El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 11

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relato y pintura que hizo Bartolo de la salvaje presunción y cursilería
del tal Galo Zurdo. Vibrante de indignación, Gil se puso en pie, y
echando mano al cinto donde tenía la navaja, gritó:
--Dime, dime pronto dónde está esa bestia para matarla ahora mismo.
Cíbico logró calmar a su amigo con prudentes razones, y siguió
exponiendo la situación y su posible remedio.
--Aunque el entusiasmo de su oficio --dijo-- tiene a la pobre maestra
como embargada por el cariño a las criaturas, ello es que ha de
decidirse pronto entre el suplicio y la libertad... Libertad ha dicho
al fin, después de amargas dudas, y libertad hemos de darle esta misma
noche. Las últimas palabras que oí de su boca linda fueron estas,
Gil: «Huiré con vosotros, si Dios quiere que yo logre escabullirme
de la casa de estos tiranos sin que me estorben la salida. La mayor
dificultad será que pueda sacar mi ropa... Mas aunque tenga que escapar
con lo puesto, escaparé, llevando con vosotros toda mi alegría y una
sola tristeza: el abandono de mis queridos niños.» Esto me dijo;
y ahora, Gil, arrimemos a la obra todo tu ingenio y el mío, y mi
travesura que vale por todo el talento de los siete sabios de Grecia.
Viendo a su amigo dispuesto a las resoluciones más audaces, lo primero
que discurrió Bartolito fue llevarle a donde pudiera por sus propios
ojos conocer y medir el campo de operaciones. Salieron, pues, solos, a
las nueve dadas, como que iban a tomar el aire y encender un pitillo
después de cenar, y Gil pudo inspeccionar la escena de su aún inédito
drama. En aquella extremidad de la villa, las murallas estaban rotas;
solo permanecía entero un torreón, en el cual, bajo un arco tapiado,
abríase un portillo. En el tímpano del arco campeaba una imagen con
faroles sin luz: no se distinguían la calidad y sexo de la religiosa
figura. No lejos del portillo, por dentro, estaba la escuela, y a pocos
pasos de esta, con un callejón intermedio, la casa de Aniceto Borjabad,
donde _Pascua_ moraba. Era vivienda humilde, prolongada en el dicho
callejón y en otro de travesía por una tapia de corral o patio. Puerta
vieron en la fachada, portalón en la tapia, como para el entrar y salir
de animales de labranza.
Fuera del portillo se iniciaba un caminejo tortuoso, con abruptas peñas
de una parte, de otra con vertiente también riscosa, camino que en
largo trecho conservaba la rasante horizontal en sus ondulaciones.
Estas eran bruscas, determinando anchuras seguidas de irregulares
estrecheces. Recorrieron los dos hombres como unos doscientos pasos
por esta vía torcida y llana, hasta llegar a un humilladero, ya de
baja en la devoción popular. Desde allí partían veredas cuesta abajo,
entre rocas y zarzas, difícil camino para recorrido de noche, pero
muy apropiado para una fuga o desaparición en los profundos abismos.
Explorado el terreno, trataron los amigos del plan de escapatoria.
Despediríanse del parador a las diez de la noche, saliendo del pueblo
con su burra y ardilla por donde habían entrado, y en un soto con
arboleda, muy conocido de Cíbico, establecerían su base de operaciones.
En el soto quedaría Bartolo con la burra, y Gil subiría por las veredas
que antes le indicó desde arriba, situándose en la parte interior del
portillo para esperar a Cintia, que después de las doce se escurriría
lindamente fuera de su casa, llevándose toda la ropa que pudiera
contener en un hatillo de fácil transporte.
Salieron, según se ha dicho, y aparentando las formas corrientes del
trajineo mercantil, bajaron al llano y se corrieron hacia el soto.
--Aquí me quedo yo --dijo Cíbico atando a un árbol la pollina--. Y
ahora, pues tenemos luna nueva de cinco días, medio creciente, podrás
enterarte bien del terreno... Aquí hay un puentecillo: pasémoslo...
Desde esta cabecera parten las veredas que suben hasta el caminejo
llano que arranca del portillo. La subida es agria: estúdiala, cuesta
arriba, para que la bajada te sea fácil. Te sitúas en el portillo por
la parte de dentro, que estará en sombra. Si Pascuala no puede salir,
nuestro gozo en un pozo. Al amanecer te retiras... Si la moza halla
medio de escabullirse callandito, te la traes acá... Con un silbo
puedes anunciarte, y yo te contestaré imitando un ladrido de perro
quejumbrón. Ya me lo has oído, y no confundirás mi ladrido artificial
con el de los perros naturales... Y ya no más, que el tiempo apremia.
Súbete corriendo, y la Virgen nos ayude y Dios haga la vista gorda...
Si bajas con tu novia, montará ella en la burra, y ¡hala, hala!
antes que sea de día llegaremos a Torreblascos; de allí, en buenas
caballerías partiréis a la estación de El Burgo, y bien disfrazados y
con nombre supuesto tomaréis billete para Valladolid... Dinero tengo
para todo... Y basta ya de matemáticas... Yo, general en jefe, te mando
que subas _como un solo hombre_ a ocupar tu puesto.
En menos de media hora, subiendo aquí, gateando allá, pudo llegar el
encantado Gil-Tarsis a la vera del portillo. Reconoció el sitio por
fuera y por dentro, y viéndolo en discreta soledad, se ocultó en la
parte de sombra, como un centinela se mete en su garita. Hallábase
el hombre en un desconcierto nervioso tan agudo, que sus sentidos
no apreciaban fielmente las cosas reales. Si sus ojos le daban la
sensación de soledad, sus oídos no transmitían al cerebro impresión
de silencio; oía rumores que no se avenían con la total ausencia
de personas, animales y bultos movibles. Por un momento creyó el
caballero que se le habían metido en las orejas moscardones infernales,
que le fingían estruendos y voceríos atronadores. Primero sintió
ruido de cataratas; después... del interior del pueblo venía un rumor
completamente absurdo en hora tan avanzada de la noche. De la breve
visita que en pleno día hizo a Pascuala, sacó pegado al tímpano el
cantorrio de las criaturas deletreando en la escuela: _be, a, ene:
ban_... Y en aquella hora crítica de la noche, el encantado cerebro
repetía con estruendo de mil voces de chiquillo el _be, a, ene: ban_...
Variaba de pronto así: _che, i, ene: chin_.
«¿Será posible --pensó Gil-- que a estas horas esté Cintia dando
lección a los chicos? No, no puede ser... Es engaño de mis oídos...
pero ¡qué terrible engaño!»
En esta confusión, un nuevo extravío, quizás realidad anormal, le
impresionó por el sentido de la vista. De la parte afuera del portillo
venía un resplandor de luz verdosa que a cada segundo se hacía más
lívida. Salió Gil a cerciorarse de tan extraño fenómeno, y vio que por
encima de un alto monte, no situado al Naciente, salía la inverosímil
aurora verde... La luna derivaba hacia Poniente, blanca y pensativa.
La claridad lívida iluminaba todo el camino curvo y las pendientes que
bajaban hacia el río. Diríase que celestes bengalas encendidas por
ángeles, ya que no por demonios, imitaban o fingían un día que burlaba
las exactitudes cosmográficas.
«No es el día --pensó Gil--; es una noche en que se insubordinan con
loco humorismo los elementos... Esto es un carnaval de la Naturaleza,
una burla que hacen de mí y de Cintia los encantadores perversos,
enemigos de mi Madre... Madre, devuélveme mis tinieblas, apaga esas
luces que adulteran mi noche.»
Fuera de sí, trató de volver al pueblo... La luz iba cambiando hacia
un rosa tenue... Intenso rosa era ya, cuando Gil vio aparecer a Cintia
franqueando el portillo con paso inseguro y actitud medrosa. Hacia ella
corrió, vacilante entre la alegría y un dudar angustioso. ¿Era Cintia
en cuerpo y alma, o falaz apariencia, obra de los genios malignos que
habían trocado la noche oscura en día rosado? Tocó los brazos, el
hombro y la cabeza de la hermosa mujer, diciéndole:
--Cintia de mi vida, creí que no eras tú, sino tu imagen... ¿Estás
segura de ser tú?
--Yo soy --dijo Pascuala temblando--. No sé cómo he podido salir... Mi
tía Sabina no quería dormirse, como si sospechara mi fuga... He podido
sacar parte de mi ropa, que traigo en este envoltorio... Y aquí me
tienes, Gil... quiero y no puedo. Cada paso que doy hacia ti me cuesta
un esfuerzo enorme... Estoy paralizada... Estoy alucinada. Dime: ¿qué
claridad es esta, y de dónde viene? Veo los montes, el sendero; véote a
ti en una espléndida iluminación rosada...
--No sé quién ha encendido esta luz --dijo el caballero, poseído
de estupor y ansiedad--. Explícame otro fenómeno que me confunde y
anonada. ¿De noche das lección a tus chiquillos? He oído las voces
tiernas deletreando.
--No doy lección de noche. Es absurdo... --repitió Cintia, cuya voz y
actitudes eran como las de una sonámbula--. Y también yo... no sé lo
que me pasa... yo también oigo el sonsonete de mis amadas criaturas...
¿Qué es esto? Parece que salen en tropel de la escuela... Vienen tras
de mí.
--Ven... huyamos... salvémonos de esta fascinación horrible...
hechicería que no entiendo.
Tiró del brazo de Cintia, y esta clamó acongojada:
--Me haces daño. No puedo andar.
Oíase la cantinela infantil más cercana, como traída por un ventarrón
que venía del pueblo. Y de súbito aparecieron, corriendo y brincando,
niñas y niños... La primera tanda era de diez o doce... siguieron como
unos veinte... luego fueron cientos, que a los ojos aterrados de Gil
eran miles. Unos traspasaban el portillo, otros saltaban entre los
huecos del muro despedazado. El enjambre no tenía fin; el griterío era
como un inmenso piar de pájaros o zumbar de insectos. La turba rodeó a
Cintia; innumerables manecitas se agarraron a la falda de la maestra,
y mientras unos repetían el _che, i, ene: chin_, otros chillaban:
«_Pascua_, nuestra _Miga_, no te vas... _Pascua_, no dejar tus nenes...
_Miga_, ven con niños tuyos.»
Centuplicó Gil su voluntad, y echando los brazos al talle de Cintia,
trató de vencer las ligaduras, que, por ser tantas, vigorosamente la
sujetaban. Algunas criaturas, encaramándose sobre otras, subían hasta
el cuello de la maestra, y la oprimían con sus brazos y apretaban sus
caritas contra el rostro de ella. El colosal esfuerzo de Gil fue tan
vano, como si arrancar quisiera un sillar empotrado en fuerte muro...
Ahogada por los abrazos, inmovilizada por los tirones, Cintia solo
pudo decir:
--No me dejan... Vete, Gil... Ya ves, no puedo... Esclava soy de esta
menudencia...
Sintiose el caballero paralizado... Quiso hablar: no pudo. Vio a Cintia
desaparecer bajo el arco del portillo conducida por la infantil turba,
cuyos chillidos triunfales se apagaban en el interior del pueblo.


XVII
De las extraordinarias visiones, y del feliz encuentro que tuvo el
caballero en su retirada de Calatañazor.

Cegado por la luz, que aumentaba en viveza, y sacudido por intensa
vibración de toda su máquina muscular, cayó al suelo el pobre Gil, y
sin conocimiento estuvo largo rato. Al recobrarse, advirtió mermada
la luz absurda que hizo de la noche día. Levantose con lento mover de
sus remos, como una bestia enferma; quiso dirigirse al pueblo; pero
sus pasos torpes recaían sin ruido en el mismo sitio. Llegó a creer
que el suelo se movía en dirección contraria... Fuerza irresistible
le llevó hacia el humilladero, y a precipitarse desde allí veredas
abajo... Huyó descendiendo, perseguido a su parecer por un gigante de
estatura más que desaforada, que se despeñaba voceando, como inmenso
témpano desgajado del monte y convertido en grotesca figura humana... A
mitad de la cuesta, cuando ya se creía Gil a punto de ser aplastado,
el gigante se rompió en pedazos mil, con chasquido de roca volada por
el barreno. Respiró el infeliz hombre; sus pobres huesos requirieron el
descanso, y por largo espacio indeterminable permaneció sin movimiento,
al amparo de un enmarañado matorral. Cuando intentó seguir descendiendo
hacia el soto, se había extinguido la luz rosada, y por Oriente, con
dulce claridad, despegaba sus pestañas el nuevo día.
Recordando las órdenes de Cíbico, anunció Gil con un silbo su
regreso, y fue contestado por ladridos de perros que de una parte y
otra lanzaban clamores estridentes. Entre tal algarabía perruna, no
distinguió el ladrido artificial de su amigo. Llegado al punto en que
había quedado Bartolo con su burra, no vio al animal ni al hombre.
Recorrió el contorno. Todo era soledad, un cristal opaco rasgado por
lúgubres ladridos. ¿Qué había sido del servicial _paniquesero_, cuyas
raras prendas coronaba la preciosa virtud de la puntualidad? Caminó a
la ventura, indagando con ojos y oídos, y en el lindero del soto con la
tierra calva halló un cabrero viejo, peludo y de bizco mirar, que le
dijo:
--¿Buscas a Bartolo? Échale un galgo. Se le escapó la ardilla, y como
alma que lleva el demonio ha corrido en busca de ella. Yo vi al animal
brincando por entre estos chaparros... Un perro iba tras ella...
y ella, pim, ganó aquel alcornoque... Subió Cíbico al árbol... yo
atajé al perro... La saltimbanquesa no se dejaba coger de su amo, y
despareció junto a las casas del _Crudo_... Allí... en aquel ribazo...
Creímos que los chicos del _Crudo_ habían atrapado la ardilla...
Corrió Cíbico rabioso y llorón, como si fuera tras de su alma camino
del infierno... Los chiquillos volaron... No sé más. Por ahí va el
hombre loco, ahora clamando a la Virgen, ahora al demonio... En
aquel cerro bajo, entre el molino y la vuelta del Robledal, está la
comedia... ¡Vaya una comedia! El alma que se escabulle... el cuerpo
que la sigue... ¡María Santísima, las cosas que uno ve!... ¡Pobre
Bartolo!... ¿Para qué hiciste de una ardilla un alma?... Abur, paisano;
yo me voy a lo mío.
Siguió Gil la dirección que el pastor viejo le marcaba. A la hora de un
incierto vagar, vio en la cresta chata de un extenso cerro la silueta
de la desbocada burra, caballero en ella el gran Cíbico blandiendo una
espada, sable o garrote. Como iban a contra-luz, no se distinguía bien
el arma. El grupo ecuestre y disparado era todo negro. Tras él corrían
innúmeros perros ladrando... De un término lejano venían risotadas de
chiquillos. La burra no corría, volaba... En el jinete advirtió Gil
todo el aire y bizarría de las figuras épicas... No pudiendo seguirle,
buscó su descanso en un grupo de encinas que a mano derecha veía, y
al amparo del ramaje oscuro tumbó sus pobres huesos molidos, y trató
de restablecer en su espíritu la serenidad locamente alterada por
los anómalos sucesos de la noche anterior. A poco de estar en aquel
recuesto, viose rodeado de cabras, y tras ellas apareció el pastor
anciano, peludo y bizco, el cual, hallándole tan quebrantado, le invitó
a un frugal desayuno de pan y queso, que el caballero hubo de aceptar
con ansioso instinto de reparación orgánica.
Bebieron agua fresca de una fuente próxima; platicaron de nuevo, y Gil
quiso completar su descanso requiriendo el sueño; el viejo cabrero, que
dijo llamarse Dimas Alonso, le incitó a que durmiera, asegurándole que
velaría su reposo, pues en aquellos contornos apacentaría su rebaño
hasta la tarde. Durmió el pobre caballero, despertando a la hora de
la siesta, y otra vez pegaron la hebra de la conversación, contándose
algo de sus vidas. Dimas había servido al Rey; estuvo en la guerra de
África; conservaba con devoción juvenil el recuerdo de los Castillejos,
de Montenegrón y Tetuán... Enfermó del cólera; sanó por especial amparo
de Nuestra Señora de los Ángeles, a quien desde su niñez tenía por
abogada y protectora. A su vez, Gil se declaró devoto de la _Madre del
Amor Hermoso_, que para él era lo más alto y divino que en el campo
religioso y en el cielo mismo existía, y en estas inocentes expansiones
se les fue la tarde. Al anochecer, Dimas encaminose con sus cabras a
Calatañazor, donde con ellas residía; Gil le acompañó hasta el soto, y
mientras pastor y rebaño remontaban la fragosa cuesta en dirección al
portillo, el encantado quedó con las miras y las intenciones nuevamente
fijas en el fatídico pueblo.
¿Subiría protegido de la noche a violentar solo la casa de Cintia y
arrebatar a esta de grado o por fuerza? ¿Esperaría nuevos avisos de la
dama? ¿Pero qué avisos ni qué carneros si faltaba el mediador Cíbico,
perdido en la captura de la vagarosa ardilla, ávida de libertad?
En estas mortales dudas estaba el hombre, cuando advirtió que en el
picacho más alto de los que dominaban la villa se iniciaba una rosada
aurora. Por momentos crecía en intensidad la fantástica luz; por
momentos se sentía el caballero invadido del estupor terrorífico de la
noche de marras... El rosado fulgor se manifestó en algo que parecía
nube confundiéndose con la cima del monte, y la nube refulgente tomaba
forma, y en esta se marcaron las facciones, el rostro de la Madre. Era
ella, sin duda; Gil pudo apreciar la expresión dulce y grave, la mirada
profunda, la sonrisa bondadosa...
El gozo del caballero rayaba en delirio cuando vio la figura completa,
de estatura no inferior a la del monte mismo, cual si este, conservando
su talla ingente, se personificara por arte mitológico en la más
gallarda y majestuosa mujer que vieron los siglos. La Madre descendía,
y sus pasos eran de tal magnitud, que los llamados de gigantes serían
junto a ellos pasos de liliputienses. Retrocedió Gil aterrado, pensando
que si la Señora ponía sobre él uno de sus pies, aplastado había
de quedar como una hormiga... Pero huyendo hacia atrás advirtió el
caballero que la grande y terrible imagen iba perdiendo su colosal
tamaño a medida que avanzaba. El traje luengo y flotante ondulaba
movido del viento; la figura venía un tanto encorvada, apoyándose en un
palo que aventajaba en tamaño a los más robustos pinos... Menguaba poco
a poco... y no solo menguaba, sino que acercándose al caballero le
decía con afable acento:
--No te asustes, hijo; voy hacia ti. No huyas. Como sé crecer, sé
achicarme cuando quiero ponerme al habla con los pequeños y humildes...
Parose Gil en firme, y atento a la inmensa persona la vio decrecer
más hasta llegar, ¡cosa inaudita, jamás consignada en las humanas
efemérides! hasta llegar, digo, a una talla y proporción iguales a la
del espantado caballero.
--Madre querida --le dijo este, de hinojos ante ella y besándole la
mano--, al fin das a tu pobre hijo el consuelo de tu presencia. Déjame
que te adore; déjame que me humille ante ti...
La Madre, con gesto majestuoso, ordenole que se levantara, y luego le
cogió el brazo, requiriendo apoyo con dulces palabras:
--Ayúdame a vencer los altibajos de este camino pedregoso. Con el
sostén de tu brazo firme y la luz rosada que nos alumbra, llegaré a
donde quiero ir.
Al servicio de la Madre puso Gil todo su filial cariño. Dando juntos
los primeros pasos, notó el caballero que la Señora mil veces augusta
presentaba en su faz hermosa y en su actitud señales de envejecimiento.
Palidez y algo de demacración eran bien claras en su rostro, y andaba
un poquito encorvada, asegurando el paso con la cautela que exigía
el peso de su cuerpo. Una pregunta del caballero, sugerida por la
ternura y un amor inocente, fue la primera cláusula de este coloquio
interesante, que el narrador copia de un códice guardado en la
biblioteca de la catedral de Osma.
LA MADRE.--El abatimiento que has advertido en mí no es vejez. Yo no
envejezco. No es tampoco enfermedad. Yo no padezco más enfermedades
que los enojos y pesadumbres que me dan mis hijos. Me verás rozagante
y alegre cuando la muchedumbre de mis criaturas se muestra enmendada
de sus delirios y con inclinaciones al bien y a la paz. Me verás
triste y caduca cuando la grey que lleva mi nombre se desmanda y
quiere precipitarme por senderos abruptos.
TARSIS.--No te pregunto la causa de tus penas. Presumo que los
encantados no tenemos derecho a conocer lo que pasa del lado allá del
muro que marca nuestro confinamiento.
LA MADRE.--Algo sabrás por ti mismo, sin necesidad de que traiga yo
a tu conocimiento la realidad del mundo que dejaste por tus culpas,
viniendo a esta ejemplaridad. Nada debo decirte de lo de allá; algo,
sí, de lo tuyo, pues en tu destierro miro por ti, deseosa de tu
regeneración. Anoche te vi en el grave empeño del rapto de Cintia.
Invisible salí a tu encuentro; mas superiores leyes, que enfrenan
mi voluntad, impidiéronme prestarte el socorro que por impulso de
mi corazón te hubiera dado. Yo puedo mucho contra mis hombres;
contra los niños de mis hombres, o sea de mis hijos, no puedo nada.
Así, cuando observé que tras de Cintia salían a detenerla y a
disputártela los inocentes párvulos de la escuela de Calatañazor,
me vi paralizada como tú, y nada pude hacer. En los tiempos que
corremos, Gil, los niños mandan. Son la generación que ha de venir;
son mi salud futura; son mi fuerza de mañana. Les he visto agarrados
a su maestra y he tenido que decirles: «Andad con ella, chiquillos...
defendedla del ladrón.» No sé si comprendes esto; no sé si tu
inteligencia encantada penetrará la oculta razón de mi proceder en el
lance de anoche. Piensa en ello, _Asur, Hijo del Victorioso_.
TARSIS.--Ya entiendo que he de ser vencedor de mí mismo, y ahora me
doy cuenta de que para poseer la persona de Cintia, como poseo su
alma, mi conducta debe ser otra. En vez de arrebatarla, separándola
de la crianza mental de los niños, procederé más cuerdamente
haciéndome yo también maestro y asociándome a su labor, para que,
en perfecto himeneo de voluntades, de corazón y de oficio, vivamos
juntos consagrados a la misma obra santa.
LA MADRE.--No vas descaminado. Dentro de tu esclavitud tienes
libertad de pensamiento y de inclinaciones. Tú verás lo que haces.
Yo he de favorecerte siempre que te vea en vías tortuosas o rectas,
que conduzcan a mis grandes fines. Esta noche, sabiendo que te
encontraría en mi camino, he querido que mi presencia dé algún alivio
a tus afanes. Enteramente humana me tienes a tu lado. No soy esta
noche la matrona excelsa que te llevaba en veloz andadura de cerro
en monte hasta las cumbres de Urbión; soy una pobre vieja que va
pausadamente, asistida de este bastoncillo, a visitar apartados
rincones de sus reinos. Te llevo conmigo, y verás que no pisaré
fortalezas de magnates, ni palacios de príncipes de la Milicia o de
la Iglesia; que no me inclinaré ante duques o marqueses, ni ante
damas linajudas en quienes brillan por igual ingenio y belleza.
Voy a consolar con mi persona las almas de los más humildes, de
los vencidos y desesperanzados; a llevar a sus tristes veladas una
palabra refrigerante y una esperanza dulce.
TARSIS.--Si te admiré divina, viéndote humana es más puro mi cariño,
más honda mi reverencia. ¿Podré saber qué comarca es esta y a dónde
vamos?
LA MADRE. ~(Parándose, señala en redondo con su palo la extensa
cavidad del valle, de una parte los altos riscos, de otra los
escalonados alcores de suaves curvas.)~--Estamos, hijo mío, en
el escenario de la batalla formidable que los Reyes de León y de
Navarra y el Conde de Castilla dieron y ganaron al pobre Almanzor;
al grande Almanzor debo decir, pues le tengo por uno de los más
ilustres guerreros y políticos que han nacido en mis tierras. En esta
parte de suelo que ahora pisamos le vi caído en tierra, invocando
con acento tristísimo a su Alá y quejándose de que le desamparase
en la ruda pelea... Era hombre de elevados sentimientos y de altas
miras... En la huida le llevaron a cuestas los suyos con todo el
cuidado y miramientos que por su grandeza merecía. Con los restos
de su ejército tomó el caudillo la vuelta de Almazán; de allí
fue a Barahona, y de Barahona a Medinaceli, donde acabó sus días
gloriosos... Yo le lloré, como lloraba en igual caso a los mejores
entre los míos... Y pasados años novecientos desde aquella fecha...
calcula tú, hijo mío, lo que ha llovido desde 1002 acá... veo en
mi raza confundidas las grandezas árabes con las ibéricas, así en
la guerra como en la política y en las artes, y aspiro a mantener
fraternidad con los que fueron mis conquistadores y luego mis
conquistados... Tú no comprenderás esto. Tienes tu cerebro revestido
de telarañas, obra lenta de los altercados religiosos en siglos y
siglos... Pues yo te digo ahora, para que te pasmes y pasmándote
vayas aprendiendo, que toda guerra que mis hijos traben con gente
mora, me parece guerra civil.
TARSIS.--Esa idea introduzco en mi cabeza, y aquí quedará para
siempre. Como idea tuya, no habrá mejor plumero para limpiarme de
telarañas... ~(Advirtiendo que cae una lluvia fina y glacial... como
puntas de nieve.)~--Si te parece, Madre, apresuremos el paso. La
noche se presenta fría, y si hemos de ir lejos, no estará de más que
busquemos abrigo y hagamos alto en el primer lugar que encontremos.
LA MADRE.--No temas, hijo. El lugar a donde vamos está muy próximo.
Tiremos ahora de esta parte. ¿Ves aquella lucecita que parpadea
cariñosa en un repliegue hondo entre dos cerros? Pues esa es la
estrella que nos guía al portal o Belén de nuestro descanso, el
cual es una aldeíta pobre y olvidada de los geógrafos, que se llama
_Boñices_, que a poco que se resbale la lengua la llamaríamos
_Boñigas_: tal es su insignificancia y humildad. En un cuarto de
hora espero que llegaremos, y en el tiempo que yo permanezca entre
los misérrimos hijos que allí tengo, Boñices será la capital de mis
estados.
TARSIS.--Adelante, Señora. Gracias a la luz rosada, franquearemos sin
tropezones este ingrato sendero.
LA MADRE.--La llovizna nos coge ahora de cara... Yo no la temo. Tengo
mi rostro bien curtido para estas inclemencias que hacen a mis hijos
duros, y tan insensibles al frío como al calor. Tú también te has
endurecido, según veo, y te has dejado en los aires sutiles y en los
ardores del sol tu antigua carita de galancete afeminado.
TARSIS.--En los días ásperos de la Aldehuela empecé a soltar mi
máscara de cera, y cambié los goznes quebradizos de mi máquina
corporal por otros de acero.
LA MADRE.--Al nombrar la Aldehuela traes a mi memoria algo que tenía
que decirte, y es cosa en verdad lamentable. ¿Sabes que ha muerto el
pobre José Caminero?
TARSIS. ~(Consternado.)~--¡Ay, qué desgracia!... Dios le perdone a él
y nos perdone a todos.
LA MADRE.--Herido de muerte cayó sobre el arado, como el atleta que
espira al dar de sí el postrer esfuerzo, agotada la reserva vital.
Luchó con la tierra; murió en la batalla, como un héroe que no quiere
sobrevivir a su vencimiento. Si estuviéramos en la edad mitológica,
Ceres y Triptolemo le llevarían a su lado en un lugar del Olimpo.
Ahora, ni rastro de su nombre quedará entre los vivos.
TARSIS.--¡Pobre Caminero! Siento su muerte tanto como me apena el mal
que le hice.
LA MADRE.--A buenas horas mangas verdes... Tu conciencia es de las
que arguyen tarde, cuando el mal causado no tiene remedio. A la pobre
_Usebia_ encontré anteayer de vuelta de Nafría, desolada. Aunque
nada me dijo, entiendo que había ido en tu busca para proponerte que
entraras de nuevo a su servicio. Como no te encontró, llevaba en su
alma doble luto. Ayer montó en su burra, llevando al chiquillo a la
grupa. Iba camino de Tagarabuena, a pedir amparo a don Gaytán de
Sepúlveda.
TARSIS. ~(Distraído.)~--Séale don Gaytán benigno. _Usebia_ es
mujer trabajadora y de buen entendimiento. Saldrá adelante con sus
tierras, si don Gaytán o Dios le deparan un criado fiel, que tenga
conocimiento y práctica de las labores, y además... sea joven y bien
plantado.
Silenciosos ambos, y atentos al escabroso atajo por donde iban, el
cual más que camino era un arroyo sin agua, avanzaban hacia el término
de su viaje, guiados por la risueña lucecita. Ya próximos al humilde
lugar, Gil habló de la desaparición de Cíbico, que había tomado
carrera con furia loca, cual si quisiera correr todo el mundo en busca
de su ardilla. A más de condolerse de la ausencia del amigo, esta le
afectaba personalmente, pues en la carga de la burra iba el hatillo
de la ropa de él, y no podría vestirse de limpio si la disparada
bestia no parecía. Bien haría la Madre excelsa en compadecerse del
pobre caballero encantado, y con solo que aplicase unas miajas de su
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