenerse silencioso, viendo
puesta en duda su fe.
--¡Yo hereje!--murmuró mirando al cielo.
Cuando los enviados dieron fin á sus lecturas, golpeó con ambas manos
los brazos de su trono y dijo enérgicamente:
--No; la Iglesia no está en Constanza; la verdadera Iglesia está aquí.
Y designando la sede que le servía de asiento, repitió una vez más su
frase: «Ésta es el Arca de Noé.»
Los dos benedictinos se volvieron á Constanza para dar cuenta de la
ineficacia de su viaje, y el concilio procedió á la deposición de
Benedicto XIII con mayor solemnidad y ceremonias más meticulosas que las
empleadas para acabar con sus dos adversarios.
Una comisión de cardenales y de obispos salió á las puertas de la
catedral de Constanza para citar á gritos á «Pedro de Luna, llamado
Benedicto XIII»; y como el emplazado no se presentó, lo declararon
contumaz, siguiendo su proceso.
Buscaron testigos contra él en los países sometidos al concilio, ó sea
en casi toda la cristiandad, y nadie se atrevió á declarar contra su
vida privada ó contra la notoria honradez con que había administrado los
bienes de la Iglesia. Todos reconocían en voz baja sus costumbres
austeras, su desprecio al dinero, su odio al nepotismo, pues nunca había
favorecido á sus sobrinos con dádivas extraordinarias. El único cargo
grave contra el Pontífice de Peñíscola era «su obstinación en no
renunciar al Papado».
Todavía perdió mucho tiempo el concilio, declarando contumaz otra vez á
Benedicto y fijándole nuevos plazos para que se presentase. Necesitaba,
antes de exonerarlo, dar carácter de legalidad á cuanto había hecho como
Papa, institución de fiestas religiosas, casamientos de príncipes,
bulas, privilegios á las iglesias. El concilio debía reconocer como suya
toda la obra pontificia de Luna, para que no resultase ilegítima después
de su condenación, trastornando la vida de varias naciones.
El 26 de Julio de 1417, una tropa de heraldos á caballo y con trompetas
circuló por las calles de Constanza desde las primeras horas, invitando
al pueblo á orar. El concilio se había reunido en la catedral, con
asistencia del emperador. Al principio de la sesión, un grupo de
cardenales, prelados y escribanos abrió la gran puerta de par en par, y
saliendo al rellano de la escalinata, hizo que uno de sus heraldos
gritase por tres veces el mismo llamamiento:
--Que Pedro de Luna, conocido de muchos con el nombre de Benedicto XIII,
comparezca por sí ó por procurador.
El hombre apelado desde las riberas del lago de Constanza seguía en
Peñíscola, viendo á sus pies las azules ondulaciones del Mediterráneo.
Después de este llamamiento inútil se promulgó el decreto por el cual se
declaraba «al llamado Benedicto XIII escándalo de la Iglesia universal,
sostenedor del cisma, despojándolo de todos sus títulos, grados y
dignidades, relevando á los fieles de los juramentos y obligaciones con
él, excomulgándoles si lo obedecían como á Papa y le prestaban auxilio,
consejo ó protección». Acto seguido se cantó el _Te Deum_, se echaron á
vuelo las campanas, y Segismundo hizo que un grupo de sus caballeros
fuese anunciando por toda la ciudad, á son de trompeta, la sentencia de
deposición.
Cuando Pedro de Luna recibió en Peñíscola la noticia de todo esto, alzó
los hombros y continuó creyéndose tan Papa como antes.
Al verse el concilio en la ansiada situación de «sede vacante», procedió
á elegir un nuevo Pontífice. No era empresa fácil. Las siete naciones
que lo componían se agitaron al impulso de las pasiones políticas y las
vanidades patrióticas. Finalmente, la influencia unida de los delegados
españoles y alemanes nombró á un italiano, el cardenal Otón Colonna, que
tomó el nombre de Martín V, hombre de pocos estudios, pero de ingenio
natural, amigo de todo el mundo, conciliador y algo indolente.
Como la mayor parte de los cardenales de entonces, no era más que
diácono, y en los días siguientes á su elección papal hubo que ordenarlo
de sacerdote y hacerlo obispo.
Los doctores de Constanza fingían no acordarse del anciano de Peñíscola,
pero á través de su silencio asomaba con frecuencia la preocupación que
les infundía el tenaz Luna. Un predicador, al celebrar en Constanza el
triunfo de Martín V, comparó á la Iglesia vencedora con la mujer vestida
de sol que aparece en el Apocalipsis, teniendo á la luna debajo de sus
pies y la cabeza coronada por doce estrellas. La luna era el Papa de
Peñíscola y las estrellas los doce soberanos que se habían adherido al
concilio.
Martín V, cuando se disolvió la asamblea eclesiástica á la que debía su
tiara, no tuvo otra preocupación que Benedicto XIII. Era para él á modo
de un espectro que se le aparecía en sueños, recordándole que su
autoridad no estaba reconocida por todo el mundo cristiano.
A pesar de las aclamaciones que el nuevo Papa recibió en Constanza, su
situación resultaba insegura. La Iglesia había vivido un tercio de siglo
entre disputas, y no era trabajo fácil y rápido restablecer su unidad.
Como italiano, había rehusado las ofertas de Segismundo para vivir en
Alemania y la de los franceses para seguir en Aviñón.
Quería instalarse en Roma y al mismo tiempo reconocía los peligros de la
gran urbe católica, interrumpiendo su viaje para alojarse en Florencia.
Aun en esta ciudad, escogida por él, lo maltrataba la grosería popular,
á causa de los gastos que el mantenimiento de su corte imponía á los
florentinos. Al pie de los balcones de su palacio los niños entonaban
una canción cuyas estrofas terminaban así:
_Papa Martino_
_non vale un quattrino._
La actitud del rey de Aragón era otra de sus obsesiones. Alfonso V había
reconocido los acuerdos de Constanza, pero negándose á hacer nada contra
la persona del venerable amigo de su adolescencia retirado en Peñíscola.
Valiéndose del arzobispo de Tarragona, consiguió el nuevo Papa que
cierto número de cardenales y prelados que aún se mantenían fieles á
Benedicto lo visitasen en su fortaleza para rogarle una vez más que
abdicase. En nombre de Martín V le prometieron que éste anularía todas
las sentencias dadas contra él, manteniéndolo en una situación de
segundo jefe de la Iglesia y asegurándole rentas enormes.
Este hombre irreductible, que acababa de cumplir noventa años, contestó
repitiendo lo que había dicho en Perpiñán ante el emperador y después á
los enviados del concilio de Constanza:
--Un Papa verdadero no renuncia. Soy el único cardenal anterior al
cisma, el único que no es dudoso y puede hacer una elección legítima...
Y yo me elijo á mí mismo.
Cuatro cardenales nombrados por él lo abandonaron. Entonces, Benedicto,
inquebrantable como la roca que habitaba, los depuso por indignos, y
todos los años, al llegar el Jueves Santo, lanzaba contra ellos el
anatema, á pesar de que tres habían muerto mucho antes.
Los rápidos fallecimientos de estos amigos desleales hacían que el
anciano insinuase á sus íntimos la posibilidad de que el Papa de Italia
no fuese extraño á su muerte.
Para acabar con él de una vez, envió Martín V á los Estados del rey de
Aragón á uno de sus más íntimos confidentes, el cardenal Adimari, que
por ser arzobispo de Pisa fué conocido en España con el nombre del
cardenal Pisano. El objeto de su viaje era cortar de raíz el cisma en la
tierra donde aún se mantenía; suprimir á Benedicto, fuese como fuese, de
acuerdo con las doctrinas políticas de aquellos tiempos, que llegaban á
reconocer como legítimo el crimen de Estado.
Pronto se convenció Adimari de que era imposible vencer á Luna en su
país. El clero no osaba rebelarse contra el Papa elegido en Constanza,
mas tampoco quería proceder con hostilidad contra su venerable
compatriota. La fuerza de carácter del viejo Pontífice y su firme
protesta le daban una aureola de heroísmo y martirio. Además, el legado
papal, olvidando que era extranjero, procedía arbitrariamente, con
resoluciones despóticas, creando en torno á su persona un ambiente de
animosidad.
De acuerdo con el rey de Aragón y ayudado por los más íntimos amigos de
Benedicto, hizo á éste tentadoras promesas. Si se sometía á Martín V,
dejarían en su poder mientras viviese todos los libros y los bienes de
la Sede Apostólica que se había llevado de Aviñón y guardaba en
Peñíscola; gobernaría como soberano el país donde quisiera establecer su
residencia; recibiría una pensión de cincuenta mil florines anuales,
cantidad enormísima en aquel entonces; todos los beneficios y títulos
dados por él serían reconocidos, y se aceptarían otras proposiciones que
quisiera hacer, siempre que fuesen de acuerdo con la unidad de la
Iglesia.
Hasta su sobrino Rodrigo de Luna, algo quebrantado por la desgracia, le
aconsejó que cediese. Amigos más jóvenes y vigorosos que don Pedro
parecían acobardados y encontraban tentadora la proposición. El anciano
repitió una vez más que era el Papa legítimo y no podía recibir regalos
ni mercedes de sus enemigos. Seguía esperando su triunfo en medio de la
soledad y el abandono.
Entonces el cardenal Adimari creyó llegado el momento de hacer
desaparecer á un enemigo que se sobrevivía con extraordinaria
longevidad, siendo esto para sus partidarios clara prueba de la certeza
de sus derechos.
Borja había leído en el Archivo de la Corona de Aragón una carta de uno
de los familiares del Papa de Peñíscola, escrita en lemosín, contando la
tentativa de envenenamiento perpetrada en el nonagenario.
Como todos los hombres de edad avanzadísima, castos y frugales en la
mesa, don Pedro era gran aficionado á los dulces. Después de las comidas
se retiraba á una torrecilla de un solo piso, desde cuyos ventanales
veía el Mediterráneo como si estuviese en la popa de una galera. Allí,
ocupando un sitial, contemplaba la inmensidad azul, combinando
expediciones marítimas contra sus enemigos, como si la muerte no pudiera
venir nunca á buscarle.
Al lado de él, sobre una mesa, colocaban varias cajas de dulces, regalo
de comunidades religiosas que se mantenían ocultamente en su obediencia,
considerándolo siempre Pontífice legítimo. Dichas cajas sólo las tocaba
su camarero de confianza, guardándolas luego bajo llave.
Este camarero era un antiguo canónigo de la Seo de Zaragoza, nacido en
Cariñena, llamado Micer Domingo Dalava, al que había conocido Benedicto
estudiando en Tolosa. Las cajas favoritas del Papa eran dos: una de
dulce de membrillo, otra de ciertas hostias, doradas por ambos lados,
que contenían una mezcla de miel y de frutas.
Fray Paladio Calvet, monje benito del convento de Bañolas, se entendía
con el camarero Dalava, proporcionándole una cantidad de arsénico que,
según manifestó después, al darle tormento, le había sido entregada por
el mismo legado. Ambos individuos practicaron orificios en el dulce de
membrillo, introduciendo por ellos una dosis considerable de veneno, y
abrieron igualmente las dos caras de las hostias para depositar el
arsénico en su interior.
Comió el viejo solitario sus dulces, como siempre, sintiendo al poco
rato los síntomas del envenenamiento. Su médico y todos sus familiares
creyeron que iba á morir; pero este hombre extraordinario, que parecía
hallarse por encima de los peligros que afectan á los demás mortales, se
salvó después de unas cuantas horas de vómitos y desmayos. Tal vez la
gran abundancia del tóxico depositado en los dulces hizo que este
organismo débil y frugal se resistiese á asimilarlo, expeliéndolo. A los
pocos días Benedicto estaba restablecido, sin que nadie sospechase el
envenenamiento ni hubiera examinado los dulces.
Fué el camarero Dalava quien se traicionó á sí mismo con una revelación
imprudente que puso de manifiesto su delito. La tentativa de
envenenamiento era tan manifiesta y de tan claro origen, que todos se
indignaron, hasta los muchos enemigos que el Papa de Peñíscola tenía en
su país.
Cuando circuló la noticia del crimen, se hallaba el cardenal Pisano en
Lérida, presidiendo un Sínodo convocado por él para someter á su
voluntad el clero del reino de Aragón. Los más de los sinodales se
habían mostrado hostiles al legado desde las primeras sesiones, y al
recibir la noticia del envenenamiento de don Pedro de Luna, fué tal su
indignación, que aquél tuvo que huir á Barcelona. Ante Alfonso V
protestó el cardenal de que le supusieran instigador de dicho atentado;
pero el rey estaba convencido igualmente de su culpabilidad y le
respondió con dureza.
Por otra parte, Rodrigo de Luna, que había tenido tratos con él al
principio de su viaje para llegar á un arreglo, indignado por esta vil
asechanza, lo buscó en Barcelona con intención de matarle, y el legado
tuvo que huir perseguido hasta la frontera por el sobrino de Benedicto y
algunos de sus hombres.
La instrucción del proceso no dejó duda alguna sobre la culpabilidad del
enviado de Martín V. El camarero Dalava acusó al fraile que le había
proporcionado el veneno; éste dijo haberlo recibido del cardenal de
Pisa, é igualmente aparecieron complicados en el crimen un arcediano de
Teruel y otros dos presbíteros aragoneses.
Nada decían los papeles de aquel tiempo de la suerte de estos últimos,
por hallarse en los Estados del rey de Aragón. El fraile benito era
sentenciado por «envenenador y nigromante», y lo quemaban vivo en el
istmo arenoso de Peñíscola, con arreglo á los procedimientos penales de
aquella época.
Después de esta tentativa, los enemigos del papa Luna lo dejaban en paz.
Su aislamiento hacía recordar el respeto supersticioso que inspiran las
personas tenidas por invulnerables.
Sobre su cuerpo de nonagenario no hacían mella los años ni las
asechanzas de los hombres. Parecía que el Papa navegante fuese á ser
eterno como el mar.


III
De cómo la señora de Pineda, al aburrirse en la Costa Azul, hizo un
pequeño rodeo en su camino para volver á París.

Una ancha avenida de colores descendía hasta el Mediterráneo. Era una
sucesión de mesetas floridas, rojas, azules, violeta, amarillo oro, que
venían á terminar en las rocas de la costa.
Más allá del arranque de esta cascada multicolor, un vasto jardín
esparcía sus frondas, tamizando el azul del mar y del cielo á través de
sus columnatas de troncos que entrecruzaban, como lianas, rosales
serpenteantes. Sobre su eterno fondo verde resaltaba la blancura
marmórea de fontanas y estatuas.
El sol, descendiendo hasta el suelo en jirones de luz, despertaba una
vida de inquietos murmullos. Flotaban las mariposas en el espacio como
flores de la atmósfera; sonaba un lejano é insistente arrullo de palomas
invisibles; en los tazones de las fuentes huían los peces de oro y
bermellón, perseguidos por sus propias sombras color de ébano.
Resultaba tan enorme la abundancia floral, que el jardín parecía de otro
planeta, donde la vegetación fuese toda de pétalos y perfumes. La
tierra, cuidada como un objeto de lujo, nutrida con abonos potentes y
en perpetua humedad, daba proporciones monstruosas á las plantas,
haciéndolas exhalar perfumes dulces, perfumes picantes ó perfumes
ardorosos. Miles de pájaros cantaban hasta que se extinguía la luz, con
una insistencia discordante y alegre, embriagados por la atmósfera
exageradamente primaveral. En el fondo del ancho desgarrón que partía el
jardín, más allá de la avenida en forma de cascada de flores, asomaba un
fragmento de Mediterráneo, cabrilleante bajo el sol, casi siempre
solitario, como un lago de azul y de oro que prolongase esta propiedad
hasta el infinito.
Rosaura venía á sentarse todas las tardes en dicha meseta terminal, á
espaldas de su magnífica casa, debajo de los ventanales salientes del
cerrado comedor.
Los primeros días habían sido para ella de regocijo y entusiasmo. Se
lamentó de los absurdos de la moda; hizo burla de la esclavitud de los
que viven y se mueven con arreglo á las iniciativas de otros. Nunca
había permanecido en su lujosa quinta durante la primavera. Cuando
empezaba su jardín á dejar morir las forzadas y anémicas flores del
invierno, cubriéndose con otras más espontáneas y magníficas, ella tenía
que volverse á París por no quedar sola; seguía la corriente de todos
los que abandonan en Abril las riberas de la Costa Azul, como un
establecimiento que ha perdido su elegancia.
Admiraba ahora su propiedad, creyendo verla por primera vez. Todos los
días encontraba un banco preferido, un rincón con bóvedas de rosas, cuya
existencia nunca había llegado á sospechar. Seguía horas enteras las
caprichosas evoluciones de unos peces chinos, que después de corta
admiración en el momento de comprarlos, había dejado perderse entre las
rocas de sus fuentes. Observaba con regocijo infantil la natación á
sacudidas de estos pequeños monstruos, sus ojos telescópicos, sus largos
faldellines transparentes de bailarina que llevaban detrás de ellos con
lento arrastre.
A pesar de tales alegrías, la vida de Rosaura no era cómoda. Esta gran
casa necesitaba la numerosa servidumbre que tenía durante el invierno.
Las familias de dos jardineros procuraban torpemente atender al
servicio, y ella se creía una alojada en su propia vivienda. Se había
instalado en su dormitorio, dejando el resto del edificio en un abandono
de casa cerrada. Los salones, el gran comedor y otras piezas conservaban
sus fundas en muebles y lámparas, bajo la penumbra verde filtrada por
las persianas.
No obstante las molestias de esta instalación provisional, la encontraba
agradable, felicitándose de su escapada de París. El correo le iba
trayendo cartas ó postales de Borja, que ella leía y releía sentada en
su terraza, con el mar enfrente y la cascada floral á sus pies.
--¡Pobre muchacho! Vamos á ver qué dice hoy.
Así se expresó los primeros días. Luego, al adivinar la carta del joven
español por la letra del sobre, la dejaba á un lado, mirando con inútil
ansiedad el resto de su correspondencia. No llegaba nunca la carta que
ella estaba esperando, desde Marsella. Tal silencio desdeñoso hería su
orgullo y empezaba á dar una monotonía abrumadora á este aislamiento de
que se había rodeado voluntariamente.
Olvidando su repentino entusiasmo por el jardín, pasó las tardes fuera
de él. Su automóvil la llevó por la Costa Azul, buscando amigas y
diversiones. En los hoteles de Niza donde se baila á la hora del té,
sólo vió parejas de gente joven y desconocida. Casi todas sus amistades
se habían ido á París, á Londres, á Nueva York. En los salones del
Casino de Monte-Carlo encontró también una muchedumbre indiferente:
viajeros que se detenían una tarde nada más, continuando luego su
marcha; jugadores ensimismados en sus combinaciones; aventureras ávidas
de un buen encuentro. Sus amigas tampoco estaban aquí.
Para entretenerse, empezó á jugar, perdiendo con desesperante
repetición. Esto exacerbó aún más su nerviosidad. Podía perder grandes
cantidades sin riesgo para su fortuna; pero en el momento presente la
pérdida le parecía una falta de respeto, una grosería de la suerte.
Además, nadie gusta de perder, y ella estaba acostumbrada á la
adulación, al éxito en todas las acciones de su vida.
Volvió otra vez á pasar las tardes en su jardín, encontrándolo ahora de
una belleza monótona. Estaba sola y todo cuanto la rodeaba parecía
recordarle con dolorosa inoportunidad que la vida es unión, mutuo apoyo,
atrayentes afinidades. Palomas de nítida blancura, con una cola redonda
de pavo real, insistían en sus arrullos, y al pasar ella junto á su
jaula, grande como una casa, las veía picoteándose dulcemente. ¡Animales
estúpidos! Las copas de los árboles temblaban con el aleteo invisible y
los agudos cantos de enjambres de pájaros, atraídos por la frondosidad
de este oasis. En los tazones de las fuentes se perseguían los peces con
la agresiva insistencia del ardor sexual. Pasaba en insomnio largas
horas de la noche, oyendo á través de una ventana entreabierta los
trinos de varios ruiseñores escondidos en un olivar cercano. ¡Y el
hombre de París sin escribir!...
Su vanidad femenil la afligía con un dolor insistente á causa de este
silencio. Su orgullo maltratado hasta evocó el recuerdo de algunas
mujeres matadoras de hombres, cuyos retratos había visto en los
periódicos. Ahora estaba segura de no haber amado nunca á Urdaneta. Lo
encontraba grotesco, lo mismo que á su pequeño país. ¿Cómo una mujer de
su clase había podido creerse enamorada del tal general-doctor, bruto
heroico sediento de goces, muy peligroso además por su afición al
dinero, que arrojaba después á puñados, como ella había leído que hacían
los piratas en sus orgías?...
La apreciación de los sacrificios que llevaba hechos por mantenerse fiel
á Urdaneta aumentaba su cólera. Por él había arrostrado la pérdida de
una parte de su prestigio de viuda rica, acostumbrada á vivir en la más
alta sociedad. Podía haberse casado con un príncipe falto de dinero, con
un personaje político, ostentando títulos sonoros, viviendo en una
Embajada ante una corte famosa, tal vez gobernando indirectamente un
país por medio de su esposo. Todo lo había despreciado á causa de
Urdaneta, añadiendo á su sacrificio el propio descrédito.
En París conocían sus relaciones, y tampoco eran un secreto allá en su
tierra. Y este hombre, por la monotonía de la costumbre, había terminado
mirándola como si fuese su esposa legítima, aburriéndose un poco de su
felicidad, dejándose llevar por los caprichos de la variación, siéndole
infiel con actrices, con profesionales célebres ó extranjeras de paso.
Las mujeres sentían el atractivo de su masculinidad soberbia y
dominadora. Les interesaba su barba rizosa, su aspecto de guerrero á la
antigua: un guerrero de ciudad asaltada, con todos los horrores del
saqueo y la violación.
Rosaura era también de carácter fuerte, y tal vez por ello se habían
mantenido las relaciones entre los dos, á través de disputas furiosas,
rompimientos y reconciliaciones. Siempre lo había visto volver
avergonzado y suplicante. Era una satisfacción para su orgullo
contemplar á este hombre, temible en su país, pidiéndola perdón con
aspecto de niño arrepentido. Pero esta vez no venía hacia ella con la
misma prontitud.
Su última disputa en París, al descubrir Rosaura una nueva infidelidad
de Urdaneta, había sido la más ruidosa. Él juró no buscarla más. Estaba
harto de sus celos; eran cinco años de esclavitud. Ella se había
alegrado de buena fe ante su promesa de no volver. Luego transcurrieron
los días sin alterarse el silencio que siguió á la ruptura.
Acabó Rosaura por sentir extrañeza ante la tenacidad con que el
general-doctor cumplía su amenaza, y para vencerlo juzgó oportuno
alejarse, segura de que vendría, como otras veces, á implorar su perdón.
Salió de París convencida de que en la Costa Azul iba á encontrar un
telegrama, una carta de aquel hombre, unido de tal modo á su destino,
que le era difícil vivir sin él. Al mismo tiempo procuraba no analizar
sus verdaderos sentimientos, temerosa de verse en presencia de una
predilección sexual y nada más.
Pasó el tiempo sin que la viuda supiese nada de Urdaneta. Tal silencio
acabó por preocuparla á todas horas. Dos apreciaciones enteramente
diversas compartían su pensamiento. Sentíase celosa al pensar que aquel
hombre vivía en París como siempre, yendo á los tés donde abundan las
señoras, á los teatros, á los restoranes nocturnos, mientras ella
permanecía recluída en la Costa Azul. Indudablemente estaba continuando
su historia amorosa con aquella mujer que había sido la causa de su
rompimiento. Otras veces, con un optimismo vanidoso, se imaginaba que
Urdaneta la había seguido y se mantenía oculto cerca de ella para
presentarse inesperadamente.
De un momento á otro iba á hacer sonar el timbre eléctrico de la puerta
de su jardín. Tal vez esperaba en Monte-Carlo ó Niza para hacerse el
encontradizo, reanudando de este modo las antiguas relaciones, con
cierto miramiento para su dignidad. Y volvía á correr tarde y noche los
hoteles de Niza donde se danza, los salones de Monte-Carlo, siempre
llenos de gente extraña, sin encontrar más que alguna que otra amiga
retardada como ella en la fuga primaveral.
Deseó, con toda la vehemencia de su carácter, conocer la verdad, é
inventó pretextos para justificar el envío de su doncella á París. La
encargó como asunto de importancia varias compras que podía haber hecho
por medio de una carta. A continuación le dió orden de averiguar
discretamente si el general permanecía en París y qué vida llevaba, cosa
fácil por conocer la doncella á la servidumbre de Urdaneta.
Algo calmada por esta precaución, esperó unos días más. Las cartas de
Borja continuaban llegando, y ella las leía como si fuesen relatos de
viajes lejanísimos por tierras que no vería nunca, inspirándole igual
curiosidad que los cuentos leídos en su niñez.
Escribió la doncella con discreta concisión. Don Rafael seguía en París
haciendo la vida de siempre. Almorzaba y comía fuera de su casa, volvía
al amanecer, se divertía mucho. Su ayuda de cámara no había querido
decirle ciertas cosas, considerando que ella estaba al servicio de la
señora; pero sonreía marrulleramente: «¡Ah, los hombres!»
Rosaura quedó reflexionando, con un gesto ceñudo que anunciaba siempre
sus decisiones enérgicas. Ni amor ni celos, ni pensar más en él. Todo
había terminado.
Este despecho violento la hizo acordarse de sus dos hijos, con una
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