El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 15

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tardó en pisar terreno llano. «Aunque no te has dejado ver, señora
Madre --decía--, ¿quién sino tú me preparó con un oportuno incendio
la oscuridad que cegó a los guardias? ¿Qué manos que no fueran las
tuyas pudieron desatar la cuerda que me oprimía los codos?... Yo
advertí que el cordel por sí solo deshizo sus nudos, y salió silbando
y serpenteando hasta perderse de vista en el monte... Ahora déjame
ver la luz rosada que anuncia tu presencia, y sienta yo dentro de mí
la suspensión o azoramiento, señal infalible de que la Naturaleza se
conmueve a tu paso.»
Por más que el caballero miraba a un lado y otro y a los oteros
cercanos, únicos que se dejaban ver, no tuvo el menor atisbo de luz
rosada ni verde. Imperaba el blanco algodonoso de la niebla, sin
dejar ningún resquicio por donde pudieran colarse luces naturales o
fantásticas. Avanzada ya la noche, dio de bruces en un lugar miserable
cuyo nombre ignoraba. Después supo que era Guijosa. No queriendo
infundir sospechas pidiendo albergue o haciendo preguntas, echó un
vistazo al caserío del pueblo, vio la iglesia y en ella un ancho
pórtico con dos rinconadas laterales que parecían hechas de encargo
para que los vagabundos pasaran en ellas la noche.
Antes de acomodarse en su camarín, quiso dar a su cuerpo algún
sustento, y recordando que aún le quedaban dos bellotas en el bolsillo
del pantalón, metió en él la mano para cogerlas. Grande fue su sorpresa
cuando al tacto reconoció que no eran dos bellotas, sino cuatro.
Momentos después entraba en una taberna que había visto al pasar por la
corredera central del pueblo. Compró medio pan y un pedazo de queso, y
fue a comérselo al pórtico donde había encontrado su albergue nocturno.
Instalose en él, arrimándose bien al ángulo para buscar todo el abrigo
que la dura piedra podía darle, y apenas tiraba los primeros bocados
al queso y pan, creyó ver en el rincón frontero un bulto de cosa viva.
Poco tardó, por cierto rumor de respiración y carraspeo, en cerciorarse
de que era un hombre, un desgraciado caminante, como él sin hogar ni
dinero, acaso como él perseguido de la justicia. En estas dudas se
hallaba, cuando del bulto misterioso salió una ronca voz que dijo:
--Buen hombre, se quedará usted helado si no tiene manta. Arrímese acá
y participará de la mía, que es de cuatro varas, morellana neta. No
tema que le pegue miseria, que yo, aunque pobre, no la tengo.
--Buen señor --replicó el caballero, conociendo, por la voz cascada,
que hablaba con un anciano--, acepto muy agradecido el abrigo, y allá
me voy. Y si quiere usted acompañarme en esta pobre cena de pan y
queso, tendré mucho gusto en partirla con usted.
--¡Ay, sí: deme acá, hermano! Tengo un hambre horrible. No poseo más
capital que la manta, lo único que he podido sacar del pueblo.
Mientras el famélico señor se incorporaba para tirar feroces mordiscos
al pan, Gil se acomodó bajo un pico de la luenga y tupida manta
morellana. A la escasa claridad de la luna examinó la cara de su
compañero de hospedaje: era cara de viejo, con melenas canosas, y no
desconocida para Gil. En alguna parte y en días no lejanos habíala
visto. ¿Dónde, Señor? Tanto apuró su memoria, que al fin creyó
descifrar el enigma, y para llegar a la certeza, habló así:
--Señor, yo le conozco a usted; creo haberle visto en un lugar llamado
Boñices. Dígame si es usted un maestro que tiene por nombre don
Alqui...bori...
--Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias, para servir a Dios y a
usted --dijo el otro gravemente mordiendo el queso con avidez--.
_Escóndese el rico, mas no el mísero._ Como los lobos bajan del monte
al llano movidos del apetito de carne, así he salido yo de Boñices, y
voy a la ventura por estas tierras, buscando el lugar de abundancia
donde sobre un mendrugo. Dios me ha favorecido esta noche trayéndole a
usted a mi lado con su pan, su queso y su cortesanía, que me han dado
aliento para vivir hasta mañana. Y ahora, buen hombre, ya que hemos
metido algo en el buche, hagamos por dormir, que yo estoy rendido, y
usted también, a lo que parece. Mañana hablaremos. Abríguese y duerma.
La noche es para el descanso, llamémoslo sueño, que es la jaula en
que se guardan los pensamientos; el día es para que se abra la jaula,
y salgan otra vez los pensamientos a darnos guerra y a engendrar las
acciones... Conque buenas noches.
Pareciole muy cuerdo a Gil lo que su compañero de alcoba decía,
y se acurrucó bajo la manta para conciliar el sueño. Durmió con
intermitencias, atormentado de pesadillas, y una de estas fue que
se acababa el mundo, sensación pavorosa producida tal vez por los
ronquidos de don Quiboro, que imitaban el son terrible de la trompeta
del Juicio final. El día le despejó la cabeza de los terrores
milenarios, y puesto en pie y sacudiendo la pereza, mientras el maestro
anciano se desperezaba como un camello, se aprestaron a seguir su
peregrinación... Don Quiboro dobló su manta en forma de que le sirviera
como tapabocas, y por el primer callejón que les vino a mano salieron
al campo libre, observando gozosos que el día se presentaba menos
encapuchado de nieblas que el anterior.
--¿Hacia dónde vamos, amigo? --dijo don Quiboro, mirando sucesivamente
a los cuatro cuadrantes--. Yo ando a la ventura... a ver si caigo
donde me sea fácil encontrar un pienso razonable. ¿Hacia dónde cae
Guadalajara?
--Hacia el Sur, y el Sur es por aquí --replicó Gil, señalando una
dirección, después de apreciar en el horizonte la salida del sol--. A
usted, que es persona justa, no debo ocultarle que huyo de la justicia,
y no me conviene andar por senderos concurridos.
--Pues yo, hijo mío --indicó el viejo con gravedad estoica--, voy sin
criterio propio y entregado al Destino. Ni busco a la justicia, ni huyo
de ella; que si la justicia me coge y me conduce de pueblo en pueblo,
en estos habrá pesebres donde se alimenten bien o mal los cristianos
errantes, que no tienen casa, ni familia, ni una chispa de numerario.
--También yo cuento con el Destino, que suele ser más humanitario que
las leyes y los que cuidan de cumplirlas --declaró el caballero--. Si
por una parte huyo de la justicia, por otra voy hacia ella... Déjeme
que le explique... Yo maté a un cerdo... me prendieron, me escapé...
Un guardia civil me quitó a mi mujer... yo voy a que me devuelvan a mi
mujer, o a que me maten, pues sin ella no puedo vivir.
--Historia complicada es esa, y no he de entenderla como no me dé más
explicaciones. Al decir mujer, ha dicho enredo y confusión. Habrá usted
oído aquello de _Hembra lozana, darse quiere a vida vana_, y también
estotro: _Mujeres y malas noches, matan a los hombres_...
--No es eso, señor --dijo el caballero--. Usted no me entiende... y yo
no podría ponerle al tanto de mi historia sin darle una conferencia de
tres días.
--Pues resérvela para mejor ocasión, porque con los estómagos vacíos,
en esta hora del desgaste orgánico, ni los entendimientos, ni la
palabra, ni la memoria, están para largos cuentos, ya sean verdaderos,
ya mentirosos. Veamos si la Providencia o San José bendito nos deparan
almas caritativas que nos socorran con algún alimento. Usted que tiene
buena vista, mire y observe si hay por aquí pastores, o si a lo lejos
se descubre algún caserío...
--Pastores no veo --dijo el encantado--; pero sí gente de labranza, que
a mi parecer está sacando patatas.
--Pues vamos primero al señuelo de las patatas --dijo el desgraciado
Quiboro, avivando cuanto podía su vacilante paso--, que me da el
corazón que hemos de encontrar hidalguía y caridad... Quiera Dios
que sea la cosecha muy abundante, y que los dueños de ella estén
alborozados y satisfechos... Deme el brazo, hijo, y ayúdeme a salvar
pronto la distancia que nos separa de esos dignísimos labradores... La
Virgen bendiga su trabajo y les aumente el fruto... Ande, hijo, ande.
Llegaron al grupo de labriegos, que eran tres mujeres y dos hombres, y
tal ventura deparó el cielo a los peregrinos, que apenas manifestada
su fiera necesidad entre bostezos, les dieron cuanto pudo meter en
sus anchos bolsillos el cansado viejo. Sin detenerse en el grupo más
tiempo que el preciso para expresar del modo más patético su inmensa
gratitud, se fueron en busca de un lugar montuno donde pudieran recoger
leña y hojarasca, encender lumbre y asar los preciosos tubérculos que
de la caridad habían recibido. Atravesando rastrojos y metiéndose por
empinadas veredas, dieron en un encinar que les ofrecía descanso,
abrigo, soledad, cocina, fogón, leña y mesa para banquetear a su gusto.
Recogió al punto Gil un buen brazado de palitroques y ramaje seco.
Felizmente, tenía fósforos y encendió lumbre, que pronto tomó cuerpo, y
las crujientes llamas alegraron el alma y templaron el aterido cuerpo
de don Alquiborontifosio. De rodillas ante la hoguera, extendiendo
las palmas de las manos en actitud litúrgica, tuviérasele por un
sacerdote de los prístinos tiempos de la Historia. Acólito de tal
ofrenda o sacrificio era Gil, que cuidadosamente cebaba la llama para
que se formara un buen rescoldo. Don Quiboro metía las patatas en la
ceniza, y tales eran los estímulos de su apetito, que medio asadas
y medio quemadas empezó a comerlas, soplando sobre ellas antes de
meterlas en su desdentada boca. Y cuando los dos habían aplacado las
primeras ansias del gusanillo, cogió el maestro una patata y la mostró
con solemnidad a su compañero de fatigas, pronunciando este triste
razonamiento:
--A tal miseria han venido a parar mis cincuenta y más años de
magisterio en Aliud primero, después en Torreblascos, y por fin en el
moribundo lugar de Boñices. Vea usted el premio que dan a una vida
consagrada a la más alta función del Reino, que es disponer a los
niños para que pasen de animalitos a personas... y aun a personajes,
que yo con documento puedo atestiguar... carta canta... que en Buenos
Aires, en Méjico y en otras partes de las Indias, viven ricachones
que fueron desasnados por mí, y que bajo mi palmeta, hoy en desuso,
aprendieron a distinguir la _e_ de la _o_. Y en esas Cortes o Senados
de Madrid, en que tanto se parla, algunos hay que llegaron cerriles a
mis manos, y de ellas salieron bien pulidos de lectura y escritura,
con algo de aritmética. Nadie me ha favorecido en este vía-crucis
doloroso. Dos generaciones de Gaitines han pasado delante de mí con
los oídos tapados a mis quejas, y solo me atendieron a medias y de
mala gana cuando reclamaba yo dos años de atrasos, dos años de paga,
¡Señor! que me debía el Ayuntamiento. Los Gaitines han favorecido más
la fábrica de aguardiente que la fábrica de ilustración. Y heme aquí
errante, sin hogar ni más ropa que la puesta y esta manta, atenido a la
caridad pública, rodando como las hojas muertas que lleva el viento,
sin encontrar ni protección, ni pan, ni siquiera sepultura, pues cuando
menos lo piense caeré muerto en lugar salvaje donde las bestias me
pisen y los buitres me coman. ¡Oh, buitres, comedme y hartaos de mi
carne podrida, y que os aproveche y hagáis buena digestión! Seréis más
dichosos que yo lo fui. ¡Oh, niños, niños mil a quienes saqué de las
tinieblas, al daros luz hice una generación de hombres ingratos!
Al terminar, limpiose una lágrima y siguió comiendo. Con la
conversación del improvisado amigo fue recobrando el pobre viejo su
normal temple, y _de sobremesa_ propuso a Gil que, pues habían yantado
con sosiego, que compensaba la triste frugalidad, quedáranse buena
parte del día en lugar tan apacible, recogiendo y almacenando en sus
cuerpos el calorcillo de la hoguera, para tener reserva con que hacer
frente a los fríos y desmayos que les esperaban. Así lo hicieron.
Echose Gil a dormir, y a media tarde reanudaron su vida errante,
llevándose don Quiboro en sus hondos bolsillos las patatas medio asadas
y medio carbonizadas que sobraron del festín.
Caminando encontraron una pareja de mendigos: él, caduco y patizambo,
con un voluminoso morral al hombro; ella, jovenzuela, canija y
andrajosa, con un morral chico y una bandurria vieja. Trabaron
conversación, y el hombre, que era muy parlero y comunicativo, les dijo
así:
--Yo me voy a pasar la noche a Pitarque, que es alivio del pobre en
esta tierra desamparada.
No había oído don Quiboro tal nombre, y pedidas explicaciones, el
pordiosero las dio muy claras:
--Bien se conoce que no son ustés de por acá. Pitarque es un
conventorro viejo de franciscos o dominiscos... no sé qué. Desde tiempo
memorial está caído... la iglesia sin techo, lo demás apañado para
casas de labor y lo consiguiente. Comprolo por pocos riales un granjero
de Torremocha, que le llaman José Corvejón, y allí ha puesto taberna,
algo de parador para personas y bestias naturales, lonja de bacalao y
piensos... A la mano acá del monasterio hay un patio grande que fue
mismamente claustro, donde salían a regoldar los frailes, acabado el
refitorio. José Corvejón, que es hombre cristiano de suyo, porque,
según dicen, vivió antes en necesidad, nos deja a los probes entrar
en el patio, y nos da sarmientos y otras leñas comustibles para que
hagamos lumbre y nos calentemos, y las más de las noches nos reparte
la bazofia que sobra de los yantares de la posada... Si no tenéis vos
mejor corral donde albergaros, venid con nosotros y lo pasaréis tan
ricamente, que también suele haber quien eche al aire las penas con
algún desperezo de seguidillas y danza...
--Sí, sí --dijo don Quiboro con desentonos de chochez infantil--.
Iremos allá. ¿No piensa lo mismo el amigo? Si hay lumbre, un rincón
para dormir, y alegría del pueblo, ¿qué más podemos desear?
Arreando a prisa, llegaron los cuatro cristianos vagabundos, ya de
noche, al caseretón llamado Pitarque, donde ocurrieron sorprendentes
sucesos y casos de risa y llanto, que conocerá el que tenga paciencia
para seguir leyendo.


XXII
Refiérense, con el vía-crucis del caballero, las escenas de pobretería
en el corral de Pitarque.

Cuando Gil, don Quiboro y la pareja de mendigos entraron en el
corralón, de traza y vestigios de claustro, ya había en este gente
pobre. En uno de los grupos reconoció Gil a los volatineros que había
encontrado en el camino de Matalebreras; mas por el pronto no quiso
darse a conocer. Formaban ruedo junto a su carro, en actitud de
preparar la cena. Luego se hizo cargo del local paseando en redondo, y
vio desde fuera la taberna, lonja y demás aposentos. Al volver junto
a don Quiboro, recogiéronse, por indicación de este, en el ángulo más
próximo a la puerta, donde unos sacos de paja les brindaban cómodo
asiento. Liándose en su manta, el maestro dijo a su incógnito amigo:
--Aquí estamos como en atalaya. Por causa de mi corta vista no veo más
que el resplandor de las hogueras que algunos encienden ya para guisar.
Sirvan los buenos ojos de usted para descubrir ollas o sartenes, y ver
si hay entre tanta gente un alma buena que nos convide.
--Sí habrá, señor don Quiboro --replicó el caballero--, y en último
caso, nos convidaremos nosotros.
Antes que terminara la frase, fue tocado en el hombro por un sujeto,
en quien al punto reconoció a su compañero de la cárcel de Sigüenza,
Tiburcio de Santa Inés, el cual, soltando el chorro de su locuacidad,
contó que se había escapado de la prisión por un patio interno, al cual
pasó aprovechando descuidos del alcaide, y favorecido por un empleado
del Ayuntamiento, amigo suyo. No creyó Gil prudente explicarle el cómo,
dónde y cuándo de su recobrada libertad. A la pregunta de don Quiboro,
«¿quién es este señor?» respondió Tiburcio:
--Yo soy una víctima de la justicia; a mí me han despojado de mis
bienes los infames Gaitones, plaga de esta tierra, valiéndose de leyes
retorcidas y aplicadas al mal... Antes de contarles mi caso, si quieren
oírlo, dígame, señor anciano, si es usted de la curia, pues tal me ha
parecido por sus gruñidos, sus guedejas y el metal apagado de la voz.
Si es de la justicia, _abrenuncio_ y me voy al lado de enfrente.
--Cálmese, buen hombre --dijo con hueca voz don Alquiborontifosio--.
Yo no soy de la justicia; soy de más abajo; pertenezco a la última
fermentación de la podredumbre del Reino... Ya ve usted por mi pelaje
cómo acaban los que, enseñando a la infancia, allanamos el suelo para
cimentar y construir la paz, la ilustración y la justicia... Siéntese a
nuestro lado y cuéntenos lo que quiera, sin dejar de echar una miradita
a las ollas y calderos, que a mi parecer ya están puestos a la lumbre.
Si esto es ilusión, no me la quiten los hombres de buena vista.
En los sacos de paja se sentó Tiburcio, a quien mejor que a nadie
cuadraba el mote de _Pobrecito hablador_, y con fácil vena dio
principio a su cuento, que no es fábula muerta, sino historia viva:
--Una huertecilla heredé de mi padre, y un prado muy bueno, y con ambos
predios lindaba otra huerta de mayor cabida, perteneciente a Zacarías
Escopete, consuegro de don Crisanto Gaitón... Hace un año dio Zacarías
en la tecla de que yo le había de dar paso por mi huerta al carro que
le llevaba el abono para la suya... Me resistí; no había memoria de
tal servidumbre. Los amigos me aconsejaban que cediera, pues de no
hacerlo, el vecino me causaría mayor perjuicio, por ser yo pobre y él
un ricacho que hace de la justicia lo que le viene en gana... En mal
hora me resistí, parapetándome en mi derecho. El parapeto de nada me
sirvió, y el maldito Escopete me puso la demanda... Todos los vecinos
se prestaron a declarar que en ningún tiempo habían visto que mi huerta
fuera paso de servidumbre para la del otro... De nada me valió el
testimonio de medio pueblo, y el juez municipal nombrado, como toda
autoridad, por el Gaitón, a quien parta un rayo, sentenció condenándome
a dar paso al carro y pagar las costas.
--¡Vaya por Dios! --exclamó don Quiboro--. Con apelar usted al juez
de primera instancia, que forzosamente había de revocar sentencia tan
absurda, estaba usted salvado.
--¡Que si quieres! Eso es lo justo; pero váyale usted con justicias a
los hombres malos que sin más ley que su egoísmo oprimen al pobre.
--Tiene usted razón. Por eso ha dicho la sabiduría popular: _No vive el
leal más que lo que quiere el traidor_. Siga.
--El juez de primera instancia, que es también hechura del Gaitón,
fue y ¿qué hizo? Pues confirmar la sentencia y condenarme también en
costas... Encontreme, como el otro que dice, con la soga al cuello. Del
Juzgado me avisaron que fuese a pagar las costas, que eran doscientas
treinta y tantas pesetas... ¡Ay, Dios mío, qué apuros! En la casa del
labrador pobre suele haber frutos para ir comiendo; pero tal cantidad
de pesetas no las hay sino en contados días... Dejé pasar el tiempo
en espera de la fiesta del pueblo... buena ocasión para vender unos
novillos... Cuando más descuidado estaba yo, el juez municipal recibe
un oficio del otro juez más alto, ordenándole que me embargara las
fincas por valor de quinientas pesetas, y el hombre no anduvo perezoso
para la diligencia. Vino a mi casa y me embargó el huerto, y por si
no era bastante, el prado... Nada, que por caridad no me embargó los
zapatos y la camisa... ¿Qué hice? Pues salir a buscar quien me prestara
dinero para levantar el embargo... ¡Qué dinero ni qué niño muerto,
si el poco que hay lo tienen los ayudantes del verdugo, es decir, los
criados del cacique! Viendo este desamparo, me dije yo: «Esperaré
a la feria del _Corpus_, donde podré vender con estimación mis dos
novillos»... ¡Que si quieres! No se me arregló el negocio, y esos
villanos sacaron mis propiedades a subasta. Acudieron licitadores,
echados a socapa por el consuegro del Gaitón, y pujando, pujando,
elevaron el valor de mi huerto y prado a mil cincuenta pesetas, más
del doble de lo que el Juzgado había pedido. Nunca mandan embargar de
menos, sino de más, con idea de que sobre lo que se ha de comer la
curia. Pero el juez municipal consultó al de primera instancia si desde
luego debía entregar al embargado la demasía... A todo esto, yo, algo
consolado, decía entre mí: «Si has perdido dos finquitas, te queda
dinero para vivir a gusto una temporada...»
--Inocente era usted, amigo. Como si lo viera, el juez grande ordenó al
chico que le mandara todo el dinero, inspirándose en aquel aforismo que
dice: _Cobra y no pagues, que somos mortales_.
--Así fue... Venga el dinero, y luego, si algo sobra, se devolverá.
Esto dijo el juez grande.
--Pero usted reclamaría...
--¡Oh, sí! reclamar es el oficio del español. Reclamé, y más me valdrá
no haberlo hecho. Pasa tiempo. Viendo que nada me devolvían, fui y
dije al secretario del juez municipal si algo sabía de mi asunto.
Respondiome que no, y que me avistara con el escribano del Juzgado...
Yo, tan tonto, me fui a Sigüenza... ¡pero qué tonto! El escribano me
dijo que viera al otro escribano, que este acaso tendría el dinero
sobrante... Vi al otro, y me dijo que no sabía nada... Volví al primer
escribano... nada sabía tampoco... Y con toda mi paciencia me fui a ver
al señor juez, el cual no recordaba el caso. Insistí. Díjome al fin
que reclamara _en forma_. Corrí en busca de un abogado, el cual puso
un escrito con muchas retóricas y perfiles, pidiendo que se hiciera
tasación de costas, y pagadas estas con el importe de los bienes
vendidos, ¡atiza! se me devolviera, ¡vuelve por otra! el remanente,
_etcétera_...
»Disparado este cañonazo, me volví a mi pueblo, Rebollosa de Jadraque,
y aguardé... naturalmente sentado... y en muchos días no supe nada.
Preguntábanme los amigos, y yo les respondía como los escribanos: no
sé nada, y no sabiendo nada estuve no sé cuánto tiempo. Así se trata
en España al buen ciudadano, después de zarandearle para que vote,
para que pague, para que grite: ¡viva el Rey, viva la Constitución!,
a quien debemos llamar _la Pepa_, por lo que ella vale, y ¡viva la
Libertad!, que también es buena castaña pilonga... Después de muy
larga espera, un día veo entrar en mi casa al secretario del Juzgado
municipal. Me brincó el corazón... Ya estaba yo viendo las quinientas
pesetas pasando de sus manos a las mías. ¡Jesús! tan me lo creí, que
pensé convidarle a unas copas... Y como le vi meter mano al bolsillo,
echeme a reír de gozo, y... Nada, que si apuesto a tonto, no hay quien
me gane... Pues lo que sacó del bolsillo aquel perro fue un papel de
uno de los escribanos del Juzgado grande, en que le decía que hiciera
el favor... ¡para favores estábamos!... que hiciera el favor de decirme
que a la mayor brevedad... ¡a prisita que llueve!... me presentase a
pagar veintinueve pesetas más sobre el importe de la tasación de costas
pedida por mí... y que si no iba pronto... ¡ni que fuéramos a sofocar
un fuego!... que si no iba pronto, me embargarían otra vez... Y aquí
se acabó mi cuento. _Colorín colorao._.. Y se acabó, porque la pillería
de los Gaitones y Escopetes me despojó de mi propiedad, ayudada de la
Justicia, que aquí es la máscara que se ponen los malos para que el
latrocinio parezca ley. Así los lobos se disfrazan de pastores, y los
cepos y trampas están hechos con trazas legales para que fácilmente
caigamos, y en ellos dejemos hacienda y vida. ¡Ay, señores, de la pena
que tengo, ya ni llorar sé!
Oyó este triste lamentar don Alquiborontifosio con grave actitud de
meditación, cerrando los ojos, y pasado un ratito dejó caer de sus
labios esta opinión estoica:
--Si sobre las propiedades perdidas, señor mío, tuvo usted que poner
veintinueve pesetas de añadidura para que le dejaran en paz, es usted
fiel intérprete de la doctrina de Jesucristo, que dijo: _Al que quiera
litigar contigo para quitarte la túnica, déjale también la capa._ (_San
Mateo._)
--¿Eso dijo Nuestro Señor Jesucristo? --replicó Tiburcio pasmado y
confuso--. Pues ahora me entero. Vea usted cómo es uno santo sin
saberlo.
--Santos sin saberlo somos muchos acá --dijo don Quiboro con amargura
que le salía del alma--, y entre ellos me cuento, sin alabarme. Santos
somos por la resignación, y porque no hacemos daño a nuestros enemigos.
--No soy yo de esos tan puros --dijo Santa Inés--. Acúsome, señor, del
pecado de ira. Una piedra tiré al Gaitón que me despojó de lo mío; mas
como no le acerté en la cabeza, poco mal le hice. Ayer, recobrada mi
libertad, me acogí al sagrado de los Padres Recoletos, que tienen su
casa entre Sigüenza y Baides. Recibiéronme con cariño; me ofrecieron
hablar al señor Gaitón, y conseguir de él que me perdone la pedrada,
con lo que basta para echar tierra al proceso. Los buenos Padres me
protegerán para que tenga yo un modo de vivir. Haranme santero de
un Niño Jesús muy milagroso que han traído de Roma. Vea usted cómo:
ponen el Niño en una linda urna, vestidito de raso con lantejuelas.
La urna es también cepillo; por encima tiene una hendidura para meter
los cuartos; por de dentro una cajita escondida entre florecicas de
trapo. Yo voy por los pueblos con mi Niño Dios y las personas buenas o
atribuladas que desean algo se lo piden con devoción, y echan luego el
memorial, que es perra grande o chica, cuando no peseta, metiéndolas
por la raja de arriba... Bueno: pues de la limosna, los Padres me dan
tercia o cuarta parte, según sea la recaudación, y siempre que yo vaya
al convento a rendir cuentas, comeré con los legos en la cocina... y ha
de saber usted que se dan buen trato.
--¡Oh, feliz mortal! --exclamó don Alquiborontifosio, mostrando en risa
franca sus desdentadas encías--. ¡Qué bien te viene el sabio dicho
popular: _Al cornudo, Dios le ayuda_!
En esto, Gil, que alejádose había del grupo, atraído de una visión y
esperanza de condumio, volvió alegre con un platón de migas y cuchara,
y mostrándolo al maestro le dijo:
--Ya nos ha favorecido la Providencia. Esto debemos a las buenas almas
de aquellos volatineros que conocí en el camino de Matalebreras.
Gozoso y agradecido cogió don Quiboro el plato con una mano, y con
la otra lo bendijo, echando sobre las calientes migas estas palabras
sacerdotales:
--_Dios ayuda al cornudo y al testarudo_... Comamos, hijo, y participe
usted también, señor santero del Niño Jesús.
Y el caballero, mientras los tres comían pasando la cuchara de mano en
mano, celebró así el hallazgo de las migas:
--Buenas son y sabrosas, aunque no tanto ni tan abundantes como las que
catamos usted y yo en aquella casa de Boñices... ¿No se acuerda?
Quedó un rato suspenso el buen don Quiboro, y de su asombro resultó
este vivo diálogo:
--Dijo usted que me había visto en Boñices; mas no mentó la cena de
migas en casa de la Fabiana. ¿Era usted de los mozos que alborotaron
con jarana y demagogia? Como apenas veo, no he podido retener su
fisonomía.
--Yo no alboroté, don Quiboro. Fíjese bien en mi cara, y me reconocerá
como el escudero de doña María.
--¿Por qué no me lo dijo antes?
--Porque no vino a pelo, ni yo quería envanecerme como servidor de tan
alta Señora.
--Y ahora, según creo, ha dejado usted el servicio de doña María, como
los demás hidalgos y campesinos que vivían a su lado. Mejor que yo
sabrá usted que a la gran Señora no le ha valido su nobleza y santa
condición. Los renegados gobernantes hanla echado del castillo de
Clavijo porque, al decir de ellos, no le correspondía vivir allí.
--Dispense, don Quiboro, si me río de usted por su ignorancia en lo
tocante a mi Señora. Doña María no vive en Clavijo, y tiene por
vivienda la redondez de la tierra española. Y como todo es suyo, los
mandones no pueden echarla de ninguna parte si no es de sus propias
almas, que a eso tiran ellos. Daránle mil pesadumbres y le amargarán la
vida; pero no pueden decirle: «Madre, ahí te quedas», o «Madre, pasa de
largo.»
--Por mi fe, que no lo entiendo. Habla usted como un demente, o esa
Madre que nombra no es nuestra doña María. Yo le aseguro, porque lo he
visto, que la Señora que cenó con nosotros en Boñices anda hoy errante
por caminos y atajos, como usted y como yo. Salí de Boñices huyendo del
hambre y la muerte, y a media legua más acá encontreme con doña María,
acompañada de dos labradores que me obsequiaron con mendrugos y una
sardina de cuba que sacaron de sus morrales. La Señora, compungido el
rostro y encorvadita de cuerpo por la carga de sus penas, me contó lo
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