El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 09

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ellos juntamente; caía, se levantaba, patinaba, y hacía mil figuras y
cabriolas. De este modo, medio descoyuntado de brazos y piernas, llegó
a un llano, encharcado por la lluvia. Siguió en derechura de unas luces
que a regular distancia vislumbraba. El pueblo de aquellas luces debía
de ser Garray. El peregrino, sin reparar en estorbos de charcos o
pedruscos, siguió en recta línea hasta que pudo distinguir un edificio
grande y blanco, como enlucido de lechada de cal, reciente. La blancura
y la luz le guiaban. La claridad salía de una anchurosa puerta,
juntamente con ruido de humanas voces... Avido de abrigo y descanso,
no vaciló en meterse bajo el primer techo que encontraba. Traspasó la
puerta balbuciendo tímidamente una petición de permiso... Dijéronle:
«Adelante»... Vio algunos hombres en pie, agrupados en derredor de una
mesa. Sentados junto a esta, la vista fija en papeles y en montoncillos
de dinero, había dos personas. La que Gil vio a su derecha se ocupaba
en pagar a los hombres, que tenían trazas de jornaleros de obras
públicas. El señor que estaba de frente no hacía más que inspeccionar
la operación de pago y cobranza. Adelantose Gil desflorando una frase
de cortesía, y antes de que acabara de pronunciarla, quedó absorto y
mudo... El señor aquel que la mesa presidía era el eximio sabedor de
antiguallas don José Augusto de Becerro.
El primer impulso del caballero fue acercarse a su amigo para verle de
cerca y exclamar alborozado: «Hola, mi querido Augusto... ¿Tú aquí?
¿No me conoces? Soy Tarsis.» Pero su mismo instinto de esclavitud le
contuvo. No debía ni _podía_ manifestarse en tal forma, sino en la de
un pobre jornalero del campo, que medio muerto de fatiga, tronzado
por el pedrisco y la lluvia, demandaba hospitalidad, y si podía ser,
trabajo en las ruinas, cavas o lo que hubiera.


XIV
De la increíble presencia del espíritu de Becerro en las gloriosas
ruinas, y de sus hechos y dichos.

Con buenos modos acogieron al mozo, y no fue menester que este diera
pormenores de su necesidad, pues harto la declaraban el rostro aterido
y el peso de fango y agua que llevaba en su ropa. Becerro y el otro
señor que hacía los pagos deliberaron un momento sobre si le admitían o
no al trabajo, y entonces vio el caballero que del fondo de la estancia
emergían dos guardias civiles levantándose de un banco. No les había
visto antes por hallarse en pie frente a ellos los trabajadores que aún
esperaban la paga. Cuando vio Gil que los guardias iban hacia él, tuvo
un momento de turbación; pero pronto se rehizo. Metió mano al pecho,
diciendo:
--Aquí tienen mi cédula. Florencio Cipión. Soy criado de Bartolo
Cíbico, y quiero trabajar aquí, mientras él anda en su tráfico; que los
tiempos están malos, y hay que buscar un pedazo de pan donde quiera que
lo haya.
Los guardias no pusieron a Gil reparo alguno, y devolviéndole la
cédula, dijo uno de ellos:
--¿Y dónde han quedado _Corre-corre_ y su ardilla? Así le llamo, porque
ese apodo le daban en Aranda, donde le conocí.
--En Renieblas dejé a mi amo --replicó Gil muy sereno--. Aquí le
tendremos al fin de la semana.
--¡Vaya con el cuajo del tal _Corre-corre_! --dijo risueño el
guardia--. Tiene que traerme unas postales, chicas guapas... Me aseguró
que recalaría en Garray el 8, y estamos a 17...
--Pues postales de esas trae, con muchachas muy lindas, bailarinas y
cantaoras que dan la desazón.
En esto, Becerro y el otro individuo decidieron admitir a Gil con
jornal de diez reales, y que se le daría por aquella noche albergue en
la sobrestantía: la cena por cuenta de él. Terminado el pago, fueron
desfilando los trabajadores que vivían en otras casas del pueblo.
Salieron también los guardias, dando las buenas noches, y quedaron
solos con Gil el señor de Becerro, el pagador y un hombracho que
parecía capataz. Mientras hablaban, observó con gozo el caballero
encantado que su persona no despertaba sospechas.
Delante Augusto y el otro sujeto, detrás Gil y el capataz, pasaron los
cuatro a otra habitación de planta baja, extensa y anchurosa crujía
donde vio Tarsis, arrimados a la pared, ladrillos que debían de ser
romanos o celtíberos, infinidad de piezas de cerámica o fragmentos
de ellas, lápidas y vestigios mil de civilizaciones que fueron. A la
izquierda estaba la estancia del gran Becerro, de quien se despidió el
pagador para irse a su casa en el interior del pueblo. En el fondo,
vio Gil dos puertas por donde venían olores de cocina y cháchara de
mujeres. Mientras don Augusto se internaba pausadamente en su albergue,
el capataz llevó a Gil hacia el fondo, y le señaló un cuarto para que
en él metiera su hatillo y se mudara de ropa antes de cenar. Así lo
hizo el encantado, y repuesto de su mojadura y quebranto, se reparó del
hambre en buena compañía del hombracho y de las hacendosas mujeres.
Salió después con el que ya era su amigo a fumar un cigarrillo en la
gran crujía, y allí se abocaron con el sabio, que ya despachado había
su frugal colación, y se paseaba despacito con las manos a la espalda.
Sentados los dos hombres en un banco arrimado a la puerta, no esperaban
más que a consumir el pitillo para ir a su descanso. Becerro, en su
vagar lento, echaba miradas inquisitivas a Gil; de improviso se detuvo,
y llamándole con gesto amable, le llevó a pasear con él.
Lo que hablaron, como toda voz pronunciada en aquel prístino escabel de
la Historia, merece ser reproducido fielmente.
BECERRO. ~(Poniendo en su rostro de chivo, cada día más ahilado y
mustio, una sonrisa cortés.)~--Dispénseme, buen hombre. Desde que
le vi a usted en la sobrestantía, y ahora viéndole aquí, estoy
batallando con mi memoria... Vamos, que la cara de usted no me es
desconocida... yo le he visto a usted... ¿dónde? ¿cuándo? Pues
no doy con ello... Mis dolencias me han dejado el cacumen harto
desfallecido, y...
TARSIS. ~(Sereno, poniéndose al instante en situación con un
ingenioso embuste.)~--Verá usted, señor don Augusto, cómo yo le avivo
la memoria. ¿No se acuerda del estuquista y vaciador de yesos que
trabajó tan cerca de usted cuando decoramos con escayola la escocia y
techo de la Exposición de artes medioevales? Florencio Cipión: ¿no se
acuerda? Yo era el primer oficial de Torelli.
BECERRO. ~(Examinándole el rostro muy de cerca, no despejado aún
de sus dudas.)~--¡Ah! sí... ya... El nombre de usted nunca lo
supe. Cipión... ¡Qué coincidencia! ¡Llamarse usted como nuestro
expugnador, _Escipión!_ Le falta el cognomen, _El Africano_... Pues,
efectivamente, ya voy recordando... la fisonomía, digo; que el nombre
es nuevo para mí... ¿Y cómo ha venido usted a parar a estas soledades
gloriosas?
TARSIS.--Rodando, señor, que el destino del pobre es rodar como esos
cantos que fueron picudos, y con el rodar se vuelven lisos como
huevos. Y usted, don Augusto, ¿está bien de salud? La última vez que
tuve el gusto de verle, andaba usted medianillo.
BECERRO.--¡Ay, no me diga!... Hallábame entonces en lo más agudo de
un terrible ataque de neurastenia... ¡Qué noches, qué días! Entre
mil aberraciones, padecí la de creerme encantado, y con poder para
divertir a los demás jugando a los encantamientos recreativos.
TARSIS.--¿Y la Madre, dónde está? ~(Con todo su interés en los ojos.)~
BECERRO. ~(Atontado.)~--¡La Madre!... Deje que me acuerde. Usted
llama Madre a la que yo llamo Hermana mayor, que es aquella parte
de la Historia patria que abraza desde la venida de los griegos
hasta la caída de Numancia... Pues a esa Hermana debo mi curación.
Sabrá usted que es amiga y familiar del Ministro... Ambos son de la
misma edad... Mi excelente Hermana, o si usted quiere, Madre, tuvo
la feliz idea de que cambiando de aires me pondría bueno; habló
al Ministro, apretándole a que me diera una colocación en estas
ruinas. El hombre estuvo pensándolo seis meses, y al cabo de ese
tiempo y de otro tanto de expedientismo veloz, me trajeron acá.
El destino que disfruto no es ninguna ganga. No tengo funciones
técnicas, sino administrativas... Soy auxiliar de no sé quién...
cobro del material... Pues aunque mi puesto es indecoroso y de
cortísima remuneración, trabajo como un negro. Entre usted en ese
cuarto, y verá mis planos, mi trabajo de reconstrucción, día por día,
de los asedios que sufrió Numancia desde que a ella se acogieron
los _segedenses_ en el 153, antes de Jesucristo, hasta que quedó
_autodestruida_... esa palabra empleo... en el 133...
TARSIS.--Y entretenido en esas tareas gratas, se ha curado usted de
la neurastenia.
BECERRO.--Sí, gracias a Dios... Estos aires, tan sanos como
heroicos... la Historia alta, y llamo alta a la que nos cuenta las
virtudes máximas; la Historia de altura es el mejor de los tónicos.
Heme restablecido aquí. Ya no me queda más que un remusguillo del
pasado achaque... Algunos días, cuando sopla ese viento que los
griegos llamaban _Apellotes_, o aquel otro llamado _Eurus_, me siento
un poquitín tocado. Ayer precisamente estuve todo el día estudiando
la táctica y movimientos del primer expugnador de Numancia, Quinto
Fulvio Novilio, el que trajo el escuadrón de elefantes... A estas
bestias de gran calibre consagré yo mis cinco sentidos; las hice
avanzar de tres en fondo sobre los numantinos; fijé el punto en
que los animalitos, digo, animalotes, se espantaron, y volviendo
grupas de improviso, llevaron la confusión y el desorden al campo
romano... Pues anoche... Verá usted... salí a tomar el aire, y como
de costumbre... me alejé... campo adelante. Hallábame tan despierto
como ahora lo estoy, puede creérmelo... ¿Cuál no sería mi sorpresa
al ver venir los elefantes desmandados, como le estoy viendo a usted
ahora? Era un horror. Bajo las pisadas de aquellos monstruos temblaba
la tierra... Quise huir, caí al suelo... Los terribles paquidermos
pasaron sobre mí... Imagínese usted... Cada una de sus patas pesaba
como una torre... ¡Ay, ay! testimonio de aquel desastre son los
dolores que tengo en este lado, ¡ay!
TARSIS.--¡Pobre don Augusto! Debe usted descansar, recogerse pronto.
BECERRO.--¿Para qué? ¡Si yo no duermo...! Con dos horas de sueño me
basta. Trabajaré hasta las cuatro... Pase usted a ese tugurio donde
me han metido, y verá lo que abultan mis papeles... A cada general de
los siete que mandó Roma contra esta ciudad invencible, consagro un
tomo... Los años suceden a los años, y Roma, que domina el mundo, no
acaba de conquistar este palmo de tierra. En mi Historia acuso las
cuarenta a cada uno de los bárbaros caudillos que vinieron acá, y lo
mismo le sacudo a Pompeyo Rufo que a Hostilio y a Filón; y si a este
le demuestro que robaba cuanto podía, al otro le descubro que era
tartamudo y borracho. El tocayo de usted, Escipión, ya es otra cosa.
Por sus antecedentes militares y sus victorias en África, le consagro
dos tomos... Vino aquí cuando Numancia llevaba quince años de lucha
contra Roma... El tal Escipión era hombre de cuenta. Lo primero que
hizo fue limpiar su ejército: despidió a los buhoneros y cantineros,
los _Bartolitos_ de entonces... y despachó también con viento fresco
a _diez mil_ mujeres romanas de las que llamamos _del partido_. Ahí
es nada: diez mil _hetairas_, que las tropas traían consigo para
pasar el rato. Eran bonitas, juguetonas, venustas, maestras en danzas
y garatusas para enloquecer a los hombres y llevarles a la molicie.
Expulsadas por Escipión, las diez mil damas que ahora llamaríamos _de
las Camelias_, se esparcieron por la feraz Hesperia, con lo que Roma
realizó la penetración pacífica: unas se quedaron en el territorio
de los _Arévacos_, otras en el de los _Pelendones_, donde hicieron
asiento, vulgarizando el nombre de _pilindongas_... Pocas fueron a
establecerse entre los _Edetanos_ e _Ilergetes_; las más corrieron en
busca de los pueblos ricos, y llegaron con sus gracias a la opulenta
_Hispalis_, o a _Gades_ frecuentada por extranjeros, a _Cartago
Espartaria_, a la gran _Barcino_, ciudad generosa y abierta siempre
a toda hermosura y elegancia. Con activa erudición de cazador de la
Historia he seguido yo el paso de estas bellas peregrinas, y las veo
instaladas muy a gusto en los pueblos que se llamaron _Turdetanos_,
_Bástulos_ y _Túrdulos_, donde si alguna novedad enseñan, más pueden
aprender en achaque de danza y meneos graciosos con crótalo y laúd...
Pero se cae usted de sueño, y no es bien que yo le robe el descanso.
TARSIS.--Sueño no falta... Pero el gusto de oír a un hombre tan sabio
vale por diez camas... Siga.
EL CAPATAZ. ~(Acercándose respetuoso.)~--Déjele, don _Angosto_, digo,
don Augusto. El pobre está rendido.
BECERRO.--Idos al descanso... ¿Qué tenéis para mañana?... ¿Vais al
campamento romano dejando a medio desescombrar la calle longitudinal
de la ciudad celtíbera?... ¡Error, desatino! ~(Triste, sacudiéndose
un cínife que picarle quería.)~ Si aquí mandase yo, establecería
en los trabajos el sistema perpendicular combinado, concretándome
a la calle numantina que puedo llamar calle maestra de la ciudad
heroica... Descubierta la romana, apurar el descubrimiento de la
celtíbera, y proceder luego a descubrir la ciudad prehistórica,
dedicando a esto las calles transversales. Llamo a este sistema
perpendicular combinado porque, ahondando siempre, exhumo a Numancia
en el sentido de Norte a Sur, y a la ciudad prehistórica en las
calles de Este a Oeste... Pero yo no mando, yo no dispongo nada...
He venido de agregado al caos, o sea lo que llaman administración...
Amigos, buenas noches. Que descansen: yo no tengo sueño y estudiaré
hasta el alba... Un momento; óiganme dos palabras. La ciudad
prehistórica, innominada y desconocida, es más interesante que todo
lo romano y lo celtíbero. Para mí, la ciudad que yace debajo de
Numancia es una de las que Gerión, natural de Caldea, fundó en esta
comarca, ocupada siglos después por los _arévacos_... Y aquí fue
donde los hijos de Gerión mataron, como ustedes saben, a Trifón,
hermano de Osiris...
EL CAPATAZ.--Don Augusto, buenas noches.
BECERRO.--Adiós. ~(Para sí, dirigiéndose a su cuarto.)~ Estas pobres
bestias en dos pies son máquinas musculares, que no piensan más que
en fortalecerse con la comida y en engrasarse con el sueño.
EL CAPATAZ. ~(Andando con Gil hacia su alojamiento.)~--Este don
Augusto está un poco ido.
TARSIS.--Enteramente ido. Sabe mucho.
EL CAPATAZ.--Sabe; pero no rige... Es un infeliz. Le han mandado aquí
como para darle una limosna.
BECERRO. ~(En su cuarto, requiriendo libros y papeles.)~--¡Feliz hora
esta de soledad y silencio! Sigo excavando en tu ser espiritual,
¡oh Numancia! como esos brutos desentierran tus huesos... Decidme,
mujeres numantinas: ¿qué sentíais, que pensábais ante la ilustrada
fiereza de Escipión Emiliano? Hablad, bárbaras hermosuras, inflamadas
en el santo amor de vuestros héroes, sacerdotisas de la dignidad de
vuestro pueblo. ¿Y vosotros, niños numantinos, con qué juegos os
adestraban para la guerra? ¿Jugábais a manejar la honda, a imitar
las catapultas y arietes de vuestros enemigos?... Quiero saber si
vuestras madres os llevaban pegados a sus pechos cuando iban a
disparar flechas contra el romano... Héroes, decidme qué os daban
de cenar vuestras mujeres cuando volvíais de la pelea: ¿cenabais
guiso de cecina con _erebintos_, que hoy llamamos garbanzos? ¿En los
fieros combates os excitábais apurando esa bebida hecha de cebada,
que llamabais _celia_? Señoras numantinas, lo que esta noche quiero
desentrañar es si vuestra religión os permitía la poligamia, si
vuestros sacerdotes eran castos, si erais charlatanas y presumidas,
y os componíais mucho para ser gratas a vuestros hombres. Decidme
si asistíais gozosas a esos templos formados por grandes peñascos
enhiestos, si veíais con gusto correr la sangre en los sacrificios,
si cuando descuartizábais al prisionero alababais a vuestras feroces
divinidades, y si teníais fe en el arúspice que del examen de las
entrañas de la víctima sacaba el conocimiento del porvenir...
Decidme, hombres, si entre vosotros hubo sabios investigadores que
se dedicaran, como yo, a esclarecer las oscuridades paleolíticas.
Preguntadles, os lo suplico, si vuestra lengua procede del caldeo o
del etrusco. ¿No llamáis a los gazapos _laurices_, al vino _bacho_
y al escudo _cetra_?... A los sabios preguntad si la población
prehistórica enterrada bajo vuestra Numancia es _Andarisipo_,
fundada por los _Tartesios_, según mi amigo Estrabón, o _Copsanio_,
de origen cántabro, según Pomponio Mela... ~(Pausa. Prepárase a
escribir.)~ ¡Hermoso silencio! El alma del erudito se extasía en
la sublimidad de estas ruinas gloriosas. ¡Oh ensueño, oh dulce
embriaguez de los enigmas atávicos! Ya que no venís a mí, hermanas
pelásgicas, etruscas o fenicias; ya que no quiere Dios que yo penetre
el misterio de vuestro origen, dejadme que busque y husmee vuestras
huellas; y a estas piedras dormidas preguntaré si sois hijas de
Atlas o Héspero, si os trajo Gárgoris, rey de los Curetos, para que
fuerais fundamento y troquel de la civilización hispánica... Mientras
Numancia duerme, el erudito vela, y entrega todo su ser al deliquio
histórico... El enamorado de la antigüedad os busca, os persigue, os
evoca con su abrasado aliento... ~(Poseído de frenético entusiasmo.)~
¡Oh! ya me siento león... ya mis dedos son garras, ya sacudo la
melena, ya la fiereza hierve en mi corazón, ya causo espanto, ya
resoplo, ya rujo... Allá voy. ~(Salta por encima de la mesa y sale
rugiendo.)~
TARSIS. ~(Agitándose en su camastro.)~--¡Ay de mí! ¿Qué es esto? Caí
en el primer sueño como en un pozo, y ahora... ¿Qué ruido es ese que
me atormenta?
EL CAPATAZ. ~(Despertando.)~--¡Eh! ¿Qué te pasa? ¿Hablas dormido?
TARSIS.--Me ha despertado un ruido espantable...
EL CAPATAZ.--¡Otra! Se me olvidó decirte que ronco como un piporro...
TARSIS.--No es ronquido lo que oigo, sino el _baladro_, alarido de
animal fiero.
EL CAPATAZ.--Oigo a los perros que ladran a la luna.
TARSIS.--Es más fuerte y temeroso que el ladrar de los perros. Ahora
suena cerca de aquí, ahora se aleja. Escuche. ¿No tiembla usted?
EL CAPATAZ.--¿Yo qué he de temblar, contra? No tengo miedo a
embelecos de las ánimas.
TARSIS. ~(incorporándose.)~--¿Ánimas dice? Será el ánima de un león.
Lo que se oye es el resoplido de una fiera. El rugido sale algo
cascado, como si el león padeciera moquillo.
EL CAPATAZ.--¡Otra!... Ya sé lo que es. Los que andan de noche por
las cavas dicen que han visto un león grande y flaco... que corre
y salta furioso sobre las ruinas, dando resoplidos al modo de los
perros que rastrean. Un trabajador de acá salió con escopeta,
y le soltó un tiro sin hacer blanco... Es ánima del león de la
_antigüidad_, que del otro mundo viene a la querencia de las piedras,
y mete el hocico olfateando huesos, o ceniza de madera y ladrillos
que _entavía_ huelen a quemazón.
TARSIS. ~(Recostándose.)~--El león de Hesperia...
EL CAPATAZ.--Duérmete, bruto, y otra noche saldremos a verlo...


XV
De lo que vio y sintió el caballero en el osario de Numancia.

Al trabajo en las excavaciones fue Gil el siguiente lunes con cierta
emoción religiosa. No era lo mismo arrancar piedras de un monte para el
afirmado de un camino, que sacar de la tierra las que dos mil años ha
fueron asiento y abrigo de un pueblo perpetuado en la excelsitud de la
Historia. De los veinte o más hombres que allí trabajaban, tal vez Gil
era el que mejor comprendía toda la grandeza de aquella exhumación.
Revolviendo tierras negras, tierras coloradas, se iba penetrando de
lo que hacía. Por las explicaciones que en su tosco lenguaje le dio
el capataz, descifraba los caracteres del suelo. Lo negro era la
ciudad romana, que los vencedores construyeron sobre los restos de la
ciudad celtíbera; lo rojo era Numancia quemada, escoria de ladrillos
calcinados y cenizas revueltas con huesos y trozos de cerámica. Entre
este material que los azadones cuidadosamente movían y las palas
apartaban, aparecían los sillares de labra tosca, ajustados con barro.
Las piedras formaban paredes, y las paredes habitaciones, y estas
casas, y las casas calles...
Recorrió el caballero en largo espacio una vía perfectamente empedrada.
Al pisarla, pudo imaginar que hallaba huellas recientes, huellas
de hace dos mil años, que aún vivían o resucitaban en la mente del
explorador poseído de respeto y emoción... y allá en lo más hondo,
yacían los huesos de otra ciudad enterrada por los numantinos al
construir la suya; de una ciudad, en cuyo suelo el Tarsis del siglo
XX sentía las pisadas del Tarsis prístino, desvanecida imagen de los
tiempos.
Desde que llegó a Numancia, el asendereado Gil padecía crisis aguda de
imaginación, con disloque de nervios y propensión a ver en anárquico
desorden las realidades físicas. La soledad, el no saber de Cintia,
el desamparo en que le tenía la Madre, y la presencia y contacto
de Becerro, le llevaron a tal estado. El chisporroteo mental del
erudito prendía en la mente de Tarsis, y la inflamaba en fúlgidos
delirios... Por las noches, en la sobrestantía de Garray, tenían un
poco de tertulia los que allí se albergaban, y en tal reunión solía
buscar un rato de amenidad la pareja de Guardia Civil. Uno de los dos
guardias era ceñudo y áspero; el otro, más joven que su compañero,
se distinguía por su afabilidad y buen modo, no incompatibles con la
rigidez disciplinaria. Llamábase Regino, y entre él y Gil, de palabra
en palabra y de franqueza en franqueza, llegó a establecerse simpatía
precursora de amistades. En la tertulia se hablaba de política, del
avance de la exhumación numantina, de las chicas del pueblo, de
chismes, historias y consejas, y una noche salió a relucir el cuento
del león fantástico, que rugiendo y dando resoplidos corría de piedra
en piedra.
--Me paiz --dijo el capataz-- que ese león será escapado de los que en
un jaulorio hicían junción de circo en Zaragoza.
Un mozo sostuvo que lo había visto hozando en las ruinas, y apretó a
correr asustado del _caragesto_ del animal y de su soplido. Riendo el
guardia civil Regino de tales apreciaciones, dijo que la curiosidad le
movió una noche a salir a ver al león, y...
--Señores, están ustedes locos o atontados por el miedo. Yo vi a la
fiera, y aseguro que no es fiera, sino un perrazo de los que llaman de
San Bernardo, animal hermoso, aunque algo viejo.
Incitado el gran Becerro a dar su opinión, dijo gravemente:
--Caballeros, en ningún caso puedo yo confundir perros con leones,
porque a estos nobilísimos y fieros animales conozco y trato de
antiguo... No se ría usted, Regino, y perdone que le diga... vamos, que
el ente zoológico que usted vio paseándose majestuoso por las ruinas,
no pudo ser perro, y que no lo tendremos por tal, aunque usted nos lo
pinte con la noble prestancia perruna de los llamados del Monte de San
Bernardo. También diré a usted y a todos los señores presentes, que
es simplicidad sostener que en España no hay leones, como no sean los
que adiestrados por domadores bárbaros muestran su ferocidad mercenaria
en el circo. Y yo pregunto al amigo Regino y a su compañero: ¿Cómo
negáis que existen leones, si vosotros mismos, bravos hijos de Marte,
lleváis dentro el animal que es símbolo de la fortaleza y heroísmo? ¿Y
lo que dentro lleváis, no podríais en un momento supremo sacarlo al
exterior, asimilándoos la forma leonina en la especie de pelos, melena,
uñas, rugido y fiereza? ¿Rechazáis tal hipótesis? Pues yo os aseguro
que conozco... que he conocido personas de alma tan encendida en ardor
patriótico, y tan enamorada del emblema heráldico de nuestra raza,
que llegaron al puro éxtasis y a la perfecta identificación con dicho
emblema. En sus paroxismos, esos seres privilegiados, cuando hablaban,
rugían, y al querer andar, saltaban, y armados se veían de terribles
garras, revestidos de bermeja pelambre y de una melena gallardísima...
Pero noto incredulidad en vuestros semblantes, y os digo: «Dejemos
por ahora este asunto, que tiempo vendrá de tratarlo con la debida
formalidad... Caballeros, buenas noches. Me voy a mi cueva.»
Gran burleta hicieron todos de lo que habían oído. Pero Gil no tomó
a risa las irradiaciones de la encendida mente de Augusto. Ya se
sentía herido del amor a lo sobrenatural, y llagado de la pasión de
las cosas absurdas o descomunales. A la mañana siguiente, sus ojos
dieron en alterarle, si no la forma, el tamaño de los objetos. Al
principio las personas cercanas se le ofrecían en su natural talla;
pero las distantes se agigantaban hasta alcanzar estaturas de veinte
o más metros. Después, todos, él mismo, eran gigantes, y las ruinas
de una extensión desmesurada que en los horizontes se perdía. Los
pucheros rotos que extraían de la tierra eran como tinajas, y las
ánforas llenaban con su abultado vientre un gran espacio. De estas
alucinaciones tenía la culpa Becerro, que al verle salir para el
trabajo y hablarle de la grandeza de aquel noble escenario, le dijo:
--Aquí, Cipión, no hay nada pequeño... Todo es colosal. Yo encontré
en los escombros de una casa celtíbera un alfiler que era del tamaño
de las modernas espadas. No se ha determinado aún la talla de los
numantinos, que era como la de una mediana torre.
En el recogimiento de la noche, observó con gozo que los objetos
recobraban el tamaño con que comúnmente los vemos. Durmió tranquilo,
y al despertar, tuvo la grata sorpresa de ver entrar de rondón en el
cuarto a Cíbico y su ardilla. Esta se subió a un alto armario, y el
buhonero abrazó a su amigo diciéndole:
--He tardado... he tenido que ir a Soria. Te traigo noticias de
Pascualita. Sal y hablaremos.
Vistiose Gil, salieron, y camino de las ruinas desembuchó Cíbico
cuanto llevaba.
--Lo primero: he visto a tu novia. Me ha dicho que vayas a Soria, que
quiere hablarte.
Gil saltó diciendo:
--Vamos ahora mismo.
Bartolo, recomendando con expresivo gesto calma al amigo y quietud a la
ardilla, prosiguió así:
--No seas tan vivo. Oye esta buena noticia. Ya tiene Pascualita el
nombramiento de maestra para no sé qué pueblo. La pobrecilla está loca
de contento, pues ya gana su pan, y se quita el dogal de sus tíos, que
es fuerte apretura.
--Vamos, vamos allá hoy mismo, --volvió a decir Gil.
Y Bartolo, con semblante risueño, replicó:
--Hoy no vamos, por varias razones. La primera, que tu Pascuala y sus
tíos vienen aquí esta tarde a visitar las ruinas. Les ha invitado, y
en coche les traerá, el secretario del Gobierno Civil... Aunque ese
gaznápiro de don Saturio hará el papelón de adorar el cuerpo santo
de Numancia, viene con otra idea. Lo sé de su boca, que nunca miente
cuando habla de sus necedades. Viene a proponer a los arqueólogos de
acá y al señor ingeniero director de las cavas, _que ajonden_, _que
ajonden_, como decía el gitano del cuento, porque debajo de todo este
terreno que a la vista se ofrece, _todo es plata_. ¿No te ríes?... Otra
cosa: me ha encargado Pascuala que no le hables, y tan solo la mires de
lejos... Ella... supongo que a ti te mirará de lejos, y aun de cerca...
que para eso del mirar fingiendo que no miran tienen las mujeres un
juego de pupilas que ya, ya... Bueno: pues hay otra razón para que
no podamos irnos hoy, y es que tengo que mirar a mi negocio. Me han
dicho al llegar aquí que en estos días han salido de la tierra cosas
muy lindas de barro y de metal. ¿Y a ti no te ha deparado San Antonio
alguna monedita, o siquiera un cascote de ánfora con dibujo a rayas, de
ese que los señores sabios llaman _inciso_?
Como Gil le respondiera negativamente, añadiendo que si algo hubiera
descubierto lo habría presentado a los señores, Cíbico se burló de sus
escrúpulos, espetándole la vieja fórmula vulgar de que _lo que es de
España es de los españoles_.
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