El papa del mar - 13

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La argentina había empezado por reirse un poco del general-doctor, como
si perteneciese á una casta humilde. Tenía el orgullo de su vasto país,
limpio de revoluciones, en eterna paz y abundancia. La «republiqueta»
de aquel hombre, del que todos hablaban, era menos grande que la más
exigua provincia de la Argentina. Pero al tratar á Urdaneta en las
tertulias y fiestas de París, acababa por sentir su influencia y se
rendía á él, como tantas otras mujeres de la alta sociedad, artistas y
cocotas célebres, seducidas por sus generosidades pecuniarias ó sus
arrogancias de varón seguro de su fuerza.
Rosaura había ocultado discretamente estas relaciones, pero ni ella ni
su amante podían vivir á todas horas á cubierto de los curiosos. Además,
el enardecimiento pasional de los primeros meses acabó por hacerles
cometer muchas imprudencias. Mientras permanecían en París les era fácil
disimular su intimidad; mas luego emprendían largos viajes juntos, que
acababan por hacerse públicos merced á indiscretas noticias de los
periódicos ó á las revelaciones de otros viajeros. Rosaura parecía no
haber amado nunca hasta entonces, tal era su entusiasmo.
--Luego ha persistido este amor, pero en otra forma, sin paz ni
confianza, con una continua sucesión de celos, disputas y nuevas
reconciliaciones. Nuestra amiga empezó hace tiempo á ver á Urdaneta bajo
una nueva luz. No puede sentir la misma seducción heroica que las
europeas ante el hermoso general-doctor. Esta señora es de allá y
aprecia mejor las cosas. Creo que cuando riñen le echa en cara la
pequeñez grotesca de su «republiqueta», extrañándose de que intente
igualarse con ella por el hecho de que sus dos países están en América.
«Yo soy de una República grande: yo soy argentina.» Hasta me han dicho,
y no sé si creerlo, que en alguna de tales disputas al hombre de la
«republiqueta» se le va la mano, apurada su paciencia, y la hermosa
criolla huye de él por algún tiempo. Luego vuelve; pues, según parece,
gusta de los caracteres fuertes, de los hombres verdaderamente
masculinos, y acepta á su héroe con todos sus defectos. Se mantienen en
realidad como muchos matrimonios legalmente constituídos. Él, cansado de
su dicha, comete infidelidades; ella vive en continuos celos ó fingiendo
un desprecio que no siente; se pelean, se abandonan, se buscan después.
Urdaneta, por su voluntad, sería hace tiempo el esposo legítimo de ella.
Un casamiento con la rica criolla afirmaría su situación financiera.
Pero la viuda sabe lo que puede sufrir su fortuna con tal matrimonio,
conoce el poder de «la plata» por ser de un país donde ejerce más
influencia que en otros, no quiere verse arruinada, y prefiere continuar
esta situación ilegal que todos le perdonan.
Cierto ruido de sillas hizo que el grande hombre callase, volviendo los
ojos hacia donde estaban las señoras.
Tía Nati había sentido aflojarse los resortes de su voluntad, y siempre
con los ojos muy abiertos, dejó caer su cabeza sobre el pecho,
aumentando la fuerza de su respiración. Estela dió excusas. Las dos
estaban muy cansadas, y doña Nati, á causa de sus años, no podía
resistir las fatigas del viaje.
Esta alusión á su edad pareció despertarla, comunicándole una viveza
agresiva; pero al fin se plegó á los deseos de la joven, ansiosa de
retirarse á sus habitaciones.
Se despidieron de Rosaura. La criolla, por su parte, también se mostraba
impaciente, mirando de reojo un abultado sobre que el portero del hotel
había dejado minutos antes sobre el velador. Las tres mujeres se
besaron, manifestando deseos de verse pronto, aunque la señora de Pineda
y tía Nati no sentían gran prisa de volver á encontrarse. La invitación
quedaba aceptada: visitarían á la argentina en su casa de la Costa Azul,
cuando don Arístides fuese de embajador á Roma.
--Ahora á dormir--dijo Estela á su tía--. Piense que mañana á las nueve
hemos de continuar nuestro viaje.
Rosaura, al quedar sola, se apresuró á abrir el sobre colocado sobre la
mesa. Tal era su impaciencia, que ni se acordó de los dos amigos que
seguían conversando en el fondo del _hall_ sin perderla de vista.
Fueron saliendo del sobre grande cartas más pequeñas, tarjetas postales,
toda la correspondencia llegada á su «villa» de la Costa Azul durante su
viaje, y que le reexpedía la doncella.
Miró ávidamente la letra de los sobres. Echó á un lado otros con la
dirección impresa, que parecían contener catálogos de modas, anuncios de
perfumistas y de joyeros. Examinó por ambas caras varias tarjetas
postales. Luego hizo un gesto de desaliento... Nada.
El célebre abogado, que se tenía por muy hábil para adivinar las más
intrincadas situaciones gracias á su inducción, dijo en voz queda:
--Sin duda está esperando una carta de Urdaneta pidiéndole perdón para
reconciliarse una vez más, y la carta no llega. Casi estoy seguro de que
ha reñido con el general-doctor.


V
El alba del protestantismo

Era cerca de mediodía cuando Rosaura bajó al salón del hotel. Borja la
esperaba hojeando sin interés diarios y revistas algo atrasados que
llenaban una mesa, y se apresuró á saludarla.
Había despedido en la estación á don Arístides y su familia. El tiempo
era malo. Empezaba á soplar el mistral, modificando la fisonomía de
Marsella.
Los dueños de los cafés de la Cannebière parecían capitanes de buque
ordenando una maniobra. Sus tripulaciones de camareros amarraban los
toldos con cabrias y cuerdas iguales á las de los barcos de vela; luego
aseguraban con puntales las mamparas de vidrio de las terrazas, para que
no las derribase el huracán. Sobre las aguas obscuras del Puerto Viejo
danzaban con iguales vaivenes las embarcaciones grandes y pequeñas. El
viento extraía polvo y papeles de los rincones de las calles,
haciéndolos girar en espiral. Sonaban como disparos los golpes de las
persianas al cerrarse. Y toda esta violencia instantánea de ciclón
contrastaba con la serenidad del cielo, intensamente azul, barrido de
nubes.
Rosaura había despertado muy tarde, después de pasar una mala noche.
Atribuía á este cambio atmosférico la excitación de sus nervios. Su
rostro ojeroso y afilado, de intensa palidez, revelaba las horas de
insomnio. El mistral venía á aumentar su nerviosidad.
--¡Qué fastidioso permanecer aquí encerrada el día entero!... Envidio al
señor Bustamante y á su familia, que huyeron á tiempo. Me dan ganas de
hacer lo mismo. Aunque este huracán dura á veces tres días, prefiero
arrostrarlo en el camino. Sólo necesito seis horas de automóvil para
verme en mi casa.
Borja se apresuró á tranquilizarla con su optimismo. Tal vez era un
falso mistral y terminaría á media tarde. Debían despreciar su furia
yendo á cierto restorán, famoso por sus platos de la antigua Provenza.
Salieron del hotel, pero al pisar la acera de la Cannebière la bella
criolla se estremeció, volviendo inmediatamente atrás. Había recibido
una fría bofetada en pleno rostro, sintiéndose á continuación envuelta
por los anillos glaciales del vendaval. Creyó que alguien le arrancaba
el sombrero de su cabellera. Tuvo que llevarse ambas manos á las
hinchadas faldas, que, no obstante su estrechez, pretendían subirse
hasta su pecho. La sorpresa le hizo gritar, y creyó que el viento
llenaba su boca con una bola de algodón helado. Borja la siguió en este
retroceso, riendo de su alarma.
--¡Imposible salir!--dijo ella--. Prefiero el aburrimiento del hotel.
Almorzaré aquí, y usted me acompañará. Por fortuna, escuchándole
transcurre el tiempo sin que una lo sienta.
Volvieron á instalarse junto á un velador del _hall_, y al poco rato
Borja, sin saber cómo, aludió á la mala noche que ella había pasado. Era
indudablemente porque sufría grandes contrariedades. Tal vez esperaba
noticias que no llegaban. Bien podría ser que la molestasen penas de
amor.
Rosaura pareció irritarse al oir tales suposiciones, y miró al joven con
hostilidad.
--¿Se imagina usted que no tengo otros asuntos en mi vida que acordarme
de los hombres?... ¿Ha olvidado que soy madre de dos hijos, en los que
pienso á todas horas?...
Calló un momento, para añadir con energía:
--Oiga, Borja: si quiere que continuemos siendo amigos, no me hable de
amor, ni refiriéndose á otros ni pensando en usted. Adivino en qué
pararían nuestras conversaciones si las continuásemos. Escucharía su
declaración número no sé cuántos, pues resulta imposible estar á solas
con usted sin que inmediatamente hable de su amor y de «nuestra futura
felicidad», que yo me empeño en no aceptar. ¡Qué español ardoroso!...
Piense en Estela, en su futura esposa, y eso le tranquilizará. ¡Si
hubiese podido ver usted mi interior cuando estábamos anoche aquí!... No
he hecho nada malo, y sin embargo, sentía remordimiento al estar junto á
su novia, ese pobrecito ángel, y al recordar que usted, grandísimo
hipócrita, me ha declarado su amor muchas veces desde que nos
encontramos en Aviñón... Seriamente, Claudio, no quiero avergonzarme más
por cosas que no he pensado hacer nunca, y si usted, al verse solo
conmigo, ha de seguir lo mismo que antes, es mejor que se vaya.
Luego perdió su agresiva seriedad, para añadir sonriendo:
--O se aleja usted en seguida, ó me promete hablar tranquilamente, como
un compañero. ¿Conviene el trato?... Está bien; puede usted seguir aquí,
pero no permanezca por eso silencioso y de mal humor. Hable, cuénteme
cosas interesantes. Diga qué le pasó á nuestro don Pedro al ver desde su
refugio, en el reino de Aragón, cada vez más numerosos sus enemigos,
teniendo que luchar contra dos Papas rivales. Deseo saber en qué paró
esa guerra de los tres Pontífices.
Borja empezó á hablar con menos entusiasmo que otras veces. Un nuevo
personaje había surgido en el Norte de Europa con el propósito de dar
fin al cisma. Era joven y laico, Segismundo, rey de Bohemia, hijo del
emperador Carlos IV, que á su vez se veía elegido por los señores de
Alemania para ostentar la corona imperial.
--El ser «rey de romanos» ó emperador de Alemania--continuó--era un
cargo honorífico, una herencia puramente teatral del antiguo poder de
los Césares, que en realidad había terminado con Carlomagno. Los
emperadores de Alemania, en aquellos siglos, eran fuertes si tenían
dinero y soldados propios; cuando no se podían proporcionar estos
elementos para imponer respeto, sus mismos electores, los príncipes
alemanes, se reían de ellos, é iban de un lado á otro como huéspedes
aparatosos y mendicantes. Segismundo sólo poseía un reino, la Hungría,
pues su dominación sobre Bohemia fué aparente muchos años; pero supo
inspirar confianza á los que le rodeaban y vió un motivo de gloria
personal en la extinción del cisma, imponiendo su autoridad laica á los
tres grupos de Pontífices y cardenales en que estaba dividida la
Iglesia.
Los pueblos de la cristiandad se mostraban fatigados después de treinta
y siete años de cisma. Cada uno de los Pontífices abusaba de las
naciones bajo su obediencia, pidiéndolas incesantemente dinero para esta
guerra eclesiástica. Los cardenales eran los que más habían favorecido
al principio tal división con sus nuevas elecciones de Pontífices y sus
resistencias á un acuerdo definitivo. Esto les servía para obtener
nuevos empleos y riquezas. Pero tan largo desorden había acabado por
quebrantar la fe de los creyentes. Las muchedumbres se acostumbraban á
burlarse de los diversos Papas y sus ruidosas querellas. En varios
países empezaron á surgir doctores de palabra ardiente proclamando la
necesidad de una reforma profunda, no solamente en la organización de la
Iglesia, sino también en sus doctrinas, volviendo á la sencillez
evangélica de los tiempos de Jesús.
El miedo á la herejía triunfante hizo que los príncipes eclesiásticos
buscasen la unión sinceramente, después de tantos años de egoísmo. La
amenaza de una revolución religiosa los impulsó á una concordia
inmediata.
Segismundo, de acuerdo con Juan XXIII, el Papa elegido en Pisa, convocó
una asamblea universal de la Iglesia en la ciudad de Constanza.
Acudieron á ella tres colegios de cardenales casi completos: el de
Gregorio XII, ó sea el Papa de Roma, que huído de dicha ciudad andaba
vagabundo por Italia; el de Juan XXIII, elegido por el concilio de Pisa,
y todos los cardenales que habían abandonado á Benedicto XIII.
Precisamente los antiguos amigos de Luna iban á ser por su ciencia y su
palabra los más importantes oradores del nuevo concilio. Centenares de
arzobispos, obispos y abades fueron llegando á dicha ciudad por los
caminos terrestres ó navegando sobre las aguas del Rhin y del lago de
Constanza. Entre esta multitud de altos dignatarios de la Iglesia se
hacían notar los doctores de la Universidad de París, siendo los más
influyentes Pedro de Ailly y Gerson.
Los eclesiásticos reunidos en Constanza llegaron á ser diez y ocho mil.
A ellos había que añadir los cortejos del emperador y los príncipes
laicos, la muchedumbre de tenderos ambulantes, de vagabundos en busca de
colocación, de cantores, juglares y prostitutas venidas á esta asamblea
religiosa, semejante á una gran feria. De los diversos Estados de
Alemania, así como de Italia y Francia, acudieron cerca de mil mujeres
públicas. Además, según los cronistas de la época, muchas damas de
condición equívoca seguían con lujoso aparato á cardenales y otros
personajes.
Juan XXIII fué el primero en llegar. Había convocado el concilio
cediendo á las instancias de Segismundo, pero acudía de mala voluntad,
presintiendo un peligro al saber que le esperaban en Constanza sus más
encarnizados adversarios.
Se mostraban furiosos contra él los iniciadores del concilio de Pisa, al
darse cuenta de la astucia con que se había aprovechado de dicha reunión
para hacerse nombrar Papa, después de la temprana muerte de Alejandro V.
Era de inteligencia despierta y carácter violento, sin dominio sobre sus
palabras en horas de enfado. Al pasar por las montañas del Tirol, volcó
el coche papal y Juan XXIII rodó sobre la nieve, lo que le hizo lanzar
varias interjecciones de su aventurera juventud. Las pobres gentes del
país se asustaron al oir que el Santo Padre juraba por el demonio. Al
llegar á las cercanías de Constanza y ver la ciudad desde lo alto de una
colina, exclamó: «He aquí la trampa para cazar zorros.»
Más de cien mil personas y treinta mil caballos debían ser mantenidos
diariamente en Constanza. La Nochebuena de 1414 se presentó el personaje
más importante, el emperador Segismundo. Su llegada fué por el lago, y
una muchedumbre inmensa esperó cerrada ya la noche y soportando un frío
riguroso á que la barca regia atracase al pie de los muros de la ciudad.
Celebró Juan XXIII la misa de medianoche en la catedral, ocupando
Segismundo un magnífico trono, rodeado de todos sus príncipes y altos
dignatarios. Luego se vistió éste una dalmática de diácono, y llevando
en su cabeza la corona imperial subió al púlpito para cantar el
evangelio de la Natividad. Finalmente, el Papa le entregó una espada
bendita, para que se sirviese de ella en defensa de la Iglesia, y
después de tal ceremonia el concilio de Constanza pudo entrar en
funciones.
En seguida se dió cuenta el antiguo corsario Baltasar Cossa de cuál iba
á ser su destino por haberse entregado á dicha asamblea, confiando en
las palabras de Segismundo. Sus rivales Pedro de Luna y Angel Corario
habían sido declarados herejes en Pisa y despojados de sus tiaras. A él
le iba á ocurrir lo mismo.
Los trabajos del concilio resultaron muy largos. Sus venerables
individuos no tenían en cuenta para nada el tiempo. Las sesiones
numerosas fueron separadas por intervalos enormes. Tenían que esperar
contestaciones y comparecencias, para las cuales daban á veces plazos de
cien días. Sin embargo, los miembros del concilio no se aburrieron
durante tan luengas esperas. Como abundaban en Constanza príncipes y
señores acostumbrados á combatir, eran frecuentes los torneos. El teatro
hizo su aparición, siendo varias las compañías ambulantes que
representaban dramas sacros, con intermedios jocosos. Resonaba la ciudad
bajo un incesante concierto de marchas guerreras y canciones de amor. Se
habían reunido en ella mil setecientos músicos de clarín, pífano, flauta
y viola.
Cediendo á las insinuaciones amenazantes del concilio, el papa Juan hizo
una promesa de dimisión para devolver la paz á la Iglesia; pero algunos
días después, mientras se celebraban grandes justas en el centro de
Constanza, un hombre ya viejo, vestido de palafrenero, montado en un
mal rocín, con el rostro cubierto y una ballesta colgante de la silla,
cruzó las calles guiado por un niño, que le condujo hasta las puertas de
la ciudad sin saber quién era. Así escapó de Constanza Juan XXIII, para
librarse de sus enemigos que le exigían una renuncia inmediata y
absoluta.
La fuga del Pontífice causó tal sorpresa y pánico, que muchos dieron por
terminado el concilio. Los comerciantes empezaron á empaquetar sus
mercancías; los palafraneros de cardenales y príncipes prepararon sus
caballos; pero Ailly y Gerson, con la ayuda del emperador, supieron
impedir la desbandada general, convenciendo á los miembros del concilio
de que éste podía continuar sin el Papa, y en las sesiones siguientes
establecieron el revolucionario principio de la superioridad de una
asamblea general de la Iglesia sobre el heredero de San Pedro.
--Esto fué un triunfo--continuó Borja--para la tendencia
galicana que representaban ambos teólogos. La Iglesia iba á regirse
«parlamentariamente», como diríamos ahora. La asamblea de los fieles
resultaba superior al Papa, dejándole un papel de monarca
constitucional... Pero más adelante los sostenedores del poder
pontificio acabaron por dominar al concilio, y el nuevo Papa, Martín V,
nombrado por éste, continuó la tradición monárquica absoluta de la
Iglesia.
Como el fugitivo Juan XXIII se negaba á regresar á Constanza, el
concilio lo juzgó, luego de oir un acta de acusación en la que se iban
relatando todos los pecados del antiguo corsario Baltasar Cossa:
«malvado, impúdico, mentiroso y rebelde; mal hijo con sus padres,
envenenador de Alejandro V, al que había sucedido; culpable de
fornicación con la mujer de su hermano, con religiosas, doncellas,
casadas, y de otros crímenes contra la castidad; vendedor de
indulgencias y de empleos para guardarse su producto; avaro,
simoníaco...» Y así continuaba la acusación contra el tercero de los
Papas, abarcando setenta y cuatro delitos, consignados con toda clase de
detalles.
El 29 de Mayo de 1415, el concilio lo deponía, y una diputación iba á
buscarlo en la ribera alemana del lago de Constanza, donde se había
refugiado, para notificarle su sentencia. Juan XXIII la acató
humildemente, reconociendo el yerro cometido al huir del concilio, y se
resignó para siempre á su desgracia. Tres años vivió prisionero en
Alemania, sufriendo ultrajes y consolándose de tan amarga situación
componiendo versos latinos sobre la inestabilidad de las cosas humanas.
Cuando el concilio nombró Papa, años después, á Martín V, al pasar éste
por Florencia vió arrodillarse á un anciano que le prestaba juramento
como Pontífice legítimo, queriendo vivir y morir bajo su dependencia.
Martín V, conmovido por tal espectáculo, concedió al antiguo Juan XXIII
el primer puesto en su Sacro Colegio con el título de cardenal-obispo de
Túsculo; pero el agraciado tardó poco en morir.
Obtuvo el concilio de Constanza una nueva victoria. El errabundo
Gregorio XII, abandonado por casi todos los países de su obediencia y
que no sabía dónde refugiarse, abdicó igualmente su tiara desde la villa
de Viterbo, y el concilio lo nombró cardenal-obispo de Porto. Dos años
después moría en Recanati, diciendo: «No he conocido al mundo, ni el
mundo me ha conocido á mí.»
Para agradecer su renuncia, el concilio lo declaró el Pontífice más
legítimo de los tres. Era el Papa de Roma, y la asamblea libre de la
Iglesia, al hacer esto, obedeció á la misma influencia geográfica que
había motivado el cisma. El futuro Pontífice elegido por el concilio
sería forzosamente italiano, para que no se repitiesen las disensiones.
--De los tres Papas--dijo Borja--ya no quedaba en pie más que uno:
Benedicto XIII; pero con éste iban á poder muy poco el ensoberbecido
concilio y el jactancioso Segismundo, propenso á querer asustar con las
amenazas de su fuerza algo ficticia y poseedor de cierta habilidad para
conseguir por medio de intrigas lo que le era imposible obtener
autoritariamente.
Claudio olvidó esta querella de los tres Papas para evocar la figura de
un simple doctor, que sin ser cardenal ni prelado, dejó su nombre
heroico unido para siempre al recuerdo de dicho concilio.
--No sólo eran mercaderes, artesanos, músicos, cómicos y aventureros los
que habían venido á engrosar la muchedumbre de Constanza. Antes de que
llegase el emperador, las gentes se agolpaban en las plazas de la ciudad
ó en los muelles del lago para escuchar la fogosa oratoria de un
eclesiástico de cuarenta años, alto de cuerpo, el rostro pálido y
enjuto. Era de vida austera, y se mantenía pobremente á pesar de su
amistad con los grandes señores de Bohemia, su país. Se llamaba Juan
Huss, y por sus estudios y su elocuencia había llegado á rector de la
Universidad de Praga y confesor de la ex reina Sofía, cuñada de
Segismundo.
Amaba el Evangelio en toda su pureza, deseando que la Iglesia,
corrompida y dividida, se ajustase de nuevo á sus enseñanzas. Otro
clérigo llamado Wiclef había surgido, antes que él, en Inglaterra,
proclamando la regresión de la Iglesia al primitivo espíritu evangélico,
la supresión de la vida escandalosa y los abusos de los príncipes
eclesiásticos, una reforma completa en las costumbres y en el dogma.
Wiclef había muerto en su patria sin que su persona sufriese
persecuciones, pero sus libros fueron condenados á las llamas en varias
ciudades de Europa. Juan Huss, su discípulo y continuador, se veía
excomulgado, y sus obras eran igualmente arrojadas al fuego en Praga.
Apeló de esta sentencia ante Juan XXIII, y provisto de un salvoconducto
del emperador Segismundo, emprendió la marcha hacia Constanza, seguido
de numerosos discípulos, con la pretensión de hablar públicamente en el
concilio. No obstante las preocupaciones que le acarreaban la lucha con
sus enemigos y el afán de sostener su autoridad, recibió Juan XXIII
benévolamente al doctor bohemio, suspendiendo las censuras que pesaban
sobre él, bajo la condición de que se abstuviese de predicaciones.
No era el momento oportuno para que un orador como Huss, acostumbrado á
perorar todos los días en la cátedra ó al aire libre ante enormes
muchedumbres, se mantuviese silencioso. Además, un hombre sincero que se
imagina poseer la verdad, prefiere la muerte al mutismo.
Siguió Juan Huss predicando como antes en las plazas de Constanza, y las
autoridades eclesiásticas lo aprehendieron, manteniéndolo en un calabozo
á las órdenes del concilio. En su sesión quinta confió éste á una
comisión de dos cardenales y varios doctores el examen de las doctrinas
de Husss, siendo presidente de ella el célebre Pedro de Ailly, ahora
cardenal de Cambray.
Cinco semanas se prolongó el duelo entre un hombre completamente solo y
los ricos dignatarios de la Iglesia, empeñados en hacerle abjurar
cuarenta y dos proposiciones extraídas de los libros de Wiclef que
figuraban como suyas. El heroico predicador contestó siempre que estaba
dispuesto á tal abjuración, con entera humildad, si le demostraban
antes que sus doctrinas eran erróneas. Ailly y algunos otros jueces
miraban con simpatía y lástima al obstinado Huss.
--Juan--decía Ailly--, entregaos simplemente y sin reserva alguna al
concilio, que os tratará con humanidad é indulgencia.
Le dieron á entender que podía formular una abjuración, aunque fuese
simulada; pero Huss repelió tal propuesta, diciendo: «La mentira
amargaría mis últimos instantes.»
--El concilio--continuó Borja--, por lo mismo que se había constituído
de un modo revolucionario, colocándose sobre el Pontífice que lo convocó
y arrogándose una autoridad universal sobre la Iglesia, se mostraba
severo é inquieto con los innovadores. Sentía el ansia dominadora de los
gobiernos provisionales surgidos de una revolución, que temen en seguida
á los exaltados y necesitan castigarlos, para consolidar de tal modo su
prestigio ante los elementos conservadores.
Ailly y los demás jueces, después de tan largas controversias, se
apartaron tristemente del acusado, presintiendo cuál iba á ser su fin.
Como Segismundo le había concedido un salvoconducto, resultaba
vergonzoso para él que este hombre venido á Constanza bajo su protección
fuese ejecutado. Para evitarse tal vileza, hizo que varios señores
checos visitasen á Maestro Juan en su prisión, pidiéndole que abjurase.
Uno de ellos, para convencerle, dijo que no debía creerse él solo más
sabio que todo el concilio; á lo que repuso el predicador: «Si el último
de sus miembros me opone textos mejores que los míos, me retractaré
inmediatamente.»
Al celebrarse, el 6 de Julio, la XV sesión del concilio, Juan Huss fué
conducido entre soldados á la catedral de Constanza. Segismundo, que
había suscrito un documento garantizando la seguridad de su persona,
ocupaba un trono, rodeado de los dignatarios de su corte. La muchedumbre
llenó el resto del templo. En mitad de éste había una tarima y sobre
ella una mesa con los ornamentos sacerdotales preparados para la
ceremonia de la degradación.
Hubo misa solemne, letanías cantadas, y un obispo predicó sobre la
necesidad de aplastar la herejía en su germen, alabando al emperador
Segismundo, destinado por Dios para extirpar á un mismo tiempo el cisma
y la herejía. Y terminó su sermón diciendo que suprimir á un herético
era obra de piedad.
Después de amenazar el concilio con severas penas á todo el que
interrumpiese la discusión, hizo leer las herejías de Wiclef enseñadas
por Juan Huss. Éste se defendió con vehemencia apelando á Cristo y no
quiso abjurar. Entonces lo obligaron á ponerse de rodillas para que
escuchase su sentencia, arrojándolo de la Iglesia y degradándolo como
sacerdote.
Siete obispos le revistieron los ornamentos sacerdotales como si fuese á
celebrar la misa. Al ponerle el alba, dijo Maestro Juan:
--Cuando Cristo fué conducido de Herodes á Pilatos, lo cubrieron con un
vestido blanco para burlarse de él.
Le exhortaron los obispos por última vez á que se retractase, y Huss
contestó dirigiéndose á la multitud:
--No quiero mentir ante la cara de Dios, ofendiendo á mi conciencia y á
la verdad. Retractarme sería engañar á muchedumbres enormes que
escucharon mis predicaciones, anunciando la palabra divina.
Los obispos le pusieron un cáliz en las manos y se lo arrebataron á
continuación, gritándole:
--Judas, ya que abandonaste el consejo de la paz para tomar el de los
judíos, te quitamos el cáliz de salud.
A lo que contestó el excomulgado:
--Dios Todopoderoso, por el cual sufro, no me quitará el cáliz de salud
que espero beber hoy mismo en su reino.
Uno por uno le fueron arrebatados los ornamentos sacerdotales, entre
terribles maldiciones del rito. Como los obispos debían terminar por la
supresión de su tonsura, discutieron entre ellos cómo podrían hacerlo,
si con navaja ó tijera, y Huss gritó al emperador Segismundo:
--Ved cómo mis enemigos no llegan á entenderse siquiera sobre el modo de
deshonrarme.
Luego de borrar su tonsura le pusieron en la cabeza una corona de papel
de dos pies de alto, en la que estaban pintados tres horribles demonios
arrebatando su alma, con la siguiente inscripción: «Este es el
heresiarca.»
--¡Abandonamos tu alma á Satán!--gritaron los obispos.
Huss juntó sus manos, levantó los ojos al cielo y repuso:
--Señor mío Jesucristo, que llevasteis una corona de espinas más
dolorosa que la mía: por amor de vos, yo, pobre pecador, llevo
humildemente esta corona más ligera, aunque infamante.
Terminada la degradación, el concilio lo abandonó al brazo secular.
Según una antigua costumbre de la Iglesia, horriblemente hipócrita,
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