El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 04

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a su mujer Eusebia, todavía en cierto punto de frescura y lozanía.
La esposa, con su nativa fortaleza, se defendía de los estragos del
trabajo incesante y rudo, mientras el marido, al cabo de cuarenta
años o más de tremenda porfía con la tierra, era ya un atleta cansino
y derrengado, con todo el vigor recluido en los pensamientos, en la
palabra y en la voluntad. Tenían un hijo, a la sazón de diez años,
que también se llamaba Pepe, por el afán del padre de perpetuarse, no
solo en la tierra, sino en el nombre, avidez de vida durable ya que
no eterna. El chico iba a la escuela, donde si un poco le enseñaba
el maestro, más le enseñaban los otros chicos, profesores de juegos,
enredos y travesuras. En verano, que es tiempo de vacaciones, olvidaban
lo poco que aprendieron en invierno (escaso de días por el descuento
de fiestas religiosas, patrióticas y palatinas), y la bandada se
establecía de sol a sol en los aledaños del pueblo, ejercitándose en
la barbarie de coger nidos. Cosechaban además endrinas y moras de
zarza en campo libre, y afanaban fruta en terrenos vedados, o bien
apedreábanse con rápido manejo de hondas que ellos mismos hacían.
Poseía José Caminero, por herencia, la casa en que vivía, dos huertas y
hermoso prado, dos o tres hazas de excelente tierra, en que cosechaba
patatas, trigo para el pan de la casa, garbanzos, algarroba. Con esto,
y el averío, y el cerdo, y las terneras, vivía pobremente sin ahogos,
sin mirar demasiado la cara al día de mañana. Pero a poco de casarse le
picó la ambición: queriendo dar mejor empleo a su pericia de labrador,
tomó en arrendamiento las tierras de Algares, Tordehita y Tordelepe,
que por su miga y anchuras eran buen campo de ilusiones campesinas. Los
primeros años no le fue mal; pero luego _empezó a cojear el galgo_,
como decía el pobre Caminero: vinieron, ahora la seca, ahora el
pedrisco; se pidió rebaja de la renta, y la subieron; se esperó alivio
en la contribución, y la recargó el maldito Gobierno; siguieron los
arbitrios para salir del año, los enredos del préstamo y la usura, y
así, por fatal gradación, se llegó al desequilibrio de la casa en el
tiempo en que Gil entró a servir en ella. Siempre había tenido Caminero
dos criados para su labranza; pero aquel año la necesidad de economías
le obligó a reducir la servidumbre a un solo mozo, y este de los que
llaman _agosteros_, contratados por pocos meses, que terminaban el día
de San Agustín. En esta fecha cobraría Gil su soldada de catorce duros,
quedando libre para buscar otro acomodo.
Pues, señor, como se ha dicho, llegó el punto de ponerse a comer.
Sentáronse a la mesa, que más bien era banco, cubierto de un mantel
de días, Caminero y su hijo, enfrente Gil. Al lado derecho del amo
debía comer Eusebia, que en pie hizo el calado de la sopa, vertiendo
en la cazuela, sobre las rebanadas de pan, el hirviente caldo. Luego
se sentó a comerlas con los demás, soplando todos en la cucharada para
enfriar. Después el ama volcó el cocido en la misma cazuela, apartando
la carne, y de la cazuela comían todos, que es un comer más familiar y
democrático que el usado por gente fina. Siguieron la carne y tocino,
que eran engaño para meter en la barriga buena carga de pan. Eusebia
cortaba con suma destreza las rebanadas que iba dando a cada uno.
Mientras comían no era la conversación serena y plácida, sino ansiosa
y entrecortada de graves aprensiones. Comían como los soldados que
a prisa engullen su alimento entre batalla y batalla. Caminero y su
mujer, sin mirarse apenas, cambiaban frases recelosas.
--Desmedrado tenemos el trigo, que no granará si no manda Dios agua...
--Yo, por esta rodilla mía derecha, barruntaba ayer agua, y hoy, por el
poco de sordera, barrunto secura. Dios nos mire y el cielo nos llore...
--Mujer, sobre tanta calamidad, me _paiz_ que tendremos la tiña del
garbanzo...
--Ni en chanza lo digas, José. Eso nos faltaba. Si enferma el
garbanzal, ¿año, a dónde vas?...
--Las patatas de Tordelepe piden con necesidad que las aporquemos. No
pase de esta tarde. Vámonos todos a remediarlas con la segunda cava.
Todo lo decían Caminero y su mujer. Gil no desplegaba sus labios. De
las buenas cualidades del mozo, la que más estimaban sus amos era el
silencio. Obedecía, sin chistar, cuantas órdenes se le daban, y jamás
ponía comentario ni observación. Por su docilidad y apego al trabajo,
los amos le querían... Pues en cuanto comieron se apresuró el mozo
a enalbardar la borrica para el ama, y se fueron todos a Tordelepe,
cada cual con su azada, y hasta el chico llevó la suya de juguete,
y toda la santa tarde estuvieron cavando. _La Usebia_ era una fiera
para el trabajo, y doblada de cintura cavaba y arrimaba la tierra que
daba gusto. José, tronzado por el violento esfuerzo que su dignidad de
labrador le imponía, hizo lo que pudo, y Gil, incansable jayán, remató
la labor antes que fuera de noche, con lo que respiraron, limpiándose
el sudor, y se volvieron, _Usebia_ en la burra con el chico, y las
azadas colgadas de la grupa. No iban alegres, pues cada cual llevaba
su afán: la mujer llegar a tiempo de hacer la cena, el hombre, traer
a su magín los afanes del día siguiente. No descansaban, no vivían;
cada hora, preñada de inquietudes, paría en sus últimos minutos las
inquietudes de las horas sucesivas.
A prima noche, encendidas las teas en la cocina y avivada la lumbre,
_Usebia_ preparaba un calderón de patatas con briznas de bacalao...
Cenaron; el chico se durmió con la cuchara en la mano. Marido y mujer
hacían cálculos de lo que podrían reunir para pagar la renta. _Usebia_,
que entre ceja y ceja llevaba el libro de caja, o sea mental aritmética
de las monedas sepultadas en el arcón, aseguró que por mucho que
estiraran no llegarían a juntar lo preciso. El buen Caminero se rascaba
la oreja, sin que del rasquido saliera la solución del problema. Oía
Gil estas cosas y callaba, compadecido de sus amos, a quienes daría sus
ojos si con los ojos pudieran remediarse...
En previsión de un gravísimo atasco, se acordó llevar al mercado de
Pedralba cuanto se pudiese... Como el mercado era en jueves, el martes
lo dedicó Gil a terminar la huebra; el miércoles fue al monte por
leña, operación que era para él un descanso, pues iba en el carro,
cortaba la leña, cargaba, y en ello se le iba todo el día sin gran
fatiga muscular. Gustábale la expedición al monte por lo que tenía de
paseo, de divagación en ambiente fresco y puro, de hablar con gente
que a la ida y a la vuelta encontraba, parloteando en alguna vereda
con muchachas bonitas, que le decían burlas y veras graciosas, como
rozadura de cardo y olor de tomillos.
Aquel día montó el gañán en el carro con el niño de la casa y otros
dos, amiguitos de este, que se pirraban por llevar al monte el programa
de sus diabluras. Gil no dio paz al hacha, y cortó carrascas, ramas de
fresno y de escaramujo, estepa y jara cuanto pudo; gran cantidad de
retama para el horno y de helechos para la cama del ganado. Los chicos
con febril actividad le ayudaban, trabajando con hoces y hachuelas
de juguete. Con certera pedrada mataron a un pobre conejo, y a palos
dieron cuenta de una culebra que no les hacía ningún daño... De
vuelta a la casa, al caer de la tarde, se pensó en disponer lo que al
siguiente día había de llevarse al mercado. El ama supo atraer a su
parecer el del fatigado marido, y ella fue quien organizó y determinó
la pacotilla de artículos para la venta por buen dinero. Viéraisla al
romper el día montada en su burra, con un saco de trigo a la grupa,
alforjas en el arzón, varios líos, uno de ellos con merienda, y ella
bien compuesta, con su pañuelo cruzado al pecho, prendido con un
vistoso alfiler, y otro, de colorines, liado a la cabeza con el nudo
sobre la frente.
A su lado iba Gil, también un poquito aseado. En la mano derecha
llevaba el cordel con que sujetaba y conducía tres lechoncitos atados
por la pata; en la izquierda, la vara con que a la pollina dirigía, al
hombro un saco mediado de garbanzos. Delante, con carrera retozona,
iba el perro _Moro_. Por el camino, que era largo, de más de legua y
media, _Usebia_ charlaba de diversos asuntos; el mozo nunca iniciaba la
conversación, por ser muy corto y bien mirado. Si ella no enhebraba la
palabra, irían todo el camino como dos cartujos. Debe decirse que el
ama quería mucho a su sirviente, por las buenas prendas de él, por su
talante sufrido y humilde, y porque jamás hizo ascos a las obligaciones
por duras que fuesen. Queríale también, mejor dicho, le miraba con
buenos ojos, porque era muy guapo, de cuerpo gallardísimo, la cara bien
adornada y la boca pulida. Con alma cándida y sin malicia le elogiaba
ante las vecinas diciendo:
--Tengo un criado _como un pino de oro_.
Cuidaba de tenerle la ropa lavada y bien arregladita; reservábale
alguna golosina para después de comer, y cuando le veía rendido del
trabajo, y no estaban presentes José ni el chiquillo, llamábale a la
cocina y le daba un huevo asado en la ceniza, añadiendo maternales
consuelos:
--Toma, hijo, que ese cuerpo necesita que le echen un reparo, y dos.
Como se ha dicho, Eusebia planteaba las conversaciones durante el
viaje, las cuales solían recaer en lo desabrido que era Gil con las
mozas del pueblo, pues otro menos metidijo en sí se habría echado ya
cuantas novias quisiera; que si comúnmente hubo tres Giles para una
moza, estando él habría diez para un Gil; y todas le habían de querer,
y en alguna encontraría holgura para casarse. A esto respondía Gil con
respetuosas y discretas razones, diciendo que antes era el ganar que el
enamorar, porque hombre sin blanca es despreciado de sí mismo. Huérfano
era y arrimado a la pared de una buena casa, y por el pronto no haría
más que dar gusto a sus amos y aprender la labranza. Eusebia unas veces
asentía con aires de persona sesuda; otras celebraba con risas las
sosadas del mancebo, oyéndolas como agudezas y donaires.
Con este inocente parlar llegaron a Pedralba, lugar asentado en una
peña flanqueada de murallones, con una sola puerta. Encamináronse a
la plaza y cogieron puesto. En otras circunstancias, Eusebia vendía
sus frutos y compraba escabeche, azúcar, pimentón, cebollas, alguna
herramienta, y una túrdiga de pellejo para hacer las abarcas. Pero
en aquella ocasión triste, a casa no se llevaría más que un poco de
pimentón y una zafrita con vinagre. Sus garbanzos, su trigo, sus pollos
y huevos, sus lechoncitos y demás cosas que llevaba, los cambiaría por
dinero contante para llevarle a José una buena ayuda de la renta. Así
lo hizo; mas no pudo allegar todo el numerario que quería. El dinero
escaseaba. Decidiéndose a vender algunos artículos a desprecio, pudo
llevarse algo más de trescientos reales.
Desalentados tomaron el camino de Aldehuela; mas el sentimiento del mal
negocio no impidió a la curiosa _Usebia_ tirar de la lengua al criado
para que, descuidándose en el hablar, diese a conocer sus intenciones y
pensamientos.
--Si tanto callas, Gil --le dijo--, pensaré que estás encantado.
Con esto se avivó la conversación, y el ama se entretuvo en tocar
delicadamente diferentes puntos de amor, como relación de mozo con
moza, de soltero con viuda, o de casada con mozo libre, que era gran
pecado de _escandalorio_, cosa fea, en verdad, por el mal ejemplo.
Contestaba Gil con discreción y juicio. Mas esta conversación y otras
que se sucedieron, no merecen referencia por ahora, que noticias de
mayor fuste reclaman la atención del narrador.
Pasaron días después de aquel en que fueron al mercado de Pedralba, y
al mercado volvieron, y en estos ires y venires iba resurgiendo en el
alma de Gil la conciencia de su primitiva personalidad. Era como luz
tenue y rosada de Oriente después de noche oscura. Apuntaron primero
nociones vagas de anterior vida, atisbos de memoria que remusga y se
despereza. En su existencia villana, Gil no sabía leer ni escribir.
Un día, estando en Pedralba, vio un letrero de tienda, y lo leyó y se
hizo cargo de su sentido; poco después vio en las esquinas un bando
del alcalde, y se enteró sin perder sílaba. En el suelo encontró un
cacho de periódico, y se recreó en su lectura. Empezaba, pues, el
desdoblamiento de las dos figuras, de las dos personalidades, desdoblar
lento, que los estudiosos de la _psiquis_ comparan a las primitivas
funciones de la vida vegetal. Poco a poco se daba cuenta de que había
sido otro, y de que la anterior y la presente naturaleza se reconocían
demarcándose, y se aproximaban como procurando la reconciliación.
Serían, pues, dos en uno, o un uno doble, y aunque esto no se entienda,
fuerza es declararlo así, dándolo por posible, para que lo crea
el vulgo y lo acepte con fe ciega y no razonada; que si se admite
el imposible del milagro, también se ha de admitir el absurdo del
encantamiento, y en ambas formas del misterio habrá que decir: las
bromas o pesadas o no darlas.
Sucedió, pues, que por grados llegó Gil a la conciencia de su anterior
vida de caballero, y la plenitud del desdoblamiento fue determinada de
súbito por un incidente, por una palabra... Hallándose en la cocina,
oyó el mozo que sus amos, azorados y medrosos, hablaban del aprieto de
sus intereses. A la luz de las teas humeantes, José leyó unos apuntes
de su sobado libro de cuentas, y después dijo:
--Aun para el plazo atrasado nos faltan doscientos reales; que para el
vencido de _antier_ no tenemos ni con qué empezar.
A lo que replicó Eusebia con impávida resolución:
--No hemos de morir por eso, José. Desentendámonos de don Gaytán, y
escribamos mañana mismo al señor de Bálsamo.
Esta palabra, este _Bálsamo_, fue el golpe o manotazo que acabó de
descorrer el velo. Gil vio su interior inundado de luz, y se dijo: «Ya
estoy en mí, en el mí de ayer. Soy don Carlos de Tarsis.»


VII
De la venida de don Gaytán de Sepúlveda, con otros inauditos sucesos
que verá el que leyere.

Al siguiente jueves (que lo narrado fue un martes), llegó a la
delantera de la casucha un hidalgo viejo montado en una yegua pía. Era
don Gaytán de Sepúlveda, a quien la gente del país designaba con la
forma arcaica de su nombre de pila, sin duda por ser él un viviente
arcaísmo. Andaba don Cayetano de Sepúlveda al ras de los setenta
años, y se mantenía terne y activo de todos sus órganos, excepto de
la vista, por lo que usaba gafas muy fuertes de présbita, montadas
en concha y con vidrios laterales. Su rostro afilado más parecía de
dómine que de lo que era, un ricachón de quien se decía que traspalaba
las onzas; mas como ya no hay onzas, debía decirse que apilaba los
fajos de billetes de Banco. Llevaba un sombrero negro, achambergado,
y un capote de barragán que no soltaba hasta el cuarenta de mayo, o
más. Era terrateniente, fuerte ganadero y monopolizador de lanas,
banquero rural, y de añadidura cacique o compinche de los cacicones
del distrito; hombre, en fin, que a todo el mundo, a Dios inclusive,
llamaba de tú...
Acudió Gil a tenerle el estribo, al punto que salían a recibirle José y
Eusebia, ambos con sonrisa de conejo, que es mixtura de risa y temor.
Pasaron el visitante y sus amigos a la cocina. La plática fue breve,
pues don Gaytán era hombre que ahorraba la saliva tanto como el dinero,
y excesivamente modesto en todo, había suprimido el lujo de las vagas
conversaciones. Después de darse y tomarse varias explicaciones, don
Gaytán sacó un papelejo escrito y dijo a Caminero:
--Amigo, ahorremos palabras. Fírmame esto, y se acabaron tus afanes.
Y para redondear la cifra, que no me gustan picos, ya lo sabes, toma
estas trescientas veinticinco pesetas. Ea, ya estás salvado por hoy...
Mañana, Dios, que a los buenos no abandona, acabará de sacarte el pie
del lodo...
Firmó José, que por hallarse con el agua al cuello no veía nada más
allá del momento presente. Mirándole trazar la embrollada rúbrica, don
Gaytán masculló esta frase:
--Y ya no tienes para qué escribirle a Bálsamo, que ya sabes que soy su
poderhabiente para todo. Ya le diré yo que has pagado. Descansa, hijo,
y ve tirando, que el que tira llega, y el que cae se levanta.
Tanto José como Eusebia tuvieron que mostrarse agradecidos, porque
si bien el viejo zorro les hipotecaba el mañana con el aumento de una
deuda ya muy crecida, habíales quitado del pescuezo la cuerda que les
ahogaba. Invitole el ama a remojar el gaznate con vinillo blanco, del
que siempre tenía corta provisión para casos como el que aquel día se
presentaba. Aceptó el viejo con gusto, y mientras se relamía entre
sorbo y sorbo, sacó súbitamente de la memoria un asunto de interés que
se le había olvidado.
--Ya decía yo --exclamó-- que algo se me trascordaba. Es que quiero
pediros un favor. Tenéis aquí un jayán que vale por dos; ese Gil, de
quien decíais que es una bestia para el trabajo y un ángel por la
fidelidad. Como ahora, José, tu primer cuidado debe ser meterte en las
economías, cédeme ese chicarrón, que a mí me hará buena obra, ya sea en
Tagarabuena, donde no falta labor, ya en Micereses de Suso, donde tengo
la cabaña. Tú le trataste de agostero, y lleva mes y medio contigo.
Págale cuatro duros, que es lo que por hoy le debes, y yo me cargo con
lo restante hasta San Agustín o más, que según lo que él vale por su
estampa y alzada, así como por su buen natural, pienso que lo tomaré
para el año entero.
Rascándose la mollera, por lo duro que se le hacía ceder tan buen
criado, Caminero dijo a su mujer:
--¿Qué te parece, _Usebia_?
Y _Usebia_, haciéndose cargo de que no podían dar un no al ricacho
camandulero, se violentó terriblemente para contestar:
--Por mí, que se lo lleve.
Y al punto salió a la puerta de la casa para echar fuera un gran
suspiro, que se levantó como tempestad dentro de su pecho.
Ajustada la cesión del esclavo, don Gaytán quiso antes de marcharse
dar un golpe de vista a las tierras de Tordehita. Como José había de
ir a Nafría y Gil al molino, Eusebia tuvo que acompañar al maldito
vejestorio, y lo hizo muy a contrapelo por la gran ojeriza que le había
tomado. Al volver de la visita campestre, que fue muy del gusto del
hidalgo, este bromeó con Eusebia, recordándole el feliz tiempo en que
la tuvo de servicio en su casa de Tagarabuena, siendo ella mocita. En
tales añoranzas, parose el viejo; palpó con atrevida mano las mejillas
y papada de la rústica jamona de buen ver, y con risilla desdentada
soltó estos cínicos piropos:
--No pasan años, _Usebilla_, y aún estás muy lozana, y como quien dice,
tentadora de un santo. Si quieres que holguemos un ratico, me hallarás
en Nafría de hoy en ocho.
--¡Oxte, que pico... Oxte, que restrego, señor! Déjeme quieta.
--Respingona, párate un poco. Es un proponer. A Nafría puedes ir con
el pretexto de llevarme unos pollos... que en buena ley nada harías de
más, Eusebia, por el favor que habéis recibido de mí. Ea, no cocees,
hija, que se te corre la albarda. Ten entendido que no estoy viejo ni
cansado más que de la vista... Tú piénsalo, que de pensar las cosas
nada se pierde.
Aceleró Eusebia el paso para zafarse de tal impertinencia y volvieron
a la casa, donde don Gaytán montó en su yegua y se fue bendito de Dios.
Quedó concertado que Gil se reuniría con su nuevo señor en Nafría,
entrada de la sierra, para seguir luego juntos hacia Tagarabuena... La
despedida del mozo fue harto triste, porque él había tomado ley a sus
amos, y estos le querían, el ama con cariño más hondo y con mayor pena
de la despedida, por ser pena y cariño disimulados.
Hallándose Gil en el oscuro establo dando a las vacas el último pienso
que de sus manos habían de recibir, llegose a él Eusebia con el
propósito manifiesto de llevarle su ropa bien arregladita y el oculto
de darle los íntimos adioses. Lo primero fue entregarle, para merienda
en el camino, dos huevos asados en la ceniza, escogidos entre los más
gordos; un cuarterón de pan, y sobre ello estas tiernas palabras:
--Dos penas tuve contigo: la de no poder quererte a cara levantada, y
la de ofender a mi marido, que es un santo. Santo él y yo pecadora,
ahora viene el que te nos vayas, dejándonos a José y a mí muy
desconsolados: a él, porque te quería para mulo de trabajo; a mí,
porque te quiero para animal de mi gusto... Adiós, mi pino de oro;
adiós, mi barragán florido...
Al decirlo, echábale Eusebia los brazos y acariciaba los graciosos
rizos que ornaban la frente de Gil... Este correspondió a las ternezas
del ama, que maldiciendo la ausencia no quería dar por finiquitos sus
criminales amores, y así le dijo:
--Si te deja en Tagarabuena ese perro de don Gaytán, irás alguna vez al
mercado de Pedralba, y allí nos encontraremos y podremos venir juntos
hasta la espesura de los castaños de Algodre, donde loqueábamos sin que
nos viera nadie: solo Dios nos veía... y la burra y el _Moro_.
Gil asentía galanamente a todo, y ella, soltando y secando lágrimas, le
despidió con las postreras ternuras:
--Adiós, hijo. Dios te guíe, la Virgen te acompañe y a los dos nos
perdone. Tras de ti se me quiere ir el alma. ¡Ay! aquí me quedo penando
por no verte y por la perrada que hago a mi José, que cuando el cuco
canta él se rasca la cabeza... Adiós mil veces, pedazo de gloria,
estrella de tu ama.
Partió Gil atristado, mas con espera de mejor acomodo; que en él
renacían vagas ambiciones. Y nunca fue más verdadero el viejo refrán
_Más mal hay en el aldegüela del que se suena_, porque en la vecindad
de la _Usebia_, y en todo el lugar, corría el vientecillo de que
despedían al mozo por barraganía, y que cuando José Caminero salía al
campo, los pájaros, cantando el cucú, le decían su mal... Llegó Gil
a Nafría[*], donde pasó la noche: allí tenía don Gaytán un hato de
doscientas cabezas. El nuevo amo partió de mañana, llevando consigo
a Gil en un caballejo _ropero_, y al paso llegaron a Tagarabuena y
de allí a Micereses, que es el cruce de la cañada real de Burgos con
otros caminos pastoriles por donde los ganados subían a la sierra. El
lugar y todo su contorno embelesaron a Gil; que si como tal Gil había
visto poco mundo, como Tarsis refrescaba en su memoria las viajatas
por Europa, y nada de lo que en ellas gozó igualaba en belleza a lo
que miraba entonces. Bien es verdad que según se vean las cosas, así
toman mayor o menor relieve en nuestro espíritu. No es lo mismo admirar
la naturaleza desde la ventanilla de un tren o desde la terraza de un
hotel, que contemplar un trozo de laderas y monte con absoluta libertad
de espíritu, sintiéndose el espectador tan bravío y salvaje como lo que
contempla, y siendo, en verdad, parte o complemento del paisaje, ser de
su ser, pincelada de su pintura, rima y cadencia de su poesía.
[*] Los nombres de senderos y lugares, absolutamente castizos, se
emplean aquí con criterio convencional, prescindiendo del rigor
geográfico.
Los vellones de niebla que se desgarraban al calentar del sol,
iban descubriendo las altas rocas y las mansas colinas, con un
juego caprichoso que demostraba el bello desorden y las armónicas
irregularidades de la Naturaleza. Por momentos se despejaban las cimas
antes que los bajos; por momentos se iluminaba lo próximo mientras se
encapuchaban los oteros lejanos. Cuando todo quedó desnudo de vapores,
se vio brillar el verde húmedo de las diferentes matas y del intrincado
follaje arbóreo que matizaba las pendientes, dejando calvas aquí y
allí, o escondiendo el cauce torcido de los regatos que bulliciosos
bajaban rezongando entre piedras. Tal era Micereses de Arriba, desde
donde Gil veía extenderse hasta lo infinito la llanada de Castilla,
inmenso blasón con cuarteles verdes franjeados de bordadura parda,
cuarteles de oro con losanges de gules, que eran el rojo de las
amapolas. En medio de este campo iluminado de tan nobles colorines,
aparecían desperdigados en la lejanía pueblecillos de aspecto terroso
con altas y puntiagudas torres, como velas de fantásticos bajeles que
navegaban hacia el horizonte.
Comió Gil con los pastores en medio del campo, donde sesteaban otras
doscientas o más ovejas, parte pequeña de la riqueza pecuaria de don
Gaytán. Con fraternal confianza se sentaron todos en el santo suelo
musgoso, formando rueda en torno del cazolón, y con cucharas de palo
despacharon el condumio, que por la sazón del aire serrano y del
bárbaro apetito, a todos supo a gloria. Luego trincaron, pasándose de
uno en otro a la redonda un voluminoso zaque, y a todos les quedó el
dejo de una pueril alegría. Y a medida que se aclaraba en el alma de
Gil la conciencia de su anterior naturaleza, crecía su gusto de la vida
villana, y en esta, más que la ocupación labradora, le agradaba la
pastoril, por gozar en ella de absoluta independencia de espíritu.
Al rabadán del hato que allí pastaba conoció Gil en Aldehuela. Sin
más que el breve trato y yantar en Micereses de Suso, quedaron muy
amigos. Llamábanle Sancho, y era un hombrachón como un castillo, de
condición leal y ruda cortesía. Todo fue satisfactorio para Gil-Tarsis
en aquel día risueño, porque el amo destinó a Sancho a la mayoralía
de otro rebaño más copioso que no tardaría en venir por la Cañada
Real a Micereses de Abajo, y con él iría Gil en calidad de zagal de
segunda. Al atardecer partieron ambos a pie, y por el camino Sancho
iba instruyendo al mozo de sus obligaciones, y dándole una ilustrada
conferencia sobre el ordenamiento de los grandes rebaños, que vienen
a ser como ejércitos, con su general en jefe, al que obedecen los
pastores que rigen los distintos cuerpos o masas ovejunas, con su
impedimenta de vituallas y ropa, su vigilancia y guardería de perros,
y su arte de campaña para ir por el camino más corto a los prados más
suculentos.
Al amanecer de un claro día, hallándose Gil con su amigo en un sitio
llamado la Cuernanava, por donde pasa el ancho camino pastoril, vio
venir el rebaño grande de Gaytán, o de los Gaytanes (que era cofradía
de hijo y padre), el cual desde lejos se anunciaba por el grave son de
los zumbos. Delante venía el mayoral con las manos colgadas del palo
que sobre los hombros traía, y a un lado marchaban dos enormes carneros
barbudos y bien cornados, de cuyos pescuezos pendían los cencerros o
campanos zumbantes. Seguía la grey apiñada, balando y apretándose unas
reses con otras, como friolentas, pues ya dejado habían la riqueza de
sus lanas en los esquileos de Santo Tomé de Nieva. Como un tercio de
ellas eran merinas, las demás manchegas. Avanzaban poco, porque en los
bordes de la cañada y en la cañada misma encontraban qué comer. Los
pastores y zagales acudían a las que salían de filas, trayéndolas con
voces y amenaza de palos al apiñado conjunto que ondulaba marchando.
Arreciaban los balidos; repicaban los cencerros con belénica armonía
rústica de nacimiento del Niño Dios. Los perros diligentes corrían por
los flancos de la comunidad restableciendo el orden y trayendo a filas,
con ladridos y achuchones, a las ovejas desmandadas. En el centro del
lanoso cotarro andante, se destacaba el caballo _ropero_ cargado
de morrales, en que traían el repuesto de aceite, vinagre y sal,
que llaman _cundido_, el corto dinero para sus gastos, las sartenes
y cazolones para sus comidas. Era un animal selvático y paciente,
todo crinoso y peludo, contento de su suerte y servidor fiel de la
cuadrilla, hombres y cuatropea.
Llegó la grey a un sitio llamado Sesmo de Trogeda, donde se cruzan la
Real de Burgos con la Real de Soria; tomó por una chaparrada, después
entró en el concejo de San Bartolomé del Querque, siguieron por la Hoya
de Horcajada; de la Cañada Real pasaron a un camino transversal, que en
lenguaje mesteño se llama _cordel_, y por él llegaron a Micereses de
Yuso, donde pararon ya bien entrado el día. Allí tenían pasto abundante
las ovejas, y los hombres descanso, conversación y un vislumbre de
esparcimiento social.
Hízose allí el cambio de personal, quedando Sancho de generalísimo,
con Gil a sus inmediatas órdenes, y después de mediodía siguieron su
camino por el Mojón de los Enebrillos, y por un largo y yermo campo,
llamado Iloluengo, llegaron al sitio en que habían de pasar la noche,
que era un otero verdegueante, salpicado de peñas, al que llamaban
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