El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 03

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no esperabas esta visita. Vengo a enterarme de tus trabajos, vengo a
charlar contigo, vengo a...
Después de breve pausa, el caballero puso unos duros sobre la mesa,
diciendo:
--Aunque ahora estoy muy mal, chico, siempre hay algo para ti.
--Gracias, _Asur_ --dijo el sabio sin tomar el dinero--. ¿Para qué
te has molestado? El oro, la plata y los billetes, han llegado a
serme indiferentes. Sabrás que ya no como... Todo es cuestión de
acostumbrarse, de hacerse a no comer. Es una educación como otra
cualquiera. Algún trabajo me ha costado adquirir este supremo hábito
del perpetuo ayuno, de la emancipación del alma... ¿Sabes ya que me
ocupo del Marqués de Villena, primer apóstol de las ciencias físicas
en España, y precursor de esa otra ciencia que nos enseña las leyes y
fenómenos del universo suprasensible?
Quedaron suspensos los dos amigos, mirándose uno a otro. Tarsis rompió
el silencio, diciendo:
--De ese Marqués de Villena se cuenta que era algo así como brujo,
hechicero.
A lo que respondió José Augusto que tales denominaciones aplicadas por
el vulgo son el reconocimiento que las almas inocentes hacen de las
verdades no comprendidas... Pero antes de meterse en tan laberíntico
terreno, Becerro dio conocimiento a su amigo de lo que ya tenía
escrito de su magna obra, a saber: la condición y alcurnia del de
Villena, su historia completa desde el nacimiento, su boda con doña
María de Albornoz, sus desavenencias matrimoniales, el repudio de doña
María, las locas ambiciones del prócer por obtener el maestrazgo de
Santiago, su saber de humanista, de astrólogo, de químico; su figura,
en fin, achaparrada, y su habla enfática y pedantesca... El amigo,
con tan hábil pintura, acabó por conocerle como si le hubiera visto y
tratado. Callaron de nuevo, y Tarsis, que anhelaba lo extraordinario
y maravilloso, único alivio de su agobiada voluntad y solaz de su
abatido entendimiento, llevó la conversación al terreno de las mágicas
artes, que a su parecer, opinando como el vulgo, están relacionadas con
la malicia y sutileza de Lucifer. Los hombres le estomagaban; anhelaba
trato y conocimiento con los demonios.
Por toda respuesta, el sabio mostró a Tarsis un montón de librotes y le
dijo:
--Aquí tengo los autores españoles y extranjeros que tratan de magia
y artes hechiceras, libros de tanta amenidad, que yo me los he leído
cuatro veces de cabo a rabo, y aún he de gozar por quinta vez de tan
entretenida y sabia lectura. Cógelos, apúralos hoja tras hoja, y
pasarás ratos, horas, días, semanas y meses deliciosos.
Agradeció Carlos el obsequio, y se abstuvo de meter sus ojos en aquel
zarzal. Con prodigiosa memoria y sin abrir los mamotretos, Becerro
le hizo cuento y noticia de ellos, a saber: Andrés Cesalpino, Jacobo
Sprengero, Juan Niderio, Abad Gunfridus, que escribieron en latín, y
don Sebastián de Covarrubias, definidor castellano del hechizo; el
Padre Martín del Río, y el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo, que
refiere los artilugios maléficos de los indios.
Lo que mayormente colmaba el asombro de Tarsis era que, hallándose
Becerro en absoluto ayuno, tuviese la lengua tan destrabada y el
cerebro tan listo para verbalizar las ideas. Hablaba como una
taravilla, con dicción clara y aliento fácil. Dudoso el caballero de la
efectividad de tal prodigio, le interrogó de nuevo.
--No sé ya lo que es comer --dijo Augusto con sequedad de palabra y
de intelecto--. Tan olvidado tengo el comer, que ya no sé cómo se
come. Serías feliz como yo lo soy, querido Carlos, si llegaras a este
perfecto estado, que trae, entre otros beneficios, el de la abolición
radical de la economía política y otras ciencias vanas inventadas por
los glotones.
--He olvidado preguntarte por tus hermanas --dijo el de Mudarra,
apurando su investigación--. ¿Dónde están esas nobles señoras?
--No podrás verlas, Carlos --replicó el sabio llevándose la mano a la
frente para quitarse unas telarañas--. Viven y mueren en su grande
elemento... No entiendes esto, ni lo entenderás mientras permanezcas en
el estado de comercio mundial, o sea de ignorancia.
Tales desvaríos despertaron más la curiosidad del visitante, que, sin
decir nada al amigo, emprendió una inspección ocular por toda la casa,
en busca de la explicación del misterio. Recorrió aposentos, rincones y
pasillos, hallando en unos enormes fajos polvorosos de papeles impresos
y manuscritos, en otros sillas y trebejos inútiles. En una estancia
con estructura de cocina, no vio carbones, ni ceniza, ni aun señales
de que se hubiera encendido lumbre en mucho tiempo; no vio pucheros
ni cacharros, ni más que fragmentos de loza, utensilios rotos. Como
sintiera el tembliqueo de los baldosines, indicio del paso de alguna
persona, se fue tras el sonidillo, creyendo encontrar a quien le había
franqueado la puerta; pero ni sombra ni rastro de persona vio por parte
alguna.
Después de vagar un buen rato volvió a encontrarse en la sala, donde
Becerro continuaba tal como le dejara, atento al papel en que escribía
con firme pulso y sin levantar mano. No se detuvo allí el curioso, que
ansiaba explorar la otra parte de la casa, y por una puertecilla que
cerca de la mesa del nigromante se abría, pasó a un gabinete mejor
apañado y dispuesto que lo demás de la vivienda. En él vio la cama sin
sábanas, doblados por la mitad los colchones. Algo de inveterado y
permanente en el doblez de los colchones revelaba que si el señor de
la casa no comía, tampoco dormía... Fijose Tarsis en dos cuadros y dos
tablas de escuela flamenca, representando escenas religiosas con fondo
de arquitectura y paisaje; y siguiendo su observación de izquierda a
derecha, dio con sus miradas en un hermoso espejo con negro marco...
Allí fue su estupor, allí su pasmo y sobrecogimiento.
Por un rato no dio el caballero crédito a sus ojos: se acercaba,
retrocedía. Mas el cristal, que era de una limpidez asombrosa, no
copiaba la imagen frente a él colocada. En vez de verse a sí mismo,
Tarsis vio en el cristal, como asomándose a él, la propia y exacta
imagen de la damita sud-americana, de quien estaba ciegamente
enamorado. Mirole ella gozosa y risueña, mostrándose en la faceta más
sugestiva y brillante de su hermosura, que era la dulce alegría. La
suspensión del ánimo no fue tal que el caballero dejara de romper el
silencio.
--Cintia --exclamó casi pegando su rostro al cristal, sin que por esta
proximidad se acercara también el de la linda bogotana--, Cintia, ¿eres
tú de verdad, o eres pintura, artificio de la luz en el vidrio, por
obra del discípulo de Lucifer que vive en esta casa?
--Soy yo, Carlos de Tarsis. ¿Verdad que es gracioso vernos aquí? Yo no
ceso de reírme...
--Sácame de esta horrible duda, Cintia. ¿Es esto una casa encantada?
--Encantada no. Yo estoy en mi casa. Acabo de levantarme.
--¿En tu casa de Madrid?
--No, tonto: estoy en París. Ayer compré este espejo en casa de un
anticuario. Hoy, verás... me dan ganas de mirarme en él, y... ¡qué
sorpresa, qué gracia, qué chiste tan modernista! Cuando creía ver mi
cara en el espejo, veo la tuya.
--Esto me aterra, Cintia.
--A mí no. ¿Sabes, Carlos, que aquí me encontré con unas amigas
argentinas muy simpáticas? No sabíamos qué hacer y nos hemos puesto
a estudiar eso que llaman ciencias ocultas. Es divertidísimo, puedes
creerlo. Tenemos una profesora que se llama _Madame de Circe_, y un
adjunto chiquitín, _Monsieur de Tiresias_, que adivina cuanto hay que
adivinar. Por las noches nos dan sesiones deliciosas en que oímos ruido
de platos por el techo, y roce de manos que pasan arrebatando los
objetos. Créelo: nos divertimos la mar.
--Mientras te oigo, hermosa Cintia --dijo Tarsis, abrumado de
tristeza--, pienso que me he muerto, y que estoy vagando en el inmenso
tedio de la inmortalidad, como astilla flotante en el océano.
--Vivir y morir todo viene a ser lo mismo --replicó Cintia, mostrando
la doble carrera de sus lindísimos dientes al desplegar los labios
en franca risa--. Ha sido para mí una suerte muy grande verte ahora,
cuando creía que ya no te vería más, Carlos. ¿Es esto milagro, es esto
hechicería? Sea lo que fuere, yo me alegro de poder decirte que no me
he casado.
--¡Cintia!
--Que no me he casado con el diplomático. ¿Cómo quieres que te lo diga?
Reñimos hace quince días por una simpleza... Un poco tarde, pero a
tiempo aún, vine a conocer que no le quería. Es un cuco, un egoísta
como todos... Vienen al olor de una rica dote...
--Cintia, tu riqueza te da derecho a despreciarnos. Quisiera que fueses
un poco menos severa conmigo.
--Sí que lo seré... pero ahora, caballero Tarsis, no puedo entretenerme
más... ¿Qué, qué ibas a decirme? He visto en tus labios una palabra que
se ha retirado antes de sonar.
--Iba a decirte que nunca te vi tan bella como ahora te veo.
--¡Qué tonto! Estaré horrorosa. ¡Hace un rato que salí del baño! Me
envolví en este ropón, y me acerqué al espejo para mirarme.
Aunque oprimía la vestimenta contra su busto para taparlo bien, aún
exageró el movimiento pudoroso hasta no dejar ver más que la cabeza. El
galán la contemplaba embelesado. La visión dijo:
--Me parece, caballero Tarsis, que ya es hora de que te deje en paz...
Retírate tú también por tu lado...
Se alejó sin volver la espalda, hasta quedar en término lejano; hizo
con la mano un gracioso saludo, y desapareció como luz extinguida por
un soplo.


V
Siguen los prodigiosos y disparatados fenómenos, hasta determinar lo
que es final y principio.

Abalanzose don Carlos de Tarsis al espejo, y puestos en él manos y
rostro, se aseguró de que era cristal y no un hueco por donde pudieran
verse estancias vecinas. Luego salió con paso y andar de borracho,
tropezando en los muebles y agarrándose a cuanto encontraba, hasta
llegar a la próxima sala, donde permanecía, como alma trasunta en
papeles, el erudito endemoniado; y viendo una silla frente a la mesa
en que aquel trabajaba, dejose caer en ella, soltando la voz a estas
angustiadas razones:
--Tu casa está encantada, o tú eres un demonio con figura de Augusto
Becerro.
Sin inmutarse, suspendiendo del papel la pluma, el embrujado amigo le
respondió:
--No aceleres tu juicio, ni apliques dicterios infernales a este
estado de felicidad perfecta. No interrumpas mis estudios, que ahora
estoy en las apreturas de demostrar que el Rey Sabio don Alfonso X
fue precursor de mi don Enrique de Villena, pues en su _Libro de los
juegos de ajedrez, dados et tablas_ dice que no se puede jugar bien
al ajedrez sin saber de astrología. Lo mismo siente y declara el
Maestre de Santiago en su _Libro de Aojamiento y Fascinología_, y ello
concuerda... Verás.
Dijo esto tomando del rimero de la izquierda un gordo y mugriento
librote, que abrió por un punto marcado.
--Verás: este es el famosísimo y fundamental libro de _Encantamentos_,
escrito por el propio Merlín en lengua bretona, y traducido al italiano
por _Messer Zorzí_...
--Déjame: tu erudición me produce horrible cefalalgia --dijo el prócer
haciendo almohada de sus brazos sobre la mesa para descansar en ella la
cabeza.
Impávido siguió el otro:
--Autores de más crédito, como el desconocido español que compuso
_El Baladro de Merlín_, sienten y aseguran que este no nació de
ayuntamiento del diablo con doncella bretona, sino que un ángel le
dio la existencia. No el trato con demonios, sino el estudio de la
astrología, le dio su saber profundo de cuanto se refiere al destino
del alma, y al estado de encantamiento y beatitud de las criaturas...
Te diré que _baladro_ es como decir _alarido_ o _voz espantosa_, porque
el gran Merlín, padre de la verdadera ciencia, fue encantado por su
mujer, digamos manceba, llamada Bibiana, la cual volvió contra él la
virtud o maleficio de un amuleto poderoso. De mujer no se podía esperar
cosa buena. Quedó Merlín preso para siempre en la espesura de un bosque
de Inglaterra, donde aún está, y cuanto se ha hecho para encontrarle ha
sido inútil. Desde la profundidad de su encantamiento lanza de vez en
cuando unos baladros o bramidos que se oyen a mil leguas a la redonda y
hacen temblar toda la tierra.
--Déjame, calla: eres un torbellino de disparates --murmuró el
descendiente de Japhet, hijo de Noé, agarrándose el cráneo como para
sujetar la razón que se le escapaba.
Sintió, al decir esto, un retemblido profundo como terremoto. El
sacudimiento del suelo se transmitió a libros y papeles, que por un
instante se movieron y saltaron. Oyó luego cerca de sí un retintín
metálico. Eran los duros que había dejado sobre la mesa, y que
iniciaron un ligero movimiento de baile. Al caballero le pesaba la
cabeza como si fuese de plomo. Con vigoroso esfuerzo se levantó
gritando:
--Dime por dónde salgo de esta cueva... ¿Dónde está la salida? Ábrete,
laberinto...
Dio algunas vueltas por la estancia palpando el aire, y no pudiendo con
su propio cuerpo, que requería la horizontal, fue a caer en una especie
de banco acolchonado, diván o canapé, situado entre ventana y balcón.
Allí quedó tendido, tieso y sin conocimiento; y aunque el pelote del
relleno era duro y desigual, el noble marqués no se movió en largas
horas.
En el tiempo que estuvo exánime, _Asur, hijo del Victorioso_ fue a su
casa y volvió de ella, lo cual no quiere decir que se moviera, sino
que el espíritu, arrastrando a la que llaman vil materia, o tal vez
solo, voló a su vivienda lejana, que era en lo alto del barrio de
Salamanca. Desflorando calles, se aproximó a la suya, y a medida que se
acercaba, una fuerza irresistible le cortaba la andadura, llamándole
hacia atrás para que obedeciese a su voluntad, esclava y presa en la
encantada mansión del sabio. A pesar de los tirones que hacia atrás le
daban manos invisibles, Tarsis tuvo la sensación de entrar en su casa,
que era grande y hermosa, bien dispuesta para morada de un rico. Con
excepción de algunos cuadros y bronces de gran valor, que había tenido
que vender, conservaba el rico ajuar que fue de sus padres. Llegó el
hombre a su dormitorio, y después de contemplar con amoroso embeleso el
retrato de Cintia que en marco de hierro nielado allí tenía, se acostó,
quedándose profundamente dormido sin soñar cosa alguna, como no fuera
una ligera visión de Bibiana, la querindanga de Merlín... Al despertar
se vio en el camastro o divanastro de la morada becerril, y el dolor
de sus huesos le dijo que había estado largo tiempo sobre aquellos
pelotes duros, y en el suplicio de los gastados muelles, que al menor
movimiento gemían, clavándose en las carnes.
Don Carlos dejó allí día y encontró noche, que le pareció muy avanzada.
La caverna papirácea, sin otra luz que la de una bombilla eléctrica
colgante sobre la mesa en que trabajaba el hechicero, era más triste de
noche que de tarde. Dijérase que los innumerables libracos que por el
día trataban de cosas divertidas y amenas, por la noche llenaban sus
páginas de sucesos fúnebres y trágicos. Tarsis dio suelta a sus ideas
para que libre y perezosamente se extendiesen con vuelo bajo, posándose
donde quisieran, y este abandono de la disciplina mental le llevó a un
dulce estado de inconsciencia melancólica.
Miró el buen señor su reloj y lo encontró parado. Al poco rato, sin
saber la hora, sintió el tin-tin de los ladrillos mal sentados o rotos.
Alguien andaba por los adentros de la casa; el ruidillo aumentaba;
no eran una ni dos personas las que acusaron su presencia con el leve
pisar en los baldosines musicantes... el tin-tin se acercaba, y por fin
entró en la sala. El caballero apreció el paso de seres invisibles,
como si entraran por la puerta de un lado y salieran por la del
otro. Alguno pasó muy cerca de él, casi rozando con el diván. Por un
momento pudo creer Tarsis que el ser aéreo se sentaba a su lado... Con
movimiento instintivo, con calofrío y temor, se incorporó.
Mediano rato duraron las carreras de una parte a otra de la casa, y
durante este inocente juego no visto, notó el caballero que algunos
libros y papeles saltaron de las mesas, y fueron a caer en mitad de
la estancia. Siguió ruido de palmoteo que andaba por el aire cerca
del techo. El ruido pasó a un aposento que no debía de estar lejano,
y con el cual no se veía comunicación abierta; y de allí, confundido
con las palmadas, vino repiqueteo de crótalos. Estos sonaban apagados
y sin vibración, como si el choque de la madera se ablandara en
manos de trapo. El ritmo era extraño, absurdo. Tarsis no le encontró
adaptación a ninguna danza conocida. Y al son de los crótalos con
sordina y de manos algodonadas, trepidaba todo el suelo de la casa.
Becerro proseguía inmóvil, como un santo doctor de los que están en los
altares, la pluma en la mano, los ojos fijos en un infolio abierto por
la mitad.
Contemplando la embalsamada figura de su amigo, el Marqués de Mudarra
trató de confortarse, requiriendo la normalidad. Pensaba que todo aquel
aparato ultrasensible, la visión de Cintia y el ruido de bailoteo
de espíritus, podía ser una farsa, obra de la física recreativa, o
de algún maestro en ilusionismo y prestidigitación. Afirmándose en
esta idea, se levantó con ánimo de dar un papirotazo en la cabeza del
fingido hechicero; pero apenas puso los pies en el suelo, estalló en
los aires un trueno formidable, y casi al mismo tiempo, con diferencia
de segundos, otro más rimbombante en lo hondo de la tierra, y la casa
se abrió y desbarató cual si fuera de bizcocho. Desapareció el techo,
dejando ver un cielo estrellado; las paredes se abrieron, los libros
transformáronse en árboles, y don José Augusto saltó de su asiento por
encima de la mesa, convertido en un perrillo cabezudo y rabilargo.
Hallose Tarsis en un suelo de césped, rodeado de robustas encinas,
sin rastro de casas ni edificación alguna. De la sorpresa y susto por
tan maravilloso cambio de escena, trató de recobrarse el caballero
diciendo: «Sigue la farsa. Ahora tenemos una mutación de teatro hecha
por habilísimos maquinistas y escenógrafos.»
No le dejó completar su pensamiento la súbita presencia de un tropel de
muchachas, lo menos cincuenta, guapísimas, vestidas tan a la ligera,
que no llevaban más que un fresco avío de lampazos, con que cubrían lo
que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra. Piernas
y brazos trazaban en el aire, con ritmo alegre, airosas curvas y
piruetas. Eran, más que ninfas, amazonas membrudas, fuertes, ágiles,
los rostros hermosísimos y atezados. Traza tenían de mujeronas de raza
y edad primitivas, heroicas. Su aventajada talla y la solidez de su
estructura muscular no consentían imitación por medios teatrales. Ni
con actrices ni con escogida comparsería podían los taumaturgos de la
escena presentar espectáculo semejante, por lo cual Tarsis abandonó el
concepto de lo real para volverse al de lo maravilloso... Las ninfas
hombrunas rompieron a coro en un grito salvaje, _ijujú_, que retumbó en
los senos de la selva. Y conforme gritaban se partieron en dos alas,
dejando en medio un ancho camino para que por él pasara, con porte de
reina, una esbelta matrona que salió de la espesura de las encinas.
Tarsis quedó embelesado, y no se hartaba de mirar y admirar la excelsa
figura, que por su andar majestuoso, su nobilísimo ademán, su luengo y
severo traje oscuro, sin ningún arrequive, más parecía diosa que mujer.
Era su rostro hermoso y grave, pasado ya de la juventud a una madurez
lozana; los cabellos blancos, la boca bien rasgueada y risueña. Pensó
Carlos que aquel rostro y aquel empaque de principal señora, no le
eran desconocidos. ¿Habíala visto en algún salón de la alta sociedad
de Madrid? Tal vez. No pudo darse cuenta de nada más, y la idea de que
la dama veraneaba en aquellos selváticos parajes, cruzó por su mente
como un relámpago... ¿Y quién demonios eran las danzantes morenas
de libres piernas y arqueados brazos? El buen Tarsis no tenía idea
de la naturaleza y origen de estas raras visiones. Nunca vio en la
realidad figuras de tan robusta belleza. Estatuaria de carne y hueso
como aquella, no se usaba ya en la humanidad. Cuando esto pensaba, dos
o más de las mujeronas o dríadas fornidas se apoderaron del pobre
caballero, cogiéndole de una y otra mano, y zarandeándole le llevaron
consigo, cantando, entre risas y en lengua de él no comprendida, himnos
alegres. En esto, Tarsis vio de espaldas a la matrona, que seguía con
grave lentitud su camino. Tras ella iba Becerro, convertido, no ya en
perrillo, sino en perrazo de tan lucida talla, que mirándolo bien se
advertía que era león de tomo y lomo, un poco anciano ya y algo raído
de melena, dando a entender su larga domesticidad... Miró al amigo y
agitó su tiesa cola con bizarra señal de simpatía.
Sudoroso y sofocado seguía el prócer a las mujeres, que en fuerza y
agilidad le superaban más de lo que él quisiera. Poniéndoles cara
risueña y tratando de acomodar su flojedad pulmonar al incansable vigor
de ellas, les dijo:
--Ninfas, zagalas, señoritas, amazonas, o lo que sean, ¿tendrán la
bondad de decirme si estoy encantado?
Y ellas le contestaron con vocerío de júbilo y burlas, y con el sonoro
_ijujú_, que lo decía todo... Siguieron, y como él se rindiera,
lleváronle largo trecho en volandas, a retaguardia de la fantástica
procesión... Al llegar a una meseta despejada de arboleda alta, donde
se deprimía bruscamente el suelo por la izquierda, arrancando en
ladera que hacia profundos barrancos descendía, las juguetonas ninfas
hombrunas se divirtieron zarandeando a don Carlos de Tarsis, entre
gozosos _ijujúes_ y _ajijíes_, y después de balancearle como a un
pelele, le lanzaron con ímpetu por la pendiente abajo.
¡Ay, caballero de mi alma, qué será de ti en ese rodar hacia la
desconocida hondura! Válgante tus buenas obras para salvarte, que
algunas ha de haber entre tus innúmeros pecados; favorézcate Dios con
que no caigas sobre peñascales duros, sino sobre retamas tiernas o
tomillos olorosos, o disponga que en sus brazos te reciba una grácil
hada de blanco y blando seno.


VI
Donde verdaderamente empiezan las verdaderas e inverosímiles andanzas
del caballero encantado.

Se sabe que Tarsis, hallándose vivo y sano muchos días después de lo
narrado, tenía por dormitorio un pajar erigido sobre el establo en que
diversos animales pasaban la noche. Hecho a nueva vida sin notorio
aprendizaje, se despertaba al alba, sacudía y estiraba sus miembros,
se vestía, y al instante prestaba su ayuda al amo, dando pienso a las
bestias y unciendo la yunta para el trabajo... Se sabe también que en
aquel primer período de su encanto, el caballero había perdido toda
noción de su primitiva personalidad, por un embotamiento absoluto de
la memoria. Tan solo recordaba los hechos próximos al estado presente;
su nueva conciencia embrionaria los completaba con vagas y equívocas
impresiones de una edad anterior a la villana condición que encantado
tenía.
En esta baja existencia, el caballero se llamaba Gil, nombre que en su
sentir había tenido desde la cuna, y se hallaba dotado de gran fuerza
muscular. De sus supuestos padres, que padres había de tener, vivos o
difuntos, nada o poco sabía, ni de ello se curaba. La subconciencia
o conciencia elemental estaba en él como escondida y agazapada en lo
recóndito del ser, hasta que el curso de la vida la descubriera y
alentara de nuevo. Así lo dicen los estudiosos que examinan estas cosas
enrevesadas de la física y la psiquis, y así lo reproduce el narrador
sin meterse a discernir lo cierto de lo dudoso.
Andaban ya de soslayo por la tierra los rayos del sol espantando la
neblina, cuando Gil llegaba con su yunta al campo llamado de Algares,
extenso barbecho que ya en tiempo oportuno había sido alzado, y en mayo
recibía la segunda labor, a la que dicen binar. Iba con él el amo, de
quien se hablará luego. Quería ver cómo acometía el mozo faena tan
larga y dura, y calcular por el aire que llevara si podría terminarla
en dos mañanas cumplidas. Ya en el punto del primer surco, marcado
por la labor de alzar, metió Gil la reja, azuzó la yunta con un _sóo_
cariñoso, y empuñada la esteva con vigorosa mano, empezó a trazar el
surco, llevándolo tan derecho, que por regla sobre un papel no se
trazara mejor.
--Vas bien, Gil --le dijo el amo viéndole llegar de la primera
vuelta--. Haz por labrar hoy hasta la olmeda, y lo demás quedará para
mañana. Yo me voy a ver cómo está lo de Tordehita, que quedó encharcado
con las aguas del sábado, y luego me subo al Toral para decirle a
_Ginio_ que esta tarde me lleve las ovejas a Nafría, donde a la cuenta
que tenemos mejor pasto. Adiós, y no te tumbes cuando yo me vaya.
Diciéndolo se fue, y su figura escueta se perdió en la planicie
solitaria, a trechos verde, a trechos amarilla.
Quedó Gil solo arando, sin más compañía que la del sol, que a la ida le
caldeaba las espaldas, y a la vuelta le bailaba delante de los ojos.
Con toda su voluntad puesta en el puño y este en la esteva, regía con
inflexible derechura la labor. Trazados seis surcos, descansó para su
almuerzo, que fue breve y frugal. Junto al arranque del primer surco
tenía su chaqueta, el barrilillo de agua, el saco de su comida, y otro
con el pienso de las vacas; custodiaba estos avíos un perro de la casa
llamado _Moro_, que no se movía de su guardia. Perro y gañán frente a
frente, en amor y compaña, comieron de un trozo de pan con torreznos
que les había puesto en el morral la _señá Usebia_. A entrambos les
supo a gloria por lo avanzado de la mañana, y después volvió el uno
a coger la esteva, y el otro quedó guardando la chaqueta y costales.
Toda la mañana transcurrió en esta guisa, el can dormitando, el mozo
haciendo rayas con el arado, labor harto penosa, la más primitiva
y elemental que realiza el hombre sobre la tierra, obra que por su
antigüedad, y por ser como maestra y norma de los demás esfuerzos
humanos, tiene algo de religiosa.
Sudaba Gil la gota gorda, y todos los músculos de su cuerpo contribuían
con su tensión a la faena sagrada. De la misma fatiga sacaba mayor
esfuerzo. No desmayaba; que sobre las flaquezas del cuerpo resplandecía
en el alma el sentimiento de la obligación. Gil era fiel pagador
del pan que ganaba, y daba su energía por su sustento. De la ruda
tarea no tenía más testigos que el cielo que le miraba, el perro
dormitante y los pájaros que se adueñaban de aquellos anchos aires.
Las maricas vocingleras venían a merodear con aleteo y brinquitos en
los surcos recién abiertos; las abubillas se llamaban de olmo a olmo
con tres golpes, y bandadas de chovas o grajos volaban con solemnidad
procesional del llano a la sierra o de la sierra al llano.
Terminada la media huebra que el amo le asignara, Gil retirose con su
yunta, sus talegos y el perro, y a la casa llegó antes que el amo,
que andaba en la inspección de sembrados y majadas. Preguntole el ama
si había hecho la media huebra, y dada la respuesta afirmativa sin
jactancia, procedió a quitar el arado; luego desligó de los cuernos
de las vacas las coyundas que sujetaban el yugo, separó este, y los
benéficos animales se fueron a su establo requiriendo con sus húmedos
hocicos el pienso. El de la familia tardaría un poco más, porque el amo
no parecía; salió el hijo a un altozano, orilla de la casa, de donde
oteaba el sendero por donde había de recalar el padre. _Usebia_, en el
portal, cortaba de un pan las rebanadas para la sopa, y Gil, servido
el pienso al ganado, fue a servir a la cochina y sus crías, cuyo
cubil allí se llama _corte_, y les regaló con mondaduras de patatas
envueltas en harina de centeno. En esto el chico que estaba de vigía
vino a la carrera diciendo:
--Ya viene padre.
Y la _señá Usebia_, que ya tenía la mesa puesta y el cocido en su
punto, se dispuso a calar la sopa.
No se pasa de aquí sin decir que el lugar se llamaba Aldehuela de
Pedralba, situado como a legua y media de la caída occidental de
la sierra de Guadarrama, y que el amo de Gil era José Caminero,
honradísimo trabajador, esclavo del áspero terruño y de la inclemente
comarca en que había nacido. Como unos veinte años le llevaba en edad
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