El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 16

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que ha días viene padeciendo por las ingratitudes de sus desatinados
hijos, que a la cuenta son un sin fin de hijos, y por la porquería
dominante en lo que ella denomina sus reinos o estados, que eso no
lo entendí, ni sé lo que puede significar, así me maten... Un rato
seguí con ellos charloteando de nuestras desdichas. Por lo tardo de mi
andadura tuve que quedarme atrás. Ellos siguieron... Esto pasó ayer
tarde, horas antes de llegar a Guijosa, donde usted y yo nos hemos
conocido.
Tal confusión produjo en la mente del caballero lo que acababa de
oír, que no sabía si creer al honrado vejete, o tenerle por donoso
embustero. Por momentos llegó a pensar que era un genio maléfico de
orden inferior, de estos que tienen poder para desfigurar someramente
las cosas, y secundar con hechicerías a la menuda las obras
transcendentes de los grandes encantadores. Pensó que invitándole a
unas copas, podría obtener de él revelaciones interesantes, con su
poquito de magia blanquinegra. Instintivamente echó mano al bolsillo
del pantalón, donde creía tener una bellota, con la cual pudiera
comprar el vino, y los dedos ¡oh caso estupendo! encontraron buen
número de ellas, que el tacto apreció en la docena mal contada. «Ya no
puedo dudarlo --se dijo--: mi Madre está cerca... tal vez aquí.»
Con loca impaciencia recorrió en un instante todo el patio, examinando
los grupos de hombres y mujeres. Metiéndose después en la taberna, miró
todas las caras. Dos ancianas vio, y ninguna era la suya. Compró un
jarro pequeño de vino, con casco y todo; añadió salchichón y medio pan,
y al salir y cruzar frente al portalón, vio que por este entraban tres
hombres atados codo con codo, conducidos por una pareja de la Guardia
civil. Tembló a la vista de los tricornios; pero no viendo en ninguno
de los guardias cara conocida, recobró su tranquilidad. Y examinados al
punto los tres presos, solo uno hirió con fulgurante rayo su atención.
Era Becerro, el gran erudito, el evocador de la Historia, el prodigioso
mágico y demiurgo, por quien las cosas pasadas vinieron a lo presente,
y el hoy anticipó las visiones de un mañana remotísimo.
¡Oh, Pepe Augusto! ¿qué fatales vicisitudes te llevaron al estado
de abyección en que te vio tu amigo en el corral de Pitarque? El
caballero no daba crédito a sus ojos, y pensó que la presencia del
sabio, atraillado con criminales por la Guardia civil, era un caso
de mentirosa hechicería... Corrió a llevar a don Quiboro el jarro de
vino, el pan y salchichón, y no se detuvo a recrearse con la sorpresa
y alegría del pobre viejo, que se apresuró a reparar su organismo
dando parte a Tiburcio de Santa Inés... Viendo Gil que los guardias
penetraban en la taberna, llevando por delante la cuerda viviente, allá
se fue, con idea de interrogar a Becerro y cerciorarse de la realidad
de su persona. Los de la Benemérita tomaban un bocado y bebían, sin
perder de vista a los presos, que en un banco se sentaron, obsequiados
caritativamente por el fámulo que allí despachaba. Metiendo el cuerpo
entre los curiosos, llegó Gil hasta su amigo, y tocándole en el hombro,
así le dijo:
--¿Cómo usted aquí, señor Becerro, atado y entre guardias?
Mirole el sabio, receloso y desconfiado. No le conoció. Gil pudo
observar la escualidez hipocrática del rostro de su amigo, que más
parecía momia semi-viva que persona moribunda. De sus ojos manaban
lágrimas rojas, y en sus mejillas, lívidas manchas e hinchazones
revelaban la mano y cinceles duros de algún escultor de _ecce-homos_.
La cabeza descubierta mostraba en desorden los cuatro pelos que le
reservaba Naturaleza, y el vestido que mal cubría su esqueleto era
todo andrajos y jirones recamados de lodo. Contestando al desconocido
piadoso, así habló el ínclito Becerro:
--Sea usted quien fuere, señor, pues mi cabeza no está para el
reconocimiento de personas, yo le agradezco su bondad, y a usted me
confío para que me compadezca, si es que hay todavía compasión en
el mundo. Dice usted que me conoció en Numancia. Allí estaba yo,
en efecto, y de allí vengo. Aconteció que el paternal Gobierno,
hostigado por las oposiciones, resolvió meterse en el sagrario de las
economías... y naturalmente, yo fui la primera víctima del régimen de
moralidad económica. Amaneció el día fatídico en que recibí el cartel
de mi cesantía. Echáronme a la calle, dándome veintidós pesetas, que
en aquel crítico momento había yo devengado, y como soy hombre que no
gusta de pedir favores a nadie, me abstuve de solicitar mayor auxilio
para mi retirada de los campos numantinos. Hice con mi ropa un apretado
envoltorio, y me puse en camino, gozoso de recorrerlo a pie hasta
Madrid, con lo que viajaba en libertad, y a mi antojo podía estudiar
en la tierra castellana cuantas ruinas gloriosas me salieran al paso.
La libertad es mi gozo, y ella me compensaba del trago amarguísimo de
mi cesantía. Salí una mañana, y a las dos leguas _plus minusve_ de mi
salida de Garray, topé por mi desgracia con unos golfos, digamos más
propiamente alumnos de Anacreonte, que en la puerta de un ventorro
jugaban y reían con dos descocadas _hetairas_, de las que expulsó
Escipión, mandándolas con viento fresco a correr por el mundo. Ello fue
que me engatusaron aquellos perdidos, y ellas me poparon y me hicieron
mil carantoñas con manos perfumadas de olor sabeo. Debí perder mi
natural sentido, o adormecerme en vapores de alegría, porque cuando la
infernal caterva se alejó de mí, noté que me habían quitado la ropa y
las veintidós pesetas... menos dos reales que había gastado en comprar
pan... Dejáronme limpio de numerario, sin más tesoro que el inagotable
de mi resignación...
--Pero usted, amigo mío, ¿por qué se dejó zarandear de tal gentuza?
--díjole el caballero--. ¿Eran acaso plebe celtíbera, o de la maleante
familia de los _pelendones_?
--Para mí que eran _túrdulos_ --replicó Becerro gravemente--, de estos
que se corren hacia el Norte para corromper a los austeros _arévacos_.
Fueran lo que fuesen, yo, con la buena compañía de mi resignación,
seguí mi camino pensando cómo podría llegar a Madrid tan desguarnecido
de pecunia... En esto, andados tres cuartos de legua, según mi cálculo,
me picó el hambre con tal ahinco, que las piernas se me negaron a
dar un paso más. Saqué de mi bolsillo el pan, único bastimento que
la divertida chusma me dejó. Como el pan seco es alimento desabrido,
y como en aquel punto me viera próximo a un campo ameno plantado de
cebollas, pensé que no cometía delito entresacando de las mil y mil
plantas una o dos que me conditaran el paso del pan desde la boca
al estómago... Entré en el surco, y me acordé de que la tierra ha
sido dada a la humanidad para su sustento... Cogí dos cebolletas, y
disponíame a hincar en ellas el diente, cuando salió un hombre fiero,
que me pareció gigante de tres altos, y la emprendió conmigo a coces y
bofetadas, llamándome ladrón, hi... de no sé qué, y... Vamos, no quedó
término infamante que no me dijera, después de quitarme las cebollas...
Lo demás de este desventurado pasaje de mi vida, se lo contaré en dos
palabras. Estando entre las garras de aquella bestia, llegó la pareja y
me prendió y condujo a la cárcel de no sé qué pueblo. En tres o cuatro
cárceles he pasado sucesivamente mis amargas noches, y por fin heme
visto traído en esta conducta con los dos compañeros que atados conmigo
vienen, y que han sido presos por cortar leña en montes que llaman
del Estado. No sé a dónde me llevan. Al cuadrillero que me interrogó
por primera vez he dicho que mi deseo es ir a Madrid, pues allí tengo
amigos que serán fiadores de mi honradez... No sé tampoco dónde estoy,
ni si esto que parece _quintana_ o mercado romano, algo semejante al
_zoco_ de los árabes, es buena dirección para Madrid, o si lo es para
el Congo. ¿En qué país estamos? ¿Esto es España, o es algo de otros
mundos, de otros planetas, a donde de un puntapié nos ha mandado la
mágica Astarté, diosa de los Infiernos?
--Tenga paciencia, mi don José Augusto --dijo el caballero, traspasado
de dolor--, que en este laberinto de Pitarque podrá muy bien
socorrernos a usted y a mí una divinidad del Cielo, ante quien bajan
la cabeza los poderosos así como los humildes. Su poder es grande. Más
de una vez la he tenido yo junto a mí sin gozar de su presencia. Ahora
mismo me da en la cara el calor de su aliento, y no veo su excelsa
persona... Esperemos un poco, y la Madre vendrá... Sus pasos no se
sienten.
A pesar de la honrada convicción con que hablaba Gil, no parecía
darle crédito el desdichado amigo. Por un momento permaneció este
como alelado, abierta la boca, el mirar sin fijeza... Luego suspiró,
diciendo con hueca voz:
--Déjeme usted de Madres. Para mí la única madre es la Historia, y esa
huye con repugnancia de los hechos y personas del día.
--No es precisamente la Historia, sino la... no sé cómo decirlo...
Es el alma de la raza, triunfadora del tiempo y de las calamidades
públicas; la que al mismo tiempo es tradición inmutable y revolución
continua... ¿Qué dice usted, Becerro?
--No digo nada... Sí: digo que las Madres pasaron, las Hermanas
también... No hay Historia de lo presente. Lo presente no es más que
espuma, fermentación, podredumbre. Lo mejor será que nos muramos todos
prontito. Después el caos... un caos delicioso...
Acercose un guardia, y con la frase secamente cortés de _haga el
favor_, indicó a Gil que no era permitido conversar con los presos.
Retirose de la taberna el caballero en un estado de indecible
turbación. En su alma se atropellaron en tremendo revoltijo el miedo y
la esperanza, y al recorrer el patio, su exaltada imaginación desfiguró
los semblantes y cuerpos de la pobretería que allí se congregaba. En
unos vio cabezas de pájaros, en otros hocicos de extraños rumiantes o
paquidermos. El vocerío le sonaba como la jerigonza monosilábica de
los idiomas primitivos; las hogueras esparcían resplandores rojizos
sobre figuras y objetos; los calderos hinchaban desmesuradamente sus
vientres cubiertos de hollín; el freír de las sartenes semejaba risa y
burla satánica, que afluía de bocas invisibles.
Aturdido fue y vino el caballero, sin dar con el rincón en que había
dejado a sus amigos don Quiboro y Tiburcio. O los rincones se cambiaban
por sí de un lado a otro, o los principios geométricos se declaraban
en rebeldía suprimiendo los ángulos... Así lo pensaba Gil o lo veía...
Y no fue suceso imaginario, sino real, la irrupción súbita en el patio
de Pitarque de nuevo tropel de gente bulliciosa. Primero entró un
destacamento de plebe mísera, gritona y desmandada; luego dos presos
en cuerda, custodiados por pareja de la Guardia civil. En dicha cuerda
venía una pobre vieja atraillada con un facineroso, _Lobato_ por mal
nombre, muy conocido en la comarca por audaz cuatrero y asaltador de
caminantes, sin respetar haciendas ni vidas. La anciana, maniatada con
el bandido, parecía reproducción de la que Gil llamaba Madre, solo
que su mayor grado de ancianidad hacíala pasar por madre de la Madre.
Encorvada y jadeante se dejó caer al suelo apenas entró, abatiendo
consigo al ladrón _Lobato_. En sus facciones amarillas y rugosas, se
traslucían los rasgos de su belleza como perlas caídas en el fondo de
un charco; su mirar se apagaba en una letal resignación de heroína
vencida; de su excelsitud y majestad solo quedaban rezagos en el gesto
airoso. Dudando de lo que veía, acercose Gil a la postrada vieja y le
dijo:
--¿Eres tú, Madre querida?
Y ella, mirándole cariñosa, le respondió:
--Yo soy, yo fui, porque en esta injuriosa degradación a que me han
traído tus hermanos, más bien soy tu Abuela que tu Madre.
No pudo seguir el caballero junto a ella, porque uno de los civiles le
apartó con rudo manotazo. Miró Gil al guardia, y reconociendo a Regino,
fue acometido de rabia impulsiva y furor salvaje.


XXIII
De cómo las picantes aventuras se vuelven dolientes y trágicas.

Arrebató Gil del grupo cercano un hierro con que atizaban la lumbre, y
corrió disparado contra el pecho y vientre de Regino, soltando de su
boca estas horrendas imprecaciones:
--Canalla, ladrón de honras, Caín... no te contentaste con quitarme
a mi mujer, sino que te atreves con mi Madre... Espérate y vas al
infierno...
Si no le sujetaran, no habría tenido tiempo Regino de guardarse del
golpe. Flemático, sin hacer uso del máuser, dijo al que fue su amigo:
--Repórtate, _Florencio_, y no provoques. Y pues has tenido la mala
sombra de volver a nuestras manos, date preso... Poco te ha valido
escaparte. La justicia te reclama.
--Yo me chanflo en la justicia, en ti y en tu madre --gritó Gil tirando
el hierro--. Asesino eres, y si quieres matarme ahora mismo, aquí me
tienes indefenso. Pero antes te diré que eres un alma perversa, harta
de pecados.
--Ea, pájaro, a callar --dijo el guardia de la cara hosca,
disponiéndose al empleo de la cuerda.
--Aquí me tienen... Regino, ¿qué has hecho de mi mujer? ¿Qué harás
ahora de mi Madre? Yo te aseguro que una y otra morirán conmigo, y
que tantas muertes caerán sobre tu conciencia. ¿Desconocéis vosotros,
guardias en quienes veo nobleza y ceguera, porque todos, menos este
infame Regino, sois hombres de honor, que ignoráis las villanas
intenciones de los que os mandan; desconocéis, digo, a esta divina
Señora, alma de los reinos que son y que fueron, eterna entre nuestra
mortalidad?
Lo de llamar divina, eterna y alma de los reinos a la pobre vieja,
mendiga, borracha o criminal, que esto no se sabía, levantó rumores
de burla y desató carcajadas en el auditorio... El guardia de la cara
hosca, asegurando las manos de Gil, le dijo:
--Cállate la boca, chiflado, cabeza perdida. Nosotros llevamos gente a
las cárceles y a los manicomios. Ya te dirán a dónde debes ir.
--A la muerte iré con mi mujer y con mi Madre, verdugos --gritó Gil,
más desatinado--; pero no quisiera ir sin llevarme a alguno de ustedes
por delante...
En esto surgió en el grupo la talluda, imponente figura de don
Alquiborontifosio, el cual, con bronca voz, sin miedo a los civiles ni
al lucero del alba, se expresó de este modo:
--Si tienen por criminal a esta Señora, y ella es, en efecto, doña
María, ténganme a mí como su cómplice, cualquiera que sea el supuesto
delito que le atribuyen.
--Esta mujer --afirmó uno de los guardias-- iba con un compañero de
_Lobato_, que se nos escapó, corriendo más que una liebre... Por los
compañeros de la otra pareja sabemos que alienta y encubre a los
ladrones de leña, guardando sus rapiñas en la corraliza que tiene a la
salida de Guijosa, con un tapadillo de cabras, cerdo y un horno de cal,
para despistarnos.
--Pues yo también encubro y despisto --declaró con gallarda entereza el
maestro--. Si a la ilustre Señora maniatáis, haced lo mismo conmigo,
pues yo también soy escudero de ella, como este joven, a quien conocí
en Boñices.
Mientras esto decía, el guardia le metió la mano en los bolsillos, y
sacando unas patatas, le dijo:
--Explíquenos el señor escudero de la vieja dónde adquirió estas
patatas, y con qué leña hizo fuego para chamuscarlas.
--Ese fruto --replicó don Quiboro-- lo debí a la caridad. Mas si
entendéis que es fruto robado, prendedme y atadme con la Señora por el
lado contrario al que ocupa _Lobato_, para que en doña María se repita
el caso de nuestro Redentor, sacrificado entre dos ladrones.
--No, no --gritó el caballero fuera de sí--, que ese puesto a mí me
corresponde... Y si lo dudan, pregúntenselo a ella.
--No disputo el lugar --agregó don Quiboro--. Solo reclamo el honor de
un puestecito en el calvario de doña María... Estáis ciegos, señores
guardias; vivís a cien leguas de la verdad... No sabéis que a la vuelta
de cualquier camino, tendréis delante al Apóstol Santiago en persona,
que os dirá: «Teneos, hombres de poca fe, y dadme al instante a esa
santa mujer que lleváis atada entre ladrones, y entregadme también a
sus nobles escuderos...» Yo soy por mi oficio maestro de párvulos, y si
no tenéis bastante ilustración para distinguir lo grande de lo pequeño
y lo santo de lo criminal, yo os abriré las entendederas.
--¡A la cárcel! --clamó el guardia de la cara hosca--, y allí se verá
si algunos de estos han de ir a una sala de observación en el hospital.
Pocas bromas, y a callar todo el mundo.
Imperante la fuerza, se procedió a engarzar a Gil y a don Quiboro en
las ignominiosas cuerdas. El caballero tuvo el honor de que su mano
derecha fuese atada con la izquierda de la Madre, que en el suelo yacía
sin dar acuerdo de sí. Y como en aquel momento descubrieran los civiles
a Tiburcio de Santa Inés, y le reconocieran como escapado de la cárcel
de Sigüenza, no le valió el intento de escabullirse, y su mano carnosa
quedó enlazada cruelmente con la huesuda mano del maestro. De este modo
fueron conducidos casi a rastras los dos rosarios por un pasillo largo
que se abría junto a la taberna, y terminaba en anchurosa cuadra, y en
ella entraron precedidos de la cuerda en que iban Becerro y los dos
leñadores furtivos.
Cerrada la puerta, los infelices presos quedaron en hórrida oscuridad,
pues la cuadra no recibía por ninguna parte el menor destello de
luz. Conforme entraban, iban echándose al suelo; cada cuerda caía de
golpe, pues uno solo a los demás arrastraba. Mediano rato estuvo Gil
maldiciendo todo lo maldecible, y dando aire a su insana desesperación.
A la Señora, que a su lado yacía, llamó una vez y otra. No contestaba.
Por el tacto quiso reconocer su presencia, y solo tocaba un bulto
blando en inmovilidad de cosa inanimada. Pensó que la Madre se había
desvanecido, dejando en su lugar un fardo de lana y huesos. La sacudió.
Ni voz ni aliento le dieron respuesta. Al otro extremo de la caverna
tenebrosa sonaba una voz que le pareció la de Becerro, declamando
ininteligibles oraciones, o aforismos de filosofía de la Historia. ¿Qué
falta hacían en tal desolación la Historia y sus abstrusas filosofías o
exegesis?... Más cerca, sonaba la trompeta del Juicio final, o sea el
ronquido de don Quiboro, que profundamente dormía como un santo mártir
en su urna de cristal...
La oscuridad profunda determinó en el cerebro del caballero visiones
extravagantes y terroríficas, animales absurdos nunca vistos en la
realidad, personas reptantes y seres gelatinosos, que con la huella de
sus babas iban trazando en suelo y paredes letreros indescifrables. La
imagen de Regino, con el máuser al hombro, desafiando al mundo entero
con su arrogancia desdeñosa, dominaba en las insanas hechuras de la
fiebre, infernal inspiración del condenado a muerte. Y singularmente
le atormentaba el anhelo no satisfecho de ver a Cintia entre aquellas
aberraciones cerebrales. «¿Dónde está Cintia? --se decía--. Es deber
suyo presentarse aquí... Ni la veo, ni quiere verme. Y lo peor es que
no me acuerdo de cómo es Cintia... Llamo su rostro a mi memoria, y su
rostro no viene; su rostro se esconde, dejándome en la mayor confusión
de mi vida... Yo pregunto a la oscuridad, yo pregunto a la luz cómo es
el rostro de Cintia, y la luz y la oscuridad nada quieren decirme.»
En las innumerables vueltas de la rueda de este suplicio pasó la
noche, imagen de una dolorosa eternidad sin consuelo. Al rayar el
día, cuando algunos presos se desperezaban y los más dormían, fueron
sacadas las tres cuerdas para emprender el lento y angustioso viaje
hacia la indeterminada meta en que se erigía, rodeado de sombras,
el fetiche de la justicia para pobres. ¡Inhumana y expeditiva ley,
sin otro ideal que acabar pronto y cumplir una función de policía de
los caminos! Los guardias conductores de los presuntos delincuentes
actuaban con la rigidez de mecánicas escobas que traían y llevaban las
basuras sociales, sin cuidarse de su destino. Ellos barrían lo que se
les mandaba barrer, y no tenían por qué averiguar si había polvo de oro
entre el polvo y mondaduras mal olientes...
Pasaron por el corral o patio, donde yacían durmientes descuidados...
Vio Gil cenizas donde hubo llamas, los pucheros volcados, todo en
el desorden matutino, antes que empezara el arreglo de los ajuares,
obra doméstica del día. Pasó junto al grupo de los volatineros: los
hombres dormitaban; las mujeres, ya despiertas y en todo el horror de
su despintada fealdad y de sus flacas pechugas colgantes, se alisaban
las greñas con peines desdentados. Al paso del caballero preso le
agraciaron con signo de compasión y simpatía, no atreviéndose a más
por miedo a los guardias... Llegose a la puerta de la taberna la
triste caravana, y allí José Corvejón, hombre cristiano y de buen
natural, obsequió a todos con lo que quisieron tomar para sustentarse.
Los más bebieron aguardiente. La Madre no quiso probarlo, y cedió
a Gil su vaso. A don Alquiborontifosio dieron pan negro, vino y su
tajadita de bacalao, y con lo mismo se apañó Tiburcio. _Lobato_ pidió
más aguardiente: por indicación de los civiles no le fue concedida más
de una ración discreta. Remediados así, salieron al campo, y el aire
fresco desentumeció sus espíritus y entonó sus cuerpos, vigorizándolos
para la marcha penosa.
Delante iba la cuerda de Becerro; seguía la de don Quiboro, y atrás, en
colocación de respeto como la Virgen en las procesiones, la cuerda de
doña María. De los siete infelices conducidos, el _Lobato_ era el de
mayor cuidado. Por tal le tenían los guardias, como buenos conocedores
del personal vagabundo, y no quitaban de él la vista, observando sus
manifestaciones de salvaje alegría. Bromeaba y canturriaba al compás de
la marcha, y refería las innumerables procesiones de aquella guisa, en
que figurado había desde su tierna infancia. Cuando a lo largo de la
carretera general, en la cual entraron poco antes de las nueve, veían
venir algún automóvil disparado, se les mandaba alinearse en la cuneta.
Pasaba el auto como exhalación, levantando polvo y exhalando la fetidez
de la gasolina, y el _Lobato_ era el más vehemente en las exclamaciones
de amenaza y vituperio contra la máquina veloz, que corría parejas con
el viento y aun le superaba en el tragar de kilómetros.
--¡Así te escacharres!... Miá la pendanga que va detrás del vidrio...
¡Corréi, corréi; matarvos pronto, granujas!...
A menudo dirigíase Gil a la vieja con interrogaciones cariñosas;
mas ella solo respondía con su mirar de intensa piedad y dulzura.
Pensó el caballero que la excelsa Señora perdido había la palabra en
las recientes sofoquinas que le dieron sus ingratos hijos. Por fin,
recorrido ya un buen trecho a lo largo de la polvorosa, la Madre,
agobiada y envejecida, se dignó manifestarse con susurro, que el
caballero interpretó de este modo:
--Hemos llegado a las horas de prueba... La tremenda adversidad
oblígame a sumergirme en la resignación dolorosa... Yo, eterna, sé
morir... He muerto, he revivido, a fuer de creyente en la grandeza de
mi destino. Calla y sufre tú, como yo sufro y callo... En trances de
esta naturaleza me vi alguna vez; mas la desdicha presente supera,
hijo mío, a otras que parecieron extremadas. Mi destino me impone la
sumisión a los ultrajes más atroces. No podré ser redentora, si no soy
mártir...
Al son de estos graves dichos, _Lobato_ entonaba canciones obscenas.
Los delanteros marchaban silenciosos, y Becerro era como un autómata
impulsado por inverosímil mecanismo de piernas. En la segunda cuerda
notábase cierta irregularidad de andadura, pues el ágil paso de
Tiburcio no emparejaba con la torpeza del pobre don Quiboro, que iba
como arrastrado por su compañero. La Madre mostraba un vigor y compás
de movimientos que desdecían de su vejez caduca. Observándolo así, los
guardias decían a los hombres:
--Adelante; no os hagáis los remolones. Aquí tenéis a la pobre _Güela_,
que os da el ejemplo. Vean cómo no se cansa. _Güela_, tú mereces que se
te dé libertad por valiente y juiciosa. Nosotros no podemos dártela;
pero te recomendaremos por tu buen caminar... Anda, _doña Sancha_ o
_doña Berenguela_, que aún no sabemos tu nombre, y quizás por no querer
decirlo te ves en esta traílla.
Despejado el día, el sol picaba un poco, y con el sol el aire fresco
componía un buen temple para la marcha. Al filo de las doce, entraban
en un desfiladero en cuesta, con corte de trinchera no muy alta por
un lado, por otro lindante con terreno de peñas y matorrales. Apenas
vencido el arranque de la cuesta, don Alquiborontifosio empezó a dar
traspiés y caía y se levantaba, sacando fuerzas míseras de su honda
flaqueza. Suspendiose por un momento la marcha. Respiró el buen
maestro, y al dar los primeros pasos después de la breve parada, cayó
en el suelo con pesadumbre, abatiendo a su compañero. Acercáronse los
guardias, animándole con palabras caritativas. Pero don Quiboro se
tendió a lo largo, quedando en cruz, los cuatro remos extendidos, el
rostro mirando al cielo.
--Caballeros guardias --dijo con voz cavernosa--, mátenme de una vez,
que de aquí no puedo pasar. La vida se me acaba. Si han de seguir,
remátenme con un tirito... y yo quedaré contento y ustedes libres de
esta carga.
En derredor del infeliz viejo se agruparon todos. Uno de los guardias
declaró que según reglamento no podían abandonarle. Para llevarle
cómodamente ajustarían el primer carro que pasara. Don Quiboro se
volvió a Gil, diciéndole:
--Caballero que me acompañó y me dio parte de su queso y pan, coja mi
manta. No puedo hacer testamento de otra cosa; y usted, doña María,
écheme su bendición. _Ven, muerte pelada, ni temida ni deseada._
Trataron de animarle con palabras afectuosas y bromas compasivas. Lo
primero que dispuso el de la cara hosca fue desligarle de Tiburcio,
atado a él mano con mano. Lleváronle fuera del arrecife, depositándole
en un lomo de tierra, bastante apropiado para servir de cama. La faz
angulosa del anciano se desfiguró y descompuso por entero, anticipando
la faz cadavérica. Llevose la mano al pecho; abrió la boca cuanto
abrirla podía, y absorbiendo gran cantidad de aire, pudo articular
estas palabras:
--Amigos, dadme los parabienes, porque ya se acabó el padecer de
Alquiborontifosio de las Quintanas Rubias.
--Ea, no se acobarde, abuelo --le dijo Regino poniéndole la mano en la
frente, mientras el otro guardia le tomaba el pulso--. Le llevaremos en
un carro... Descanse... ¿Ha sido usted militar? ¿Ha sido labrador?
--No señor... He sido...
--Ha sido maestro de escuela --dijo la Madre--. Tened compasión del que
enseñó a leer a vuestros padres.
Advirtieron todos fúnebre contracción de los músculos faciales del
desgraciado viejo. Encogió este una pierna, y las dos estiró luego
desmesuradamente.
--Maestro --dijo un guardia--, haga el favor de no morirse en nuestras
manos, que no tenemos la culpa de su infelicidad.
Y él, extinguiéndose, articuló trémulas expresiones:
--Maestro fui; ya no soy nada... Rezadme algo... Mejor será que digáis:
_Muerta es la abeja, que daba la miel y la cera_.
Así entregó su alma en un camino el caminante que recorrió larga vida
de penas y abrojos; así murió la solícita abeja, que dio toda su miel a
las generaciones ingratas.
Y en el trance de atender al maestro moribundo, y en la emoción
de verle morir, distraídos los guardias por ley de humanidad, no
advirtieron que Tiburcio de Santa Inés, en cuanto se vio desligado de
su compañero, se deslizó lindamente hacia las peñas próximas, y por
entre malezas y pedruscos hizo una teatral desaparición de su persona.
Uno de los guardias, apenas recobrada la conciencia de su obligación,
le vio a lo lejos, ganándose la libertad con la ligereza de sus pies,
y la instintiva táctica del prisionero en salvo... El representante
de la ley se echó el fusil a la cara. Pero Tiburcio, que sin duda se
había encomendado al Niño Jesús, supo desaparecer tras de una roca. Por
muy diligentes que fuesen los del tricornio, no habrían de engancharle
nuevamente, y el matarle de un tiro no era fácil, por lo abrupto
del terreno y el broquel de piedras con que el fugitivo defendía su
existencia. Mientras dos de los civiles deliberaban sobre esto, los
otros dos vieron con sorpresa y enojo que el _Lobato_ desprendía su
mano de la de la vieja, y tomaba carrera por el mismo escenario que fue
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