El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 17

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la salvación de Tiburcio. El pícaro cortó la cuerda con navaja. ¿Cómo
pudo ser esto, después del cacheo minucioso que a todos se hizo? Sin
entretenerse en descifrar tal enigma, acudieron a la cuerda de Becerro,
notando en los dos consortes de este inquietudes reveladoras del ansia
de libertad.
Y cuando esto ocurría, Gil y la viejecita, libres ya de la impedimenta
del cuatrero, subieron tranquilamente por un senderillo escalonado, y
se encontraron en lo alto de la trinchera que dominaba por la derecha
el camino real. Desde allí vieron el cadáver de don Quiboro, medio
cubierto con su manta, y observaron el trajín de los guardias para
contener a los de la traílla de Becerro. No fue iniciativa de Gil
el subirse con paso sereno a donde fácilmente podían ser de nuevo
aprehendidos. La Madre le llevó con suave tirón de su mano atada, y al
llegar arriba le dijo:
--Veremos lo que hacen estos pobres cuadrilleros de la Santa Hermandad,
tan sencillotes y puntuales en cumplir lo que les ordena su reglamento.
Su deber es cogernos o matarnos. Subamos un poquito más arriba.
Advertida por los guardias la fuga de la vieja y su escudero, con ellos
se encararon. Regino les dijo:
--Baja, Florencio, y no nos comprometas. A _doña Sancha_ podríamos
dejar en libertad; a ti no, que eres acusado de homicidio.
--Es hijo mío --gritó la Madre con voz cascada--, y los dos correremos
la misma suerte. ¿Para qué quiero vivir yo, si a mi hijo matáis, o si
vivo le lleváis a la deshonra, abriéndole las puertas del presidio?
--Volved acá. ¿Qué más quisiéramos nosotros que dejaros libres?
--gritó Regino, blasonando de riguroso, sin olvidar lo humano--. Si
la vieja es tu Madre, cumplirá con Dios haciendo por salvarte. Pero
nosotros, máquinas frías de la ley, no podemos encender en nuestros
pechos la compasión. Has matado a un hombre. La anciana no ha hecho
más que ocultar la rapiña de los leñadores furtivos... Para ella puede
haber un poco de lo que llamamos vista gorda; para ti no... Bajad y
entregaos.
--Farsante --clamó Gil-Tarsis ronco de ira--. Más culpable que mi Madre
y que yo eres tú, que aprovechándote de mis desdichas me has quitado a
mi mujer. ¡Y hablas de justicia y de ley, y distingues la vista gorda
de la vista flaca! La vista tuya ante mí es de lobo carnicero, porque
después de quitarme la mujer que adoro, quieres ocultar tu delito con
mi perdición. En Numancia te conocí; en Numancia me engañaste, pues con
hipócritas zalamerías me hiciste creer que eres caballero. Caballero
fuiste, sin duda, y estás encantado como yo, penando por tus culpas...
Al mismo escarmiento y expiación estamos condenados: yo por desórdenes
de mi vida, de los que afean, pero no deshonran; tú por delitos contra
mi Madre.
--Baja, loco de atar --gritó el de la cara fosca--; baja, y si más que
presidio mereces manicomio, a él irás.
--No bajo... Regino, mal hombre, ¿piensas que desconozco la causa de
tu condenación, y el pasar de caballero y alta figura militar a simple
número de la Guardia civil? Pues encantado fuiste por entregar a una
nación extranjera tierras españolas... ¿Te atreves a negarlo?...
Vendiste a tu patria, no por dinero, sino por obedecer a los que
querían la paz aunque esta fuera bochornosa. Y ahora, el que fácilmente
y sin lucha permitió la conquista de una parte de España, ahora también
con maniobra fácil a mí me conquista la mujer... Esto es indigno.
Contra ti protestarán el cielo y la tierra, y maldito de Dios, y
maldito de los hombres, no tendrás en tu vida ni un instante de paz...
Y nada más tengo que decirte. Yo criminal, creo deshonrarme hablando
contigo.
Como en aquel instante iniciara la Madre un movimiento para seguir
cuesta arriba, los guardias les dieron el alto.
--¡Quietos! --gritó el del feo rostro--. Quietos, o disparamos.
_Güela_, ten el juicio que a ese loco le falta. Bajad: os lo mando por
tercera y última vez.
No hicieron caso el hijo ni la Madre. Los guardias no podían eludir
el cumplimiento de su deber... Los mortíferos fusiles subieron a la
altura de los ojos. ¡Brrrum! Dos, tres disparos rasgaron el aire con
formidable estampido. La vieja y el caballero se desplomaron... Su
caída en tierra fue súbita y blanda, como la de dos cuerpos colgados
del cielo por invisibles hilos... que las balas rompieron.


XXIV
Allá van los peregrinos, de tierra en tierra, de río en río.

Consumado el acto de policía impuesto por duro reglamento, advirtieron
los guardias en su compañero Regino palidez tan intensa, que más
parecía muerto que matador. Demudado de rostro y oprimido el pecho
por indecible congoja, difícilmente podía tenerse en pie; y mientras
sus camaradas subían a cerciorarse de la muerte de los fugitivos, se
sentó junto a la inerte y fenecida humanidad del buen don Quiboro. O se
avergonzaba de la flaqueza de su ánimo, o en su mente se agolparon, con
violencia congestiva, ideas suscitadas por las terribles imprecaciones
de Gil poco antes de caer fusilado. Volvieron del reconocimiento los
guardias, y Regino les interrogó sacando débiles voces de su angustiado
pecho.
--El mozo está más muerto que mi abuelo --dijo el fosco--. Cabeza
y corazón tiene, al parecer, pasados de parte a parte. En la vieja
no hemos visto heridas; pero está tiesa y sin respiración. Si no la
tocaron las balas, muerta está del susto.
Suspiró Regino. Ocupáronse los cuatro sin demora en apreciar la
situación poco airosa de la conducta. Fugados también los leñadores
furtivos, solo quedaba en cuerda el gran Becerro, que ni podía
escapar, ni aunque pudiera lo intentaría, sometiéndose de buen talante
al fuero de policía, por dictado inapelable de su honrada conciencia.
--Señores guardias --les dijo--, aquí me tienen a su disposición para
cuanto gusten mandarme. Mis consortes de cuerda huyeron validos del
descuido y confusión que se produjo por la muerte de este olvidado
patricio, que de Dios goce. Yo no huyo, y aunque voy preso tan solo por
la delincuencia levísima de haberme apropiado dos cebollas, movido del
hambre furiosa, respeto las leyes y voy a donde quieran llevarme, que
por malo que sea el lugar de mi destino, siempre será mejor que la nada
del desamparo en que me veo. Átenme si quieren; mas yo aseguro a los
dignos caballeros de la Santa Hermandad que no será preciso, pues no he
de hacer nada por la Libertad, que esta, ¡vive Dios! ha de dar paso a
su hermana mayor la Justicia.
Aunque los de la Benemérita fiaban en la sumisión del esmirriado
Becerro, no quisieron perderle de vista, y colocándole sentadito junto
al cadáver de don Quiboro, a guisa de guardián o asistente religioso
para encomendarle el alma, procedieron a la ejecución de lo que el
reglamento en aquel singular caso les imponía. En espera del primer
transeúnte que les ofreciese la casualidad, redactaron el parte que
habían de dirigir al Juzgado municipal del pueblo más cercano, para que
viniese a recoger los tres muertos de aquella infeliz jornada. Acertó
a pasar el primero un mocetón con dos borricos cargados de tejas;
se le detuvo, y encargado fue de llevar el mensaje. Inmediatamente
comenzaron a extender el atestado que habían de formar, y de la
redacción de este, así como del parte, se encargó Regino, auxiliar de
una de las parejas, y el más suelto de letra y estilo para trabajos
de oficina. Sacó el guardia papel, tintero y pluma, que a prevención
llevan todos en su cartera cuando van en conducciones, y haciendo mesa
de su rodilla, escribió cuanto era menester para cumplir el trámite
ineludible. «En el kilómetro tal y tal, el detenido tal y tal sufrió
un accidente; se le prestaron los auxilios tales y cuales... quedando,
al parecer, difunto... Y en la confusión que sobrevino, los detenidos
tales y cuales se escaparon por un terreno en que era imposible
perseguirlos; y otra pareja de presos, joven él y anciana ella,
conocidos por tal y cual... intentaron la fuga, siendo acometidos por
accidentes de que les sobrevino muerte natural, etcétera, etcétera...»
Un buen rato invirtieron en esto los buenos guardias, y en tanto,
transeúntes diversos se detenían movidos de lástima y curiosidad en el
lugar de la tragedia, llegando a formarse un atasco de gente que obligó
a los civiles a ordenar el despejo.
--Ea, paisanos: sigan su camino, que aquí no se les ha perdido nada. Ya
hemos dado el parte, y esperamos que venga el Juzgado municipal, con la
tardanza de tres leguas largas que suponen el aviso para ir y el juez
para venir. Hagan el favor de retirarse cada cual por donde le llaman
sus obligaciones, que aquí no nos hace falta público... Adelante o
atrás todo el mundo.
Unió a estas exhortaciones la suya muy autorizada el gran Becerro,
diciendo a los mirones:
--Obedezcan a los señores guardias, y despejen. Este que aquí veis,
anciano difunto, es un venerable profesor de las escuelas del Reino...
vida cansada, heroica... Ha muerto andando... Por lo que a mí toca,
si entre ustedes hay alguno de los que llaman _reporter_, y me pide
informes personales para su periódico, direle que voy preso por haber
cogido dos cebollas con el fin de alimentarme, pues no llevaba conmigo
más que un poco de pan seco. Pensaba yo que los frutos de la tierra han
sido dados a la Humanidad para su sustento... Y sepan asimismo que me
vi en tan cruel necesidad porque unas meretrices desenvueltas y unos
mancebos desvergonzados me aliviaron de mi dinero... Y nada más tengo
que decirles... Señores, buenas tardes... Adiós... Gracias.
Las tres leguas largas del aviso que va y del Juzgado que viene, se
alargaron por la natural pereza de estas diligencias de la policía de
caminos, y se pasó la tarde y vino la noche en la propia situación
descrita. También los dos cuerpos tendidos en la parte de monte, más
arriba de la trinchera, tuvieron su poco de público, homenaje de la
curiosidad compasiva. Los mirones pegajosos dejaron caer sobre las
víctimas de aquella tragedia la opinión concluyente de que el mozo
y la vieja, el uno ensangrentado, la otra seca y rígida, estaban ya
poco menos que putrefactos. Se les debía dar tierra en el propio suelo
donde yacían. Ocioso es decir que los guardias ahuyentaron el enjambre
fisgón, que en cien caseríos a la redonda había de esparcir el zumbido
de opiniones diversas acerca de la justicia en despoblado.
Como se ha dicho, declinó el día con perezosa tristeza sobre los vivos
y muertos que en aquel punto esperaban la llegada de un funcionario
judicial, y al día sustituyó la noche en la guardia o centinela de lo
muerto y lo vivo, apoderándose de todo con dulce tutela melancólica.
Ya pestañeaban en el cielo, queriendo lanzar su brillo, las tímidas
estrellas de Casiopea; ya el grupito gracioso de las Pléyades subía
tras de Perseo y delante del Toro, de ardiente mirar, cuando la vieja,
estrella terrestre, a quien unos llamaban _Madre_, otros _doña María_,
y los menos avisados _doña Sancha_ o _doña Berenguela_, empezó a
pestañear también como las del cielo, queriendo esparcir su soberano
brillo sobre el mundo... Dicen historias fidedignas que se incorporó
sin desperezarse, y algún cronista consigna el desperezo como dato
preciso. Sin dar importancia a este detalle, el narrador afirma que la
Madre tocó el cuerpo exánime de su encantado hijo, diciéndole:
--Gil, ¿estás muerto?
Y añade que el caballero Tarsis, sin moverse, respondió:
--En verdad no sé si soy difunto... o si de mi defunción quiere salir
una nueva vida. Te aseguro que roto mi cráneo como una hucha de barro,
las monedas, digo, los sesos salieron a tomar el aire... Pero a mi
parecer, han vuelto a meterse en su casa o madriguera, y la herida me
duele tan poco, que si me pasaras por ella tu dedo mojado en tu saliva,
creo que no me dolería nada.
--Sí haré --dijo la Madre, aplicándole la medicina por él propuesta--.
Abre los ojos, si ya no los tienes abiertos... ¿Ves? ¿Me ves a mí y a
estos matojos que nos rodean?
--No he cerrado los ojos desde que nos fusilaron, y aguantándome
inmóvil he visto a la gente novelera que vino a cantarnos el funeral
de su lástima, diciendo que estábamos ya en descomposición. Yo me lo
creí, y hasta llegué a sentir las cosquillas que me hacían los gusanos
corriendo por toda mi carne, y dedicándose a comerme sin ningún respeto.
--¿Podrías tú ponerte en pie? Pruébalo.
--Pues sí que puedo --respondió Gil, moviendo piernas y brazos para
tomar la postura de cuatropea--. Lo que temo es que si me levanto, nos
vean los guardias.
--No te ven. ¿Has notado que cae sobre este suelo, en gran espacio, una
densa oscuridad?
--Lo he notado... Nada se ve fuera de un radio de tres varas... Sí: veo
unas luces que vienen por arriba, como hachas encendidas que oscilan y
tiemblan al paso de las personas que las llevan.
--Son hachones, sí --dijo la Madre--; son los cirios de los frailes
Recoletos que vienen a sepultarme a mí... y a ti, como es consiguiente.
No hagas caso de esto, y dejemos que nos entierren...
--¿Vivos?
--No, hijo... Ellos nos entierran y nosotros nos vamos.
--¿Cómo he de entender tal dislate, si no me concedes siquiera un
destello de tu ciencia divina?
--No discutas, no caviles, no ahondes en el vago misterio, sobre el
cual yo misma no podría darte razones que lo aclaren. Cógete a esta
falda mía, toda fango y desgarrones, y ven, ven...
--¿No temes que nos vean los guardias y nos fusilen otra vez?
--No se fijan en nosotros. Desde aquí los veo descuidados de los
muertos, y atentos a si viene o no viene el juez municipal a sacarles
de este atolladero?
--¿Y el gran Becerro qué hace?
--Allí le tienes sentadito a la cabecera del buen don Quiboro.
Primero entretuvo a los guardias contándoles el paso del Cid con toda
su hueste por estos lugares, para ir a la conquista de Valencia...
Después, metiéndose en la geografía arcaica, les dijo que no lejos
de aquí tuvieron los celtíberos su celebrada _Confluenta_... y otras
ciudades... En verdad, no sé si Becerro está en lo firme: con los años
y el tráfago del vivir presente, se me van olvidando estas cosas.
--Yo, por más que digas, temo a los guardias. ¿Estamos donde caímos
muertos, o nos hemos alejado un poquito?
--¿No te haces cargo de lo que has andado conmigo agarradito a los
pingajos de mi falda? Entre nosotros y el lugar de la tragedia he
puesto ya un espacio de más de doce kilómetros. No te diré dónde
estamos, porque no lo sé fijamente ni me importa. Te llevo por la
margen derecha de mi risueño Henares, y si no te cansas, no hemos de
parar hasta la docta ciudad donde nació el Príncipe, por no decir el
Rey, de mis ingenios.
Aseguró Tarsis que en mil años no se cansaría. Era feliz junto a ella,
y aún lo sería más cuando pudiera olvidar las angustiosas escenas de
Pitarque, la triste conducción por carretera con el doloroso paso
de la muerte de don Alquiborontifosio y el imborrable espanto del
fusilamiento. Exhortole la Madre a ir expulsando de su cerebro aquellas
patéticas emociones hasta que no quedara rastro de ellas.
--Por mi parte --añadió--, siempre que salgo de apreturas como la de
esta tarde, me doy buena maña para velarlas y desvanecerlas con el
benéfico olvido. Si así no fuera, viviríamos en un puro dolor. Debo
decirte que, aunque la cuenta de mis años no cae dentro del fuero
de la aritmética y de la cronología, no he llegado a persuadirme de
mi inmortalidad, no puedo ponerla entre las cosas incontrovertibles
y dogmáticas. Las indecibles tonterías y despropósitos de mis hijos
me han precipitado a la desesperación, y en las negruras de esta he
visto segura, inevitable, mi muerte... Luego, en crisis terribles que
parecían entrañar mi acabamiento, heme levantado viva cuando ya me
llevaban del lecho mortuorio al sepulcro.
--Eres inmortal --replicó Gil con vehemencia-- porque no eres una vida,
sino millones de vidas; no eres solo un lenguaje, sino remillones de
lenguas que espiritualmente te vivifican.
--Así sea --dijo ella sonriente--; pero por mi fe, yo temo la
extinción de la vida, mayormente cuando sufro reveses como los que
acabo de pasar, y cuyos efectos en mí son vejez, enfermedades y hondo
desaliento. En la barbarie de esta tarde, que fue la tensión máxima
del infortunio motivado por mis malos hijos, sentí el horror de la
muerte. Cuando los guardias me apuntaron, dije para mí: «Esto se
acabó. Ya no me vale mi poder invisible...» Luego, ¡loado sea Dios!
este don de milagros, que otros llaman magia, y que siempre usé con
discreción y prudencia, me resultó eficaz, tanto para mí como para
ti... Del trance salimos con vida... Casi, casi me decido a creer en
mi inmortalidad... o al menos, por algún tiempo podré seguir afianzada
en esta idea robusta, como una estatua en su pedestal. Adelante, pues,
y hasta otra... hasta que tus hermanos me traigan un nuevo conflicto
de los que llamáis de vida o muerte... De este salí. ¿Saldré de los de
mañana?... Tengo la suerte... y ello es una virtud más que me ha dado
Dios... de no perder mis bríos en las mayores adversidades. Cuando
las padezco, lloro y me desespero; pero en cuanto pasa el sofoco y me
encuentro con vida, poco tardo en volver a mi normal tranquilidad, y a
sentirme alentada por la esperanza... Entiendo que no soy yo, sino la
raza que llevo en mí, la que tan rápidamente se cura del torozón de sus
desdichas. Así somos, así nos hizo Dios, _Asur, hijo del Victorioso_.
Caemos y nos levantamos tan arrogantes como estuvimos antes de caer, y
con limpiarnos el rostro de algunas lágrimas y sacudir los miembros, y
abrir plenamente nuestros ojos a la luz del sol, ya estamos de nuevo
en todo el esplendor y frescura de nuestro optimismo, que podrá tener,
como dicen algunos filósofos regañones, su poquito de ridiculez, pero
que es, créeme a mí, el único ritmo, pulsación o compás que nos queda
para seguir viviendo.
--Pues tú así lo piensas --dijo el caballero con efusiva convicción--,
yo hago mío tu pensamiento, yo quiero ser el eco de tu voz. Vendrán o
no los días gloriosos; pero hemos de esperarlos, y orientar hacia ellos
nuestras almas. Advierto, Madre querida, que ya no eres vieja-vieja,
como te vi en Pitarque. Tu rostro no se ha desarrugado; pero tu
agilidad y tu mayor corpulencia dicen que te restablecerás pronto al
ser majestuoso en que te conocí.
--Así será: no tardaré, hijo mío, en vestir mi esqueleto de carnes
hermosas, y en aderezar mi prestancia personal conforme al decoro que
por antigüedad me corresponde.
Decía esto la buena Madre esparciéndose donosamente en la verde
frescura de un prado, desligada del hijo, voltijeando sola en derredor
de él con cierto retozo juvenil, y movimientos de danza pausada y
decente. Sus pies descalzos hollaban la hierba húmeda; elevaba sus
brazos en doble curva graciosa, hasta formar un nimbo en torno de su
cabeza. Su harapienta ropa se despegaba del cuerpo enjuto, queriendo
ahuecarse y plegarse con formas y líneas escultóricas. Mirábala Gil
asombrado, y ella puso fin a la gallarda pantomima llegándose a él y
señalándole un débil resplandor lejano.
--Aquellas luces esparcidas --le dijo-- son la claridad nocturna de un
pueblo mío muy querido, Alcalá de Henares, por tantos títulos famoso
en mis estados. No entremos en la ciudad que ilustraron Cervantes,
Cisneros y mi salado Arcipreste. Dame la mano y vamos más allá...
Leguas, quedaos atrás... tierras mías, dad paso a vuestra Señora... A
prisa, Gil; a prisa, que es tarde... Hemos llegado a donde se aparecen
más débiles lucecitas... San Fernando es este... Adiós, manso Henares,
que entregas tu nombre y tus aguas a mi buen Jarama... Adiós, Mejorada;
adiós, Loeches, tumba del Conde-Duque... Jarama, contigo vamos hasta
dar con tu hermano Tajuña, ambos tributarios del padre Tajo, en cuyas
aguas quiero dejar mi fingida vejez y los andrajos que visto.
Siguieron en veloz curso, semejante al correr planetario. En cortos
paréntesis de su gozo, Gil volvía su mente a las escenas y figuras
que había dejado atrás. Repitió su lamentar del triste fin de don
Alquiborontifosio, y expresó sus temores de la suerte que depararía el
Destino al pobrísimo y desamparado Becerro.
--No temas --dijo la excelsa Madre--: yo le echaré una mano; yo cuidaré
de que cese el martirio de ese fantasma de los tiempos pretéritos. Su
vida toma jugo de la pura erudición. Vivirá mientras aliente el interés
cada día más débil que inspira el códice pergaminoso... Todo esto se
acaba... En la existencia futura, el alma de Becerro no tendrá más
realidad que la de una esencia contenida en redoma lacrada... Yo miro
con atención materna esa pobre ruina hasta que llegue a su extinción
polvorienta.
Luego siguió así:
--El delito por que le llevan preso es la más tremenda ironía de
los infelices tiempos que corren. Cogió dos cebollas en el predio
perteneciente a uno de los más desaforados Gaitones que oprimen la
comarca. El que le apaleó era un bárbaro jayán. El dueño de aquella
tierra y de otras colindantes, formando un inmenso estado agrícola que
llaman _latifundio_, apenas paga por contribución una décima de lo que
le corresponde. Es burlador del Fisco, y por esto y por otros delitos
de falsificación de actas, de encubrimiento de criminales, atropellos
de ciudadanos y arbitrariedad en el reparto de consumos, debiera estar
en presidio. ¡Y el pobre Becerro, por solo apropiarse dos cebollas,
es conducido al Juzgado entre los fusiles de la Benemérita!... Esto
es horrible, ¿verdad? Y más horrible que no pueda yo evitarlo.
¿Te asombras, hijo, de que teniendo tu Madre un poquito de virtud
sobrenatural, sazonada... así lo quiere Dios... con unas gotas de
humorismo, sepa trastornar de vez en cuando las leyes de la Naturaleza,
y no acierte a corregir o atenuar siquiera la condición aviesa de los
hombres?
No supo Gil qué contestar, y viéndole en tales dudas, la dama cambió el
giro de su palabra:
--No nos entretengamos parloteando y avancemos por estas fértiles
llanadas, pisando apenas el follaje muerto de las plantas que dieron
ya los dulces frutos de primavera y estío... Ya veo brillar tus aguas,
Tajuña; ya te acercas al punto en que las confundirás con las de tu
hermano Jarama... Sigamos, hijo... No tardaremos en hallar la florida
vega de mi Aranjuez querido, oasis de este reino, a donde afluyen aguas
mil fecundantes.
En un lapso de tiempo cuya brevedad no pudo apreciar el caballero,
pasó con la Madre bajo los inmensos plátanos y negrillos ya desnudos
de sus hojas. Eran como bóvedas de alambre, por cuyo enrejado el cielo
dejaba ver la inmensidad de sus estrellas. Los pies de ambos caminantes
rozaban el suelo cubierto de hojas caídas, que al veloz paso crujían
y revoloteaban con manso ruidillo. A la izquierda dejaron la mole del
palacio, las luces del pueblo, las fuentes aparatosas, calladas; y al
cabo de un raudo caminar por solitarias alamedas y terrenos blandos,
cuyos surcos formaban pautas interminables, llegaron al lomo de una
ribera que, como dique, encauzaba la corriente del dorado Tajo.
Impresionó a Gil el rumor de las aguas que descendían bufando en
oleaje hirviente, juntos ya los caudales de Tajo y Jarama. La Madre se
detuvo en el lomo del dique, y extendiendo sus brazos hacia el río,
con elocuente ademán de mujer apasionada que se arroja en brazos de su
amante dijo así:
--Al fin llego a ti, mi Tajo potente, mi Tajo impetuoso y varonil...
En ti me limpio de esta pegadiza roña de mi vejez; en ti recobro mi
hermosura y majestad.
Y ordenando al caballero con breve mandato que la siguiese sin miedo
al refuelle de las ondas turbulentas, en ellas se arrojó de cabeza,
vestida, como ansiosa nereida que se introduce en el lecho de su amado.


XXV
Cuéntase lo que le pasó al caballero en la redoma de peces, con otros
raros sucesos y visiones.

Con arranque de obediente fe se arrojó el caballero tras de la Madre,
y nadó un rato, luchando con la corriente... La distancia entre ambos
nadadores se alargó al poco rato. La Madre ondeaba gallardamente
sobre las aguas, metiéndose y sacándose con airosos meneos de pez o
de sirena... De pronto, Gil fue acometido de terror... La corriente
le envolvía; perdió la serenidad. Viendo a la Madre vencedora de las
inquietas aguas, cerca ya de la otra orilla, se tuvo por abandonado.
Quiso retroceder, con la esperanza de agarrarse a unas ramas de sauce
que colgaban no lejos del punto en que él se arrojara... ¡Horrible
momento! No podía nadar en ninguna dirección. Llamando a su garganta
toda la energía que le quedaba, gritó:
--Madre, Madre, me ahogo... Sálvame...
Pero la nereida iba ya lejos... Estaba de Dios, o de la Madre, que
_Asur, hijo del Victorioso_, no pereciese en el río, pues cuando mayor
era su apuro, vio venir un deforme bulto y oyó voces de aliento. El
bulto que hacia él navegaba era un barquichuelo, más bien balsa o
chalana. En ella iban dos hombres o monstruos marinos, que dirigían la
embarcación con una pértiga que apoyaban en el fondo.
--¡Eh, caballero! --gritó una voz marinera--: aguántese, que allá vamos.
Cuentan las historias conservadas en el archivo de los Franciscanos
Descalzos de Ocaña, que _Asur_ fue sacado del Tajo con un aparato de
pesca que llaman butrón... y que la chalana le transportó a la orilla
izquierda, donde fue arrojado como cuerpo exánime, y puesto boca abajo,
echó por esta considerable cantidad de agua. Hiciéronse cargo de él
unos hombres vestidos de túnicas rojas, que le llevaron a cuestas por
tierra cenagosa, hasta llegar a una casa que en su ingreso parecía de
labor, más adentro vivienda suntuosa de un rico hacendado campesino.
Por de pronto, metiéronle en un aposento donde había chimenea o cocina,
bien provista de lumbre que alimentaban troncos y raíces de olivo.
Frente a esta pusieron a Gil, que al dulce calor volvió de su asfixia;
y despojado de sus ropas viejas que se podían torcer, y fuertemente
sacudido de estrujones y friegas, le vistieron de nuevo con prendas
interiores finísimas. Luego le calentaron por dentro con un vino blanco
manchego que resucitaba a los difuntos, y el hombre se encontró en
la plenitud y goce de su ser. Llegó al colmo su sorpresa cuando los
benéficos hombres, que más bien parecían fantasmas, le endilgaron una
roja túnica de damasco como la que ellos gastaban... Los tragos de vino
desataron en Gil la locuacidad. Preguntó dónde estaba, y por qué le
vestían con aquel elegante ropón colorado. Pero los graves sujetos no
le respondieron palabra. Una sonrisa y el dedo en la boca eran, sin
duda, el lenguaje usual y corriente en aquella morada del buen callar.
Hallábase, pues, el asendereado caballero en una nueva esfera de la
vida de encantamiento, que de las anteriores se distinguía por la
mudanza de las formas de rusticidad y pobreza en formas de elegante
pulcritud. Un rato tardó en hacerse cargo de su indumentaria. De
medio cuerpo abajo, su empaque era calzón corto, media negra de seda,
zapato de charol con trabilla, al uso de clérigo presumido; en el
cuerpo, camisa de vuelillos y chaqueta de terciopelo con haldetas;
sobre todo esto, la túnica roja sujeta a la cintura con faja del mismo
color. Apenas hubo terminado de reconocer su atavío, los silenciosos
compañeros, vestidos como él, le guiaron por señas hacia otras
estancias amuebladas con ricos bargueños, tapices, credencias y otras
lindas antiguallas, que vagamente se distinguían a la tímida luz de
arcaicos velones.
Llegaron a un ancho comedor, con mesa dispuesta para magnífica cena
de veinte o más cubiertos. En la cabecera estaba sentada la Madre,
ya restituida en su soberana belleza y majestad. Quedó Gil pasmado
de verla, y no pudo contener las demostraciones de su respeto y
admiración. La dama, risueña, le impuso silencio llevándose el
dedo a la boca. Vestía túnica blanca de finísima tela con pliegues
estatuarios; adornaba su seno con frescas rosas coloradas y amarillas;
sus cabellos, recogidos con suprema elegancia, conservaban la nítida
blancura, y su rostro, de infinita belleza y gracia, era la imagen de
la dignidad concertada con dulce y afable alegría.
Sentose Gil en el sitio que le indicaron. Tres comensales había entre
él y la izquierda de la Madre. A la derecha de esta se sentaba un
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