El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 01

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EL
CABALLERO ENCANTADO


Es propiedad. Queda hecho
el depósito que marca la ley.
Serán furtivos los ejemplares
que no lleven el sello del
autor.


B. PÉREZ GALDÓS
NOVELAS ESPAÑOLAS CONTEMPORÁNEAS
EL
CABALLERO ENCANTADO
(CUENTO REAL... INVEROSÍMIL)
9.000
[Ilustración]
MADRID
PERLADO, PÁEZ Y COMPAÑÍA
(Sucesores de Hernando)
Arenal, 11
1909


EST. TIP. DE LA VIUDA E HIJOS DE TELLO
IMPRESOR DE CÁMARA DE S. M.
C. de San Francisco, 4


EL CABALLERO ENCANTADO
I
De la educación, principios y ociosa juventud del caballero.

El héroe (por fuerza) de esta fábula verdadera y mentirosa, don Carlos
de Tarsis y Suárez de Almondar, Marqués de Mudarra, Conde de Zorita
de los Canes, era un señorito muy galán y de hacienda copiosa, criado
con mimo y regalo como retoño único de padres opulentos, sometido en
su adolescencia verde a la preceptoría de un clérigo maduro, que debía
enderezarle la conciencia y henchirle el caletre de conocimientos
elementales. Por voces públicas se sabe que quedó huérfano a los veinte
años, desgracia lastimosa y rápida, pues padre y madre fallecieron con
diferencia tan solo de tres meses, dejándole debajo de la autoridad
de un tutor ni muy blando ni muy riguroso; sábese que en este tiempo
Carlitos se deshizo del clérigo, despachándole con buen modo, y se
dedicó a _desaprender_ las insípidas enseñanzas de su primer maestro,
y a llenar con ávidas lecturas los vacíos del cerebro.
Lo que se decía del señor Marqués de Torralba de Sisones, padrino
y tutor de Carlitos, es como sigue: Aunque el buen señor vivía en
continuo metimiento con gente de sotana y hocicaba con el Nuncio y el
Marqués de Yébenes, estaba, como quien dice, forrado por dentro de
tolerancia y benignidad, virtudes que no eran más que formas de pereza.
Por esta razón gastó manga muy ancha con su pupilo, y no le puso
ningún reparo para que leyese cuanto le pidieran el cuerpo y el alma,
ni para mantener constante trato con muchachos de ideas ardorosas y
atropellada condición, despiertos, redichos, incrédulos como demonios.
Pero en estas menudencias o chiquilladas no paraba mientes el Marqués
tutor, caballero de cortas luces. A su ahijado no exigía más que un
cumplimiento exacto de las fórmulas y reglas del honor, la cortesía, el
decoro en las apariencias. Nada de escándalos, nada de singularizarse
en sitios públicos; evitar en todo caso la nota de cursi; proceder
siempre con distinción; divertirse honestamente; al teatro a ver obras
morales, cuando las hubiere; a misa los domingos por el _que no digan_,
y por las noches, a casita temprano.
Mayor de edad, se halló Carlos de Tarsis entregado a sí mismo,
libre, con dinero, que es doble riqueza y libertad doble, ventajas
realzadas por la personal belleza y elegancia. Mirando a lo del alma,
aparecían en don Carlos las virtudes caballerescas, y además la gracia,
el ingenio, el don de simpatía, y por último, se despertó en él
furiosamente el ansia de satisfacer todos los goces de la vida, sin
poner en ello tasa ni freno.
El primer impulso de don Carlos, apurados los gustos de Madrid, fue
irse en busca de los de París, donde se engolfó en diversiones sin
cuento, y en los variados deleites de que es maestra la grande y
espiritual Metrópoli. Bélgica, Londres y algunas partes de Alemania le
tuvieron después de París, y en todos aquellos reinos y en la capital
de Inglaterra, que forma como un reino por sí sola, gozó y estudió
el de Tarsis, con más goce que estudio; pues este fue siempre somero
y sin método, hartazgo de ideas que se desmentían unas a otras, y
atarugaban el cerebro de un picadillo de mil substancias diferentes.
Cuando a Madrid volvía, encontraba el caballero a nuestra capital muy
provinciana, como arrabal distante que recibía de lejos la irradiación
de la cultura europea; pero se acomodaba sin esfuerzo al ambiente
social de esta Villa, por los muchos amigos que aquí le bailaban el
agua, por el sinnúmero de señoras guapas, de señoritas muy monas y de
lindas muchachas plebeyas que son preservativo contra el aburrimiento,
y por la franqueza democrática con que nos juntamos y comemos en este
magnífico bodegón.
Al año siguiente fue don Carlos a Italia, en primavera, y en otoño a
Viena y Budapest. Otras partes de Europa hubo de recorrer viendo y
gozando, hasta que, apaciguado su ardor centrífugo, le encontramos
residente todo el año en Madrid, su patria, a los cinco o más años
de su mayor edad y cuando no había llegado aún a los treinta de su
existencia. Y es cosa probada que ya se le habían escurrido por entre
los dedos todas las rentas y alguna parte de su cuantioso capital,
motivado al lujo y refinamiento de sus regocijos en distintas tierras
civilizadas. La civilización devora sin piedad a los que acuden a
estudiarla prácticamente en sus ramificaciones más halagüeñas.
En la Villa del Oso hizo el caballero vida ociosa y descuidada. A
sus amores con la Marquesa que honestamente llamaremos _de Equis_,
sucedió el trapicheo con la viuda jovencita de un coronel, a quien por
pudor llamaremos _Hache_. La afición de don Carlos al mujerío era una
dolencia crónica, y como en los intermedios buscaba descanso a la vera
del tapete verde, su bolsa iba enflaqueciendo por días. Sobre este
particular le amonestó severamente el Marqués de Torralba de Sisones,
y tales razones reforzadas con ejemplos hubo de darle, que el aturdido
prócer hizo propósito de enmienda y de sana economía, como cualquier
burgués.
Y viéndole en tan venturosa disposición, Torralba tuvo la feliz idea
de aplicar revulsivos al espíritu del caballero, llamando a otras
partes menos peligrosas el humor maligno. Excelente distracción era la
política. Pensado y hecho, arregló para su ahijadito una fácil acta de
diputado en elección parcial. De la noche a la mañana, sin quebraderos
de cabeza y con muy reducido gasto, ascendió Tarsis a padre de la
Patria, llevando advocación o estigma de cunero. Ni que decir tiene que
Torralba le impuso la divisa reaccionaria y católica; y como estas
recatadas doctrinas repugnaran al entendimiento de Tarsis, desviado
hacia el radicalismo y la incredulidad por tanta insana lectura, el de
Torralba le dijo:
--No seas necio y déjate conducir al terreno firme, donde será fácil
encadenar las hidras revolucionarias. En estos tiempos todo se puede
ser menos cursi.
Buscando Torralba nuevos modos de distraer al chico de su vida
licenciosa, discurrió afiliarle en una Orden de caballería, Calatrava
o Santiago, pues solo con pensar en los trámites de la ceremonia para
recibir el hábito, y en el traje, armas, reglas de la comunidad y demás
pormenores de la vistosa mascarada, tendría entretenimiento para muchos
días y una desviación de su espíritu hacia las cosas nobles y solemnes.
Dejose llevar Carlos a donde su padrino quería, y aunque interiormente
se reía de tales pamemas y figuraciones, tomó el hábito, le fue ceñido
el acero y calzada la espuela en función pomposa, con asistencia de
gente alcurniada. ¡Y que no lució poco su airosa figura el Marqués
de Mudarra! Los caballeros le vieron con envidia, las damas con
admiración, y la Prensa le trompeteó de lo lindo. Pero él, que no podía
ver en tal comedia más que un degenerado simbolismo de cosas que fueron
grandes, se miraba y a los demás miraba con lástima, complaciéndose
en exagerar la ridiculez de la vestimenta, que en los de mezquina
talla era digna del lápiz de Goya. El manto blanco, los desaforados
borlones y el birrete ochavado daban impresión de caricatura, no de
la que regocija, sino de la que entristece. Era profanación de tumbas,
traslado burlesco del antaño glorioso.
No se mordió la lengua don Carlos, hombre de mucha espontaneidad
y franqueza, para decir a su excelso padrino todo lo que sentía.
Anhelaba, sí, reformar su vida, pero no con ideas y elementos tan
distantes de la realidad; a lo que replicó Torralba de Sisones,
rezongando, que él, conocedor del tiempo en que vivía, era la realidad
viva, y puso fin a la controversia con su frase ritual:
--Y sobre todo, hijo mío, no quiero verte cursi.
En su reducido cacumen se alojaban pocas ideas, las cuales, por ser
pocas, vivían allí con holgura.
Al mes de haber metido a Tarsis en la militar y caballeresca Orden,
dio Torralba en la tecla de decirle y recomendarle que se casara. A
su juicio, no había cosa de peor tono que permanecer sistemáticamente
en soltería. Él se cuidaba de buscarle novia rica y de buenas partes,
y para no cansarse en investigaciones, desde luego le propuso la
hija única de los Marqueses de Mestanza, Mariquita o _Mary_ de
Castronuño, riquísima heredera, buena chica, educada en Francia, de
rostro no desagradable y figura esbeltísima. Entre las ideas elegantes
de Torralba, descollaba la de que para fines de matrimonio no era
menester hembra bonita; antes bien, la extremada hermosura era notoria
impedimenta de la felicidad.
Sin rechazar ni admitir la idea ni la persona, Carlos se tomó tiempo
para decidirse. A _Mary_ conocía y trataba desde que la trajeron del
colegio francés como de una fábrica de muñecas. Ocasión había tenido
de apreciar en ella una corta inteligencia, cultivada en la estepa
de los elementales estudios de carretilla, y aderezada con todo el
saber de cortesanías aplicables a su eminente posición social. A su
insignificancia no faltaba ningún toque de purpurina para deslumbrar
al vulgo selecto. En lo físico, _Mary_ ostentaba un seno enteramente
plano, tabla rasa por la cual resbalaban con desconsuelo las miradas
del amor; un rostro afilado, sin otro encanto que la dentadura de
ideal perfección y limpieza, ojos claros y mudos, cabello bermejo,
gentileza de palo vestido o de palmera tísica, y de añadidura un habla
impertinente arrastrando las erres.
En las vacilaciones de Tarsis y en el aquel de pensarlo y estudiar
el asunto, vio el de Torralba un indicio de que el galán apechugaría
con la prójima desaborida y ricachona. En cuestiones de este linaje
matrimoñesco mercantil, disparate estudiado es disparate hecho. Debe
advertirse que el caballero, en el tiempo de su primer florecimiento
juvenil, pensaba que jamás casaría con mujer de quien no estuviera
o pudiera estar enamorado. Pero ya con el rodar veloz de una
vida intensa, se marcó la evolución de sus pensamientos hacia el
positivismo. Y tanto y tanto le había sermoneado su padrino sobre las
ventajas de no ser cursi, que al fin esta idea se le fue metiendo en la
voluntad y acababa por ganarle.
Conversando sobre tema tan sugestivo después de hacer la corte a la
niña de Mestanza con miras de casorio, don Carlos decía:
--Quizás la más bella flor del buen tono es mirar a la conveniencia
en achaques de tomar mujer para toda la vida. La sensiblería pasa
sin dejar huella, el amor mismo no es más que la entrada al pórtico
del templo del hastío. Los intereses son, en cambio, la solidez y
el asiento del vivir... La cifra del buen gusto es mirar a la cifra
de numerario antes que a las caras bonitas, las cuales se ajan,
mientras que el oro es perdurable, siempre bello y sabroso. Yo veo
con admiración a los millonarios, no tanto por el dinero que tienen,
sino por los beneficios que pueden hacer a la Humanidad. Son los
lugartenientes de la Providencia. Observe usted, padrino, que la
Providencia será lo que se quiera; pero cursi no es.


II
Que trata de las amistades y relaciones del caballero.

Muchos y buenos amigos contaba Tarsis. Si de todos habláramos, se
nos consumiría sin grande utilidad el papel de esta historia. Se
hará enumeración sucinta de los más notables por su posición social,
y de los que en altas, medianas o bajas posiciones influían más
directamente en la vida y costumbres del caballero. Los segundones
de la casa de Ruydíaz, César y Jaime, eran los que arrastraban a
Tarsis a los devaneos esportivos, al vértigo del automóvil, y a las
cacerías o juegos cinegéticos, ajetreo vano y ruidoso. Aunque don
Carlos ponía muy escasa atención en la cosa pública, designamos como
amigos políticos a Luis y Raimundo Pinel, que le hicieron diputado,
sacándole _como una seda_ por un distrito de cuya existencia geográfica
tenía solo vagas noticias. Los Pineles eran sus maestros en el arte
parlamentario, y le ayudaban a mantener la concomitancia caciquil con
los manipuladores de la fácil elección.
Relaciones más sociales que políticas tenía Tarsis con otros
individuos de la burguesía enriquecida en negocios de los que no
exigen grandes quebraderos de cabeza: López Arnau, el flamante Marqués
de Albanares, el de Casa la Encina, don Camilo Rodríguez Codes, don
Alberto Samaniego, opulentos almacenistas, y otros que llegaron a la
redondez económica, por inmediata herencia de padres laboriosos o por
combinaciones mercantiles favorecidas de la ocasión o del acaso. Muchos
de estos plebeyos enriquecidos ostentaban ya título de marqueses o
condes, y a otros les tomaban las medidas para cortarles la investidura
aristocrática; que la Monarquía constitucional gusta de recargar su
barroquismo con improvisados ringorrangos chillones. Los villanos
ennoblecidos recibían por título el lugar de su nacimiento, como don
Alberto Samaniego, Marqués de Camuñas; o bien, como don Blas Núñez
Urruñaga, titulaban añadiendo un _Casa_ como una casa a su primer
apellido. Este buen señor, tonto de capirote y lleno de dinero, ganado
en la compra-venta de granos y en la usura campesina, tenía un hijo
despabilado, instruidillo, de natural amable y risueño, Ramirito
Núñez, que pretendía imitar a Tarsis en los modales, en la ropa, y en
la personal y no estudiada soltura con que la llevaba. La imitación
del uno y la simpatía del otro labraron cordial amistad. La diferencia
de edades dio al Marqués de Mudarra superioridad en el trato de su
amiguito: le tuteaba, bromeaba con él y se permitía poner en solfa el
título del padre, llamándole _Marqués de su Casa_.
Aficionado a las letras, Ramirito espigaba en ellas sin pretensión
de fama ni de lucro, y a lo mejor se salía con alguna croniquita, o
arreglaba del francés tal cual pieza berrenda en verde, dándola con
nombre supuesto en algún escenario de tercer orden. El teatro era su
pasión. No perdía ningún estreno, y de estas duras batallas entre el
público y los autores daba cuenta al amigo, que también era maestro y
concluía siempre por tener razón en las peleas de crítica. Si vemos
en Ramiro el amigo más grato al Marqués de Mudarra, el más tenaz y
pegadizo era un sabio machacón llamado José Augusto del Becerro,
que desde sus tiernos años se dedicó a la enmarañada ciencia de los
linajes, a desenredar las madejas genealógicas, y a bucear en el
polvoroso piélago de los archivos. Su apellido era una predestinación,
pues el hombre sabía de memoria los _becerros_ de todas las ciudades,
monasterios y behetrías.
Las evacuaciones eruditas de Pepe Augusto en presencia del caballero
escondían con poco disimulo el móvil de adulación, pues cuando le
demostraba la ranciedad de su abolengo, sosteniendo que su primer
apellido venía en línea directa de Tarsis, hijo de Túbal, nieto de
Japhet y biznieto del patriarca y curda Noé, solicitaba directamente un
socorro en metálico, que don Carlos nunca le negaba. Descender de Noé
y no aprontar doscientas o más pesetas para el amigo necesitado, sería
desmentir la nobleza más rancia que se podría imaginar.
Aunque aparentaba interesarse en las cosillas heráldicas, Tarsis se
reía interiormente de tales pamplinas; mas no era manco para socorrer
al sabio genealogista. Se conocían desde la infancia. Becerro vivía con
mil atrancos, y en días tristes faltó poco para que metiera el diente a
los pergaminos de fueros y cartas pueblas; llevaba siempre a la casa de
Tarsis una nota lúgubre, como estrambote de los embelecos genealógicos.
Tenía por familia una cáfila de hermanas de distintas edades, ninguna
joven, y todas dañadas terriblemente en su salud. No pasaba día sin
que alguna estuviese de cuerpo presente o sacramentada. Era un coro de
divinidades mortuorias agregadas a la siniestra trinidad de las Parcas;
eran, por otra parte, una mina, según el provecho que el sabio sacaba
de ellas y de sus tremendos achaques. Ya Carlos deseaba conocerlas y
apreciar por sí el misterio de aquellas moribundas que jamás se morían.
Un día entró el ínclito Becerro con la bomba de que una de sus
hermanas, después de puesta en el ataúd, había tornado a la vida, a
un vivir lánguido y lastimoso, peor que la muerte. Otro día, viéndole
llegar con cara fúnebre, Tarsis le dijo:
--¿Cómo están tus hermanitas?
Y él:
--Muy mal, siempre lo mismo. Todas mueren, todas viven...
Recibido el socorro, José Augusto rompió en estas explicaciones
eruditas del apellido materno del caballero Tarsis. Descomponiendo y
analizando el _Suárez de Almondar_, el maestro de linajes encontraba
nombre y cognomen. El _Suárez_ viene de _Suero_, y el _Suero_ de
_Asur_, nombre semítico sin duda. _De Almondar_ es corruptela del árabe
_Abo l’Mondar_, que quiere decir _Hijo del victorioso_. Reunidos y
entramados estos nombrachos con el Tarsis, resultaban en una pieza las
claras estirpes de Sem y Japhet, hijos del excelentísimo patriarca Noé.
No era este amigo chiflado el que más continuo trato tenía con el
Marqués de Mudarra: la intimidad mayor gozábala un sujeto llamado don
Asensio Ruiz del Bálsamo, a quien el caballero recibía y escuchaba
todos los días, a veces mañana y tarde. Y con ser Becerro un poco
vesánico y sablista empedernido, Carlos le soportaba y aun le quería,
mientras que al otro, hombre sesudo y de claro juicio, le odiaba con
toda su alma.
Explicación de esto: Bálsamo era el administrador de la casa, el genio
del orden, llamado a poner al caballero en contacto con los números,
con las realidades de una existencia desconcertada. La primera visita
de Bálsamo a su señor era casi siempre matinal, cuando el galán se
hallaba en el trajín de sus lavatorios, y de acicalarse y vestirse para
ponerse guapo. Raro era el día en que el administrador no traía la
cara feroz, anticipando con el ceño y el mohín las malas noticias que
llevaba. No hallaba manera de atender a los gastos del señor Marqués,
que en cuatro años se había comido parte de su capital, y en los
últimos había gastado el triple de las rentas de la propiedad rústica.
Sus deudas crecían, amenazando con embeber pronto gran parte del acervo
heredado. Bálsamo se veía negro para contener a los acreedores, para
exprimir a los colonos y sacarles las entrañas. Mas ni con estos actos
de adhesión servil aplacaba la sed del señor, ávido de dinero con que
atender a sus apremios suntuarios.
Tenía don Carlos dos automóviles para correr por el mundo, y había
encargado a París el tercero, de _la mar_ de caballos, pues no era
justo que el Duque de Ruy-Díaz le superase en la velocidad de su
traga-caminos. Por un lado el auto, las cacerías, el vértigo de viajes,
francachelas y competencias deportivas, por otro el club enervante,
las mujeres oferentes o vendedoras de amor, daban tales tientos a la
bolsa del caballero, que apenas llenada con fatigas por Bálsamo, se iba
quedando floja, hasta dar en vacía. No escuchaba Tarsis razones cuando
en aprieto se veía. ¿Que las rentas no bastaban? Pues a subirlas.
Ponían el grito en el cielo los pobres labrantes y elevaban al amo sus
lamentos. Pero él no hacía caso: el tipo de renta era muy bajo. Los que
chillen por pagar doce, que paguen veinte. El destripaterrones es un
ser esencialmente quejón y marrullero: si le dieran gratis la tierra,
pediría dinero encima. Gran tontería es compadecerle. Que labre, no
como se labraba en tiempo de Noé, sino a la moderna, sacándole a la
tierra todo lo que esta puede dar...
Un día entró Bálsamo a la cámara del señor cuando este salía del baño,
y poniéndose su careta más fúnebre le dijo:
--Señor, los colonos de Macotera se han visto abrumados por la
renta... Reunidos todos, me han notificado en esta carta que no pagan,
que abandonan las tierras, y reunidos en caravana con sus mujeres y
criaturas, salen hacia Salamanca, camino de Lisboa, donde se embarcarán
para Buenos Aires. En el pueblo no quedan más que algunas viejas,
fantasmas que rezando se pasean por las eras vacías.
No pudo el caballero afectar la tranquilidad que su orgullo le dictaba.
Tan solo dijo, envolviéndose en la sábana como un romano en su toga:
--Si esto sigue así, también yo tendré que emigrar. En cualquier parte
se está mejor que en esta España, que no es más que una pecera. Somos
aquí muchos pececillos para tan poca agua.
Cuando agarrotado de fieros compromisos, planteaba Tarsis la cuestión
de buscar dinero a _raja-tabla_, sin reparar en sacrificios, Bálsamo
ponía la cara siniestra que usaba siempre que se le mandaba explorar
los campos de la usura. Volvía dos o tres veces suspirante, maldiciendo
a los _capitalistas_, y por fin, después de someter al señor a
indecibles torturas, entraba con el dinero y la horrenda nota de la
rebaja o descuento. Con la alegría del respirar no paraba mientes don
Carlos en el ahogo que para el porvenir le deparaba la operación.
Decían lenguas envidiosas que Bálsamo sacaba de apuros a su señor con
el propio dinero de este, al interés del 60 u 80 por 100. Pero esto
podía ser o podía no ser. ¿Quién descubriría la secreta incubación de
estos malvados negocios? Quizás Bálsamo pondría en ellos sus ahorros,
tal vez los no-ahorros de su señor; pero la mayor parte salía de las
arcas de un sujeto maduro y afable, llamado don Francisco La Diosa, que
no solía dar en aquellos tratos la cara, y esta la tenía muy plácida,
frescachona y sonriente, cara o muestra de una conciencia en perfecta
serenidad.
Antes que amigo, don Juan de Castellar, Marqués de Torralba de Sisones,
era consejero y asesor económico del de Mudarra, aunque este, la
verdad, si recibía en sus oídos las advertencias del prócer, no les
daba paso a la voluntad. Bueno será decir que el egregio Torralba se
había labrado y compuesto desde muy joven una personalidad artificial,
y con ella vestido supo medrar fácilmente en el mundo. Tomó desde
luego las posiciones que creía más ventajosas, y le fue tan bien en
ellas, que en su edad madura campeaba en primera línea entre los
que anteponen a toda denominación el dictado de católicos. Con un
catolicismo dulzarrón conquistó a su mujer, de quien hubo de separarse
corporalmente a los quince años de casado, y viviendo en la misma casa
no tenían trato ni ayuntamiento. La considerable riqueza de su señora
le permitía vivir con decorosa holgura, presentarse como uno de los
mejores ornamentos de la sociedad, y alardear de paladín de la Romana
Iglesia.
De su viudez de hecho se consolaba la Marquesa zambulléndose en las
beaterías más complicadas y deprimentes: la que en su juventud fue
mujer de poco talento, en los albores de la vejez se iba quedando
idiota. Murió la infeliz señora dos años después de haber cesado
Torralba en la tutoría de Tarsis. Ya sacramentada y a punto de quedarse
en un suspiro, el director espiritual la reconcilió con don Juan. Este
pasaba no pocos ratos junto a ella, y cuando ya el trance final se
acercaba, la Marquesa requirió a su marido, y apretándole la mano le
dijo con susurro místico:
--Juan, para que yo me muera contenta, prométeme que morirás católico...
--Sí, hija mía; ¿pues cómo he de morir yo? --replicó Torralba
consternado de dientes afuera, acariciando el crucifijo que la
moribunda tenía entre sus flacas manos--. ¿Cómo ha de morir el que ha
vivido católico a macha-martillo y ferviente soldado de la Iglesia?...
La señora trató de echar de su boca una queja, una frase; pero no
salieron más que las primeras gotas:
--Sí; pero...
Minutos después entraba en la opaca región del Limbo.
De Torralba se decía que por docenas contaba los hijos naturales. Mas
no era cierto. Esposas artificiales o esposas ajenas sí tuvo en gran
número; pero muy rara vez pudo la opinión burlar el sigilo de sus
aventuras, pues nadie le igualó en cultivar el arte de las apariencias.
Frecuentaba los actos cultuales de ostentación pontificia, y en sus
paseos acompañábanle frailones extranjeros bien vestidos, o caballeros
ignacianos de capa corta. En los demás órdenes de la vida social,
principalmente en el económico, era don Juan correctísimo, ayudándole
a ello la cuantía de las saneadas rentas que disfrutó y heredó de su
entontecida esposa.
El triunfante caballero de Cristo gastaba en su persona y en sus
recónditos recreos tan solo un tercio de sus rentas; lo demás lo
capitalizaba, formando una pella que sabe Dios para quién sería. No
debía un céntimo; solo tenía deudas con el Altísimo, de quien hablaba
como se habla de un amigo de confianza. Debíale su conciencia, pues,
con todo su catolicismo, Torralba se daba sus mañas para reducir los
actos de penitencia a una hueca fórmula. Pero ya se arreglaría con su
amigo el Altísimo cuando le llamaran a ocupar un asiento en el tren del
otro mundo. Ya sabemos que ciertos privilegiados van a la eternidad en
tren de lujo con _sleeping-car_ y coche-comedor. Al despedirse de la
vida en el fúnebre andén, dejando sus riquezas aplicadas al servicio de
Dios, se les da billete de paso libre al Paraíso, sin las molestias de
Fielato, Aduana o Almotacén anímico.


III
Donde se verá el interesante coloquio del caballero Tarsis con sus
amigos.
~Gabinete con desordenada elegancia. Puertas que comunican por aquí con
el baño; por acá, con un salón que se supone más ordenado que lo que
está a la vista; por acullá, con el entra-y-sal de los que visitan.~

TORRALBA. ~(Sentado junto a Tarsis, que no está vestido ni
desnudo.)~--No he venido a reñirte... No es cristiano reñir al
necesitado, a quien no podemos auxiliar. Practico las obras de
misericordia consolando al triste y visitando al enfermo, que enfermo
estás de la voluntad, y diciéndote: Hijo mío, te compadezco; hijo
mío, deploro tu desdicha, que es como decir que la lloro. Pero
llorándola no puedo remediarla. Hacienda tuviste y hacienda tienes,
aunque mermada por tus desaciertos... Con Bálsamo te basta para
ordenar tus asuntos, si quieres hacerlo. Bálsamo es un águila de la
administración. Haz lo que él te diga; sométete a su tratamiento, y
te salvarás.
TARSIS.--Aun para reducirnos a lo preciso y establecer un régimen de
economía, necesitamos dinero, mi querido don Juan. ¿Concibe usted
que a un edificio amenazado de ruina se le puede reparar sin poner
andamios, que también cuestan dinero? Lo que usted me adelante para
mi obra se lo devolveré con intereses. ¿A quién había yo de acudir
sino a usted, que fue mi padrino en la pila, mi tutor en la menor
edad, y ahora... no solo el mejor, sino el más rico de mis amigos?
TORRALBA. ~(Alargando una mano con gesto defensivo.)~--Párate un
poco y no desbarres, Carlitos; no te vea yo entre el vulgo que
cree que yo tengo el oro y el moro. Mejor que nadie conoces tú la
modestia con que vivo, dentro de lo que me impone, bien entendido,
mi posición social. Dios me ha dado esta posición, y es mi deber
mantenerme en ella con decoro, sí, pero sin fachenda, sin pompas
de ninguna clase... Has de fijarte en otra cosa, que no sé cómo no
has comprendido ya, sin duda por tener tu espíritu tan alejado del
verdadero catolicismo. Caudal abundante me dejó mi pobre y santa
Micaela; pero ¿te parece bien que distraiga yo ese caudal de los
objetos píos a que ella lo dedicaba, con la mira puesta siempre en
lo alto? ¿Qué diría Dios si yo empleara el óbolo santo... así he de
llamarlo... el óbolo de Micaela, en pagarte tus deudas de juego,
o en el costerío de tus automóviles, o en taparte los huecos que
han abierto en tus arcas, por un lado Rosario Lepanto, por otro
la _Lucerito_ y _Azotitos_... Repugnan a mi boca estos nombres
indecentes... Considera tú lo que pensaría y diría Micaela en el
cielo, donde está, si viera que yo... Puede que creyera que...
Carlos de mi alma, tú comprenderás mis escrúpulos, y te harás
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