El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 07

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--¡Ay! --exclamó Gil-Tarsis después de absorber buena parte del
contenido del cántaro--. Me has dado la vida. Con la emoción y la sed,
ni hablar podía... No, Cintia; no estoy loco. Ya lo comprenderás si me
haces el honor de concederme tu trato algunos momentos.
La guapa moza volvió a la fuente para reponer el agua, y Gil siguió
diciéndole:
--Acabarás por recordarme; acabarás por reconocer al que desdeñaste,
al que te amó con locura... al que te lleva en su alma vagando en
estas soledades tristísimas. Si no crees lo que te cuento, admíteme
como amigo, y lo que no aprecies por mis demostraciones de amor, lo
apreciarás por mi respeto.
Algo más le dijo, y sus palabras sinceras y ardientes, si no penetraron
hasta traspasar su alma, pasaron rozando a esta como flechas
temblorosas. La que Gil llamaba Cintia no se mostró tan esquiva como
en la primera embestida galante del barrenador de rocas. Le miraba
muy seria, balbucía cortos y turbados conceptos, tuteándole... La
arrogancia y viril hermosura del mozo la cautivaron sin duda; pero
en su confusión ni aun se daba cuenta todavía de que aquel hombre le
gustaba.
--¿Me permites que te acompañe hasta tu casa? --le propuso Gil con
acento y ademán de profundo respeto--. No dirás que acompañarte es
locura.
--No es locura --replicó ella más turbada--; pero es tontería. Vivo muy
cerca... allí... ¿Ves aquella casita blanca entre árboles, orilla del
río...?
--Ya veo. Pues esa tontería haré yo si me das licencia. Venga el
cántaro.
Y ella, defendiendo el cántaro de las manos del galán:
--No, no: yo lo llevaré. ¡Qué dirían!
--Dirían que te sirvo como buen caballero. Dirían que hablamos como
aquellos y otros que ves en _la Dehesa_, novios honrados y decentes...
Vamos hacia allá.
--Hasta mi casa no --dijo la linda lugareña recelosa--. Iremos juntos
un poquito no más, hasta la entrada de la alameda. Después no.
--Sigamos sin miedo. Nadie nos mira. Pasamos junto a las mozas y mozos
sin que ninguno nos mire. Es que no nos ven, Cintia.
--De veras parece que no nos ven... --observó ella con pasmada
ingenuidad--. Nadie se fija... Pues te diré que antes de ahora no me
conocías, como yo no te conozco a ti... He querido recordar y nada: no
he visto tu cara antes de ahora.
--La última vez que te vi fue dentro de un espejo --afirmó Gil
dejándose llevar del arrebato de su fantasía--. Era un espejo
maravilloso, donde uno se miraba y no se veía, al contrario de lo que
sucede en todos los espejos. Yo me miré, y te vi a ti, Cintia. Créemelo
como este es día.
Y ella:
--Cosas muy raras ve una en los espejos: yo me miré una noche, y vi a
mi madre, que murió lejos de mí.
Y él:
--Tu madre murió en Buenos Aires.
Y ella, con asombro y risa:
--¿Qué estás diciendo?
Y él:
--Si me niegas que eres americana, no he dicho nada.
Empleando de nuevo la burla campesina, la hermosa hembra declaró que no
podían seguir juntos si él no ponía freno a sus dislates, y terminó con
esta saetilla:
--Explícame, hombre de Dios, cómo puede ser americana la que ha
nacido, como yo, en Matalebreras, lugar a dos leguas de aquí, camino de
Soria.
--¿Qué nacido puede asegurar el lugar de su nacimiento? En cuanto
al nombre, si el mundo engañado te conoce por Pascuala, para mí,
desengañado, Cintia eres y Cintia te llamaré.
--No es feo nombre. Yo he notado que suelen ser bonitas las cosas
falsas. ¿Y a ti cómo debo llamarte?
--Mientras estemos en este destierro expiatorio, llámame Gil.
--Gil, Gil --repitió la bella con sorpresa y susto--. Hace dos tardes
pasé por la cantera y vi a los hombres trabajando... Me parecieron
demonios. Por la noche soñé cosas horribles... Soñé que era yo piedra,
y que me estaban barrenando en el corazón. Desperté al dolor de mis
carnes taladradas por el hierro. ¡Ay, qué susto al despertar, y qué
sudores de muerte! Oía los graznidos de una bandada de cuervos, y los
cuervos decían _Gil, Gil_... y eso mismo, _Gil_, estuvo sonando en mis
oídos aquella noche y todo el siguiente día.
--Oías mi nombre... Era el anuncio de que hoy nos encontraríamos en la
fuente y seríamos novios.
--No sé... --dijo la moza; y mirándole de hito en hito, agregó un
comentario mudo, guardado dentro de sí como impúdico secreto: «¡Y
qué guapo es!... ¿Será verdad que he visto a este hombre en alguna
parte?... ¿Dónde, Señor, dónde?»
Al llegar a la alameda, Cintia o Pascuala, como se quiera, dio orden
de parar.
--De aquí no se pasa.
Y Gil sintetizó su comedido anhelo en esta pregunta:
--¿Estás conforme en que hablemos?
Y ella, embebiendo su mirada en la de él, contestó con doble frase, una
saliente, que fue:
--Bien, hablaremos.
Y otra entrante y no articulada: «¿He visto antes a este hombre?... ¿lo
he soñado?... En sus ojos tiene toda la simpatía del mundo. ¿Me querrá
de veras? Si su locura es de amor, en buen hora venga.»
Las últimas expresiones fueron para determinar dónde podían verse
y hablarse. Puntualizó ella los sitios que creía mejores para la
aproximación honesta de los presuntos novios, y Gil la vio partir
embelesado de su airoso andar y gentileza. Dos veces volvió ella la
cabeza para mirarle. Gil la seguía con mirar certero. Quería que sus
ojos la llevaran hasta la puerta de la casita blanca; pero mucho antes
de llegar a esta, la figura de Cintia se desvaneció como una luz que se
apaga.


XI
Donde brillan con toda claridad la ternura y discreción de la hermosa
Cintia.

Enloquecido quedó el buen Gil con el encuentro de la divina mujer a
quien sin vacilación diputaba como la propia Cintia, transmutada de
señora en villana por la mano hechicera que le había transformado a él.
Pasó la noche en inquietos delirios, y a poco de amanecer aplicaba al
trajín de la piedra su fuerza muscular, cual máquina emancipada del
pensamiento. No tenía Gil amigo de confianza con quien comunicarse. El
famoso burlador don Juan de Ablitas estaba en la cárcel, por haberle
salido su aventura diametralmente al revés de como la hubo pensado.
Fue al pueblo con la caballeresca ilusión de pegarle al cura, y este,
que era un hombracho como un castillo, le ganó velozmente la acción,
destrozándole con recios bofetones toda la cara, pateándole después,
y de añadidura requiriendo a la autoridad para que le metiera en la
cárcel, como se hizo, procesándole por agresión sacrílega.
La segunda entrevista de Gil con la que ya era su novia fue poco
después de anochecido, en una plazoleta próxima a la casa de ella; casa
honestísima ciertamente, como lo era también la plazoleta, formada de
una parte por la casa-cuartel de la Guardia civil, y de otra por un
convento de monjas reclusas. Comprendió Gil que su novia disfrutaba
de cierta libertad. En la vaga conversación sabrosa iba dando a
conocer su vida y parentela, y diversas circunstancias que el mozo
apreció como favorables para los incipientes y ya formales amores.
Pascuala manifestaba su alma con graciosa sinceridad, y era honesta sin
gazmoñería, honrada y pura sin la menor afectación. Gil se confirmaba
en que tenía delante a la propia Cintia por un signo infalible, rasgo
saliente y luminoso de la hermosa colombiana, que era la sana y dulce
alegría, el sonreír largo que dejaba ver la más perfecta y blanca
dentadura. Era Cintia; solo Cintia sabía decir conceptos delicados y
conceptos comunes con aquella boca de ángel...
Ya en el encuentro o aparición en _la Dehesa_ había notado Gil que el
lenguaje de la moza no era el habla tosca del pueblo campesino; se
expresaba con limpia dicción y con notoria pureza gramatical. El enigma
quedó aclarado con estas palabras de Pascuala:
--Soy maestra. En Zaragoza, donde he vivido cinco años con mi tío
don Bruno Borjabad, procurador, hice mis estudios, y tengo título...
¿Qué te creías? Ahora estamos esperando a que don Feliciano Gaitín,
que es el mandón de estos lugares, nos cumpla lo prometido: darme una
escuelita de párvulos en cualquier pueblo de esta comarca. Buena falta
nos hace, porque mis tíos, con quienes vivo, andan atrasadillos por las
malas cosechas y lo perdido que está todo.
Completó Pascualita su historial con estas referencias:
--Vivo con mis tíos Saturio Borjabad y su mujer Baltasara, y esta
casita es de unos primos míos por parte de madre, llamados aquí los
_Almuerzos_, porque son de la sierra de este nombre, y se dedicaban al
negocio del carbón. Ahora viven en Soria. Mi madre se llamaba Pilar
Arabiana; dicen que era un poquito noble. Mis tíos los Borjabades
tienen en Suellacabras dos o tres telares, y allí viven mis primos, que
fabrican sayas y capotillos de jerga. Conque ya tienes ante ti todo
el mapa de mi familia. Al ponértelo delante, me río como ves... En mi
parentela hubo nobles y plebeyos; hoy todos son pobres. Algunos viven
de ilusiones, otros emigran, algunos trabajan como negros... Yo, que
en pobreza no tengo a nadie que me aventaje, les alegro a todos con mi
alegría.
--¡Qué encanto de mujer! A Dios bendecimos y alabamos por haber hecho
esa boca. Y a Dios le basta eso para ser grande.
Terminó Pascuala la segunda entrevista despidiendo a Gil con la más
dulce de sus risas, un empujoncito y esta frase donosa:
--Vete ya, que no quiero enojar a los tíos... Me dan licencia de un
ratito, y el ratito se va volviendo _ratón_.
¡Ay, Gil, en qué soñador arrebato vivías! Y machacando piedras, dejabas
que tu espíritu rodara por los espacios, chocando con estrellas y
soles... Muy fuertes habían de ser los tirones de la realidad para que
a ella volvieses... A la ya referida cita con Pascuala siguieron otras
en el propio sitio, o en un bosquecito de acacias frontero al pórtico
de las monjas. En aquellos ratos de dulce intimidad, el fuego de amor
prendía con flamear gracioso en los corazones. La idea, nunca olvidada
por Gil, de que se conocieron antes, en otra misteriosa y lejana vida,
prendió también en la mente de ella, y a menudo decía:
--Sí, Gil: yo llevaba en mí hace tiempo tu cara y tu ser todo.
Se confiaban sus pensamientos sin faltar a la pureza y corrección.
Si él, llevado de su fogoso temple, acortaba la distancia honesta,
ella le contenía con ademán grave y con su inefable sonreír, que
valía por un mandato. Separábanse contentos, gustando de antemano un
porvenir dichoso... Pero a la cita cuarta o quinta, que en el número
no concuerdan los autores, Pascuala llegó junto a su amado con cara
triste.
--Esta noche --le dijo--, te traigo malas nuevas. Ya ves que no me
río... y cuando no me ves reír, ya comprenderás que hay procesiones por
dentro.
--Dime lo que hay --replicó Gil, disimulando su alarma--, que seguro yo
de tu amor como tú del mío, podemos reírnos de toda procesión, aunque
sea la del _Corpus_.
--No pasa el _Santísimo Corpus Christi_ --dijo Pascuala--: lo que pasa
es que tendremos que separarnos pronto... Mis tíos han resuelto que nos
vayamos a Suellacabras, porque aquí está todo muy malo... Allí no nos
faltará un pedazo de pan, y además...
--¿Además, qué?
--Que el señor Gaitín ha dicho que está a caer mi nombramiento de
maestra. ¿Para qué pueblo? Eso... de Soria nos lo dirán...
--Pues no veo la procesión... Sí la veo... Te veo a ti marchando a
Suellacabras con tu familia, y yo detrás... Dejaré mi trabajo y cuanto
hay en el mundo por seguirte. ¿Cuándo nos vamos?
--¡Ay, Gil de mi vida! Tu falsa alegría no me sacará de mi tristeza.
¿No adviertes que esta noche no me he reído ni tan siquiera un poquito?
Pues cuando mi boca olvida la risa, ¡cómo estará mi alma!... Te
contaré todo; verteré de mi alma a la tuya todo el amargor que llevo
dentro. Pensaba dártelo a traguitos; pero ¿a qué traguitos si es mejor
decírtelo de una vez? Mi tío Saturio ha sabido que tú y yo... nos
queremos. La tía se enteró y fue con el cuento al tío... Llamáronme a
juicio esta mañana, y yo, que llevo siempre mi conciencia en la cara,
saqué de mi intención toda la verdad antes de abrir la boca... Porque
soy así, Gil... Díjeles que sí, que no tengo por qué ocultarlo, que
te quiero y me quieres, y estamos los dos en la idea de casarnos...
Así, clarito... ¡Vieras a mi tía cómo se puso!... Que es una deshonra
para la familia... que habrá que oír a los _Almuerzos_ cuando lo
sepan. Y mi tío Saturio, con el temblorcillo de quijada que le da
cuando se incomoda, y abriendo un ojo más que el otro, salió con esta
sinrazón: «Una joven de tu mérito, Arabiana por parte de madre, y por
tu padre de los Borjabades de Medinaceli, casarse con un peón rústico,
un casca-piedras y rasca-lodos... ¡oh ignominia!...» Y luego la tía,
saltando de la ira al sentimiento, lloriquea y me dice: «Pascuala, por
cincuenta coros de ángeles te pido que no hables más con ese bruto.
¿Quieres tú que nos muramos de pena? ¿Para qué están en el mundo tus
tíos más que para buscarte un marido de circunstancias y ser todos
felices?»... En fin, que me han vuelto loca, sin que hayan conseguido
rendirme. De esto que te cuento ha salido la idea de alejarme de ti...
Maldecía el enamorado su suerte, trinaba y vociferaba mezclando las
burlas con la ira:
--¡Alejarte de mí! ¿Y no han discurrido esos tiorros impedir que salga
el sol, y que los ríos se encaramen en los montes?
--Espérate un poco. Hace algún tiempo que Saturio y Baltasara se
ilusionan con la idea de casarme a su gusto. Dos novios para mí tienen
puestos en remojo. El uno es un señorito de Soria, que usa cuellos
muy altos, y corbatas de colorines, hijo único de viuda rica, según
dicen; otro es un chico de Almazán, que empezó estudiando para cura en
El Burgo, y luego lo dejó, y se ha hecho perito agrónomo... Todo esto
te lo digo para que te vayas enterando. ¡Ay, Gil de mi alma! ¿qué haré
yo para ponerme ahora en contra de esta mala corriente de mis tíos; qué
haré para desobedecerles sin perder el respeto y la gratitud que les
debo?
--El amor es antes que todo, Cintia... Hoy te llamo Cintia porque con
este nombre estás más unida a mí que con el de Pascuala. Y cuando tus
tíos feroces te digan: «Pascuala, ven», tú responderás: «No sé quién es
esa que llamáis.»
--¡Ay de mí! --gimió agobiada la sin par mujer, inclinando su cabeza
casi hasta tocar el hombro del cantero--. Hoy estoy muy triste, hoy no
me río. Dime locuras; oiga yo tus locuras para que se me quite esta
pena.
--¿Locuras? Pues tengo un martillo muy grande. Con él he roto las
piedras más duras; con él partiré las cabezas de esos tíos sin
entrañas, tíos peores que sobrinos de Satanás.
--Matar no... No me hables de muertes... Otras locuras has de decirme
para que yo...
--Pues oye esta que otra vez oíste y te tentó a la risa. Yo no soy lo
que parezco. He pertenecido a una sociedad superior, y por fines de
enseñanza o de castigo he sido rebajado a esta condición plebeya en que
me ves.
--Pues ahora no me río, no me río nada... Lo que hace tu Cintia es
recordar que ayer mi amiga Felipa, la hija del mandadero de estas
monjas, me dijo que tú tienes aire de persona principal, y que se te
puede tomar por un conde con ropa y manos de peón.
--Ya te dije anoche que Felipa me parece una mujer de gran agudeza.
--Algo hay en ti --dijo Pascuala sin perder su triste serenidad--, algo
que... no sé decirlo.
--Pues yo lo diré, aunque te me pongas incrédula y burlona. Estoy
encantado... Siendo quien soy, aparento condición distinta de la que
me dio mi nacimiento... No me mires con esos ojos alelados, que no
por quedarse lelos son menos bonitos que el sol. No me mires así, que
ahora voy a decirte algo que te asombrará más. Encantada estás tú
también, Cintia; pero no has llegado al punto de conocer tu propio
encantamiento. Lo sospechas no más. La primera vez que te vi, en la
fuente, te lo dije y me tuviste por loco... Ahora no piensas lo mismo.
Dio Pascuala un gran suspiro, dejando caer sus miradas al suelo. Sin
levantarlas, murmuró esta pregunta:
--Dime, Gil: ¿estar encantada es lo mismo que estar enamorada?
--No es lo mismo; pero hay gran parentesco entre el encanto y un vivo
amor. Como aquella tarde te dije, estás en el crepúsculo de tu memoria,
del recuerdo de tu ser tal como fuiste antes de ser traída al estado
presente.
La actitud hondamente pensativa de Pascuala era como la de quien
exprime con ahinco su memoria para obtener de ella una imagen, una luz.
Por fin, suspirando con más fuerza, como bebiéndose y expulsando todo
el aire que la rodeaba, dijo así:
--Por momentos paréceme que algo recuerdo; por momentos que no
recuerdo nada.
--Ya recordarás, ya te convencerás.
--Pero dime: ¿en tal estado nos hallamos porque a él nos traen?
--Sin duda.
--¿Quién?... ¿hechiceros?...
--O seres divinos, que con ello no quieren hacernos daño, sino mucho
bien.
Pascuala cruzó dedos con dedos, y enlazadas fuertemente las dos manos,
las puso sobre el hombro de Gil, cargando sobre él el peso leve de sus
brazos y el grave de su busto. En tal actitud puso su penetrante mirada
en los ojos de él, y con intensa seriedad le dijo:
--Pues quien nos ha encantado que nos desencante, Gil. ¿Quién puede
hacerlo?
--La Madre.
--¿Qué Madre es esa?
--La tuya y la mía, la de todos...
--Pero esa Madre, ¿dónde está? Yo no la veo.
--Es nuestro ser castizo, el genio de la tierra, las glorias pasadas y
desdichas presentes, la lengua que hablamos...
--¿Dónde está esa Madre?
--Aquí, en todas partes. Vendrá... se dejará ver si la llamamos con la
voz piadosa de nuestro amor.
Oído esto, Cintia se levantó. Era hora de volver a su casa. Pasándose
la mano por la frente y recogiendo de ella ideas quiméricas, las cuales
arrojó al viento con gesto de diosa que se personifica en materia
humana, expresó la triste orden de separación:
--Mira, Gil: que las últimas palabras tuyas y mías que hemos de decir
esta noche, sean para fijar nuestro destino.
Juntaron sus cuatro manos. Gil dijo así:
--No necesitas jurar. Mándame que te siga, y basta.
--Quiero y mando. Sabrás por Felipa el día que salga con mis tíos. Si
no cambian de ventolera, partiremos pasado mañana a la hora del alba.
Aquí no nos veremos ya.
--Pero allá sí... Yo debo jurar, Cintia. Por la Madre tuya y mía, te
juro que, encantados o desencantados, serás mi mujer. Adiós.
Se besaron como los ángeles, y la oscuridad de la noche asumió las dos
figuras... una por acá, otra por allá.


XII
Del conocimiento que hizo Gil con el industrioso mercader Bartolo
Cíbico.

Trabajando en la cantera con desordenado empuje, el buen Gil dejó que
las manos se entendieran solas con las piedras, sin el gobierno de la
voluntad, y ardía en estos y otros coloquios consigo mismo: «Buscaremos
a la Madre... Madre, ¿dónde estás? ¿Te has subido al Moncayo, que es tu
más alto trono, de donde puedes mirar a Castilla y Aragón?... Pero si
allí estás, ¿cómo hemos de subir a la cima de ese monte mi Cintia y yo,
que somos criaturas mortales, aunque encantadas?... Pensando, Madre,
pensando dónde podríamos encontrarte, se me ha ocurrido que tú no solo
habitas en las cumbres geográficas, sino en las cumbres históricas.
¿Estarás en Numancia, quiero decir, en lo que fue Numancia, que si algo
queda de ella tú sabrás dónde está? He oído que cerca de Soria yace
soterrado el cuerpo glorioso de aquella ciudad. Allá, allá iremos a
buscarte.»
A la hora de comer, le llevó Felipa el recado de que Pascuala saldría
con sus tíos al amanecer del siguiente día; y sabido esto, Gil no fue
a la cantera más que para despedirse. Sorprendió a los compañeros y
al capataz la despedida del mozo, a quien todos querían por su trato
sencillo y buena conducta. A las explicaciones que se le pidieron,
contestó que su oficio era modelador de yeso y estuquista, y que de
Soria, donde tenía parientes, le habían propuesto trabajar en una obra
de la Diputación, con jornal de cuatro pesetas para arriba... Antes de
ir al parador, enterose bien del camino que había de seguir; y recogida
y bien liada su ropa en el hatillo con correas, se puso en marcha. Si
los tíos de Pascuala partían al alba, él les tomaría la delantera,
saliendo de Ágreda antes de media noche, y así les ganaba camino para
igualar en lo posible la diferencia de andadura, pues los Borjabades
iban en carro y él no tenía más coche de ruedas que el de san Francisco.
Caminando ya con firme paso por la carretera de Soria, sus pensamientos
pueden ser verbalizados de esta manera: «Parece que tengo libertad
y no soy libre... Dentro de mí siento el hierro, siento la coraza
del encantamiento, que no me impiden correr hacia la ideal Cintia
para unirme con ella; pero que no me dejarían seguir otra dirección
si tomarla quisiera. Encanto y amor van unidos, lo que es doble
esclavitud y dulzura doble. Confortado por el amor, no temo los duros
trabajos, ni la humillación, ni la miseria. Concédame la Madre vivir
con Cintia en el hueco de una peña, como los aborígenes que vinieron
acá con mi abuelito el hijo de Japhet, nieto de Noé. Viviremos en
salvaje independencia, ignorados e ignorantes del mundo... Criaremos
un rebañito de cabras; yo seré cazador... Domesticaré halcones y
gerifaltes para resucitar la muerta y olvidada caza de cetrería... ¡Oh
encanto de encantos!...»
Así pensando, descendía por ásperas pendientes, y al amanecer pasó
junto a la laguna de Añavieja, sobre la cual pesaba una manta de niebla
perezosa. «Los que por aquí vivían --se dijo--, ¿eran celtas o iberos?
No recuerdo lo que el pobre Augusto me contaba de la vida y costumbres
de los españoles primitivos. Lo que yo sé, sin que él me lo haya dicho,
es que no gastaban chalecos ni cuellos altos, y que su calzado había de
ser muy cómodo... Me siento amigo de aquellos buenos madrugadores de la
vida hispánica, y hasta doy en pensar que yo también madrugué, que fui
un poquito prehistórico.»
Viandantes encontraba pocos, y estos de aspecto miserable; mujeres
flacas cargando haces de leña; hombres que parecían enfermos y lo
estaban de penuria y cansancio, luchadores de la vida, en completo
vencimiento y derrota, que iban en busca de una limosna en forma de
jornal. Apenas dejó atrás la soñolienta laguna, que ya mostraba su
cuajado cristal despejándose de la neblina, el paisaje le sugirió ideas
menos tristes. En los collados verdegueaban matojos y chaparros; se
oían esquilas de ovejas y algún silbo de pastores... Cuando más solo
se sentía, encontró una cuadrilla de titiriteros. Abrían la marcha dos
hombres y un muchacho a pie; seguía el carro entoldado, donde llevaban
los avíos escénicos. Asomaban por el hueco delantero dos caras de
mujer y medio cuerpo de una mona triste, achacosa y deslucida de pelo.
Pararon en firme para dar respiro al tronco de burros, que acababa de
echarse a pechos una empinada cuesta.
A los que venían a pie preguntó Gil si faltaba mucho para Matalebreras.
El que parecía capitán de la cuadrilla o director circense, contestó
al caminante que a la vuelta del cerro estaba Matalebreras, y que si
no estuviese allí ni en ninguna parte del mundo, nada se perdería,
porque lugar más arrimado a la cola no había visto en lo que llevaba de
aquella vida. Y el otro, que debía de ser el payaso, completó así el
informe de su compañero:
--Buen hombre, si llevas que comer, vete a Matalebreras, y si no, pasa
de largo, que en ese pueblo no ven en el forastero más que mismamente
un ladrón que llega y les quita lo poco que tienen de comer. En
dos puñaleras funciones que hemos dado, no hemos visto la cara de
ninguna moneda del Rey, si no es la roña de ochavos morunos... Y no
faltan pudientes; pero nos han tomado por gentuza que trae acá la
_corrumpición_ de los pueblos y el _turriburri_ contra la religión...
Y el otro, colérico y vociferante, siguió así:
--Vinieron dos cuervos, alcalde y curángano, a decirnos que si no
ahuecábamos pronto, nuestras costillas lo habían de sentir.
Bajo la curva del toldo dejáronse ver, agachándose, las dos mujeres
desgreñadas y pitañosas. La una, que no era joven ni bonita, y aún
conservaba en sus mejillas flácidas manchurrones del almagre y
blanquete de la noche anterior, metió para adentro a la mona que allí
estaba tomando el fresco, y soltó la catarrosa voz a estos bárbaros
improperios:
--Oiga, joven, ¿va usté a esa _Mataliebres_ o _Matachinches_? Diga
de mi parte al reladronazo del alcalde que me voy con las ganas de
pasearme por encima de sus tripas y de machacarle las ternillas... Y a
ese judío del cura dígale que me chincho en su corona, y que se vaya a
descomulgar a la perra de su madre.
La otra mujer, que en sus brazos había cogido a la mona y
cuidadosamente la espulgaba, soltó después los clamores de su ira
diciendo:
--¡Pueblo _iznorante_ y _farisón_! Pa esos gansos, el arte no es
nada... To’l dinero pa misas, y los probes artistas que ladremos de
hambre.
Gil les consoló con medias palabras; gruñeron y blasfemaron los dos
hombres; el jefe de la cuadrilla dio por terminado el descanso de
sus burros; rechinó el carricoche. Con una despedida campechana se
separaron, y Gil siguió su camino, lastimado del desavío de aquella
pobre gente.
Avanzado el día, alto ya el padre sol, que acariciaba con sus rayos
las espaldas del caminante, este llegó a las primeras casas de
Matalebreras, y como en aquel punto sintiese cercano rodar de carros,
pensó que serían los de la caravana de Pascuala y sus tíos. Escondiose
tras de un espeso matorro para verlos pasar, y en efecto ellos eran. En
el delantero alcanzó a ver el rostro ideal de Cintia, y la desapacible
carátula de don Saturio amparada de un ancho sombrero; vio sus manos
nudosas con guantes de lana, apoyadas en el puño de un recio bastón...
Tras ellos asomaba el rostro afligido y siniestro de Baltasara. En el
carro zaguero iba un hombre desconocido, entre colchones, trebejos y
calderería. La familia desgraciada llevaba consigo todo su ajuar, que
era bien pobre.
Viéndoles internarse en el pueblo, recordó Gil noticias que le dio
Pascuala del enfadoso don Saturio. Acariciaba este infeliz señor en su
cacumen la manía de que las sierras del Madero y del Almuerzo guardaban
en sus entrañas riquísimos minerales de plata y oro, y de bermellón
o cinabrio. No había más que abrir las peñas y hozar un poco en las
tierras para encontrar tesoros tales, y bajo la seguridad de estas
riquezas se escondía el barrunto de que, buscando plata, se encontraran
esmeraldas y rubíes. Más de una vez derrochó sus mermados cuartejos
en abrir pozos y calicatas de que no sacó nada valioso, ni siquiera
la joya de su desengaño. Cuanto más vencido, más aferrado a su loca
ilusión.
Pensaba Gil que tal vez don Saturio y su caravana se detendrían en
Matalebreras, patria verdadera o fingida de la sin par Pascuala, y
no atreviéndose a entrar en el pueblo, temeroso de ser tratado en él
como lo fueron los desdichados saltimbanquis, se situó a la salida,
por donde a su parecer habían de pasar los viajeros cuando siguieran a
Suellacabras... Serían las cuatro cuando Gil, escondido tras una cabaña
en ruinas, vio aparecer los dos carros de la caravana, despacito,
acomodándose al paso de varias personas que salían a despedirla. Entre
ellas vio Gil a un cura inflado y de buen año, que debía de ser el
mismo de quien la desesperada titiritera habló con ira y desprecio;
a otro sujeto muy suelto de ademanes, que era sin duda el alcalde, y
una pareja de humildísimo pelaje, que bien podía ser de las nobles
alcurnias de Borjabad o de Arabiana. Les siguió con la vista, hasta que
en un repecho se dieron los adioses. Ocultose Gil en espesura cercana,
y hasta que se vio rodeado de intensa soledad campestre no emprendió su
camino.
Aproximándose a una sierra, a ratos oía Gil el rechinar de los carros,
a ratos no, según la vuelta que llevaban en los escalonados alcores.
Así anduvo toda la tarde, y a punto de anochecer, se fue metiendo en
espeso pinar. Pensó el encantado caballero que andando de noche por
aquel misterioso bosque se perdería; mas sin arredrarse por ello,
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