El papa del mar - 09

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se mostraba ahora contra Benedicto. Aún le quedaban muchos partidarios;
pero éstos, intimidados, permanecían en silencio. Las tropas de
Boucicaut gritaban en las calles que el rey de Francia había depuesto al
español por «hereje», y además le llamaban «patarin», que era el apodo
de los antiguos albigenses. Todos pretendían ridiculizar el ilustre
apellido del Papa llamándole «Pedro de la Luna y del Sol».
Los aviñoneses enemigos del Pontífice convencían á sus compatriotas
tibios ó neutrales, afirmando que el rey de Francia iba á cerrar el
puente, sitiando por hambre á Aviñón si no tomaban todos partido contra
el español.
Gritaba el populacho: «¡Mueran los catalanes!», por creer de Cataluña á
todos los servidores, soldados y amigos del Pontífice. Algunos de los
cardenales rebeldes, dando al olvido juramentos y beneficios, corrían
las calles de Aviñón á caballo y con espada al cinto, seguidos de
hombres de armas que vociferaban: «¡Viva el Sacro Colegio!»
--Y Pedro de Luna--continuó Borja--empezó una resistencia que iba á
durar cuatro años y medio. Había previsto la posibilidad de tener que
defenderse en su palacio, reuniendo discretamente todo lo necesario para
dicha resistencia, víveres, máquinas de guerra, municiones, artilleros,
y sobre todo hábiles ballesteros que pidió en pequeños grupos á los
diversos colectores de rentas eclesiásticas en Cataluña y Aragón. Eran
unos trescientos hombres los que se encerraron en este palacio
dispuestos á morir. He leído una lista de ellos, escrita por un
contemporáneo, en la que se mencionan sus calidades de prelados,
clérigos ó simples combatientes. La mayoría fueron aragoneses,
catalanes, valencianos, castellanos y navarros. Figuran también en la
lista siete franceses, seis ingleses y cinco alemanes. Un catalán,
Arnaldo Vich, aparece mencionado con este título: «Presbítero
bombardero».
Las ventanas quedaron cegadas con muros, abriendo en ellos angostas
aspilleras, que vomitaban proyectiles sobre los sitiadores. Los cinco
cardenales, con los abades y obispos encerrados en el palacio, vigilaban
á la guarnición, arengándola. El mismo Pontífice, que al empezar el
sitio tenía setenta años, acordándose sin duda de las guerras de su
juventud, se presentaba en los lugares de mayor peligro, animando á sus
defensores con promesas de indulgencias y otros premios más terrenales.
Respondían los soldados del palacio con bombardas, ballestas y hondas al
ataque de los sitiadores. Éstos habían ocupado los edificios inmediatos,
muchos de ellos viviendas cardenalicias con altas torres, desde las
cuales podían hacer un fuego nutrido de cañón. Había guardado el Papa
enorme cantidad de leña en su palacio; mas los sitiadores, valiéndose
del llamado «fuego griego», incendiaron tal depósito, dejando á la
guarnición en la imposibilidad de cocer sus alimentos.
Hubo que derribar pisos para aprovechar sus vigas como leña. Además, los
víveres escaseaban; los sitiados sólo tenían trigo en abundancia;
faltaban el vino y las medicinas. La única bebida era agua de las
cisternas mezclada con vinagre. Empezaron las enfermedades á diezmar la
guarnición; pero el alma heroica del viejo irreductible animaba su
resistencia.
Parecía no dormir nunca. Durante la noche, los mercenarios soeces de
Boucicaut, como permanecían á corta distancia del palacio, gritaban
entre blasfemias: «Llevaremos á vuestro Pedro de la Luna preso á París,
con una cadena en el pescuezo.» El enérgico aragonés, sin temor á los
flechazos, se asomaba entre dos almenas, llevando en una mano un cirio
encendido, en la otra una campanilla de plata, y solemnemente maldecía á
Boucicaut y sus mercenarios, lanzando sobre todos ellos la excomunión.
Este desprecio á la muerte casi le fué fatal. Estando junto á una
ventana examinando los trabajos del enemigo, una bala de piedra de las
que arrojaban las bombardas vino á chocar en el quicio, y sus cascos
hirieron al Papa en un hombro. Era la fiesta de San Miguel, y por
respeto al arcángel, Benedicto prohibió á su artillería que contestase.
Dos meses duró esta primera parte del sitio, y durante ellos no cesaron
los ataques. Los tiros más peligrosos venían de las techumbres y el
campanario de la inmediata catedral de Nuestra Señora de Doms. Los
ballesteros enemigos dominaban á corta distancia una parte de los
tejados y patios del palacio, hiriendo á los de la guarnición que se
mostraban en dichos lugares. No obstante tales ventajas, convencidos los
sitiadores de que nunca podrían tomar á viva fuerza este edificio,
apelaron á trabajos de zapa.
Excavaron minas á partir de las iglesias y palacios próximos, y los
sitiados fueron á su encuentro valiéndose de contraminas, para continuar
los combates subterráneamente. Luego intentaron sorprender la fortaleza
entrando por sus albañales. Un pariente de Boucicaut, con más de setenta
hombres de armas, guiado por un burgués de Aviñón, se introdujo en la
alcantarilla que iba de las cocinas del palacio á los fosos de la
ciudad. Llevaban hachas, tenazas, martillos para romper los obstáculos,
cuerdas para atar á los vencidos, sacos para el dinero y las joyas
pontificias, así como pendones con la flor de lis, que esperaban clavar
en las almenas, avisando de tal modo á los sitiadores que el castillo
era ya del rey de Francia.
Surgieron los asaltantes del subterráneo, esparciéndose por las cocinas.
La expedición empezaba con éxito; pero un criado los descubrió, dando el
grito de alarma, é inmediatamente empezaron á sonar trompetas, corriendo
de todas partes los defensores, dormidos hasta poco antes, por haber
pasado la noche en vela. Benedicto XIII no perdió su serenidad.
--Combatid con valor--dijo al que le traía la noticia--. Los tenéis en
vuestro poder y no se escaparán.
La lucha fué breve. Sólo contados asaltantes consiguieron huir por la
alcantarilla, y el resto, unos cincuenta y seis, quedaron prisioneros en
las torres del palacio.
Se cansaron los vecinos de Aviñón de las brutalidades y las jactancias
sin resultado de Boucicaut. Había prometido á las damas de la ciudad
hacerlas bailar antes de una semana en los salones del Papa, é iban ya
transcurridos varios meses sin conseguir ventaja alguna. Al fin
prescindieron de él, retirándole su título de «capitán de Aviñón», y
continuaron bajo el mando de los cardenales más enemigos del Pontífice
el asedio de la fortaleza, pero convencidos ahora de que el llamado
«Papa de la Luna» disponía de una fuerza moral y unos recursos
materiales muy superiores á los que ellos habían imaginado.
En todos los países de la obediencia de Benedicto XIII se produjo un
movimiento de reprobación al ver al Papa agredido en su propia casa. En
el mismo condado Venaissino empezaron á sublevarse á favor de su
libertad. El señor de Sault, al frente de quinientos jinetes, corría el
país, llegando hasta las cercanías de las puertas de Aviñón para gritar:
«¡Viva el papa Benedicto!» Dentro de la ciudad se realizaba un cambio de
opiniones, siendo cada vez más numerosos los vecinos partidarios de
Luna.
Un abogado llamado Cario preparó un movimiento popular á favor del Papa
sitiado. Su conspiración fué descubierta, y los cardenales franceses lo
condenaron á ser decapitado y descuartizado, colocando sus brazos y sus
piernas en distintas puertas de Aviñón y en una de las plazas su cabeza
y sus entrañas metidas en un cesto, para intimidar con la vista de tan
horribles despojos á los parciales de Benedicto.
Aunque los ataques contra el palacio habían cesado, continuaba su
estrecho bloqueo. Los defensores sólo comían pan, y el vino era
reemplazado por vinagre con agua. Cuando los ballesteros podían matar en
las techumbres algunos pajarillos, dicha caza representaba un gran
regalo para la mesa del Pontífice.
Había producido en España gran indignación este ataque. El rey don
Martín protestó con tono amenazador, pero nadie quiso aceptar la
responsabilidad del atentado. El rey de Francia afirmaba que todo era
obra del revoltoso Boucicaut y de los cardenales, sin intervención
alguna de la corte de París.
Los cabildos de Valencia y Barcelona se agitaron belicosamente para
auxiliar á un Papa que años antes había ejercido cargos en sus
catedrales. Don Martín juzgó preferible dejar á la iniciativa
eclesiástica la expedición naval para socorrer á Luna.
--En aquellos tiempos--continuó Borja--el poder de los reyes era muy
lento y tenía que luchar con numerosas dificultades suscitadas por los
fueros ó el régimen feudal. Por primera vez en la Historia se vió una
flota de guerra de carácter eclesiástico y organizada popularmente. Las
iglesias de Valencia y Cataluña contribuyeron con importantes cantidades
á los gastos de la expedición. Muchos sacerdotes que no podían dar nada
se ofrecieron á ir en ella como soldados. El jefe de la flota fué un
canónigo pavorde de la catedral de Valencia, llamado Pedro de Luna, como
el Papa.
Se reunieron en Barcelona todos los buques de esta marina pontificia.
Eran veintiséis, entre galeras, galeotas y fustas, y después de navegar
por el Mediterráneo, remontaron el Ródano á fuerza de remo hasta el
puerto de Arlés. Los cardenales, alarmados, hicieron fortificar el
puente de Aviñón, interceptando el Ródano con una cadena de hierro. Pero
el río tenía las aguas tan bajas, que la flota, por ser de buques de
mar, no pudo ir más allá de Lansac, en las inmediaciones de Tarascón.
Allí permaneció anclada, mucho tiempo, enviando mensajeros secretos al
sitiado palacio y esperando en vano una subida de las aguas que la
permitiese seguir adelante. Expiró el plazo por el que habían sido
fletados los buques, y éstos fueron regresando, uno tras otro, á
Barcelona, sin poder hacer más. De todos modos, dicho auxilio sirvió
para alentar á los defensores del Pontífice, disminuyendo el número de
sus enemigos.
Continuó sin embargo el asedio meses y meses. La guarnición del castillo
papal sólo tenía ahora que combatir con el hambre, dedicándose á la caza
de gatos y ratas para hacer más variada su alimentación, puramente de
pan. Los gorriones eran destinados á la mesa de Benedicto, el cual
«gustaba más de este bocado que si fuese caza mayor».
Cuatro años y medio duró el bloqueo. La tenacidad de Luna acababa por
fatigar y desconcertar á sus enemigos. Los más rebeldes de sus
cardenales habían muerto durante el asedio, mientras sus partidarios
aumentaban en la ciudad y en todo el condado Venaissino. La corte
francesa parecía avergonzada de haber preparado ó tolerado este ataque
sin éxito. En las siete naciones que vivían bajo la obediencia del Papa
de Aviñón era grande el escándalo.
Don Pedro creyó llegado el momento de abandonar su encierro, burlando el
cerco de sus enemigos. En el claustro de la catedral de Nuestra Señora
de Doms existía una antigua puerta del palacio, murada desde muchos años
antes. Como esta parte del edificio no la vigilaban los sitiadores, fué
fácil arrancar de dicha puerta unos cuantos sillares en la noche del 11
de Marzo de 1403.
Cuatro hombres salieron por dicha abertura. Uno de ellos, el más pequeño
de cuerpo, iba vestido de fraile cartujo, y llevaba una barba casi de
dos palmos, completamente blanca. Era Benedicto XIII. Había colocado
sobre su pecho una hostia consagrada y en una de las mangas del hábito
traía oculta una carta autógrafa del rey de Francia reprobando la
conducta de sus enemigos. Los tres acompañantes eran: su médico el
mallorquín Francisco Ribalta, su camarero valenciano Juan Romaní, y
Francisco de Aranda, donado de la cartuja de Porta-Cœli, en Valencia, su
confidente y su fiel compañero durante la vida errante y abundantísima
en cambios de fortuna que el Pontífice iba á emprender.
El último Papa de Aviñón abandonó para siempre el palacio construído por
sus antecesores. Nunca volvería á pisar esta ciudad durante los
veinticuatro años que aún le quedaban de vida.
En el mesón de San Antonio, cerca de una de las puertas, esperaba al
Pontífice el condestable Jaime de Prades, gran señor aragonés, que con
pretexto de una embajada del rey don Martín había venido á Aviñón para
preparar esta fuga, y con él otros señores aragoneses y franceses
sostenedores de Benedicto.
Cuando al rayar el alba se abrieron las puertas de la ciudad, el Papa y
sus acompañantes salieron de ella por un portal inmediato al río. En su
orilla les esperaba una barca de catorce remeros, patroneada por un
monje de Montmajor, experto en la navegación del Ródano.
Fué tal el gozo de uno de los soldados que acompañaron al Papa hasta la
ribera, que al alejarse la embarcación, sin esperar á que ésta se
perdiese de vista, dijo á varios pescadores que habían presenciado el
embarque:
--Id á avisarles á los cardenales que el Gran Capellán se ha ido, para
que se les indigeste el almuerzo.
Inmediatamente se difundió por toda la ciudad la noticia de la evasión.
La barca papal remontó el río Durance, atracando en su margen derecha,
frente á Castelrenard, que era tierra provenzal, gobernada por Luis de
Anjou, fiel amigo de Benedicto.
Al instalarse en la fortaleza de Castelrenard, los íntimos del Papa le
aconsejaron que no demorase más tiempo cierto arreglo de su persona.
Durante el cautiverio había dejado crecer su barba, muy luenga y
blanquísima, lo que parecía aumentar la natural majestad de su persona.
Mas para los enemigos y aun para muchos amigos, era esto una grave
derogación de las costumbres de la Iglesia latina, pues le daba cierto
aspecto de patriarca griego.
Benedicto, irónico á sus horas y de buenísimo humor por el éxito de su
evasión, se entregó al barbero del monarca provenzal para que le
afeitase el rostro y le cortase los cabellos, diciéndole:
--Mis enemigos habían jurado «hacerme la barba», y eres tú, amigo mío,
quien va á conseguirlo.
El rey Luis pidió como regalo estos cabellos blancos, recuerdo del largo
aislamiento del Pontífice y de su defensa tenaz.
Todo cambió en el curso de pocas horas. Los vecinos de Aviñón se echaron
á la calle dando vivas al papa Benedicto. El pueblo nombró diputados
para que fuesen á Castelrenard y le entregasen las llaves de su ciudad.
La bandera del Papa quedó izada en torres y palacios. Una procesión
interminable recorrió las calles, marchando al frente doscientos niños
que llevaban en alto las armas de Benedicto XIII, una media luna blanca
con las puntas hacia abajo sobre fondo rojo.
Don Pedro no quiso volver nunca á la ciudad ingrata. Al visitar las
otras poblaciones del condado salieron á recibirle procesiones de
doncellas y niños, mientras los hombres le servían de escolta triunfal.
El arrepentimiento de los cardenales fué tan humilde que debió inspirar
repugnancia al tenaz aragonés. A las pocas horas de su fuga imploraron
la intercesión de Luis de Anjou para que los reconciliase con su
Pontífice. Éste se vengó de todos sus enemigos perdonándolos
magnánimamente. Sólo impuso á los aviñoneses la obligación de reparar
las brechas abiertas en su palacio por la artillería, y les hizo sufrir
la vergüenza de pasar triunfante en sus viajes por los alrededores de la
ciudad sin concederles el honor de entrar en ella.
Uno de los príncipes eclesiásticos, el cardenal de Dijón, al presentarse
ante Benedicto, se prosternó en medio de una calle de Castelrenard,
hincando sus rodillas en el fango, y empezó á acusarse á gritos de haber
pecado gravemente, proclamando la falsedad de todas sus acusaciones
contra el Pontífice, escritas en momentos de ofuscación.
--Nuestro Papa--siguió diciendo Borja--triunfó sobre todos sus enemigos.
Su fuga del palacio había bastado para este cambio prodigioso.
Se hallaban los dos en lo más alto del jardín, junto á una fuente
rústica, donde nadaban peces dorados y rojos bajo una capa de polvo
flotante traída por el viento.
Algo más lejos, acodados en una barandilla de hierro, vieron á sus pies
el Ródano, burbujeante de luz solar, los arcos del «puente roto», las
islas arenosas ó verdes, la orilla opuesta con sus viñas y arboledas,
las torres blancas de piedra sobre el caserío medieval de Villeneuve.
Rosaura contempló en silencio el paisaje. Luego dijo sonriendo á su
acompañante:
--Ya se fué don Pedro de Luna para siempre de Aviñón. ¿No le parece,
Claudio, que ha llegado la hora de que también nos vayamos nosotros?...


II
Las navegaciones de la flota papal

Estaban los dos ante una fortaleza de sillares grises obscurecidos por
el tiempo. Eran muros robustos y ásperos uniendo torres que tenían en su
parte superior grandes ventanas ojivales, completamente abiertas. Una
fila de almenas que no habían sido construídas como adorno
arquitectónico--verdaderas almenas de guerra--seguía las líneas altas y
bajas de torreones y murallas. Esta fortaleza era un templo. Las ojivas
de las dos torres principales las ocupaban varias campanas inmóviles.
Rosaura y Claudio acababan de visitar la iglesia de la antigua abadía de
San Víctor: tres naves góticas con sepulcros. También habían descendido
á sus criptas, que databan de los primeros siglos del cristianismo,
cuando San Víctor murió mártir de los habitantes paganos de Marsella.
A sus espaldas, el Puerto Viejo, repleto de embarcaciones, algunas de
formas arcaicas. En su boca funcionaba un gigantesco trasbordador,
deslizándose de una orilla á otra, sobre las aguas que en pasados siglos
estaban obstruídas por una cadena. Más allá del Puerto Viejo se
extendía, siguiendo la costa, en un espacio de kilómetros y kilómetros,
la sucesión de puertos nuevos, donde venían á anclar grandes
trasatlánticos y buques de carga de todos los mares del planeta.
Borja describió á su acompañante el aspecto que ofrecía en otros siglos
este mismo suelo pisado por ellos. Todos los depósitos de pescado seco,
tonelerías y almacenes oliendo á sal que circundaban la iglesia de San
Víctor habían sido hasta el siglo XVIII dependencias de la abadía del
mismo nombre.
--Cuando llegó la Revolución, los monjes de San Víctor se habían
convertido en canónigos, pertenecientes todos ellos á la nobleza de
Provenza, y su cargo les daba el título de conde. La abadía de San
Víctor fué enormemente rica en la época de los Papas de Aviñón. El
pueblo de Vaucluse y los castillos que usted vió en sus alrededores eran
de esta comunidad. Aquí vino á instalarse don Pedro de Luna después de
abandonar su palacio.
Como la abadía ocupaba una altura junto á la boca del puerto y eran
frecuentes los ataques de piratas, sus monjes la convirtieron en
fortaleza. Al abrigo de sus fosos y muros la rica comunidad había
levantado grandes edificios, cultivando además extensos huertos
frutales.
Benedicto XIII, instalado en los salones del abad, iba recibiendo á los
grupos de arrepentidos que llegaban de distintos países de su
obediencia, así como á sus leales partidarios. Uno de los primeros en
presentarse fué el duque de Orleáns, hermano del rey de Francia, amigo
siempre fiel que había favorecido su fuga del palacio sitiado.
Todos los cardenales sediciosos venían á San Víctor á implorar su
perdón. La Universidad de París, dentro de la cual contaba más enemigos
que adictos, no podía resistirse á la corriente general en favor del
papa Luna, y enviaba también á Marsella una diputación de maestros de
la Sorbona, llevando al frente como orador al célebre Gerson.
Las felicitaciones de la Universidad eran humildes. El austero Gerson
comparó en su discurso al Pontífice español con David y con Judas
Macabeo, asegurándole que era objeto de ternura para todos cuantos
tenían la dicha de conocerle. Benedicto evadiéndose del palacio de
Aviñón era otro Jonás escapando del vientre de la ballena. Pedro de
Luna, en vez de escuchar al demonio que le aconsejaba venganza, «vertía
sobre la Universidad el rocío de sus gracias, á la manera del astro cuyo
nombre ostentaba, la luna, que produce el rocío, según afirman los
filósofos antiguos».
El Papa triunfador, después de tal discurso, dió á Gerson las rentas de
un rico curato en París, repartiendo otras mercedes entre sus doctos
acompañantes.
Un plan audaz preocupaba á Benedicto. Para dar término á la división de
la Iglesia, había decidido ir en busca de su adversario, aunque tuviese
que llegar para ello hasta la misma Roma. La «vía de cesión» propuesta
por muchos no quería admitirla. Uno de los dos Papas debía ser
forzosamente legítimo; y como él estaba seguro de poseer dicha
legitimidad, se creía triunfante por adelantado si lograba organizar un
acto público en el que se viesen frente á frente el Papa de Roma y él.
--Hay que carearse con el intruso--decía á sus allegados.
Como para conseguir tal entrevista era preciso un viaje, que en aquella
época resultaba largo y no exento de peligros, el Papa, desde sus
salones de San Víctor, empezó á dar órdenes á toda la cristiandad de su
obediencia, lo mismo que si fuese un almirante.
Amaba el mar, viendo en él un camino francamente libre, sin los
obstáculos que podían oponerle la parcialidad y el egoísmo de los
hombres. Su carácter recio sentíase atraído por la majestuosa fuerza de
los elementos. Necesitaba reunir una flota, y escribió al rey de Aragón
especialmente, para que le enviase galeras de Cataluña y de Valencia. Él
poseía dos buques que llevaban la cruz en el remate de sus mástiles y
una media luna blanca invertida sobre fondo rojo pintada en sus
banderas. Caballeros de San Juan de Jerusalén habituados á la vida del
mar le aconsejaban en los preparativos de su expedición.
--También algunos corsarios españoles del Mediterráneo--dijo Borja--,
por simpatía de nacionalidad y por convenirles un protector tan
poderoso, habían venido á Marsella, entrando al servicio del Pontífice.
Las costumbres de aquellos tiempos eran otras que las nuestras. Ser
corsario no resultaba extraordinariamente deshonroso. Los guerreros más
heroicos de tierra adentro eran también ladrones siempre que se les
presentaba ocasión. Honrados navegantes, si montaban un buque armado y
encontraban otro más pequeño con valioso cargamento, rara vez se
resistían á la tentación de hacerlo suyo.
Don Pero Niño, almirante del rey de Castilla, navegaba por el
Mediterráneo con una escuadra de galeras, en persecución de algunos
corsarios de Cádiz, Juan de Castrillo, Pero Lobete, Nicolás Giménez, que
causaban grandes daños en las costas de España. Al saber que uno de
ellos bordeaba cerca de Marsella, marchó en su busca, persiguiéndolo
hasta el interior del puerto, pero tuvo que desistir de batirlo por
haberse agregado á la flota que preparaba el Padre Santo.
Benedicto XIII, admirador de los héroes del mar, sentó á su mesa á don
Pero Niño, que años después, haciendo la guerra á los ingleses en el
Atlántico, desembarcaba en Inglaterra, quemando la ciudad de Plymouth.
Un ruido de campanas llegó de la ribera opuesta del Puerto Viejo. Otras
campanas contestaron desde la orilla oriental, y la actividad en los
buques y los muelles empezó á decrecer, apagándose sus rumores.
--Son las doce, Borja, y nos espera la _boullabaise_. Estos paseos
instructivos me dan un apetito extraordinario. Además, siento
impaciencia por volver á nuestro restorán de anoche. ¡Qué interesante!
La rica criolla celebraba con un entusiasmo pueril todos los lugares que
le iba haciendo conocer el español. Fatigada de la vida de París, de los
restoranes ceremoniosos y escandalosamente caros, de la suntuosidad
convencional y monótona, en último término, que constituye la existencia
diaria de unos cuantos miles de privilegiados, conocía ahora el regocijo
de la novedad. Era un placer semejante al de ciertos personajes que bajo
la protección de la policía visitan de noche las tabernas y otros antros
donde se reúnen las últimas clases del populacho. Su estómago ahito de
platos refinados parecía reanimarse ante los guisos que Borja le iba
ofreciendo. Éstos le recordaban algunas veces otros de su adolescencia
confeccionados por cocineras emigrantes recién llegadas á Buenos Aires.
Se dirigieron hacia el final del Puerto Viejo por callejuelas pendientes
y muelles que olían á pescado fresco. En varias ocasiones tuvo ella que
agarrarse á un brazo de Claudio para saltar sobre arroyuelos de agua
sucia que arrastraban valvas de ostras, agallas de peces, pequeños
erizos. Este olor salino de pescadería recién barrida excitaba su
apetito, evocando al mismo tiempo el recuerdo de otras comidas que
habían hecho juntos.
--¿Ha olvidado, Claudio, nuestro almuerzo de Vaucluse?... Estuvo usted
algo incorrecto; pero se lo he perdonado al pensar en los cangrejos á
la americana y el «Châteauneuf-du-Pape». Además, ¡aquella agua tan
cantora! ¡aquella frescura rumorosa!... Reconocerá que soy una mujer
romántica: poesía de la Naturaleza... y cangrejos con salsa picante.
Pero la vida es esto: una mezcla de cosas contradictorias... ¿Y nuestros
almuerzos en aquel pequeño restorán cerca del palacio, para huir de la
cocina monótona y avarienta de nuestro hotel?
Recordaba ahora todos los detalles de su existencia en la ciudad papal
durante cuatro días. Después habían venido á Marsella, con la repentina
decisión que pueden permitirse los que poseen un gran automóvil
esperando á todas horas sus órdenes.
Como Borja tenía el proyecto de venir á esta ciudad, ella le trajo en su
vehículo. A su doncella la había enviado por ferrocarril á su casa de la
Costa Azul, para que la remitiese á Marsella cuantos telegramas y cartas
encontrase allá.
Siguió alabando Rosaura el aspecto y los méritos de estos restoranes del
Puerto Viejo que le hacía conocer su acompañante. Algunos eran parecidos
á los del golfo de Nápoles, por el continuo desfile de cantores,
juglares y ebrios de graciosa charla situados ante las mesas de sus
terrazas. Además, la rica señora encontraba muy interesantes á los
camareros sirviendo las mesas en mangas de camisa, á determinados
parroquianos con rudo aspecto de hombres de mar que comían algunas veces
conservando calado su sombrero, y á ciertas damas de amplio chambergo
exageradamente adornado de plumas, muy perfumadas y pintadas, que á
través de sus voluptuosos olores dejaban pasar como aguda punta de
estilete un agresivo hedor de ajo.
Nunca se hubiera atrevido á sentarse sola en tales lugares. Al lado de
Borja mostraba una curiosidad insaciable de verlo todo, de comerlo
todo. La noche anterior había devorado un sinnúmero de moluscos del
Mediterráneo cuya existencia ignoraba y una _boullabaise_ distinta á la
conocida en los restoranes elegantes: un plato para marinos, que la
obligó á beber frecuentemente vino de Cassis. Ahora mostraba cierta
impaciencia estomacal por verse otra vez ante la misma mesa de mantel
blanco y áspero, sintiendo en su olfato el perfume de la langosta, de la
escorpena, de otros peces que, revueltos con moluscos, entraban en la
confección del gran plato mediterráneo.
--Siga hablando, Borja. Cuénteme cómo el papa Luna navegó hacia la
Ciudad Eterna en su flota. Esto me hará olvidar el hambre hasta que
lleguemos á nuestra _boullabaise_.
Y el joven continuó su relato de los ensueños y trabajos del Pontífice
tenaz en la abadía, que iba quedando á sus espaldas. Nueve meses había
morado en ella preparando su expedición. El conde de Saboya le ofrecía
Niza como lugar de descanso. El mariscal Boucicaut (pariente del que le
había tenido sitiado en Aviñón) gobernaba en nombre de Francia la ciudad
de Genova y las plazas inmediatas. Mónaco, Ventimiglia y Albenga le
brindaban también seguridades. En Pisa, gentes importantes prometían su
apoyo, y lo mismo en Florencia. Además, dentro de los Estados de la
Iglesia existían muchos soldados sueltos de las antiguas Compañías
gasconas y bretonas, acostumbrados á guerrear por los Papas, y sólo
esperaban su presencia para engancharse como mercenarios. Venecia,
siempre bien enterada por sus hábiles embajadores de lo que ocurría en
el mundo, parecía segura de que el Papa español iba á llegar hasta Roma,
apoderándose de su adversario.
Para todo esto necesitaba mucho dinero, y lo pedía á su pariente el rey
don Martín, exigiendo también adelantos en el pago de los tributos
eclesiásticos á sus colectores de España y Francia. Muchos obispos
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