El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 14

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con marcha perezosa, por causa del tiempo de agua que les fastidió
a poco de salir de Barahona. Encharcado el camino, las pobres mulas
tiraban a desgana; los trajineros, encapuchados con sacos del revés,
bajaban a estimular con palos a las pacientes bestias; cada bache
producía detención y una bárbara escena de castigos, imprecaciones
y ofensas a Dios y a la humanidad, envileciendo y ensuciando las
cosas más santas. Solo los dos perros iban tranquilos, guarecidos
de la lluvia debajo de los carros. Los amantes no se dolían del mal
tiempo, pues era muy de su gusto no ver alma viviente a lo largo de la
carretera. En un alto que hicieron descendiendo hacia Paredes, subió
Cíbico por segunda vez al atascado carro de los amantes, y partiendo
con ellos desayuno de pan y cecina, les animó con risueños planes.
--Ya que estoy aquí --les dijo--, seguiré hasta mi pueblo, que es
Taravilla, en término de Molina de Aragón; y si queréis llegaros allá
conmigo, desde ahora os garantizo tanta seguridad como tendríais si
os subiérais al mismo cielo. Ya os he dicho antes que os conviene
casaros por la ley de Dios, que así os hallaréis santificados, y mejor
dispuestos para que la justicia se ponga tierna con vosotros. Haced
caso de mí. No está bien que sigáis amontonados según eso que llaman
_librepienso_, porque casaditos no podrá decir nada contra vosotros el
malvado Clericalismo... Sed, pues, un poquitín hipócritas; poneos en
el tono de los más, y aparentad religión, que si la lleváis en la voz
y el gesto, ya tenéis medio camino andado para que la opinión os crea
inocentes. A propósito de religión, sabed que el cura de Taravilla es
mi tío, don Librado Cíbico, santo varón que os casará en dos palotadas
en cuanto yo le hable de ello. Me diréis que os faltan los papeles, y
os contesto que cuanto papelorio necesitéis os lo facilitará otro de
mis tíos, don León Conejo, cartulario en Molina de Aragón, el cual es
un águila en escritura moderna y antigua, y lo mismo imita la letra
gótica que la Iturzaeta o la bastardilla, rasgos para arriba, rasgos
para abajo; y documento que sale de sus dedos es tan de fe como los
que escribieron los cuatro Evangelistas. Tened por seguro que los
papeles de ambos contrayentes los apañará tan en regla como si fueran
los propios, sin que nadie pueda poner la menor tacha en los sellos,
rúbricas y demás requilorios.
Convencidos quedaron los amantes, y tal era el efecto de la suelta
labia del buhonero, que ya se veían refugiados en Taravilla esperando a
que les arreglaran el casorio don Librado Cíbico y don León Conejo...
Por el mal estado del camino y la insistente lluvia, tardaron los
carromatos dos largos días en llegar a la ilustre villa de Atienza,
ceñida de doble muro y guardada por uno de los más altaneros castillos
que han sobrevivido a la época feudal. En una venta situada al pie del
cerro en que se alza el castillo, pararon los trajineros para tomar la
mañana, y allí se discutió si sería o no conveniente que los fugitivos
entraran en la villa, oprimida, como las más de España, por autoridades
metijonas y cargantes, por clérigos fastidiosos y acusones, y señores
rígidos que en todo metían las narices olfateando la inmoralidad. Estas
advertencias hizo el Pocho en bárbaro lenguaje, y Filiberto trató de
desvirtuarlas, asegurando que el vecindario y autoridades de Atienza
eran buenos, generosos y hospitalarios. La opinión de Tomás fue que
no mandando en aquella comarca los Gaitines, sino los Gaitones, no
había nada que temer. Aunque el Gaitón de Atienza y sus hijos eran de
la peor ralea del mundo, bastaba que aquellos fugitivos vinieran de
tierra gaitinesca para que se cuidaran de protegerlos antes que de
perseguirlos.
Oídos los distintos pareceres, determinó Cíbico que Gil y Pascuala
quedaran en la venta, y él con ellos para prevenir cualquier incidencia
desagradable. Además, había que hacer frente a una nueva dificultad.
Los tres amigos trajineros tenían que volverse a Soria. Era forzoso
estudiar y poner en práctica otro medio de locomoción, para llevar más
lejos a los perseguidos de la justicia. Instalose, pues, Bartolo con
estos en un camaranchón alto de la venta, para descansar, reponer
fuerzas, y ocuparse en discurrir los cantos inéditos de aquella odisea.
Con algunas dádivas y expresivos requerimientos que llegaban al
corazón, ganó Bartolo la voluntad de los venteros, quedando así
garantizado el escondite hasta emprender nuevamente la marcha. Pero
la tranquilidad en que se hallaban los fugitivos fue turbada al
siguiente día por las noticias alarmantes traídas de Atienza por
los carromateros. En la villa corría un rumorcillo del crimen de
Calatañazor, del cual hablaban ya con misterio, apuntando también a
Cíbico, como encubridor, los papeles de Soria. No le nombraban; pero
bien claras eran las señas y la pintura del tipo, con los rasgos
indubitables del comercio ambulante y la pérdida de la ardilla.
Opinaban, pues, _el Pocho_ y compañeros que los sospechosos debían
tomar soleta sin demora, internándose en los montes de Sierra Pela. Con
estos graves avisos de la realidad, se turbó el ánimo del buhonero;
mas recobrando pronto su buen temple, supo ponerse, como dicen los
políticos, _a la altura de las circunstancias_, y con el dedo en la
frente, los ojos medio cerrados, largó esta soflama de general en jefe
en día de batalla:
--La cuestión se complica. Procuremos conservar nuestra sangre fría,
y ante las arrogancias del enemigo saquemos del magín todas las
matemáticas pardas que poseemos. Visto que mi objeto es refugiarnos
en Taravilla, donde tendremos para el ocultamiento, casorio y demás
a mi tío don Librado y a don León Conejo; visto que aquí no podemos
seguir, nos escabulliremos de noche hacia Riofrío, y por atajos
seguiremos hasta plantarnos en Alcolea del Pinar. De allí a Molina,
todo el territorio es mío, pues en Selas y Maranchón hasta las piedras
me tutean, y los ciegos me ven y los mudos me oyen... Conque, amigos,
dad memorias a los Borjabades de Soria, que a mi parecer esos son los
causantes de que yo me vea complicado en este negocio. El avestruz de
don Saturio me tiene tirria porque yo me llevo las simpatías de todo
el mundo, y a él nadie le puede ver. Que siga buscando las minas de
plata, y que las encuentre de porquería. Y despídase para siempre de
este filón de Pascualita, que es para mi amigo Gil. Rabiad, Gaitines;
tragad quina, Borjabades. A estos desventurados novios me los llevo
a Taravilla, y allí los caso, y seré padrino de la boda y de lo que
venga después. Conque, amigos _Pocho_, Tomás y Filiberto, buen viaje,
y si os preguntan por nosotros, decid que nos ha tragado la tierra...
Cuando paséis por Almazán, echad a las Carmelitas de parte mía
todas las maldiciones que se os ocurran, con la mar de ajos y otras
desvergüenzas; y si podéis meterles por las rejas una tea encendida,
prestaréis un servicio a la patria y a vuestro seguro servidor...
Un día más dejó pasar el astuto capitán de la expedición para mayor
descanso de Pascualita, y en espera de mejor tiempo. Por fin, ajustados
y dispuestos tres borricos de buen pelaje, propiedad de un recuero
de Sigüenza, partieron en noche fría y serena a tomar las angosturas
de Riofrío, faldeando el monte llamado Padrastro de Atienza. Nada
digno de contarse les ocurrió en esta travesía. Llegaron felizmente
a Huérmeces a la tarde siguiente; descansaron allí algunas horas, y
con ocho más de recorrido avistaron la ilustre y episcopal ciudad de
Sigüenza. Guardose bien el prudente Bartolo de penetrar en ella, y
pasando el Henares por un kilómetro más arriba, rodearon hasta parar en
una venta situada en la carretera de Alcolea del Pinar.
Era el ventero amigo y algo pariente de los Cíbicos de Taravilla, y
enterado del asunto quiso mostrar a los fugitivos su generosa simpatía,
proporcionándoles un carro para seguir hasta Selas. En el carro
pusieron media carga de ladrillos, y encima unas piezas de estameña
y saquerío para que se acomodara la señora; los dos hombres irían
a pie, cambiando su ropa por las prendas usuales del país. En los
preparativos de esta combinación se les fue todo un día y parte de la
noche. Salieron al fin hacia Barbatona, confiados y contentos... Pero
¡ay! al amanecer, cuando se aproximaban a este lugar, se les apagó
súbita y desgraciadamente la buena estrella que en su fuga les guiaba,
y quedáronse a oscuras en pleno día. Día fue en verdad funesto, de
los que han de marcarse con piedra negra... Al salir de una revuelta,
vieron venir la pareja de la Guardia Civil. No les valió hacerse los
indiferentes, con idea de pasar de largo sin más que un ligero saludo.
Pronto vieron que los guardias venían al bulto... pronto reconocieron
en uno de ellos al bondadoso Regino.
Al compañero de este le desconocían los fugitivos: era proceroso,
bigotudo, de rostro cetrino y fosco. Dioles el alto y les pidió los
nombres. Vacilaron un momento los dos caminantes, y mirando a Regino,
parecían solicitar su benevolencia. El guardia feo sacó el papel en
que llevaba las señas de _Florencio Cipión_, presunto autor de un
homicidio. Regino le dijo:
--No te canses, Juan. Les conozco, y ni este ni los demás pueden
ocultar sus nombres. La dama irá en el carro. Ya la veo: es ella.
--No queremos mentir, Regino --dijo el caballero con gallarda
sinceridad--. Somos Cintia y yo que vamos huyendo de la justicia. No
nos maltrates, y cumple con tu deber.
--Amigos míos son --dijo Regino al otro guardia--, y me duele verme
en el caso de detenerlos. Pero la ley es ley. Conozco a _Cipión_...
_Cipión_ amigo, te tuve por caballero... Yo no te acuso; yo no hago más
que prenderte, porque eso nos han mandado. Si eres inocente, como creo,
tú sabrás demostrarlo... Y en cuanto a ti, buen _Corre-corre_, no sé
qué pensar.
--A mí me cogéis por encubridor --declaró Bartolo con cierta arrogancia
caballeresca--. Yo protejo a los fieles amantes y doy mi amparo a los
desvalidos. Ya sabéis aquello de _Bienaventurados los que padecen
persecución por la justicia_...
--Ea, poca conversación --dijo el guardia de la cara fosca--. Con
usted, paisano, y con la señora del carro, no va nada. A ninguno de los
dos se menta en este papel. Y ahora vuelvan grupas, y a Sigüenza los
tres, si no quieren dejar solo al _Cipión_.
--Yo voy con mis amigos hasta los confines del mundo si es menester
--dijo Cíbico iniciando la contramarcha.
Al dar los primeros pasos, Regino se acercó al carro, y viendo a
Pascuala hecha un mar de lágrimas, la consoló con estas blandas razones:
--No llore usted, señora. Es cosa triste, sí, que tenga usted que
separarse de _Florencio_; pero... calculo yo que será cuestión de pocos
días... En todo caso, le garantizo que estará usted en lugar seguro y
decoroso, tan bien atendida como en su propia casa. Y si, como pienso,
_Florencio_ resulta inocente, se reunirá con usted para continuar su
camino hacia la felicidad, que pocos alcanzaron en este mundo... ¡Quién
sabe si este contratiempo será para mayor dicha de ustedes! Yo así lo
deseo... Vaya, vaya... tanto llorar le retuerce a uno el corazón.
Insensible a estos candorosos emolientes, Pascualita no atajaba la
corriente acerba de sus lágrimas, ni su congoja le permitía pronunciar
palabra alguna. En tanto, Gil marchaba taciturno entre Cíbico y el otro
guardia, y su ceño adusto y su mirar al suelo indicaban el paso interno
de una lúgubre procesión de despecho y coraje. Volvió Regino a su
puesto junto al criminal, para llevarle en medio, y también traía entre
ceja y ceja y en su grave mutismo indicios de otra solemne procesión,
acaso conflicto anímico entre los deberes y la amistad. Y cuando Regino
abandonó el papel de consolador junto al carro, que iba detrás, fue a
desempeñarlo Cíbico, tratando de atenuar el dolor de la maestra con
estas rebuscadas expresiones:
--Si se llevan a Gil, y ello será por pocos días, ya sabe, Pascualita,
que en mí tendrá un padre... Y si quiere que vayamos tras de Gil a
Soria, por mí no hay inconveniente... Buenas relaciones tengo en toda
la tierra de los Gaitines, y algo podré hacer para que la causa vaya
por buen camino. Don Eleuterio y don Sabas Gaitín no me dejarán mal, si
les digo yo al oído dos palabritas, y el mismo Prior de los Carmelitas
de El Burgo no me dejará feo si le pido su intercesión. Yo le perdono
lo de la ardilla, si él saca el pecho fuera por salvar a un inocente.
Ánimo, bella señorita... y no lloréis tanto, que se os empaña la
hermosura.
Sin ningún incidente que alterara la tristeza de lo que se ha referido,
llegaron a Sigüenza, lo que fue mayor duelo de Cintia, porque apenas
entraron en las calles costaneras y empedradas por los demonios, la
caravana fue rodeada de gente curiosa, en su mayor parte chiquillos y
mujeres, que con preferencia se agolpaban a los lados del carro para
contemplar a la dama dolorida, en quien algunos vieron una princesa
cautiva. Con séquito tan azorante llegaron a la Plaza Mayor, donde está
el Ayuntamiento y en él la cárcel. De la otra parte se alza el hastial
derecho de la hermosa basílica seguntina. Porches desiguales rodean la
plaza; retorcidos hierros oxidados soportan el balconaje de las casas
vetustas. La llovizna y el brumoso cielo ennegrecían el ya triste
escenario. Al pasar el carro junto al Ayuntamiento, formose un gran
ruedo de mirones impertinentes en torno a la caravana. Regino llegose a
Gil, y un tanto turbado le dijo:
--Tú solo entras en la cárcel; la señora y Cíbico quedan fuera, pues
aún no se nos ha ordenado detenerlos. Yo te aseguro que debes estar
tranquilo por lo tocante a Pascualita, pues la albergaré en mi propia
casa, donde será tratada con todo el miramiento que merece.
Montó en cólera el caballero al oír esto, y no pudo contenerse:
--Ya veo la infamia, ya veo tu deslealtad conmigo. Por caballero te
tuve; pero ya entiendo lo que puedo esperar de tu amistad. Mi mujer no
se separará de mí; mi mujer no puede ir a tu casa, porque no debe ser
así, porque no quiero yo, Regino... no quiero, no quiero.
--Párate un poco, y reflexiona --replicó el guardia, pálido, con
temblor de la mandíbula--. En Numancia te dije que aquí nací yo, que
aquí vive mi madre, señora de cuya respetabilidad pueden darte noticia
muchas personas de las que aquí están. Mi madre es hermana del Rector
del Colegio de San Antonio, y con él mora. Es vivienda por demás
honrada y decorosa... No dudes de mí, que fui tu amigo y sé portarme
como tal y como caballero.
No se dio Gil a partido; antes bien, poseído de furor, trató de
desasirse de los que le sujetaban, y con modos tan violentos se
sacudía, que el guardia fosco ordenó que le amarraran.
--No te creo, Regino; eres un villano --gritaba--; eres un hipócrita:
ahora me quitas a la que con artes de mala ley quisiste hacer tuya...
¡Suéltenme! Regino, por la fuerza me vencerás... pero yo me vengaré de
ti, yo...
No pudo decir más, o no se oyó lo que en rencorosos borbotones salía de
su boca.
En esto se adelantó un hombre, un señor de buena estampa, con barba
negra, el cual por su actitud y manera de producirse tenía sin duda
predicamento y autoridad en la ciudad. Era don Ramiro Gaitón, y sus
palabras fueron de las que no admiten réplica:
--Ea, metedle adentro, cacheadle y ponedle grillos si fuese menester,
que este, por las trazas, es bandido de cuidado. Pronto, adentro con él.
Y luego se fue a ver a la del carro, que de la fuerza de su congoja y
del bochorno de verse entre tal gentío, había perdido el conocimiento.
Mirola el Gaitón con ojos ávidos de conocedor y catador de bellezas, y
risueño dijo así:
--¡Bonita mujer! No caen estas brevas todos los días. Llévatela,
Regino; guárdala en tu casa.


XXI
Donde se verá cómo principió el espantoso vía-crucis y horrendo
calvario del caballero sin ventura.

Mientras el don Ramiro (que por ser Gaitón merecerá toda la antipatía
de los que esto lean) creíase obligado, por deber y por derecho,
a prestar auxilio a la hermosa señora del carro, y disponía que
conducida fuese a la botica (regentada por otro Gaitón) para que se
le administrara una bebida antiespasmódica, Gil era empujado con
violencia y grosería hacia el interior del feo edificio. Hallose dentro
de un local que recibía la luz de enrejada ventana estrecha, y con
abandono de animal rendido de cansancio se arrojó al suelo, que en
algunos sitios tenía montones de paja donde duraba el hueco de otros
presos allí albergados anteriormente. Su desesperación no le dejaba
espacio para considerar las consecuencias de su infortunio ni los
medios de conjurarlo. A poco de humillarse sobre la paja, cayó en un
sopor febril, que le daba la sensación lúgubre de un descenso a los
profundos abismos, donde le maltrataban y escarnecían diablos crueles
y harpías desvergonzadas... La noche le encontró en el propio estado
de somnolencia, con intervalos de estupidez o embrutecimiento, en los
cuales percibía los ásperos ronquidos de otro infeliz que no lejos de
él mataba las horas.
Hallábase ya el caballero más despabilado de su negra modorra, cuando
hirió sus oídos la voz del compañero de encierro, el cual en tono
familiar así decía:
--Buen amigo, pues la mala suerte nos ha traído a estar juntos en esta
mazmorra indecente, hablemos y contémonos nuestras miserias, que yo soy
de los que, a falta de pan y de alegría, se alimentan con el sueño a
ratos, y a ratos con la buena conversación.
La réplica de Gil fue tan solo de monosílabos perezosos, y el otro,
incorporado en su lecho de pajas, prosiguió así:
--Como yo voy siempre a cara descubierta, sin ocultar mi nombre ni
renegar de mí mismo, le diré que me llamo Tiburcio de Santa Inés, y
que soy natural de Rebollosa de Jadraque, donde tengo, digo, tuve mi
hacienda, y que estoy preso por haberle tirado una piedra a Crisanto
Gaitón... Le apunté a la cabeza, y le di en el hombro sin hacerle
daño... Fue por... Verá usted... Mi padre, José de Santa Inés, natural
de Garabatea, me dejó una finquita que fue de mi abuela materna,
Rosalía Carbajosa, natural de Tor del Rábano, y dicha finca linda por
el Naciente con huerta y viñedos de don Zacarías Escopete, por el Sur
con las tierras de... Pero si está usted dormido, me callo y lo dejo
para después, que no quiero molestarle...
Contestó Gil con estas incongruentes expresiones:
--Yo maté a Galo Zurdo por rescatar a mi novia y sacarla del infame
cautiverio en Calatañazor... Ahora no descansaré hasta que dé muerte a
Regino, que me engañó con arrumacos hipócritas, haciéndose pasar por
caballero encantado como yo... ¡Quién me había de decir que recobrada
mi mujer, fuera Regino quien me la quitara! Si usted defiende a Regino,
se verá conmigo en esta cárcel, o fuera de ella; y si nos llevan juntos
a Soria, veremos quién puede más.
--Amigo --dijo el otro con voz blanda, tirando al humorismo--, no me
hable usted de matar, que yo, aunque ando en cárceles, no soy hombre
que acomete a sus semejantes, y jamás he quitado la vida a ningún
nacido, como no sea mosca, mosquito, o cuanto más algún pobre conejo
que se me ha puesto delante de la escopeta. Yo no mato... Tiré una
piedra al Gaitón en el momento de más coraje que he tenido en mi vida;
pero no iba más que a descalabrarle, para que se acordara de Tiburcio
de Santa Inés, el despojado y atropellado en Rebollosa de Jadraque.
Gil se incorporó para ver a su compañero; pero la claridad de luna que
por la reja entraba era tan pobre, que uno a otro se reconocían tan
solo como bultos o sombras vivificadas por la palabra. Secamente dijo
el caballero:
--Yo maté a Zurdo Gaitín porque debí matarle, que así me lo aconsejaron
San Basilio y San Agustín... «Cuando no quieran darte lo tuyo, tómalo.»
Yo no podía tomarlo sin destripar antes al cerdo. Ya sabe usted, amigo,
que a cada puerco le llega su San Martín. Me quedé con las ganas de
pegar fuego a Calatañazor...
--Pues yo le aseguro a usted --dijo el otro-- que si nunca he matado a
nadie, tampoco puse mis manos en quemazón de paneras y trojes, como han
hecho otros, movidos de venganza. Siempre fui honrado, y de mi buena
conducta podrá dar fe todo el gentío de estos pueblos.
Extremado ya en la incongruencia, habló Gil de este modo:
--Pues usted conoce al dedillo estos terrenos, dígame si cae por aquí
cerca Zorita de los Canes... porque ha de saber usted que yo soy
Conde... ¿se va usted enterando?... Conde de Zorita de los Canes.
--Lejos está ese pueblo... allá por tierra de Pastrana y Mondéjar,
tocando a los mojones de Cuenca... Orilla de Zorita, en un pueblo que
llaman Almonacid, tengo yo una prima casada con Cristino Angosto,
natural de Tetas de Viana, que cae hacia esta parte... ¿Conque dice que
es Conde? Querrá decir que _esconde_ algo...
--Conde soy, y si lo duda, ahí están los libros del Becerro, que se lo
dirán.
--Pues yo soy Marqués de Rebollosa de Jadraque --afirmó el otro
riendo--, y aquí todos somos de la grandeza.
--Mi condado es Zorita de los Canes. Y yo quiero que usted me informe
de si aquel pueblo lleva tal nombre porque hay en él muchos perros...
quiero decir, Gaitones.
--Perros habrá de caza y de campo, y Gaitones no han de faltar, que
son los animales más propagados en esta comarca. Por acá conozco a don
Ramiro, don Crisanto y don Manuel Gaitón. Este es el más pudiente...
cocido en dinero; y para redondearse se ha casado con la hija de un
señor riquísimo que vive allá por Riaza, y le llaman don Gaitán de
Sepúlveda, propietario de tierras, dueño de tantos ganados, que con
ellos podría estrellar de ovejas el cielo.
--¡Le conozco... ya sé! Un vejestorio con antiparras... He sido pastor
en uno de sus rebaños.
--¿Pastor y Conde? Eso sí que es bueno... Amigo, ¿se llama usted _don
Patraña_?
--Me llamo Tarsis... me llamo _Asur, Hijo del Victorioso_, y si usted
me apura, me llamo Mudarra o _Mutarraf_, que quiere decir _Vengador_.
--Que sea por muchos años, ja, ja... Pues no es el hombre poco
divertido... ¡Quién lo diría, Señor! Hasta en estos lugares de
tristeza, salta, cuando menos se piensa, el buen humor, y unas veces
por flautas y otras por pitos, se va pasando el rato.
En estas vagas conversaciones les cogió el alba, y conforme iba
entrando en la prisión la tímida luz del nuevo día, mermada por los
gruesos barrotes de la ventana, se vieron y se examinaron los dos
presos. En su compañero, solo conocido hasta entonces por la voz,
vio Gil un hombre revejido y de talla corta, de facciones vulgares,
iluminadas por un mirar de plácida mansedumbre, afeitado de días, con
traje de labrador o jornalero del campo. Al poco rato, se personaron
en el calabozo dos individuos que dieron a Gil orden de disponerse
para partir a Soria en conducta de la Guardia civil; el otro quedaría
en Sigüenza hasta nueva orden. Dieron a los dos mísero desayuno de pan
negro y tocino crudo averiado. No tardaron en aparecer los guardias que
habían de llevarse a Gil. Este se despidió de su compañero, que con
sombrío gracejo le dijo:
--Abur, señor Conde; Dios se la depare buena. Aquí me tiene a su
disposición no sé hasta cuándo. Tiburcio de Santa Inés, para servir a
Su Excelencia.
Salió Gil entre los dos guardias. La mañana era fría y brumosa. Al
pasar frente a la catedral, vio el caballero las almenadas torres de
feudal arrogancia ceñuda. Entre los velos de la niebla, el grandioso
monumento se revestía de cierta majestad funeraria. Bajando hacia
la alameda tomaron el camino real, y a poco de entrar en este, como
notaran los guardias en el preso cierta inquietud y ganas de monólogo,
le ataron, recomendándole paciencia y juicio. Gil les dijo:
--Atadme si queréis. No me importa, que yo tengo en mi familia quien
podrá darme libertad aunque me llevarais encerrado en una jaula de
hierro. Vosotros no contáis con una Madre como la mía... Siento que no
venga Regino a conducirme. De seguro lo habría pasado mal... Vosotros
sois honrados y buenos; cumplís vuestras obligaciones sin deshonrar
a los amigos robándoles la mujer... Hay hombres que tienen pinta de
caballeros y son como hienas con bonitos ojos. Otros con mal ceño
y cara borrascosa llevan dentro un corazón de ángel. Yo, señores
guardias, no les aborrezco; sé que me llevan preso y atado por mandato
de la ley, y que no porque yo sea persona principal serán más blandos y
considerados conmigo.
Con buenas razones le exhortaron los guardias a guardar silencio, y él
obedeció, reduciendo a soliloquio las incoherentes cláusulas que de la
boca le salían.
«Imposible que la señora Madre deje de venir en mi socorro --se
decía--, a no ser, Gil, que el uso que has hecho de tu albedrío sea tal
que... No recuerdo bien lo que me dijo al despedirse en Calatañazor...
Que si la línea de mi albedrío... que si la línea de su protección...
No sé, no sé. Al perder a Cintia he perdido mi razón. Estoy loco.
¿Será verdad que estoy loco?... Ya que mi Madre no me dé la libertad,
devuélvame al menos la razón.»
A los dos o más kilómetros de andadura, tuvo Gil bastante claridad
de entendimiento para reconocer que el camino que seguía no era el
mismo por donde había venido de Atienza. Conducíanle por Medinaceli
y Alcuneza, que era, sin duda, más derecho camino hacia Soria.
Verdaderamente, por lo tocante a su comodidad, esta o la otra ruta le
importaban lo mismo; pero prefirió la de Medinaceli, porque dio en
creer que en ella sería más fácil encontrar a la Madre redentora. ¿En
qué se fundaba para pensarlo así? En nada... Tal vez en indescifrables
voces que susurraban dentro de su cerebro.
Al mediodía emprendieron el preso y sus custodios la subida del puerto
de Sierra Ministra. Iban desde las fuentes del Henares a las del
Jalón, dos ríos que nacen en opuestas bandas de aquellos montes, y
corren luego en contrarias direcciones, tributario el uno del padre
Tajo, el otro del padre Ebro. Conforme subían, el tiempo cerrábase
más de niebla, y la humedad les penetraba con punzante frialdad hasta
los huesos. Por lo que Gil oyó decir a los guardias, hablando con
dos caminantes que en sendos mulos llevaban la propia dirección,
comprendió que se detendrían en una venta llamada _del Cuervo_, para
tomar alimento y arrimarse un poco a la lumbre, siguiendo después hasta
el lugar de Honrubia, en cuya cárcel terminaría la primera etapa de
la conducta, para continuar al siguiente día con otra pareja hasta
Medinaceli. Picaron espuela los caminantes, y a la media hora, próximos
ya Gil y sus conductores a la venta que les prometía sustento y abrigo,
vieron alzarse una ondulante columna de humazo negro, y oyeron griterío
de alarma y terror. La venta y dos casas y cuadras medianeras ardían en
toda la extensión de sus jorobados techos.
Era un lindo espectáculo el del humo negro, que, retorciéndose como
columna salomónica, subía lentamente, y en sus caracoleos voluptuosos
se iba fundiendo con el blanco albor de la niebla. Las llamas daban
toques de púrpura rutilante al bello espectáculo, y el vocerío de las
gentes que querían salvar de la quema trebejos y animales, concluía
y remataba el conjunto dramático. Llegaron a un punto en que la
confusión de humo y vapores cegaron el día, impidiendo la visión de
los objetos más próximos. Gil no vio a los guardias, y estos a él le
perdieron de vista. ¿Qué había de hacer un hombre en ocasión y momento
tan propicios para la conservación personal, más que ponerse en salvo
con rauda ligereza de pies? Así lo hizo Gil, por lo cual merece toda la
simpatía y alabanzas de sus admiradores. Emprendió carrera en dirección
de las fuentes del manso Henares, y para mayor dicha suya y alegría de
los que se interesan por su suerte, a los pocos minutos de precipitarse
en la veloz huida se sintió desligado del atadijo que le sujetaba
los codos. La soga se desprendió silbando como culebra, y los brazos
del preso quedaron libres para dar impulso y compás a las disparadas
piernas...
Su primera parada para tomar aliento hízola el fugado a distancia
tal, que apenas se veían ya las negras humaredas desliéndose en la
niebla lechosa. ¡Libre! Con decir que la libertad duplicó su energía,
se da una idea de su velocísima carrera; y como iba cuesta abajo, no
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