El papa del mar - 14

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Maestro Juan fué entregado al emperador con la siguiente recomendación:
«No sea condenado á muerte, sino á perpetua cautividad.»
Segismundo, como todos los soberanos de entonces, sabía que estas
palabras misericordiosas no eran más que una fórmula ritual, é
interpretando su verdadero sentido, dijo al preboste de Constanza:
--Coged al Maestro Juan Huss y quemadlo por hereje.
El preboste ordenó á sus gentes que lo condujesen á la hoguera tal como
estaba, sin quitarle los dos hábitos superpuestos de paño negro que
vestía á causa del frío de la prisión, su calzado, su ceñidor, su
cuchillo, ni otras cosas que llevaba sobre él.
Al salir de la catedral, vió cómo ardían en medio de la plaza todos sus
libros, quema que le hizo sonreir.
Marchaba rodeado de guardias, tranquilamente, con las manos libres,
hablando á la muchedumbre. Detrás de él iba un ejército, más de tres mil
soldados, y casi todo el vecindario de Constanza. Durante el trayecto se
oyó muchas veces la voz de Maestro Juan gritando con fuerza:
--Jesucristo, hijo de Dios vivo; _¡miserere nobis!_
Cuando llegó al lugar del suplicio, se hincó de rodillas tres veces ante
el enorme montón de leña, volviendo á repetir la misma invocación. Quiso
predicar al pueblo y le negaron el permiso. Fué atado á un poste, en lo
más alto de la pira, con una cadena al cuello. Sus pies descansaban en
un taburete, y la mayor parte de su cuerpo desaparecía entre los leños y
la paja, que le llegaban hasta la barba.
Todavía en esta posición los representantes del emperador le invitaron á
retractarse y salvar su vida. Huss, por toda respuesta, empezó á
predicar sobre su inocencia, y aquéllos dieron la orden de prender
fuego.
Como los verdugos habían derramado mucha pez sobre la hoguera, ésta
ardió con instantánea combustión. En medio de las llamas se le oyó
cantar «_Jesu Christe, Filli Dei vivi, miserere nobis_»; pero no pudo
repetir tales palabras, pues el humo lo asfixió.
Algunos personajes eclesiásticos admiraron noblemente su heroísmo.
Eneas Silvio Piccolimini, que había de ser Pío II (el único Papa
novelista), dijo que la muerte de Huss recordaba la de los filósofos
antiguos de ánimo más fuerte. Sus cenizas y huesos fueron arrojados al
Rhin, para evitar que sus admiradores guardasen dichos restos como
reliquias.
Implacable el concilio en la persecución de los reformadores del dogma,
decretó igualmente que se desenterrasen en Inglaterra los restos de
Wiclef para quemarlos, ya que no era posible hacerle morir en el mismo
suplicio que Juan Huss. Uno de los más ardorosos discípulos de Maestro
Juan, el elocuente Jerónimo de Praga, fué quemado algún tiempo después
en la misma ciudad de Constanza.
--En torno á la muerte de Huss se han forjado tradiciones interesantes.
Cuando el mártir estaba atado en lo alto de la pira, vió cómo se
acercaba una viejecita fanática llevando con trabajo su haz de leña para
la quema del hereje. «_¡O sancta simplicitas!_», exclamó el mártir.
Antes de morir dijo algo más importante: «Hoy quemáis un ganso, pero de
mis cenizas nacerá un cisne que no podréis quemar.» Huss, en lengua
bohemia, significa «ganso», y el cisne era Lutero, que apareció un siglo
después.
Borja sonrió, añadiendo con una expresión de tolerancia:
--Creo que la tal profecía fué inventada en tiempos de Lutero; pero
aunque así sea, resulta digna del precursor quemado en Constanza. La
Historia no valdría la pena de ser leída si la despojásemos de tantas
frases elocuentes que nunca fueron dichas por los personajes á quienes
se atribuyen, de tantas coincidencias portentosas buscadas luego de
ocurridos los hechos. Perdería su enorme interés de novela vivida.
Era ya la una de la tarde cuando entraron en el comedor del hotel. La
tristeza gris de este local cerrado, en cuyas ventanas temblaban los
vidrios al impulso de las ráfagas exteriores, les hizo recordar su
almuerzo del día antes, frente al Mediterráneo, viendo los veleros del
Puerto Viejo, los vapores que avisaban su salida con mugidos de sirena,
los muelles oliendo á mariscos y á frutas, el amplio horizonte azul que
inspira la tentación del viaje.
Empezó Borja á hablar otra vez de los campos de olivos y naranjos en la
costa mediterránea de España. Evocó á Peñíscola avanzando en el mar como
un navío de piedra, y antes, mucho antes de este término de su viaje,
las construcciones ciclópeas y romanas de Tarragona, las pinedas
rumorosas y los bosques de alcornoques de las montañas catalanas, y al
lado de acá de los Pirineos la antigua ciudad española de Perpiñán, con
su catedral y sus elegantes fortalezas de ladrillos color de rosa.
Insistía el joven en tales descripciones mirando fijamente á la criolla,
deseoso de que dijera algo y temiendo al mismo tiempo sus palabras. Al
fin ella habló.
--Todo eso tan bello lo verá usted solo, Borja. No le acompaño. Ahora me
doy cuenta de mi locura al afirmar que haríamos juntos tal excursión.
¡Las cosas que se prometen á los postres de un buen almuerzo!...
En vano insistió él en sus insinuaciones. Era un viaje de dos semanas
nada más. Vería una España completamente desconocida. Rosaura ignoraba
cómo era la costa española del lado del Mediterráneo, país que dió
origen á tantas leyendas maravillosas en tiempos de los primeros
navegantes, cretenses, fenicios y griegos. Ella continuó moviendo su
cabeza negativamente.
--¡Qué horror, ir á España con un hombre!... Anoche, al conversar aquí
con la familia de don Arístides, reía interiormente ante la suposición
de hacer juntos tal viaje... ¡tan absurdo me parecía! Doña Nati, esa
bruja respetabilísima, me hizo recordar lo que son nuestros países.
Encontraríamos allá muchas doña Nati. Usted no es más que un amigo, pero
tengo la certeza de que se permitirían las más atrevidas suposiciones.
No, Claudio, por nada del mundo le acompaño... Además, usted representa
otro peligro. Se mantiene modosito, bien educado, y de pronto muestra
unos atrevimientos que merecen bofetadas... Sí, ya sé que es el amor,
pero á mí no me basta que una persona me hable de amor para tolerarle
cosas que considero faltas de respeto.
Borja protestó con vehemencia, afirmando la seriedad y la cordura de su
conducta en el futuro viaje.
--Le doy mi palabra... le juro que no tendrá motivo de queja. Usted me
ha enseñado nuevas reglas de vida. Creo ahora que un hombre y una mujer
pueden ser amigos é ir á todas partes sin que su plácida amistad la
perturben malos deseos. Sea usted lógica; acuérdese de lo que me dijo al
volver de la fontana de Vaucluse. «¿No pueden dos personas de sexo
diferente vivir como simples camaradas, guardando cada uno aparte sus
secretos y sus afectos?»
Rosaura le escuchó sonriendo pasivamente, como si careciese de fuerzas
para discutir con él, contestando con frases cortadas á sus preguntas
tenaces.
--Veremos... No sé qué hacer... Tal vez acepte... Lo pensaré de aquí á
mañana.
Él tuvo miedo á este plazo, que le parecía muy largo, é insistió para
obtener una respuesta inmediata.
--Bueno; sí... Haremos el viaje.
Dijo ella esto con voz floja, sin entusiasmo, como si deseara terminar
cuanto antes la conversación.
Después del almuerzo aún permanecieron juntos media hora en el _hall_.
Rosaura acabó por subir á sus habitaciones. Iba á entregarse á la
lectura de un volumen de versos de Petrarca, comprado el día anterior, y
tal vez, si al anochecer aflojaba el mistral, saldría con Claudio á
pasear por las calles más céntricas. Él podía entretenerse visitando á
varios libreros de lance que le habían ofrecido obras raras sobre la
historia y las costumbres de Aviñón en tiempo de sus Papas.
Pasó la tarde manejando volúmenes antiguos, recibiendo en la garganta el
polvo de sus cortes y lomos, hablando con libreros entusiastas de la
antigua Provenza, que unían á la rapacidad del comerciante fervores de
bibliófilo y de arqueólogo.
Cuando al anochecer volvió á su hotel, el portero le entregó una carta.
--Es de la señora del número 2. Salió á media tarde en su automóvil y me
encargó que se la diese al entrar.
Borja abrió el sobre con dedos trémulos, para leer unas cuantas líneas
escritas, sin duda, apresuradamente.
Se marchaba Rosaura á su casa de la Costa Azul, dándole á entender de un
modo terminante su deseo de no verse seguida. Volverían á encontrarse
alguna vez. ¡Adiós! El mundo es menos grande de lo que creen las gentes.
Podía continuar su viaje solo. Era mejor para sus estudios.
Y tal fué la cólera del joven al leer esto último, que lo aprobó. Sí;
era mejor para él olvidar su encuentro de Aviñón. Era mejor seguir su
existencia de siempre, libre de una mujer que pertenecía á otro mundo.


PARTE TERCERA
EN EL ARCA DE NOÉ


I
Yo te hice lo que eres y tú me envías al desierto

Se detuvo en Perpiñán, como si le faltasen fuerzas para ir más allá de
la frontera, abandonando el país donde vivía Rosaura.
Una parte de la noche la pasó en el hotel escribiendo una carta de
varios pliegos. La había empezado con el firme propósito de romperla
después de escrita. Era una necesidad literaria de colocar sobre el
papel todo lo que había venido pensando desde Marsella, para leérselo
luego á sí mismo. Mas una vez terminada la carta, se acostó, dejándola
sobre la mesa. La rompería al día siguiente.
Al despertar volvió á leerla, la metió en un sobre y acabó echándola al
correo, dirigida á _Madame_ Pineda, en su casa de la Costa Azul.
Tuvo Borja el presentimiento de que en los días sucesivos no iba á hacer
otra cosa, marcando las etapas de su viaje con una sucesión de cartas
abultadas ó simples tarjetas postales, según la importancia de los
sitios donde le dejase el tren.
Se había apresurado á huir de Marsella, juzgándola inhabitable á causa
de sus propios recuerdos. ¿Adónde ir en esta ciudad sin tropezarse con
ella?... Habían vivido bajo el mismo techo, en todos los restoranes
frecuentados por él existía una mesa sobre cuyo borde había visto las
manos, el busto adorable y la cabeza de Rosaura. Era preferible
trasladarse á otros países donde ella no hubiese estado nunca.
En vano se alejó; la hermosa criolla iba con él, y hasta sus evocaciones
históricas servían para resucitarla. Por obra de un capricho imaginativo
que unas veces le irritaba y otras le hacía sonreir, era imposible que
pensase en don Pedro de Luna, en Aviñón ó en el Gran Cisma, sin que la
argentina surgiese al mismo tiempo en sus recuerdos. El último Papa
aviñonés y la señora de Pineda marchaban juntos por las avenidas de su
memoria.
Permaneció dos días en Perpiñán, resucitando el pasado en torno al
«Castillet», graciosa fortaleza de ladrillos rosados, de la catedral
llena de recuerdos españoles, del antiguo castillo que ocupa la cumbre
de una colina junto á la ciudad.
Se había desarrollado en ésta el episodio más culminante de la historia
del cisma.
Segismundo acordaba con el rey de Aragón y los representantes de los
otros monarcas españoles una entrevista para tratar la manera de someter
al papa Luna. El emperador, orgulloso de haber conseguido la renuncia de
los otros dos Pontífices, imaginaba empresa fácil hacer lo mismo con el
tercero.
Una vez quemado Juan Huss, crédulo mártir que había tenido fe en el
salvoconducto imperial, Segismundo se consideró libre para ir en busca
del rey de Aragón. La entrevista debía celebrarse en Niza, pero una
grave enfermedad de don Fernando impidió tan largo viaje, y decidieron
que fuese en Perpiñán, dentro del territorio de Aragón.
Despidió el concilio de Constanza con grandes honores á su defensor
laico. El cardenal presidente le bendijo y publicó decretos amenazando
con excomunión al que impidiese ó contrariase su viaje. Además, durante
su ausencia se celebraría todos los domingos, en la ciudad de Constanza,
una solemne procesión para atraer sobre su persona las bendiciones del
cielo.
Todos los miembros del concilio se daban cuenta de que lo más difícil
iba á ser la sumisión del Papa español; pero la consideraban necesaria,
y algunos de ellos, jugando con el apellido del tenaz Pontífice, decían
en sus sermones, según el gusto oratorio de la época, que la Iglesia
sólo podría recobrar su integridad con «un eclipse total de luna».
El antiguo Papa de Aviñón dirigía los pueblos de su obediencia desde
Barcelona y Zaragoza. Otras veces viajaba por los territorios del reino
aragonés, siendo recibido en las poblaciones con gran pompa. Su energía
indomable se ejercitaba en toda suerte de actividades. Contestaba á las
críticas de sus enemigos, excomulgaba á los que habían huido de él, y
aún tenía tiempo para intervenir en los antagonismos religiosos dentro
de los reinos españoles, donde se habían quedado moros y judíos,
mezclados con los cristianos victoriosos, en campos y ciudades.
Publicaba una Bula absolviendo de su apostasía á fray Anselmo Turmeda,
monje catalán, estudioso y de carácter movedizo, que se había hecho
mahometano en Túnez, escribiendo un libro sobre la superioridad de esta
religión comparada con el cristianismo. Sintiendo la nostalgia de su
patria, se ofrecía años después al rey de Aragón para preparar en Túnez
una conquista de los cristianos, y el Papa, queriendo dar ayuda á tal
empresa, absolvía al famoso renegado en su dudosa conversión.
Finalmente, Turmeda--uno de los personajes más novelescos de aquella
época--se sentía de nuevo atraído por el mahometismo. Necesitaba volver
á su hogar, á sus mujeres é hijos, y murió en Túnez como un buen
musulmán, respetado por su sabiduría. Borja había visto su tumba en una
calle del mercado de dicha ciudad, al final del zoco de los
talabarteros.
Interesaban igualmente los judíos de España al Pontífice batallador,
intentando atraerlos al cristianismo por medio de pacíficas discusiones.
Un rabino convertido por el maestro Vicente Ferrer, llamado Josué
Mallorquí, se avistó con el Papa en Alcañiz, prometiéndole convencer á
todos sus correligionarios, no por medio de la Biblia, sino valiéndose
del _Talmud_. El Pontífice y Maestro Vicente designaron la ciudad de
Tortosa como lugar de la discusión, y en Febrero de 1414 se iniciaban
las conferencias, presididas al principio por el mismo Papa y luego por
el General de los dominicos.
Sesenta y nueve sesiones se celebraron hasta el mes de Noviembre. En
todas las ciudades importantes de Aragón y Castilla fueron colocados
grandes pergaminos con letras rojas y doradas, invitando á los rabinos y
los doctores católicos á esta disputa religiosa. Nunca se había visto
hasta entonces un acto de tal naturaleza, especie de «anticipación» de
los congresos modernos.
Los más célebres talmudistas de España y gran número de teólogos
acudieron á la controversia. Al leer Borja ciertos relatos de la época,
había adivinado entre líneas que los oradores cristianos no llevaron la
mejor parte en la discusión. Pero de todos modos hubo rabinos que
sintieron miedo al pensar en lo que les podría ocurrir fuera de dicho
congreso, y antes de que terminasen sus sesiones, catorce de ellos
abjuraron de sus creencias. Los más elocuentes y ardorosos, Rabbi-Ferrer
y Rabbi-Albo, se mantuvieron fieles á su religión, á pesar de los
razonamientos de Maestro Vicente.
Se marchó de Tortosa mucho antes el papa Luna, para encontrarse con el
rey de Aragón. Éste, bajo la influencia de Segismundo y del concilio de
Constanza, le había escrito encareciéndole la oportunidad de que
renunciase á su tiara, como lo habían hecho sus dos adversarios. La
entrevista fué en Morella. Maestro Vicente acudió también á dicha
ciudad, capital del antiguo Maestrazgo de los templarios, y predicó,
según el gusto de la época, explicando las fases de la luna como símbolo
de la vida de Benedicto XIII.
No dudaba el futuro santo de la legitimidad de éste. Había escrito y
predicado sobre la incorrecta elección de Urbano V en Roma, origen del
cisma. Pero aunque estaba convencido de que su Pontífice era el
verdadero, quería que renunciase, sacrificando su derecho en bien de la
unidad de la Iglesia.
Tributó el rey don Fernando al anciano Papa los mayores honores durante
sus entrevistas en Morella. Él, un hijo suyo y los principales magnates
de su corte le sirvieron mientras comía, como si fuesen sus domésticos.
El rey sostuvo su halda lo mismo que un paje, y al ver que Benedicto
usaba vajilla de estaño, como penitencia por los males que el cisma
hacía sufrir á la Iglesia, le regaló la suya, toda de oro.
El Pontífice de vida sobria y su corte errante de cardenales y prelados
aceptaron durante varios días los banquetes del rey. Según la moda de
entonces, empezaban éstos con una gran abundancia de frutas, y
constaban de numerosos platos de aves y venados, siendo los vinos de
Castilla. Después, cuando se quitaban las mesas de los estrados,
llamados «andamios», los cuales tenían diversas alturas, según la
categoría de las personas que los ocupaban, eran servidos los postres de
dulce, llamados conservas, y vinos aliñados con especias.
Todos los obsequios reales, en estas conferencias de Morella, no
influyeron sobre la voluntad del octogenario. Declaró que era demasiado
viejo para ir á Constanza, como pretendían sus enemigos y le aconsejaba
don Fernando. Que vinieran los doctores de Constanza á buscarle en
España, país de su obediencia, siendo como era en aquellos momentos el
único Papa existente. En cuanto á aceptar la vía de cesión, como lo
habían hecho sus dos rivales, contestó que hablaría de ello en presencia
de sus enemigos... Y el rey y el Papa se dijeron adiós, para no volver á
verse hasta Perpiñán.
Esta entrevista en la ciudad vecina á los Pirineos, donde estaba ahora
Borja, tomó el aspecto de un suceso universal. El concilio de Constanza
se vió olvidado por algún tiempo. La cristiandad dejó de ocuparse de él
para fijar en Perpiñán toda su atención.
Fueron presentándose, con diversos aspectos, los personajes que iban á
solucionar este conflicto, cuya duración se prolongaba treinta y ocho
años. Llegó primero Maestro Vicente con las turbas silenciosas de
flagelantes que le seguían en sus viajes. Luego se presentó el Papa del
mar con sus dos galeras, último vestigio de la gran flota que le había
seguido años antes hasta las costas de Italia.
También llegó embarcado don Fernando, el rey de Aragón. Su falta de
salud le hacía preferir los viajes por agua. A las conferencias de
Morella había ido desde Zaragoza, por el Ebro y otros ríos afluentes,
en una barca de fondo plano adornada con paveses, y una tienda en la
popa, que le servía de casa. En los viajes terrestres usaba una litera,
sufriendo con resignación sus movimientos. El antiguo guerrero se sentía
débil y deseaba que le librasen de intervenir en los asuntos públicos.
Su hijo, el futuro Alfonso V, conquistador de Nápoles, se ocupaba ya del
gobierno de sus Estados.
Lo dejó la flota aragonesa en el puerto de Colliure, y de allí lo
llevaron en andas á Perpiñán. Sufría de cálculos en los riñones, y meses
antes, hallándose en Valencia, había quedado inánime á causa de un
ataque biliar, hasta el punto de que su hijo lo creyó muerto,
colocándole un cirio en las manos para exponerlo ante su corte, vestida
ya de luto. El monarca, casi resucitado y próximo á una muerte
verdadera, miraba con horror la continuación del cisma, y parecía
dispuesto á aceptar todo lo que pudiera terminarlo, aunque fuese á costa
de abdicaciones injustas y dolorosos sacrificios.
Finalmente se presentó Segismundo con un séquito de príncipes, hombres
de armas, diez y seis prelados y más de cien doctores. La escolta
imperial constaba de cuatro mil jinetes.
La de Benedicto XIII sólo se componía de trescientos hombres de armas,
mandados por su sobrino Rodrigo, además de muchos caballeros
sanjuanistas que le eran constantemente afectos. Miles de señores
catalanes, valencianos y aragoneses, fieles también á Luna en todo
momento, acudieron para presenciar esta entrevista de carácter
universal.
Tres cortes iban á reunirse: la pontificia, la del emperador y la del
rey de Aragón. Dos reinas asistían igualmente á la conferencia: doña
Margarita, viuda de don Martín, y doña Violante, esposa del enfermo don
Fernando. Además, habían llegado los condes de Foix, de Armagnac, de
Saboya, de Lorena y de Provenza; los embajadores del concilio de
Constanza; los enviados de la Universidad de París, que eran su preboste
y tres doctores de la Sorbona; el Gran Maestre de Rodas; el arzobispo de
Reims, representando al rey de Francia; el obispo de Wórcester y sus
doctores, enviados del rey de Inglaterra; el Gran Canciller de Hungría y
el protonotario del rey de Navarra.
El arzobispo de Burgos, don Pablo de Santa María, antiguo rabino
convertido por Maestro Vicente, era embajador del rey de Castilla.
También fueron llegando doctores y maestros en diversas facultades, de
todos los centros de enseñanza existentes en Europa. Las universidades
de Montpellier y Tolosa, fieles á Benedicto hasta el último momento,
enviaron lo mejor de su profesorado. Hasta un rey moro cautivo vino á
presenciar este acto que tanto interesaba á los pueblos de Europa.
Segismundo se detuvo en Narbona, fuera de los dominios del rey de
Aragón, creyendo poder influir desde lejos sobre el Papa español. Empezó
por enviarle una embajada con orden de no besar sus pies, limitándose á
darle el tratamiento de «Serenísimo y Poderosísimo Padre». Maestro
Vicente, que había llegado á Perpiñán con el propósito de dar fin al
cisma fuese como fuese, intervino para conseguir que el Papa recibiera á
dichos embajadores, sin creer por ello desconocida su autoridad.
Benedicto escuchó á los enviados de Segismundo, contestándoles que
«haría lo que fuese necesario para el bien de la Iglesia».
Tuvo que darse por satisfecho el emperador con esta ambigua promesa, y
entró solemnemente en Perpiñán el 17 de Septiembre de 1416. Desde el
concilio que había celebrado Benedicto en esta ciudad, años antes, sus
vecinos se habían acostumbrado á los recibimientos ostentosos. Todas
las calles estaban entoldadas y los edificios cubiertos de tapices.
Bandas de danzarines y esgrimidores iban al frente de la comitiva,
alegrando á la multitud con bailes y juegos de destreza.
Salió el futuro Alfonso V á recibir al emperador, seguido de la corte
aragonesa, lujosamente vestida. Como presente de su padre había enviado
á Segismundo un corcel castellano, grande, hermoso, ricamente
guarnecido, y cabalgando en él entró el emperador en Perpiñán.
Describían los cronistas de la conferencia los trescientos hombres de
armas de su escolta; los cuarenta pajes y los seis trompeteros, llevando
en sus instrumentos pendones con las armas del Imperio, que le
precedieron en su entrada. Delante de Segismundo iba un caballero
llevando un espadón de dos manos con la punta hacia arriba, «porque
entraba en tierra no sujeta á él», y cuatro ballesteros de maza. A
continuación desfilaron veinticinco caballos de respeto llevados del
diestro y varios ministriles con instrumentos de metal, «que venían
sonando muy graciosamente».
Su séquito de caballeros alemanes y húngaros comió con él al llegar al
alojamiento preparado por el monarca aragonés. Un sillón de brocado
sobre siete gradas, delante de una gran mesa, era para él, y más abajo
otras mesas estaban puestas para sus caballeros. Durante cincuenta días
don Fernando albergó al emperador y á su corte, dando á todos «aves y
pescados de muy diversas maneras, vinos castellanos, griegos y
malvasías, en tal abundancia que los extranjeros se maravillaban de la
desmesurada generosidad del rey de Aragón». Los caballeros de la corte
aragonesa combatieron en torneos con los del emperador. Un barón del rey
de Apolonia, célebre por sus fuerzas, se batía con el hijo del conde de
Pallás en Narbona, y el joven español derribaba al alemán.
Al día siguiente de su llegada, Segismundo se presentó al Papa, después
de oir misa, y Benedicto desplegó para recibirle la antigua
magnificencia de la corte de Aviñón. Habitaba el Papa el castillo de
Perpiñán. El emperador estaba instalado en el convento de los
franciscanos, el rey de Aragón en el de los agustinos y Maestro Vicente
en el de los dominicos.
En aquel tiempo de míseras y escasas posadas, los conventos equivalían á
nuestros modernos «Palaces» y eran el único albergue digno de soberanos
y próceres.
Recibió el Papa al emperador en el salón más grande de la fortaleza de
Perpiñán, vestido de rojo y con un gorro de igual color ribeteado de
armiño. Dos cardenales diáconos condujeron á Segismundo hasta el pie del
trono papal, y el Pontífice se incorporó para saludarle, llevándose una
mano á su becoquín. Habló el emperador con gran reverencia, llamándole
Santísimo Padre, agradeciendo el honor con que lo había recibido y
declarando que nadie como él podía dar la unión á la Iglesia, para lo
cual venía en su busca. Después dobló una rodilla ante el trono, besó
las dos manos del Pontífice, y éste á su vez besó al emperador en la
boca, abrazándolo.
Fué Segismundo, en la misma tarde, á ver al rey de Aragón en su
alojamiento, manifestando sus esperanzas de convencer á Benedicto
después de tan cordial entrevista.
Don Fernando estaba cada vez más enfermo. Había pedido á los Jurados de
Valencia que le enviasen cuanto antes á «la mora bailadora de Mislata»,
una curandera residente en las cercanías de dicha ciudad, que le había
atendido en su última crisis. También despachó mensajeros á Mallorca
para que trajeran á cierto hombre famoso por su poder mágico para
ahuyentar las enfermedades. En aquella época los grandes señores de la
tierra se curaban así.
Visitó después el emperador á las dos reinas, acompañado por Alfonso,
heredero de la corona, el cual le servía de intérprete, ya que sólo
podía expresarse en latín. En todas estas visitas se mostró Segismundo
muy confiado y jactancioso.
Después de su entrevista con Benedicto, creía á este tercer Papa más
fácil aún de reducir que los otros dos, destituídos en Constanza. Los
que conocían á Luna no participaban de su optimismo, falto de lógica. Se
había negado tenazmente á abdicar siendo tres los Pontífices, y no iba á
transigir ahora, viéndose Papa único.
Cuando empezaron á celebrarse las conferencias en el antiguo palacio de
los reyes de Mallorca, se dió cuenta Segismundo de que estaba en
presencia de un hombre extraordinario. Había oído hablar á muchos del
carácter tenaz del Pontífice, de su dialéctica cerrada é invulnerable,
pero la realidad fué más allá de sus suposiciones.
Tenía don Pedro de Luna en aquel entonces ochenta y ocho años. Sólo
quedaba en su cuerpo la materia necesaria para el sostenimiento de sus
funciones vitales. La cara pálida, de aguileña nariz, parecía
transparente por lo exangüe. Una extremada delgadez empequeñecía aún más
su estatura, que nunca había sido aventajada. Al mismo tiempo sus ojos
reflejaban el ardor de una vida intensa. Su voz sorprendía por su
extraordinaria y constante sonoridad, surgiendo horas y horas, sin
quebranto, de aquel cuerpo en apariencia débil. La firmeza de sus
raciocinios, la claridad de su inteligencia, resultaban asombrosas. Este
anciano casi nonagenario acababa por hacer enmudecer en las discusiones
canónicas á jóvenes y ardorosos doctores.
Fué en Perpiñán donde dió la muestra más sobrehumana de su tenacidad, de
la fe en sí mismo, que parecían desafiar todas las leyes del tiempo.
Habló en latín durante siete horas ante el emperador, los príncipes, los
embajadores y todas las delegaciones enviadas por las universidades más
célebres de Europa.
Un silencio de respeto y de asombro acogió su palabra autoritaria. Nadie
la cortó con rumores de impaciencia ó de cansancio. Hasta sus mayores
enemigos reconocían interiormente la superioridad de este hombre por sus
virtudes privadas, su inteligencia y su carácter, sobre todos los
Pontífices que habían sido sus adversarios, sobre los doctores famosos y
los cardenales tránsfugas que le combatían en los concilios... Pero
había nacido en un extremo de Europa, era un español, y los mismos reyes
de su tierra natal lo iban á abandonar.
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