El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 18

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caballero anciano, de faz noble y escuálida, de barba gris puntiaguda,
tipo tan exacto del Greco, que por un instante se dudaría si era real
o pintado. Su vestido en nada se diferenciaba del de los demás. La
mayor rareza de aquel recinto era que los comensales y los que servían
la mesa llevaban el mismo uniforme, ya descrito, de la roja sotana. En
aquel palacio del silencio no había criados ni señores. Todos, fuera de
la soberana Madre, eran lo mismo. Tan solo el prócer de macilenta faz
ostentaba cierto aire de indefinible principalía. Recordando el cuadro
del Greco, Gil le bautizó con el nombre de _Conde de Orgaz_.
La cena de que participó el caballero fue de la más genuina culinaria
española: especiosos guisos, estofados y pepitorias; frutas, miel entre
hojuelas, suplicaciones y cañutillos; vinos de Esquivias y Yepes. A la
Madre asistían dos servidores colocados tras ella: el uno era copero;
el otro le mudaba las viandas, y al terminar le sirvió el aguamanil.
Advirtió _Asur_ cierta modernización en el estilo de comer. Hacía los
platos, en la cola de la mesa, un maestresala que poseía la virtud
de adivinar la porción correspondiente al gusto y apetito de cada
uno. Como allí todo era contrario al orden natural de las cosas, los
comensales no hablaban, ni los cuchillos y tenedores de plata hacían
ruido alguno sobre la finísima porcelana de los platos... Acabose al
fin el mágico banquete, que Gil diputó como aparato dispuesto por el
sabio Merlín o por los mismos demonios.
Sin cháchara de sobremesa ni nada parecido, levantose la Madre, a
todos hizo afable reverencia, y se retiró por la puerta más próxima,
cuyo tapiz levantó el fantasma copero. Siguiola el _Conde de Orgaz_, y
otros que algo se asemejaban a creaciones del Greco por sus místicos
rostros... Desaparecida la Señora, se descompuso el comedor, hundiose
la mesa, voló la vajilla, extinguiéronse las luces, y los rojos duendes
se iban filtrando por las paredes sin decir _Jesús_ ni _buenas noches_.
Desconsolado y tristísimo quedó el buen Gil viendo que la Madre partía
sin decirle tan siquiera _por ahí te pudras, hijo_... Las interesantes
crónicas de Ocaña no entran en pormenores de cómo pasó el caballero la
noche, ni de sus atontados pasos en aquel laberinto. Solo consignan
que durmió en cama limpia y blanda, y que al siguiente día salió de su
estancia vestido con el propio uniforme que le endilgaron al sacarle
del río. En el comedor encontró abundante desayuno, y dos, tres o
cuatro compañeros de cautiverio que le hablaron con el puro lenguaje
de los ojos. A fuerza de aplicación, iba penetrando los secretos de
aquel extraño idioma... Ya comprendía los signos elementales... pronto
podría dar y recibir la expresión de las ideas más comunes... acabaría
por dominar la mágica sintaxis hasta sostener una conversación larga y
sutil.
Reconoció después el edificio, que era extensísimo, todo en planta
baja, y de estructura circular. Corriendo de sala en sala, se volvía
en veinte minutos al punto de partida. No se conocían allí las
escaleras, no se encontraba un solo peldaño. Los pasos no producían
ningún rumor sobre un suelo en que los baldosines lustrosos eran como
blanda y muda felpa... Andando, andando, salió el caballero a un
jardín, cuyo piso enteramente plano estaba exactamente al nivel del de
las habitaciones. Las plantas de aquel jardín parecían de cristal, y
sus lindas flores no exhalaban ni el más leve aroma. Ningún airecillo
las acariciaba. El ambiente era quieto y callado, de una opacidad
semejante al vapor de agua. Los términos lejanos se perdían en la
pesada atmósfera de agua y leche mezcladas. No había sol... La luz que
alumbraba el jardín y la casa era luz pasada por invisibles cedazos de
agua. También el jardín era circular, rodeando la casa. Lo limitaba,
por la parte contraria a esta, una lisa pared de esmerilada substancia
dura. Pensó Gil que aquel mágico recinto radicaba en las honduras del
Tajo, o era reproducción del que visitó don Quijote al descender a la
cueva de Montesinos.
Por entre los floridos arbustos del jardín vio Gil algunos compañeros
duendes, que aburridos vagaban sin formar grupos ni hablar unos
con otros. «O esto es una redoma de peces --se dijo-- y yo uno de
tantos pececillos colorados, o he descendido a un limbo de cartujos
pisciformes, erigido en aguas del Leteo.» Buscando alivio a su fastidio
inmenso, volvió del jardín a la casa, y recorriendo a la ventura las
habitaciones, pensaba que tal vez habría en alguna de ellas biblioteca
donde los peces pudieran engañar el pausado tiempo con lecturas
amenas. Vio trípticos, tapices, papeleras; libros no parecían en parte
alguna. Divagando fue a dar en una estancia recogida y misteriosa
situada en el centro del edificio, donde lucían armaduras en maniquíes,
panoplias bien surtidas de espadas y pistolones; y cuando examinaba con
ojos de aristócrata estas riquezas, resbalaron sus miradas hacia un
espejo, en el cual le sorprendieron resplandores extraños, seguidos de
un ir y venir de sombras o sombrajos que en la superficie del cristal
se movían. La distraída atención del caballero quedó presa en aquel
fenómeno, con la idea de que el espejo no reflejaba lo externo, sino
que a su cristal traía luces e imágenes de su propia interioridad
mágica... Estando en estas dudas o sospechas, advirtió que de las
oscilaciones de luz y sombra se determinaba una figura, y mirando,
mirando, toda el alma en los ojos, llegó a ver tan claro como la misma
realidad el rostro de Cintia.
Prorrumpió Gil en gritos de alegría llamando a su mujer, cual si
estuviera en la estancia próxima. En el cristal plantó sus dos manos
creyéndolo puerta vidriera que podía ceder al impulso. Pronto se hizo
cargo de que se hallaba en presencia de un fenómeno igual al de la casa
de Becerro en Madrid.
--¿Eres tú, mi Cintia --le dijo--; tú en persona, o eres pintura
mentirosa con que estos duendes rojos quieren burlarme?
--Yo soy --replicó ella con divina sonrisa, mostrando en completa
claridad su persona de medio cuerpo arriba--. No esperabas que nos
viéramos. Yo, sí. Hace días que me lo decía el corazón. No sé cómo
puede ser el que nos veamos... y que hablemos... Misterio es que
penetraremos algún día.
Y él exclamó:
--Por tu vida, Cintia, dime dónde estás, si lo sabes. Yo te juro que no
sé dónde estoy.
A lo que ella respondió con franca risa:
--Anoche, antes de dormirme, te vi dentro de una redoma de peces. Eras
un lindo pececillo rojo, y nadabas airosamente entre otros del mismo
color.
--Pues no veías más que la verdad; que si esto no es una pecera, es
cosa muy parecida. Para mí, que vivo en una encantada mansión en las
profundidades del Tajo. ¿Ves la funda colorada que me han puesto?
--Ya te veo, sí: estás muy guapo; y a mí, ¿me ves con mi vestidito de
percal y este delantal tan majo que me he hecho yo misma?
--Eres un sol de hermosura, Cintia de mi vida. Todas las diosas del
Olimpo son caricaturas comparadas contigo. Siento una pena horrible por
no poder abrazarte y darte mil besos. Pero no me has dicho... ¿Estás en
Sigüenza?
--Sí, hijo mío: ¿dónde querías que estuviese? Vivo, y vivo muy bien con
la madre de Regino, en el Colegio de San Antonio. Por cierto, Gil, que
debo desengañarte... Con pocas palabras limpiaré tu corazón de rencores
injustos. Atiende a lo que te digo: Regino es un caballero. Créelo
ciegamente... De su madre ¿qué puedo decirte? Cuantos elogios de ella
hiciera yo no llegarían a lo cierto. Vivo en completa tranquilidad, sin
otra pena que tu ausencia. El cariño y el respeto de todos me hacen
llevadera esta situación, que espero ver pronto terminada. Si en los
primeros días me molestó un poquito el enfadoso don Ramiro Gaitón,
Regino supo espantarle gallardamente, y el importuno señor ya no me
manda recados ni cartitas.
--¡Ay, Cintia del alma! ¡qué consuelo me das con lo que acabas de
decirme! No es consuelo tan solo: la vida me has dado. Creo en ti como
en Dios, y no necesito saber más para devolver a Regino mi estimación.
Otra cosa: vives tranquila y sin enojos; pero sobre tu alma pesará el
tiempo: tendrás días de plomo, horas de mortal fastidio...
--Así es, marido mío. Últimamente he combatido el tedio gracias a
unos cuantos niños de esta vecindad, con los cuales he formado una
escuelita, la más meritoria distracción que pudiera imaginar. Visitas
no vienen aquí, ni yo las admito. Pero de algunos días acá tengo un
entretenimiento y una compañía que son muy de mi agrado. Vas a verlo,
Gil. No quiero dilatar más la sorpresa que pensaba darte.
Diciendo esto miró al suelo la linda mujer, y en el mismo instante
saltó a su brazo, y del brazo al hombro, un vivaracho animalejo. Era la
ardilla de Cíbico.
--Mira, _niña_; mira al cristal: ¿no ves a Gil? --díjole Cintia
acariciándole el rabo.
Fijose el animal, y viendo lo que se le señalaba, hizo con las patitas
delanteras y el hocico unas muecas y garatusas muy monas, saludo al
amigo no visto en tanto tiempo.
Contestó Gil con risas y bromas cariñosas a la salutación de la
bestezuela, y luego quiso saber cómo había venido a tales manos. La
historia no podía ser más sencilla. Disputábanse una tarde dos monjitas
del Convento de Almazán sobre cuál tenía más derecho a jugar con la
ardilla. Una quiso arrebatarla tirándole de una pata; otra la cogió por
el pescuezo, y en esta porfía, el atormentado animalito mordió a una de
ellas en un dedo y le hizo sangre. Puso el grito en el cielo la monja
herida; alborotose la comunidad, dividiéndose en dos bandos clamorosos,
y para poner fin al escándalo, la madre Priora determinó cortar por
lo sano, regalando el cuerpo de discordia a un canónigo de Sigüenza
que aquel día fue a predicarles un sermón. Cargó el reverendo con el
bicho, y al regresar a su pueblo obsequió con él a una señora rica y
beata, de cuyas manos pasó a las de la madre de Regino. Los biógrafos
de Cíbico refieren que la tal dama santurrona, doña Ángela Conejo,
hermana de don León Conejo, escribano en Molina de Aragón, tenía
parentesco con Bartolo, y estaba al corriente de sus locos afanes en
busca de la preciosa _niña_. De aquí vino el depositarla en el Colegio
de San Antonio, mientras parecía _Corre-corre_, a su vez perdido en la
divagación mercantil por Brihuega o Cifuentes.
Contó Cintia estas menudencias a su marido, el cual se holgó mucho de
oírlas. Después de esto, propuso Gil a su mujer que aproximaran sus
caras al cristal, por una parte y otra, para besarse cuanto quisieran.
Pero intentado el contacto, no pudo realizarse porque el espejo era un
medio de comunicación telepática extraño a la física que conocemos
y gozamos en nuestra limitada ciencia. Cuando aproximaban al cristal
sus amantes bocas, las imágenes se desvanecían. Maldijeron ambos
la insuficiente virtud del sortilegio, y como Cintia manifestase,
dolorida, que a su fin tocaba la conferencia (sabíalo por la íntima
voz del alma, que en aquellas vegadas era la inspiración de todos sus
pensamientos), no quiso Gil que las imágenes se borraran sin hacer a la
de Cintia esta advertencia importante:
--Si Regino, si cualquiera otra persona te dijese que me han fusilado,
no lo creas. Vivo estoy, alma mía. Me pasaron por las armas... pero
como si no... ¿No lo entiendes? Yo tampoco... Ya te lo explicaré.
¡Ay, cuándo acabará esta vida prisionera, esta vida de purgatorio,
desencajada de la vida común!
--Ya se acerca el fin, ya está próximo el resucitar... --murmuró la
bella mujer, apagándose.
¡Preciosa luz, cuyos últimos destellos eran sonrisas! Extinguida ya la
imagen, aún sonreía en la profunda oscuridad.


XXVI
Del encuentro que tuvo _Asur_ con otro aristócrata, y de lo que
hablaron por señas previniendo su desencanto.

Consolado quedó el caballero con la visión de Cintia; pero su
alma seguía tropezando en las tristezas que bordan el camino de
la esperanza... El resto de aquel día y los siguientes, con sus
larguísimas noches, pasó divagando en salas desiertas, o en el jardín
de cristalinas flores sin aroma. Entre los fantasmas, duendes o
pececillos que eran sus aburridos consortes en el fluvial presidio
esmerilado, distinguió a unos cuantos, que a menudo se producían en el
mudo lenguaje mímico piscilógico. Y entre estos pocos, se singularizó
uno que le inspiraba simpatía cariñosa, y era más expresivo y más
inteligible que los demás. Aconteció que a los tantos o cuántos días
(la cifra de días se ignora), le tuvo ya por amigo, y entreteniéndose
ambos en el ejercicio de muecas, ojeadas y garatusas, empezó el cautivo
a iniciarse en el parloteo redomil: de allí a la posesión del tal
idioma no había ya más que un paso. Con entender al amigo y poder
contestarle repitiendo los signos que fácilmente se asimilaba, la vida
del caballero fue menos ingrata y sus horas menos soporíferas.
Llegaron a entablar larguísimas conversaciones, que el narrador se ve
obligado a reproducir, sin responder de su exactitud, por ser este caso
el más inverosímil y maravilloso de las aventuras del encantado Tarsis.
Sin dudar de la veracidad del reverendo franciscano descalzo que nos
ha transmitido aquellos interesantes coloquios, es deber del narrador
señalar el sin igual prodigio de que con signos o pucheros de la boca,
guiños de los ojos y algún meneo de las manos, se expresen hechos y
abstracciones que aun con todos los recursos del lenguaje oral, no
habrían de exteriorizarse fácilmente. Pero como ello cae debajo de la
desconocida ley de encantamiento o hechicería, forzoso será cerrar los
ojos y tragarlo todo, sin reparar en que pase por el gaznate alguna
ruedecilla de molino.
Lo primero que hizo entender a Gil el amigo y compañero de tediosa
esclavitud, fue que aquel recinto del quietismo acuático era comúnmente
la postrera etapa o estación del vía-crucis correccional. Bien
baqueteados llegaban allí los penitentes, con las voluntades bien
sacudidas y las entendederas abiertas a la razón. Allí se les daba la
última pasadita, el barniz que llamaban _cura del silencio_, soberano
remedio que atajaba el flujo de las palabras ociosas.
La estancia en aquel Limbo solía durar dos o tres años, y una vez
cursada la asignatura del buen callar, salían ya los caballeros en
disposición de volver al mundo. Protestó _Asur_ con airado gesto
de la duración de aquel lento suplicio; pero el amigo no tardó en
tranquilizarle, diciéndole que en la pecera sin ruido las leyes del
tiempo se regían por cómputos y divisiones distintas de las del mundo.
Lo que en este se llama un día, en la pecera era un mes lunario.
--De modo --añadió el informante--, que si tú, pongo por caso, te
duermes esta noche a las ocho en punto y despiertas a la misma hora de
mañana, puedes decir que has dormido veintisiete días, siete horas,
cuarenta y tres minutos y once segundos y medio.
Abriendo en todo su grandor ojos y boca, expresó Gil su admiración y
alegría. Y no era para menos, pues contados de aquel modo, dos años en
la pecera equivalían a veintiséis días solares. Más extraordinario que
esto era que tan complicada explicación se diese haciendo morritos con
los labios, enseñando ahora los dientes, ahora la lengua, y agregando
como elemento prosódico el punteado de las manos. No era lícito emplear
el alfabeto digital de sordomudos, ni podrían hacerlo los pececillos
aunque quisieran, pues al entrar en la redoma desconocían absolutamente
las letras, así por lo gráfico como por lo mímico... En una segunda
conversación, paseando entre arbustos de cristal, el amigo se excedió
en la confianza.
--Parece mentira --dijo con rapidísimas contracciones de boca y nariz--
que no me hayas conocido. Yo te conocí desde que entraste en la redoma.
Mírame bien, Carlos de Tarsis. ¿No te acuerdas de Pepe Azlor, Duque de
Ribagorza? (Gran dilatación de boca fue el signo de inteligencia del
caballero _Asur_.)
--Yo fui encantado antes que tú --prosiguió el pececillo-- por
desatinos y aberraciones que ahora no son del caso... Yo he corrido
como tú; yo he rodado como piedra que arrastran los ríos, y de tanto
correr y rodar, mi ser anguloso y cortante se ha pulimentado... Ya
estoy bien redondito... Como en nuestro cautiverio andante se nos
permite y aun se nos recomienda el amor que vigoriza nuestras almas,
yo... Antes te diré que me han tenido largo tiempo en la galería más
honda y más negra de una mina de carbón... Justo castigo a mi perversa
frivolidad... Hacinados como reses dormíamos los trabajadores en una
cuadra próxima a la mina, y en aquellos horrendos lugares conocí a una
linda muchacha, vendedora de aguardiente. Me enamoré de ella, y he
aquí que vivimos felices... y... En fin, que mi Cloris será, y no me
pesa, Duquesa de Ribagorza. Y ahora, dejo a un lado mis cosas y voy
a las tuyas, que de ellas tengo conocimiento por hallarme casi en el
punto de extinción de mi condena. Entre paréntesis, querido Tarsis, yo
saldré mañana... Sigo contándote, y dispensa mis digresiones... Tú te
enamoraste de una maestra de escuela: la seguiste, la robaste, y en
libre ayuntamiento con ella estuviste unos días... Desde aquellos días
al presente ha pasado un año...
No pudo contenerse _Asur, hijo del Victorioso_, y con boca y nariz,
ayudado de las flexibles manos, soltó este donoso parlamento:
--Anoche vi a mi mujer en un espejo que tenemos en la sala de
armaduras. No habló conmigo como la primera y segunda vez que nos
vimos. No hacía más que reír y reír del modo más gracioso. Llevaba en
brazos un niño chiquitín.
Y el otro le dijo:
--Tu mujer te ha dado descendencia, como a mí la mía. Eso nos
encontraremos al volver al mundo...
Viéndole caviloso y mohíno, le llevó al rincón más apartado del
jardín, para recatarse de los vagantes compañeros, y a solas cambiaron
las declaraciones más íntimas.
--Ya te lo he dicho: salgo mañana --murmuró Azlor, que en la suma
discreción no empleaba otro lenguaje que el de los ojos.
Y Gil replicó angustiado:
--¿Pero hasta cuándo ¡por vida de Merlín! me tendrá la Madre en este
presidio bobo? ¿Has hablado tú con ella?
--Sí --significó el otro--. Soy su pariente en décimo grado por la
rama de Aragón. Las confianzas que tiene conmigo no las tiene con
nadie... Aquí se nos presentó anoche. Yo dormía. Me despertó un ruido
de catarata... Salté, salí... Encontré a mi Señora en este mismo sitio
donde ahora estamos... Con interés vivo me preguntó por ti... contome
lo del alumbramiento de tu mujer, a quien tiene en grande estimación
por su talento y virtudes... Luego hacia ti resbaló la conversación...
Dice que eres de buen natural, con el grave defecto de arrebatarte
fácilmente. Te dará de alta cuando la _cura del silencio_ te haya
secado la vena del decir ocioso. Yo abogué por ti... Vaciló nuestra
Señora... Por fin, cediendo a mis ruegos, diome licencia para llevarte
mañana conmigo...
--¡Mañana!... ¡salgo mañana de esta redoma! --exclamó Gil, si exclamar
es abrir la boca extremando la elasticidad de los labios--. Tanta dicha
me trastorna, querido Azlor... No podré contener las ganas de alzar el
grito, de cantar un himno a la libertad...
--¡Silencio... por los clavos de Cristo, silencio! Sigue mi ejemplo,
querido Tarsis. Ya ves que soy muy callado.
--Ya lo veo.
--Condición precisa impuesta por la Madre: saldrás conmigo si poniendo
un punto en tu boca demuestras haber ganado borla de doctor en la
Facultad del buen callar... A esta triste morada vienen los que por
hablar demasiado ahogaron en océanos de palabras la voluntad y el
pensamiento de la vida hispánica. Casi todos los que ves aquí son
oradores... Hablaron mucho y no hicieron nada. Maestros son algunos
de la palabra altísona, fascinadores públicos, que con la magia
de su arte y la diversidad de sus retóricas convirtieron la torre
de la elocuencia en torre de Babel... Y el más notado de nuestros
compañeros, ese que llamas _el Conde de Orgaz_, tres veces fue dado
de alta, y otras tantas volvió acá, por reincidencia en el vicio que
le devora. No es propiamente orador, sino hablador. Su elocuencia
consiste en despotricar con gracia y facundia, refiriendo vida y
milagros de cuantas damas y caballeros hay en la Corte, y aderezando su
maledicencia con chistes sangrientos y reticencias traperas. Entiendo
yo que ese no se curará jamás. Por su vejez en cierto modo gloriosa
en el ciclo picaresco de nuestra raza, es el único a quien se concede
aquí el uso de los naipes. Se pasa los días sinódicos, que son meses,
haciendo solitarios...
--No quisiera verme en tan duros castigos --dijo Tarsis--; y para que
me saquen pronto de aquí, y no vuelvan a traerme, pondré en mi boca
cuantos puntos y puntadas sean menester... Da pena ver a estos que
fueron habladores convertidos en pececillos, sin otra señal de vida
que el ondear perenne en las curvas del cristal, sin otro lenguaje que
el abrir y cerrar de bocas, como un signo confesional de la religión
del bostezo... Ya rabio por salir... Dime cómo se sale y cómo cambiamos
de ropa, pues con este empaque pisciforme no podríamos volver al mundo
sin que nos apedrearan.
No fueron muy explícitos los informes que el caballero Azlor dio al
caballero Tarsis acerca de la salida de la reclusión. Primero dijo
que los absueltos eran sacados con un aparato de pesca; después, que
se escabullían subiéndose al techo de una de las habitaciones, o que
en la circular tapia cristalina del jardín había una puertecilla,
un torno, una trampa... La propia indeterminación se advierte en el
relato del fraile franciscano tan descalzo como erudito. El santo
varón quiere describir el cómo y dónde de la salida, y se hace un
lío... En un pasaje de su cronicón asegura que vio salir a muchos
con el traje fresco que usaba nuestro padre Adán en el Paraíso, y
en otro habla de que los echaban con un aparato de noria, vestidos
con la ropa que trajeron al entrar. Forzoso es prescindir de estas
referencias equívocas en lo accidental, y atenernos a las fundamentales
aseveraciones del reverendo; que si el tal dejó fama de _trolista_,
inventor de cuentos para la infancia, también la tuvo de gran teólogo y
comentador de los sagrados libros.
Bajo la fe y autoridad del religioso cronista, puede afirmarse que a
media mañana de un claro día (no hay indicación de fecha ni cosa que lo
valga) se encontraron Azlor y Tarsis fuera del cristalino palacio, y
que lo primero que se les vino a las mientes fue cambiar de ropa, pues
aún llevaban las sotanas de color purpúreo, de tela suave y escamosa.
El caballero Azlor propuso, con buen acuerdo, que se encaminaran a su
finca, camino de Añover de Tajo, donde fácilmente se limpiarían de
aquella piel ictínea, pues no era decente presentarse en el mundo como
escapados de un _aquarium_. Dicho y hecho. En tres cuartos de hora
llegaron a las posesiones de Azlor, donde hallaron abrigo, comodidad y
servidumbre hacendosa. Como ambos caballeros tenían la misma talla y
carnes, con ropa del uno se vistieron elegantemente los dos.
--Al cumplir mi condena --dijo el que ya no se llamaba Gil--, no me
sentiré dichoso si no logro complementar mi vida. Y te aseguro que me
estorban estos cuellos y esta corbata, y el traje todo que envuelve
mi humanidad. Cree que me siento celtíbero... Espero con ansiedad la
impresión que ha de causarme la gente que hace tiempo perdí de vista.
Sus ideas entiendo que han de parecerme extrañas y en pugna con las
mías.
--En igual situación me encuentro --replicó el otro--. Puedes
creer que me cargan los guantes. Me siento visigodo... Pero ya nos
arregostaremos, como se dice por allá... ¿Y qué hacemos ahora? La
Madre me ordenó que volvamos a nuestras viviendas, como si de ellas
hubiéramos salido ayer. En tu casa y la mía encontraremos lo que
dejamos, y nuestra ausencia no habrá sido notada. Esto excede al
desatino de los más locos ensueños; pero así ha de ser... quien
manda, manda. Vayamos a Madrid penetrándonos de que esto no es más
que un despertar, un abrir de ojos, que nos pone delante el mundo que
desapareció al cerrarlos por cansancio... o del sueño.
--Así es --dijo Tarsis, ya metidos los dos en el automóvil y corriendo
hacia la Sagra--. Pero fíjate en una cosa, Pepe. Lo primero que tenemos
que hacer, para que no se rían de nosotros, es enterarnos bien del
día en que vivimos. ¿En qué fecha estamos, en qué mes, en qué año? La
estación parece otoñal. Están rompiendo la tierra en los barbechos...
Por Dios, Pepe: pregúntale a tu _chauffeur_. Es ridículo no tener idea
del tiempo que hemos pasado en presidio.
--Ya buscaré yo un discreto modo de hacer la pregunta sin que
parezcamos tontos o desmemoriados insubstanciales --dijo Azlor--. Si he
de decirte la verdad, creo que no debemos preguntar nada, y esperar a
que la conversación corriente nos descifre el enigma.
--¡Pero el año, Pepe, el año...!
--Lo sabremos por los primeros almanaques que nos salgan al rostro...
Todos los años son iguales a un año cualquiera.
A medida que avanzaban hacia la Corte, en el cerebro de uno y otro
iban recobrando su casilla las ideas que dispersó el interregno vital.
Diríase que eran ideas proscriptas que volvían al hogar patrio. Esto
que ocurre cuando regresamos de un largo viaje, en aquel caso fue como
un despertar del ensueño a la realidad, lo que no siempre es grato.
Así lo pensaba el buen Tarsis, que se entristeció sintiendo entrar en
su memoria los nombres e imágenes de todos sus amigos y relaciones de
antaño, y viendo resurgir su anterior y nada meritoria existencia...
Arrastrados por la fogosa gasolina, pasaron como huracán por Illescas,
Torrejón de la Calzada, Parla, Getafe. Acortando marcha, hicieron su
entrada en Madrid por el puente de Toledo, y esquivaron la puerta y
calle del mismo nombre, torciendo por las Rondas en dirección de las
barriadas del Este... En la imaginación de Tarsis, todo lo que veía
se le representó como cosa despintada, como artificio que funcionaba
torpemente, como semblante triste mal embadurnado de alegría.
--¡Oh, Madrid, patria mía! --exclamó--. Con más gusto entré en Boñices.


XXVII
Con el desencanto de _Asur_ terminan, por hoy, estas locas aventuras
hispánicas.

Avanzando por los Paseos del Botánico, Prado y Recoletos, ambos
caballeros empalmaban rápidamente la realidad con sus desencantadas
personas.
--No olvides --dijo Azlor--, que mi tía nos espera esta noche. Allí
iremos a pasar un rato.
--¡Ah! sí: la Ruy-Díaz --murmuró Tarsis atormentado por su memoria,
la memoria del vivir nuevo--. Hemos resucitado en el punto donde
fenecimos. En casa de tu tía estuve la noche anterior a mi
encantamiento. Esto es despertar en la misma postura en que nos
dormimos... Pues no me disgusta esta manera de anudar el hilo roto
de la existencia normal. De la casa de tu tía conservo dulces
remembranzas. Allí conocí a personas que se me metieron en el corazón,
y en él moran todavía. Allí, si mal no recuerdo, tuve el gusto de ver
a una dama distinguidísima, de cabellos blancos, tan seductora por su
talento como por su exquisito trato, la Duquesa de Mío Cid...
--Es mi tía en décimo grado, por la rama de Aragón. No sé si estará en
Madrid. Viaja de continuo, y las ruedas de su automóvil se saben de
memoria todo el mapa de España. Su _chauffeur_ es un espíritu genial,
engendrado por el tiempo en las entrañas de la Historia... ¿Qué haces,
Tarsis? ¿Te duermes?
--Cerrando los ojos comprendo mejor lo que dices... ¿Dónde estará en
este momento tu excelsa tía en décimo grado?
--Me figuro que está en tierras de la Coronilla, a la parte de allá del
Moncayo.
--Ayer dormía en aguas del Tajo; hoy se solaza en los brazos del Ebro.
--Son sus maridos... son sus amantes predilectos... Cada día le nacen
mil hijos... los cría en los dorados trigales, en los barbechos fríos,
a una y otra banda de Mulhacén, de Gredos, de Peñalara, de Montesdeoca,
y en el sin fin de pueblos ricos o miserables; aquí mismo, en este
Madrid picaresco, los cría y los mata... Yo también me duermo, Carlos;
yo me meto en la hondura del pensar que ennoblece...
--Salgamos, sí, del árido pensar que nos vulgariza. Tu tía nos ha
enseñado la ciencia compendiosa del vivir patrio. Hagamos honor a sus
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