El papa del mar - 18

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organización de una flota igual ó mayor que la que le había llevado á
las costas de Génova, un desembarco en Civita-Vecchia, seguido de una
marcha sobre Roma, donde aún le quedaban amigos y eran muchos los
descontentos.
Su soledad parecía suprimir los obstáculos, presentándole como factibles
las empresas más absurdas. Hombres fieles le servían de emisarios,
viajando por Francia é Italia para intentar la realización de sus
planes.
Martín V, el Papa de Constanza, no se engañaba al mostrarse inquieto
mientras existiese el anciano refugiado en Peñíscola. Hacía éste ocultas
proposiciones al castellano de Civita-Vecchia para efectuar un
desembarco en dicha ciudad. Intentaba establecer relaciones, para una
expedición marítima, con el marido de Juana II de Nápoles, que había
sido lugarteniente de su gran amigo Luis de Anjou.
Aún tenía sus dos galeras ancladas en Port Fangos, puerto cada vez más
solitario, en el delta del Ebro. Era el Papa del mar y estaba seguro de
reunir toda una flota de galeras y galeotas, como en otros tiempos,
pidiendo apoyo á los mareantes de Barcelona, Valencia y Mallorca,
agrandando su marina pontificia con los caballeros errantes del
Mediterráneo, que vivían de piraterías y otras malas artes, como los
paladines terrestres disimulaban atropellos y robos con su heroísmo.
Este anciano que bendijo á todos los reyes de su época, cuyos pies
habían besado éstos y otros personajes poderosos, se sobrevivía años y
años en una roca olvidada, junto al Mediterráneo. Sus amigos desleales
eran ahora grandes personajes de la Iglesia. Los teólogos que al
predicar sermones en su honor habían fabricado tantas imágenes sobre su
apellido fingían olvidarse del «Papa de la Luna», pero de pronto
recordaban con asombro é inquietud que aún no había muerto.
La prolongación de su existencia era considerada por muchos como una
prueba de su legitimidad. Numerosos enemigos suyos que aún eran jóvenes
iban desapareciendo, arrebatados por la muerte. Él continuaba viviendo,
y su vigor sobrenatural, su tenacidad incansable, le hacían esperar algo
milagroso que surgiría á última hora, imponiendo el triunfo de la verdad
y la justicia.
Rosaura interrumpió á Borja con voz titubeante:
--Tal vez voy á decir un despropósito, pero este hombre que se sobrevive
en un peñón solitario, mirando al mar, acordándose de sus glorias ya
muertas, viéndose cada vez más solo y no dudando nunca de sí mismo, me
recuerda á Napoleón y la isla de Santa Elena, que fué para muchos una
simple roca.
Borja aprobó, sonriendo benévolamente:
--Sí; tal vez existe cierta semejanza, sobre todo en su muerte. Los dos,
luego de preocupar al mundo é inspirar temores desde su retiro, se
extinguieron en silencio, momentáneamente olvidados.


IV
En el arenal donde quemaron al fraile por «envenenador y nigromante»

Los amigos que tenía Borja en Peñíscola, el médico y el secretario
municipal, subieron á la fortaleza atraídos por la noticia de esta
visita. A los pocos minutos buscaron un pretexto para retirarse,
satisfecha ya su curiosidad.
Sentíanse intimidados en presencia de esta gran señora, á la que no
sabían qué decir. Balbuceaban, á pesar de la sonrisa y las miradas
amables con que acompañaba ella sus preguntas. Los dos se preocuparon de
buscar el sitio donde podría almorzar la elegante forastera. No debía
ser dentro de Peñíscola. Consideraban imposible que se sentase á la mesa
en una de las casas del pueblo, sin otro horizonte que la pared de
enfrente, en una calle angosta, y teniendo que sufrir los enjambres
pegajosos de insectos.
Resultaba mejor para dicha instalación la lengua de arena ocupada por
los pescadores. Y partieron ambos para disponer lo necesario, deseosos
al mismo tiempo de verse á solas y poder comentar dicha visita. Iban á
apoderarse de los langostinos más grandes que hubiesen traído las
barcas. En Peñíscola era inadmisible una comida sin estos mariscos,
célebres en toda España.
Rosaura y Claudio pasearon por los baluartes del castillo, contemplando
el mar. Luego descendieron lentamente las calles en cuesta hacia el
istmo arenoso.
Eran las once. Como aún faltaba mucho tiempo para la hora del almuerzo,
Borja empezó á hablar de la muerte de su héroe.
--Don Pedro falleció en un secreto absoluto. Transcurrieron siete meses
antes de que los vecinos de Peñíscola y el resto del mundo se enterasen
de su muerte. Por justas deducciones ha venido á saberse que el enérgico
Papa murió el 29 de Noviembre de 1422, cuando había cumplido noventa y
cuatro años. Hasta después de muerto sufrió persecuciones, pasando por
trágicas aventuras. Su cuerpo, momificado por la edad, se mantuvo
incorrupto. El cadáver no era más que piel y hueso. Lo enterraron en la
basílica del castillo, y sus admiradores dijeron que surgía del sepulcro
una suavísima fragancia. Sus sobrinos lo trasladaron después á la casa
solariega de Illueca, convirtiendo en capilla el aposento donde había
nacido. Allí permaneció su cadáver más de dos siglos, guardado en una
urna, completamente entero, como el de muchos santos, con una lámpara
ardiendo día y noche lo mismo que en los altares.
Un prelado extranjero, al pasar por Illueca, en el siglo XVI, protestó
del culto tributado á los restos del famoso antipapa. Benedicto XIII era
ya entonces un antipapa, un simple ambicioso. La historia del cisma
había sido modificada para siempre á gusto de sus enemigos triunfantes
en Roma. La capilla quedó cerrada hasta principios del siglo XVIII,
cuando estalló la guerra de Sucesión entre los partidarios de Austrias y
Borbones.
--Los descendientes de Luna eran del bando austriaco, como todos los
próceres de la antigua corona de Aragón. El vecindario de Illueca
defendió su castillo contra las tropas de Felipe V, nieto de Luis XIV,
compuestas en su mayor parte de franceses. Yo he visto aún en la entrada
del castillo de Illueca una pieza de artillería, grotesca, fabricada por
aquellas pobres gentes: un cañón de madera con aros de hierro, teniendo
por montaje dos ruedas de carro. Los franceses, enfurecidos por dicha
resistencia, mataron á la mayor parte de los defensores y saquearon el
edificio.
Esto no fué una excepción en aquella guerra, abundante en incendios
intencionados de ciudades y bárbaras represalias que parecían de otros
siglos. La soldadesca abrió la capilla creyendo que ocultaba algún
tesoro, y al encontrar por toda riqueza la momia intacta, la hizo
pedazos con las culatas de sus fusiles, arrojándola en un barranco
cercano.
--Parecía que el eterno destino de este hombre extraordinario fuera
verse atacado por los franceses hasta tres siglos después de muerto.
Unos labradores recogieron su cabeza, llevándola al administrador de la
familia Luna. Hoy la guardan en una arquilla los condes de Saviñán, que
habitan un pueblo inmediato. Yo la he tenido en mis manos; sorprende por
su pequeñez cuando se piensa en la enormísima voluntad que se cobijó
dentro de ella. Guarda su epidermis y restos de sus ojos, como las
cabezas de los faraones en el Museo del Cairo. Se la reconoce por la
exagerada curva de su nariz aguileña, algo desviada, lo mismo que en sus
retratos.
Después de este suceso, los enemigos de Luna atribuyeron una nueva
profecía á San Vicente Ferrer. Éste, según ellos, indignado en Perpiñán
por la tenacidad del Pontífice, había dicho: «Para castigo de su
orgullo, algún día jugarán los niños con su cabeza á guisa de pelota.»
Como murió de viejo, sin otra enfermedad que su vetustez y en pleno uso
de su inteligencia, creó dos días antes de su fallecimiento cuatro
cardenales, para que el Papado legítimo de Aviñón no terminase con él.
Este colegio cardenalicio debía elegirle un sucesor, continuando así la
no interrumpida cadena de Pontífices verdaderamente herederos de San
Pedro. Dichos cardenales de Peñíscola designados _in extremis_ fueron
dos aragoneses, Julián de Loba y Jimeno Dahe, y dos franceses, un
religioso llamado Domingo de Bonnefoi, prior de la Cartuja de Monte
Alegre, y Juan Carrier, que andaba en aquellos momentos por el Sur de
Francia sosteniendo la causa de Benedicto XIII.
Los tres cardenales residentes en Peñíscola mantuvieron en secreto la
muerte de don Pedro durante siete meses, fingiendo que el Papa vivía
aún, publicando en los días señalados las acostumbradas indulgencias,
sirviéndose de su propio sello para expedir documentos pontificios y
cartas en su nombre. Hasta los vecinos de Peñíscola ignoraban dicho
fallecimiento, no extrañando la ausencia del Pontífice por haber pasado
éste los últimos meses de su vida sin salir del castillo. Mientras
tanto, los tres cardenales--según afirmó después su compañero
Carrier--se repartieron el oro y la plata del tesoro pontificio, los
anillos con piedras preciosas, los vasos sagrados, libros, ornamentos y
alhajas de la capilla papal, y hasta reliquias de santos. Además,
aprovecharon los siete meses de secreto para ponerse en relación con
Alfonso V, que había abandonado sus reinos de España, dejando como
gobernadora de ellos á su esposa doña María, y andaba por Italia
haciendo la guerra para consolidar la conquista de Nápoles. Una relación
misteriosa se estableció entre el promontorio de Peñíscola y el castillo
del Huevo, al otro lado del Mediterráneo, en la bahía de Nápoles, donde
vivía el monarca aragonés.
--Pero hablemos de Juan Carrier--continuó Borja--, personaje interesante
por sus aventuras, clérigo inquieto, de voluntad no común, que fué á
modo de una caricatura de Benedicto XIII, repitiendo en pequeño los
últimos actos de su Pontífice. Este Juan Carrier, nacido en Tolosa, se
había distinguido entre los franceses partidarios de Luna, coleccionando
cuantos escritos se compusieron á favor ó en contra de él, lo que le
hizo ser considerado como notable erudito en las cuestiones del cisma.
Benedicto XIII le confería varios cargos eclesiásticos, y al quedar
aislado en Perpiñán lo nombró su vicario general en los Estados del
conde de Armagnac. El reino de Escocia fué el último en abandonar su
obediencia, dos años antes de su muerte, quedándole después de esto como
único soberano amigo el conde de Armagnac, poderoso señor vasallo de
Francia, pero que procedía como un verdadero rey.
Sostuvo Martín V una lucha tenaz con los condes de Armagnac, abundante
en triunfos, derrotas, conciliaciones y nuevas peleas, hasta mucho
después de muerto el Pontífice de Peñíscola. Tal era la actividad de
Carrier en su vicariato general, que el Papa de Roma tuvo que ordenar
una especie de cruzada contra él.
Por instigaciones de su legado, muchos señores y algunas ciudades de
Francia hicieron la guerra á Carrier, que se había refugiado en un
castillo inexpugnable de la familia de Turena. Como la situación del
vicario de Benedicto XIII resultaba semejante á la de su Pontífice
refugiado en Peñíscola, Carrier dió á dicho castillo el nombre de
Pegniscolette, y lo mismo hicieron los sitiadores.
El legado acumuló bombardas y huestes en torno á la segunda Peñíscola.
Martín V excomulgó al conde de Armagnac por haber prestado apoyo á
Carrier, y éste, para no causar mayores perjuicios á su protector, se
escapó de Pegniscolette, emprendiendo el camino de España para ver á su
Pontífice.
Cuando llegó al célebre promontorio del Mediterráneo en 1423, recibió de
golpe tres noticias. Hacía un año que Benedicto XIII había muerto; á él
lo había nombrado cardenal de San Esteban dos días antes de su
fallecimiento, y como sucesor suyo reinaba en Peñíscola un nuevo Papa,
llamado Clemente VIII.
Los tres cardenales se habían constituído en cónclave, y después de
varios meses de inútiles deliberaciones acabaron por nombrar Pontífice
al canónigo de Valencia don Gil Sánchez Muñoz. Poseedor de numerosos
bienes, había desempeñado este canónigo misiones importantes de
Benedicto XIII en los últimos años de su Pontificado. Tenía en su
familia amigos íntimos del rey de Aragón, y era «muy vil pecador», según
dijo Carrier, lo que no significaba tal vez otra cosa que haber mostrado
cierta afición por las mujeres, pecado común del clero rico en aquellos
tiempos.
--Este inquieto Carrier, que no deja de ser gracioso algunas veces al
indignarse contra sus adversarios, afirma con toda gravedad en uno de
sus escritos, que al ser nombrado Pontífice Clemente VIII, ó sea el
canónigo Gil Muñoz, se extendió en el salón del cónclave un olor muy
fétido, viéndose durante la noche vagar por las terrazas del castillo de
Peñíscola un espantoso macho cabrío.
Rosaura se acordó de la cabra que rumiaba los hierbajos de las murallas.
A pesar de su aspecto dulce, debía ser descendiente del macho cabrío
infernal que celebró con su aparición el triunfo del canónigo pecador.
--Tal vez--contestó Borja sonriendo--. En esta prolongación del reino
papal de Luna se mezclaron cosas ridículas y trágicas. El Pontificado
de Clemente VIII fué grotesco, mas no por ello indigno de ser tenido en
cuenta. Una cosa que dura ocho años no es para despreciada.
Al proclamarse en Peñíscola el nuevo Pontífice, se alarmó el reino de
Aragón. Todos habían mirado con respeto la desgracia y la lenta vejez de
Benedicto XIII; pero originó asombro y luego cólera la noticia de que un
nuevo Papa completamente desconocido iba á prolongar la discordia en la
cristiandad.
Siguiendo sus propios impulsos, la reina gobernadora ordenó á todas las
poblaciones de la costa que estableciesen un bloqueo en torno á
Peñíscola, y hasta preparó tropas para que se apoderasen de la plaza;
pero los tres cardenales y el Papa elegido sabían más que ella y sus
consejeros de Aragón. Llegaron del castillo del Huevo órdenes del
conquistador de Nápoles para que dejasen en paz al Pontífice elegido en
Peñíscola y á su corte.
Alfonso V sostenía una lucha diplomática con el Papa de Roma, reacio á
acatar y legitimar su conquista de Nápoles. Al rey de Aragón le convenía
mantener en sus Estados un cisma que inquietase á Martín V.
No era segura la situación de éste. El concilio de Constanza, después de
haber prometido una reforma general de las costumbres de la Iglesia, se
había disuelto sin hacer otra cosa que nombrarlo á él y suprimir á sus
tres antecesores. Los husitas, partidarios de Juan Huss y Jerónimo de
Praga, habían tomado las armas para vengar á estos mártires y sostener
las doctrinas de Wiclef. Su caudillo Juan de Ziska obtenía continuas
victorias sobre los sostenedores del Papa.
--Una parte considerable de la Iglesia se mostraba descontenta del
Pontífice elegido en Constanza. Para evitar los peligros de tal
animosidad, Martín V tuvo que convocar un nuevo concilio en Basilea,
pero murió antes de que éste inaugurase sus sesiones. Eugenio IV, su
sucesor, se vió depuesto por dicho concilio, y en su lugar fué nombrado
Félix V. A éste lo declararon finalmente antipapa; pero todo lo dicho
demuestra cuán insegura fué la situación de Martín V durante su
Pontificado.
Se entendió al fin el rey de Aragón con el Papa de Roma, y Gil Muñoz,
obedeciendo las órdenes de aquél, renunció á su Pontificado de
Peñíscola, que ya llevaba ocho años de duración.
--La lentitud con que circulaban las noticias en aquel tiempo, los
largos plazos que eran necesarios en todos los asuntos, la falta de
periódicos y de comunicaciones rápidas, daban una larga existencia á lo
que hoy se resolvería en pocas semanas. Gil Muñoz se mostraba también
deseoso de abandonar su Pontificado. La Santa Sede de Peñíscola apenas
tenía rentas, y el rico canónigo se arruinaba siendo Papa. Mas al llegar
el momento de su abdicación, Gil Muñoz y sus cardenales mostraron una
altivez verdaderamente española. Ya que cedían, debía ser con toda clase
de honores. Además veneraban la memoria de Benedicto XIII, reconociendo
que nadie podía compararse con él, y rivalizaron para mantener hasta el
último momento la legitimidad de su causa.
El modesto Pontífice de Peñíscola y sus cardenales no aceptaron nada que
pudiera interpretarse como tácito reconocimiento de que Benedicto XIII
había sido un usurpador. Su Pontificado era legítimo y legítima
igualmente la sucesión de Gil Muñoz, ó sea Clemente VIII. Lo único que
podía hacer éste era renunciar á su legitimidad indiscutible, para bien
de la Iglesia.
--En el gran salón abovedado que hemos visto se reunieron el 26 de Julio
de 1429 Clemente VIII y toda su corte. Uno de los tres cardenales que lo
habían elegido, el francés Bonnefoi, vivía preso desde tres años antes
en un calabozo del castillo, por lo que diré luego. El aragonés Dahe
también ocupaba una mazmorra, pero sólo desde las últimas semanas, por
haberse mostrado contrario, con una tenacidad digna de Benedicto, á
cumplir las órdenes del rey acatando á Martín V.
No obstante estas dos ausencias, la corte pontificia conservaba tres
cardenales: Julián de Loba, el único de los presentes nombrado por el
papa Luna; Gil Sánchez Muñoz el joven, sobrino de Clemente VIII--pues
éste, para mostrarse verdadero Papa, empezó por proteger á su familia--,
y otro cardenal creado pocos días antes, que se llamaba Francisco
Rovira. Los altos funcionarios eran veintidós, aragoneses y valencianos
los más, y algunos franceses é italianos.
El cardenal De Foix, enviado de Martín V, presenció con todo su séquito
esta ceremonia, que iba á ser el último acto de la célebre y tenaz
resistencia del papa Luna.
Revestido Clemente VIII con las insignias de su famoso antecesor, ocupó
por última vez el trono papal. Con una firmeza solemne declaró que
revocaba todas las sentencias y excomuniones que Benedicto XIII ó él
mismo hubiesen podido fulminar contra el cardenal Otón Colonna y lo
habilitaba para recibir la dignidad de Papa. Si él había aceptado la
sucesión de Benedicto, era con la esperanza de poder realizar dicha
unión, y «por esto libremente, en honor de Dios y de la Iglesia, sin ser
inducido por dádivas ni promesas, renunciaba á la dignidad pontifical».
Y pronunciando la fórmula de abdicación descendió del trono, se ocultó
en una habitación inmediata y volvió á mostrarse poco después en simples
hábitos de canónigo de Valencia.
Procedieron entonces los cardenales á la elección de un nuevo
Pontífice, votando por unanimidad á Otón Colonna, ó sea á Martín V.
Al día siguiente el antiguo Papa con sus cardenales fué á San Mateo,
capital del Maestrazgo, donde vivía el cardenal De Foix, y éste, por su
parte, en nombre de Martín V, los absolvió de las censuras que les había
impuesto el Pontífice romano, admitiéndolos en el gremio de su Iglesia.
Gil Muñoz y su pequeña corte entregaron al legado papal las dos joyas
más valiosas que los Pontífices de Aviñón se habían llevado de Roma y
Benedicto XIII había guardado en Peñíscola: el _Líber Censuum_, volumen
que contenía los títulos de propiedad de la Iglesia, y la famosa tiara
de San Silvestre, toda de metal, con círculos de piedras preciosas.
--Esta tiara era cónica, como un embudo invertido. La forma ovoidal que
tiene actualmente la tiara pontificia fué inventada cuando la famosa de
San Silvestre desapareció para siempre, algunos años después de ser
llevada de Peñíscola á Roma. El legado de Martín V la trasladó con gran
pompa á la Ciudad Eterna, depositándola en el tesoro de San Juan de
Letrán, como un resto glorioso de la supuesta donación de Constantino.
Aunque muchos dudaban de tan remoto origen, era tradición que todos los
Papas la habían llevado en su cabeza desde los primeros tiempos del
cristianismo triunfante. Medio siglo después, entraron ladrones en el
tesoro de la Basílica de Letrán, llevándose la histórica tiara, sin que
nadie haya sabido más de ella.
Terminadas estas ceremonias de reconciliación, un secretario de Alfonso
V, que le había servido de embajador en Roma restableciendo la paz entre
su rey y el papa Martín, era nombrado obispo de Valencia, y el legado de
dicho Pontífice le colocaba la mitra en la iglesia del castillo de
Peñíscola. Este nuevo prelado, Alfonso de Borja, jurisconsulto, hábil
en las negociaciones diplomáticas, iba á ser Papa veinticinco años
después, con el nombre de Calixto III.
--¿Así empezó la familia Borja su carrera?--preguntó Rosaura.
--Así empezó. Sin las negociaciones de paz que terminaron con la
renuncia de Gil Muñoz en Peñíscola, no habría pasado Alfonso de Borja de
ser un consejero íntimo del rey de Aragón y de Nápoles. También á Gil
Muñoz lo hizo obispo el Papa romano, dándole la mitra de Mallorca.
--¿Y los cardenales que estaban presos en las mazmorras?...
Claudio se apresuró á satisfacer esta curiosidad de la dama, igual á la
que podía sentir leyendo una novela.
--Los dejaron libres cuando el legado pontificio tomó posesión del
castillo.
Al aragonés Dahe únicamente lo habían encerrado unas semanas, para que
no se opusiera á que la reconciliación fuese unánime. El viejo cartujo
Bonnefoi parecía un espectro después de su cautividad de tres años en un
calabozo de piedra que únicamente tenía un exiguo ventanillo sobre el
mar. Estaba demacrado, casi ciego y en una miseria tal, que sus
libertadores procuraron que nadie lo viese. Su delito consistía en
haberse puesto de acuerdo con Juan Carrier, que protestaba desde
Francia, no queriendo aceptar la legitimidad de la elección de Clemente
VIII.
--Este Carrier representa una prolongación extravagante del cisma, como
sólo era posible en aquella época de agitaciones eclesiásticas é
indisciplina general. Hasta los concilios se reunían prescindiendo de
los Papas. Todos se consideraban con derecho á buscar la unión de la
Iglesia, valiéndose de procedimientos á su modo.
Temiendo que Gil Muñoz lo metiese en un calabozo de Peñíscola si
manifestaba francamente su rebeldía, se descolgó Carrier una noche á lo
largo de una cuerda, desde lo alto del castillo, y huyó á Francia para
refugiarse en el condado de Armagnac. Hizo celebrar por un clérigo, al
que llamaba su capellán, la misa del Espíritu Santo, llamó á un notario
y á varios testigos para que firmasen un acta, y en nombre propio, ya
que á los otros cardenales de Peñíscola los consideraba simoníacos,
nombró un Papa, cuya identidad mantuvo oculta.
Este Papa designado por Carrier se supone que fué un sacerdote francés
de la Guyena, agregado á la iglesia de Rodez. Durante mucho tiempo
guardó en absoluto secreto el nombre del misterioso personaje, mas no
por ello disimulaba su existencia, y en los Estados del conde de
Armagnac empezó otra vez una guerra de tres Papas, Martín V de Roma,
Clemente VIII de Peñíscola y el tercer Pontífice sin nombre, rodeado de
un interés novelesco, y en cuya representación hablaba el hombre de
Pegniscolette.
Carrier se veía perseguido por los legados de Martín V y al mismo tiempo
por el Papa de Peñíscola, que le excomulgó, quitándole el capelo. El
conde de Armagnac, Juan IV, que se había mantenido fiel á Luna hasta el
último instante, escuchaba al inquieto Carrier y le ofrecía un apoyo
para su Pontífice incógnito, igual al que el rey de Aragón había
prestado á Benedicto XIII.
Tal era la confusión del conde de Armagnac en tal asunto, que no sabía
cómo decidirse á favor de uno de los tres Papas, Martín V, Clemente VIII
ó Benedicto XIV, pues éste era el nombre que había tomado finalmente el
Papa de Carrier, en honor al Pontífice muerto en Peñíscola. Creía de
buena fe dicho conde soberano que el asunto principal del cisma aún se
hallaba pendiente, y se le ocurrió un procedimiento infalible para
averiguar la verdad.
Juana de Arco había llegado en aquel momento al apogeo de su
sorprendente historia. Acababa de salvar á la ciudad de Orleáns,
consagrando en Reims á Carlos VII como rey de Francia. Esta humilde
campesina que triunfaba de los ingleses y oía «voces» sobrenaturales
aconsejándola lo que debía hacer era la persona indicada para disipar
las obscuridades del cisma, y por eso Armagnac le envió una carta que
decía así:
«Querida señora: Existen tres pretendientes al Papado; uno vive en Roma,
se hace llamar Martín V y le obedecen todos los reyes cristianos; otro
habita en Peñíscola y se hace llamar Clemente VIII; el tercero no se
sabe dónde vive, tan sólo el cardenal de San Esteban y unos pocos más lo
conocen, y se hace llamar Benedicto XIV...» Y le pedía que suplicase á
Nuestro Señor Jesucristo para que por medio de ella hiciese saber cuál
de los tres era el verdadero Pontífice y poder obedecerle.
La célebre doncella de Orleáns recibió esta carta en Compiègne cuando,
vestida de hierro, se disponía á montar á caballo al frente de sus
hombres de armas. Quedó al principio en suspenso, no sabiendo qué
contestar. Sus «voces» jamás le habían hablado de este asunto. Nacida en
1412, había oído conversar, al tener uso de razón, del Gran Cisma de
Occidente como de una calamidad ya remota. La resistencia tenaz de Pedro
de Luna en Peñíscola preocupó á España, á Italia y á los Estados del Sur
de Francia, sin llegar nunca hasta la Lorena, su país. Todo lo más que
había podido saber durante sus primeros años era la reunión de un
concilio en la ciudad de Constanza. A Muñoz y á Carrier nunca los había
oído nombrar.
Con el deseo de no mostrarse descortés dictó una respuesta al conde de
Armagnac, diciendo que por el momento estaba ocupada en hacer la guerra;
pero luego de su triunfo definitivo, cuando volviese ella á París, podía
enviarle otro mensajero. Entonces le haría saber con certeza á quién
debía seguir, «según el consejo de mi director y soberano dueño, el rey
del mundo».
--Todo esto--dijo Claudio--, que visto desde nuestra época resulta algo
pueril, sirvió como nueva arma á los perseguidores de la extraordinaria
Juana, los cuales la acusaron, antes de quemarla en Rouen, de haberse
mezclado en la vida interior de la Iglesia, dudando de la legitimidad de
Martín V y prometiendo declarar en un plazo determinado quién era el
verdadero Papa. Su cortesía, que la impulsó á contestar una carta, fué
explotada como nuevo argumento para hacerla perecer en un brasero.
Rosaura y Claudio empezaron á pisar la arena de la playa. Junto á la
puerta de piedra con el gran escudo de Felipe II esperaban los dos
nuevos amigos de Borja. Habían hecho todo lo necesario para que pudiesen
comer en el istmo. Un viejo marinero, experto en guisos de pescado,
estaba trabajando para ellos dentro del parador.
En vano Rosaura insistió en invitarlos. Su timidez y su cortesía los
impulsaban á alejarse. Eran las doce, y en sus casas les esperaban para
comer. Volverían después; todo lo dejaban bien preparado. Y se alejaron
en compañía del alcalde, que había hecho igualmente una corta aparición
para convencerse de que nada faltaba á los forasteros.
Al quedar solos, juzgó Rosaura preferible comer en mitad de la lengua
arenosa, lejos del lavadero, cuyas piedras olían á jabón fuerte, lejos
también del parador con sus carros detenidos ante la puerta y su
establo lleno de caballerías, que se azotaban incansablemente con la
cola para espantar los insectos.
Avanzó el automóvil hasta la parte media del arenal, quedando junto á
una fila de barcas negras de brea, con el mástil un poco inclinado hacia
la proa. La silenciosa chiquillería de la población había desaparecido.
Aquí se vieron rodeados por los hijos de los pescadores, grumetes de
piel tan bronceada, que parecían salidos de una toldería indígena de
América; «gatos de barca» con el pantalón á media pierna, camiseta
rayada y una gorra vieja con visera, todos de ojos ardientes, voz ronca
y la fuerte dentadura obscurecida por el tabaco.
Empezaron pidiendo cigarrillos á Borja. Era para ellos el mejor regalo
que puede recibir un mortal. Luego Claudio cometió la imprudencia de
arrojarles unas pesetas, y la playa silenciosa se estremeció con
estruendos de pelea. Los pescadores y sus mujeres se habían retirado á
sus casas para comer. Sólo quedaba en el arenal la chiquillería de la
flota de Peñíscola, en plena libertad, y comenzaron á batirse entre
ellos, disputándose á golpes la posesión de las monedas.
Se empujaban en su furia, cayendo arracimados sobre aquella pareja de
señores generosos. Semejantes á los árabes, consideraban el título de
«tío» como el más honorífico que puede darse á una persona digna de
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