El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 10

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Luego añadió, metiendo mano al bolsillo:
--Pues mira, por llegar pesqué esta medallita... Aunque es de cobre
tiene un gran valor, por ser, como reza el cuño, del tiempo de un tal
Sila. Es igual a otra que tuve y vendí. Se la compré esta mañana a un
chico de Calatañazor que trabaja en el Campamento Romano.
Se pararon. Cíbico le señaló un lugar distante donde se vislumbraba
hormiguero de cavadores, y dijo:
--Aquel es el primer campamento que estableció el sinvergüenza de
Escipión... El hombre no se anduvo en chiquitas. No alojaba sus
tropas en tiendas de lona, sino en casas de piedra, que formaban como
ciudades, con sus calles y todo...
En esto vieron venir a la pareja de Guardia Civil, y oyeron la voz de
Regino, que al aproximarse gritaba:
--Hola, maldito _Corre-corre_; ¿ya estás aquí? Gracias que te esperamos
sentados.
Saludáronse los cuatro cordialmente, y el ambulante abordó al guardia
de este modo:
--Ahí tienes ya las postales. Esta noche te las daré: son muy lindas...
Pero ¡ay! la más graciosa que te traía... ¡vaya una preciosidad!...
una hembra como un capullo de rosa... y en camisa... con aire de
inocencia deshonesta, como quien tapa y destapa. Pues, hijo, te has
quedado sin ella... Me la birló el cura de Buitrago. (_Risas._) Al
darle otras que me había encargado, vistas de catedrales y de la _Cara
de Dios_, que está en Jaén, se me fue entre ellas la tuya con la
señorita vergonzosa en camisa... Una equivocación... (_Carcajadas._)
No te quiero decir cómo se puso el hombre al ver la _profanía_... Su
cara echaba lumbre, rediós; le tembló la papada, apretó los puños...
«Grandísimo canalla --me dijo--, voy a denunciarte al Gobernador para
que te meta en la cárcel por vender estas porquerías»... Temblando
del susto, le contesté: «Don Atanasio, yo... yo vivo con todos... Se
la di porque venían mal barajadas... Venga esa porquería, que era
para otro cura»... Y él: «No, no te la devuelvo, bandido, recadista
del Infierno... Me quedo con ella, me la llevo a casa... pero es para
quemarla... Contigo debiera la autoridad hacer lo mismo»... Yo: «Pero,
señor cura, deme...» Y él: «No te la doy... Y para que veas que soy
hombre de conciencia, te la pago... Toma.» Me pagó, y al partir me
bendijo. (_Gran fiesta y chacota._)
Separáronse, marchando las dos parejas en direcciones contrarias.
Mientras Cíbico recorría casas de Garray buscando con huroneo sigiloso
monedas o fragmentos de cerámica para su granjería arqueológica, Gil
tiraba de pala y azadón en el lugar donde le habían puesto, y atento al
trabajo manual dejaba que su vagabundo espíritu aleteara en la ilusión
de ver a la ideal Cintia...
Y antes que llegase la hora de la tarde en que presumía el aparecer
de su dama, Gil se vio acometido por segunda vez del engaño visual,
consistente en ver agrandados desmesuradamente los objetos. «Vamos
--pensó el mozo--, ya estoy otra vez entre gigantes. ¿Para qué me
pondrá la Madre en los ojos del alma estos cristales de aumento? Sin
duda para que la magnitud de lo que veo me enseñe la elevación de
ideas.» Esto pensaba cuando vio a Cintia que de Garray venía, llevando
de un lado a su tío, de otro al secretario del Gobierno; seguía detrás
doña Baltasara con un bigardo peripuesto y de innoble facha, y en
último término la pareja de la Guardia Civil. El secretario, que era
un sujeto inflado, seco y vacío como un expediente, con bigote de
moco y corbata colorada, se había hecho acompañar de la pareja para
darse el pisto de llevar a sus invitados con escolta. Doña Baltasara
era mismamente una bruja, y don Saturio, ocultos los ojos con gafas
azules, los dedos gafos y nudosos metidos en guantes negros, el afilado
rostro sin otra expresión que la de su inconmensurable imbecilidad,
avanzó hacia las ruinas con andar y actitudes de hombre muy corrido y
entendido, de esos que no se rebajan fácilmente a la admiración.
Entre esta corte de grotescas figuras iba Cintia o Pascuala como una
reina, que si su hermosura la enaltecía, no la realzaba menos su
modestia. Vestidita con deliciosa sencillez, sin sombrero, porque
no lo tenía; la cabeza tocada de un velito, su traje de merino
azul oscuro muy parco en adornos, sus guantes, su calzado de cuero
amarillo, cuantos la veían pasar se la comían con los ojos. Ya se
sabe que a los de Gil, las figuras de Cintia y sus cargantísimos
acompañantes medían talla más que gigantesca. Si esto daba grandiosa
monumentalidad a la gentil estatua de Cintia, a los otros les agrandaba
la fealdad, haciéndola monstruosa. Con fija mirada les siguió Gil
en sus movimientos y en su examen de las reliquias descubiertas. El
inmenso majadero don Saturio señalaba enérgicamente al suelo con su
bastón, y a ratos lo hincaba en la tierra, cual si amenazar quisiese
a los antípodas, y hacía desaforados aspavientos, que el caballero de
este modo tradujo: «Señores, hagan caso de mí; _ajonden_, que debajo de
esta broza hay _un mar de plata_. Yo lo sé; soy perito en capas de la
tierra. Tengo el secreto; no me falta más que dinero para _ajondar_.»
Después que divagaron los visitantes entre montones de tierra y
paredones desenterrados, volvieron en dirección de Garray para ver
el Museo. La parada junto a donde Gil trabajaba fue lenta y no sin
peripecias. Por los desniveles del terreno y los obstáculos que a
cada paso se ofrecían, obligada se vio la bella joven a dar algunos
brinquitos, recogiendo un poco su falda... Aquí le ofrecía la mano el
Secretario, que pomposamente conciliaba la cortesía con la autoridad;
allí, por encontrarse más cerca, la sostenía Regino. Cada mal paso
era motivo de joviales comentarios. Al pasar Pascualita cerca de su
enamorado, desplegó todo el arte mujeril para echarle tiernas miradas
oblicuas sin que nadie lo notara... Alejáronse la familia de Borjabad
y acompañantes: sus tallas gigantescas no presentaron otra disminución
que la que marcaban las leyes de perspectiva... Desaparecida la señora
de sus pensamientos, Gil quedó en un mundo enano y oscuro. El sol
escatimaba su luz; apagábanse las voces, derivando en salmodia de
tristes murmullos; hombres y animales eran seres canijos y desmayados,
que pataleaban para no hundirse en la tierra húmeda. Esta se estremecía
débilmente con amagos de terremoto, como queriendo sepultar a la
generación presente junto a los huesos de la edad neolítica.
Con estas morbosas sensaciones, que eran las muecas de su melancolía,
pasó Gil lo restante de la tarde; y a la hora de suspender el trabajo,
fue a recogerle Cíbico, que le llevó a su alojamiento, en una casa
de las más pobres del pueblo. Quería mostrarle algunas bagatelas
arqueológicas recién adquiridas, migajas o raspaduras de la Historia:
una chapa, dos fíbulas de cobre, y un cuchillo de piedra. Esta última
pieza diputaba por muy valiosa, y se relamía pensando en los buenos
duros que habían de darle por ella. Las fíbulas mostró a su amigo,
dándole acerca de tales baratijas o adornos explicaciones muy eruditas.
Eran al modo de broches con que las señoras y señoritas de Numancia se
sujetaban el manto. Una era como culebrita de dos cabezas graciosamente
curvadas; otra como una _omega_, con los trazos superiores en rosca.
--Me figuro yo --decía Bartolito-- que las damas de aquel tiempo se
componían y emperejilaban mismamente como las de hogaño, con una
_transcendencia_ de perfumería que daba gloria olerlas... Y me figuro
yo que cuando iban a sus bailes y zambras, se pondrían sus mantones
de Manila, o cosa tal, prendiditos al pecho con estas que llamamos
fíbulas, y que vienen a ser como los imperdibles que yo vendo a real
o real y medio... De faldas iban muy ligeras, calculo yo, y se las
arremangaban hasta más arriba de la rodilla. Así lo he visto en unas
pinturas de la Academia de Zaragoza... En la delantera o pechuga
llevaban muy poca tela; de forma y manera que lo iban enseñando todo...
Para mí, Gil, y esto es idea mía, las damas que moraban en esos
terrenos que estás desescombrando, tenían tanta vergüenza como San
Sebastián pantalones... Todo por culpa del gentilismo, _verbigracia_,
religión de ídolos.
Atención tan vaga prestaba Gil a su amigo, que la charla de este poco
más era que el zumbido de un moscardón. Comprendiéndolo así Cíbico,
ya dispuesto a cenar en compañía de su ardilla, que le saltaba de las
piernas al hombro y del hombro a la cabeza, varió así de registro:
--Cuando los Borjabades iban a coger el coche, me acerqué a saludar a
tu novia. «Bartolo --me dijo Pascuala con un guiñito--, si vas a Soria
mañana, no dejes de llevarme la seda verde.» ¿Has entendido? Seda verde
quiere decir: «necesito comunicación». El recado que para ti me dé la
flor de la maravilla, entrará en tus oídos mañana a estas horas.
Retirose Gil consolado con estas ofertas y planes, y se fue a su
alojamiento en la sobrestantía, donde le esperaba la cena, y después
la entretenida tertulia que allí solían tener el capataz, la pareja de
Guardia civil y otros amigos. Apenas llegó al ruedo, le cogió Regino
por un brazo llevándole aparte, y fuera de la puerta se sentaron para
charlar de cosas que no interesaban a los demás. Era el joven guardia
muy comunicativo, afable en el trato, como hijo de muy decente familia
empobrecida. No carecía de instrucción elemental; distinguíase por su
exactitud en el servicio, y por su proceder noble y generoso en la vida
privada, por sus movimientos efusivos con derivaciones románticas. A
poco de tratar a Gil, que en Numancia era _Florencio Cipión_, le dio
paso franco a su simpatía, después a su amistad, pronto a su confianza.
Contábale a menudo episodios interesantes de su vida, en la que fueron
pocas las venturas, muchos y grandes los sacrificios. De sus amores
desgraciados hizo relato que parecía novela. La última novia que tuvo
le amargó la vida con horrible desengaño... Y él paseaba su tristeza
por los caminos que la pareja había de vigilar, y consolábase con la
idea de sorprender criminales en quienes descargar sus destemplados
humores.
Pero de improviso surgió en el alma del buen Regino una ilusión
potente, que le anunciaba nuevas alegrías y consoladoras esperanzas.
Con impaciencia pueril anhelaba comunicar al amigo el sentimiento que,
apenas nacido, no le cabía ya en el corazón; y de esto vino el cogerle
y llevarle aparte para decirle:
--Deseaba verte para referirte lo que me pasa. Hoy ha sido para mí día
grande, día de esperanza y de creer en Dios y en la Virgen. He visto
hoy una mujer que me ha vuelto loco. Apenas la vi, la tuve por la mujer
única, por la que ha de colmarme la vida. Engañado viví con otros
amores, y ahora me alegro de que pasaran, y del martirio que me dieran
me río, como se ríe uno de los castigos que le aplicaron en la escuela
por no saber la lección.
Viéndole venir, Gil turbado y suspenso le interrogó con dos palabras, y
el guardia se clareó al instante con estas candorosas explicaciones:
--La vi esta tarde visitando las ruinas con su familia y el Secretario
del Gobierno de Soria, y solo de verla quedé perdidamente enamorado de
ella, como si de antes enamorado estuviese por haberla visto en sueños.
Luego he sabido que se llama Pascuala, que es maestra con título, y
sobrina de aquellos señores adustos que la acompañaban... No hablé con
ella, ni el respeto me lo habría permitido... Solo mediaron entre ella
y yo estas palabras: «Sí... no... gracias... deme usted la mano... No
tenga miedo... gracias... Para servir a usted... gracias...» ¡Qué metal
de voz!... Se me metía en el alma como una música de serafines... ¡y
qué ojos, Florencio; qué mirar semejante al mirar de las estrellas,
cuando las estrellas le cogen a uno pensativo y con murrias!... Supongo
que entenderás esto, pues eres hombre agudo... Y, por último, mañana
mismo le escribiré a Soria pidiéndole relaciones; y si me atiende,
como espero, y nos tratamos, y del trato quedamos de acuerdo... bien
avenidos el uno con el otro, aquí tienes a un hombre dispuesto a
casarse, y se casará como hay Dios.
No esperó Gil el final del concepto para levantarse, y en pie junto al
guardia, con voz de convicción severa, le dijo:
--No te casarás, Regino, porque esa mujer, esa Pascuala... y de su
verdadero nombre hablaremos luego... esa que llamas Pascuala tiene ya
dueño. Y para que desistas de tu pretensión, bastará que sepas que es
mi novia; debiera decir mi mujer, porque juramento de tal me ha hecho,
y palabra de esposa me ha dado, sin que yo tenga la menor duda de su
fe, y de la verdad con que me entregó su corazón en prenda de su mano.
Levantose también Regino, movido de sorpresa y del estímulo de su
dignidad, hombre por hombre... y Gil prosiguió con mayor brío de este
modo:
--Es mía esa mujer. Por ella estoy aquí; por ella soy o parezco
esclavo, pegado a una herramienta vil. No está ya en mi poder por la
malquerencia de unos tíos tan infames como imbéciles. Pero eso no me
importa. Yo venceré con la ayuda de Dios... Y ahora te digo que si no
me reconoces el derecho de primacía y te obstinas en pedir relaciones
a mi mujer, se acabaron las amistades, y empieza desde este momento
la enemiga más fiera entre los dos. O te mato yo, para quedarme
solo frente a ella, o me matas tú a mí, para que sobre mi cadáver
la enamores y la rindas, que no la rendirás. Di pronto si avanzas o
retrocedes, si eres amigo o enemigo; y en caso de que te declares
rival, no despuntará el día de mañana sin que se decida cuál de los dos
quedará en este mundo.
Vaciló Regino en la respuesta. Los sentimientos que en el campo de su
alma chocaron en brava pelea durante segundos, no pueden definirse.
Quedó triunfante la honradez generosa, la cual no tardó en recibir
aliento de las virtudes nativas que fortalecían su ser. Pasando su
brazo sobre los hombros del amigo, le dijo con sinceridad valiente:
--Antes que enamorado soy hombre de bien, y aunque en mí no ves más
que un triste número de la Guardia civil, me tengo por caballero... Lo
que acabas de decirme me arranca la última ilusión, la última... ya
no más... Es mi destino sacrificarme: ayer por una madre, hoy por un
amigo... Veo la flor soñada; me acerco... y una voz me grita: ¡atrás!
¡Bonito papel hago en el mundo!... cuadrarme para que pase otro. Bien,
Florencio: de lo dicho no hay nada. Que tu novia sea tu mujer... Que
seas feliz... El ser tú dichoso y yo desgraciado, no estorba, no, para
que seamos amigos.


XVI
Refiérense nuevas aventuras y desventuras del caballero peregrino.

Estrecháronse con fuerte apretón las manos el guardia y Gil, con lo
que el primero dio fe de su hidalguía y el segundo de su gratitud,
correspondiéndose ambos en nobleza y caballerosidad. Bueno será decir
que si Regino concedió fácilmente su amistad a _Florencio Cipión_
a poco de tratarse, no tuvo poca parte en ello la idea de que bajo
las apariencias del rústico se escondía un caballero, el cual, por
reveses de fortuna o por otras causas impenetrables, disfrazaba su
verdadera condición. Algo de esto debió indicarle Cíbico, y él no dejó
de advertir la disparidad entre el humilde oficio del hombre y su
habla, rostro y actitudes. Y dicho esto, conviene añadir que también
Gil notaba en Regino disparidad análoga. Dentro del joven guardia civil
alentaba un ser de calidad superior. Así lo revelaban sus expresiones
y pensamientos, nunca villanos, casi siempre nobles; sus ojos azules,
que dejaban transparentar una segunda mirada, en acecho de ocasión para
ser primera y recobrar su prístino estado. Esto lo veía Gil, o se lo
figuraba en el intenso erotismo de su imaginación.
Terminaron, como se ha dicho, la disputa de rivalidad amorosa,
y procediendo los dos discretamente, hablaron de otro asunto
y se agregaron al ruedo familiar de los amigos... Disuelta la
tertulia y retirados los guardias, _Florencio Cipión_ se acostó
firmemente persuadido de haber encontrado en Regino un nuevo caso
de encantamiento. «No tengo duda --decía--, encantado está; solo
que aún se halla en el primer tiempo de la transformación mágica, y
no se ha dado cuenta de que fue persona criada en esfera más alta,
traída sabe Dios cuándo a la presente llaneza por delitos o graves
ofensas a la Madre... ¡Pobre Regino! O no entiendo yo de encantos, o
compañeros somos de esclavitud y expiación. La común desgracia nos hace
hermanos... Adelante.»
Clavada esta idea en la mente del caballero, hizo propósito de
estrechar su amistad con Regino hasta llegar a la compenetración de
alma con alma; pero de tales pensamientos le distrajo, en la tarde
del siguiente día, la llegada de Bartolo con premioso mensaje de
Cintia-Pascuala. Fue así:
--A Soria fui con seda verde, y vuelvo con seda colorada. Me ha dicho
tu novia que vayas allá inmediatamente. Ya tiene pensado dónde y cómo
podréis hablaros, y decidir todo lo que toca a vuestras incumbencias
para el hoy y para el mañana... Conque despídete, cobra, y esta noche
vamos andando los dos... Se me olvidaba lo principal, y es que a
Pascuala le han dado ya los señores Gaitines la escuela de párvulos que
le ofrecieron. El lugar es Calatañazor, encaramado en un cerro, entre
centinelas de picachos que asustan, y muros deshechos de un viejísimo
alcázar o ciudadela.
Tomó resuello Bartolito para seguir informando:
--El pueblo es horrible, pobre; pero Pascualita se conforma esperando
mejorar de localidad. Los tíos se quedan en Soria muy contentos de
que la niña cobre del procomún unas miajas de sueldo, que suponen
cocido flaco y sopas... En Calatañazor vive un Borjabad que trafica
en cordelería... Viven también Gaitines, que esta casta maldita por
todo el contorno extiende sus rejos y garfios... Que yo conozca, hay
allí una Quiteria Gaitín, que es la más rica del pueblo. Tiene muchas
cabras, cuatro cerdos, y un hijo que es secretario del Ayuntamiento.
Te lo cuento para que sepas que te saldrán enemigos en aquellas
peñas y ruinas de fortalezas, donde lo menos temible es el sin fin
de escorpiones y sabandijas que moran en ellas. Lo primero es que
hables con tu novia, la cual, combinando su agudeza con tu talento,
discurrirá contigo lo que debéis hacer para salir de penas... Otra
cosa se me olvidaba, que es muy importante: el bobalicón de don
Saturio ha encontrado la horma de su necedad: un francés que ha caído
en Soria con la _fantesía_ de buscar tesoros ocultos. Para mí que
es un farsante; pero él se intitula _ingeniero_, y ha vuelto al tío
de tu novia más loco y más bobo de lo que estaba... Dice el francés
que habrá capitales... Dice don Saturio que él, como buen zahorí,
responde del _mar de plata_... Total: que mañana salen para la sierra
del _Almuerzo_, donde harán calas y cataduras. Dígote esto, para que
veas que tu peor enemigo se te aleja, o se va volando como las brujas,
montado en la escoba de su mentecatez.
Con lo dicho y algunos detalles añadidos por Cíbico, quedó Gil bien
informado, y prontamente se dispuso a levantar el campo... Al anochecer
partió con Bartolito; en breve jornada llegaron a Soria y alojáronse
en un posadón próximo a la iglesia colegial de San Pedro, no lejos
del puente sobre el Duero. Eligió Bartolo este sitio por cercano a
la vivienda de Pascuala, junto al Carmen. Lo primero que el buhonero
recomendó a su protegido fue que permaneciera en la posada fingiéndose
enfermo, pues el no dar a conocer su persona en las calles era un ardid
estratégico de indudable conveniencia. Cíbico, trotando por la ciudad
en el metisaca de su negocio, se encargaba de prepararle la entrevista
con la guapa moza, la cual pudo efectuarse a la noche siguiente en un
callejón anguloso y casi desierto, al costado del Carmen.
En la alegría de verse y estrecharse con efusión las manos, se les
fue a los novios buena parte del tiempo marcado para la duración de
la entrevista. Por primera vez desde las placenteras noches de Ágreda
se veían juntos, en soledad amorosa, protegidos del silencio amigo
y de la discreta luz que de la luna encapuchada venía. Repitieron
la canción de sus puros afectos, y el madrigal de su inquebrantable
constancia y desprecio de contrariedades del mundo, y en el poco tiempo
que les quedó de estos apasionados dimes y diretes, reforzados con la
doble cadena de sus brazos, que más sabían apretarse que distenderse,
trataron de las resoluciones prácticas que habían de tomar.
Dijo Cintia que al día siguiente tempranito saldría para Calatañazor,
a posesionarse de su escuela y comenzar su trabajo. Irían con ella
su tío, en segundo grado, Aniceto Borjabad; la esposa de este,
llamada Sabina, y un chico de Quiteria Gaitín que era secretario
del Ayuntamiento. Desechara Gil sin vacilación alguna la idea de
acompañarla en aquel viaje. Sería muy peligroso que las personas que
habían de ir con ella conociesen a su novio. Este se quedaría en Soria,
para salir dos días después con Cíbico, que en cuerpo y alma estaba con
ellos, y de cabeza les amparaba y servía.
Oyó Gil con frialdad este plan que desbarataba el suyo, más expeditivo
y de solución inmediata; pero hubo de ceder a las discretas razones
de Cintia, que en aquel caso era la prudencia de la mujer atenuando
la temeridad del hombre. Con tristeza se resignó este, y ofreció no
aportar por Calatañazor hasta que le llevase en su ambulancia comercial
el pacotillero, como llevaba su ardilla y los carretes de hilo y
algodón. Sentía sobre sí el peso de la esclavitud que su encantamiento
le imponía, y toda línea de conducta que él se trazara con libre
voluntad, quedaba desvanecida por el férreo trazo de la misteriosa mano
invisible.
Salió Cintia para Calatañazor con la guardia de enfadosos parientes
o amigos; salieron con tres días de diferencia Bartolo y Gil, este
en guisa de ayudante o escudero: llevaban una burra cansina y añosa
cargada con la ropa de ambos, y los paquetes de género para una
expedición que había de extenderse hasta Roa y Peñafiel. Compró Cíbico
la pollina en Soria, donde algunos dineros tenía, aumentados con doce
duros que le dio un inglés por el cuchillo neolítico, y que seguramente
figuraría en un museo de Londres. Iba el jefe del convoy muy gozoso,
alegrando al paso el país y la gente que encontraba; a Gil agobiaban de
tal modo el peso de su tristeza y el embarazo de su esclavitud, que en
largas horas de camino apenas pudo Bartolo sacarle del cuerpo escasas
y frías palabras. Escala hicieron en Golmayo, con algunas ventas;
escala provechosa en Carbonera; pasaron después a Villaciervos, donde
les fue bien, y mejor en Villaciervitos; llegáronse luego a Mallona,
donde tuvieron una larga estadía, por habérseles enfermado la burra (de
catarro intestinal, según diagnóstico de Cíbico, que se vio precisado a
oficiar de veterinario y clistelero), y al fin, a los veinte días de
partir de Soria, despacito y con descanso, más por la burra que por las
personas, avistaron la histórica villa de Calatañazor, empingorotada en
un cerro, guarnecida de torres y de imponentes y ceñudos peñascos.
La impresión de Gil al trepar, casi gateando, por la pendiente que
conduce al pueblo, fue horrorosa. ¿Vivía gente allí, habiendo en el
mundo tantos y tantos lugares menos desapacibles? Traspasaron la
muralla por una caduca puerta entre carcomidos torreones, y dentro
seguían los desniveles espantables, calles en cuesta, calles con
escalones, casas montadas sobre casas, arroyos lindando con tejados,
una iglesia de aparato monumental, en las puertas gente asustada de
ver forasteros, aunque de muchos eran conocidos Bartolo y su ardilla.
Torciendo a la derecha, llegaron los caminantes al rincón menos áspero
de la ciudad, una solana o miradero que dominaba un abismo, en cuyo
fondo plateaba el río Milanos.
--Aquí tenemos nuestro albergue --dijo Cíbico a su escudero, parando
la borrica en un portalón desvencijado--. Aquella casa que allí ves
pintada de ocre, es la escuela. Aguárdate un momento aquí. Yo me acerco
_al templo de Minerva, vulgo_ Instrucción Primaria; meto el hocico, y
si veo que está Pascuala sola con sus parvulitos, te miro, llevándome
la mano a la gorra como si te hiciera saludo militar. Vas tú, la ves,
hablas un poco, y yo te espero en el parador.
Así se hizo, y antes de llegar Gil al vetusto caserón recién pintado de
amarillo, oyó el vocerío y cantorrio de los chicos y chicas, que se
le metió en el alma cual una música venida del mismo cielo. Segundos
después entraba en la escuela; Pascuala se demudó al verle. Suspendió
la lección para saludar a su novio con un gracioso festejo de su cara
y de todo su espíritu. La alegría súbita tuvo a los dos perplejos un
instante, sin saber qué decirse... De las expresiones de sorpresa
y contento pasaron pronto al diálogo tirado, que fue rapidísimo,
nervioso, en violento zig-zag, por la precisión de decir mucho en
tiempo corto. Se reproduce y extracta lo dicho por Cintia:
--¿Has visto pueblo más horrible?... Me han traído a una cárcel... Soy
prisionera y mártir, Gil; me rodean y acorralan personas que el primer
día me fueron antipáticas y hoy me son odiosas... ¡Ay, si tuviera
tiempo de contarte...! Mi único consuelo está en las pobres criaturas
que aquí ves... Las quiero, y ellas me quieren a mí... creo yo que
tanto como quieren a sus madres... tal vez más... Aquí, practicando el
magisterio... he descubierto que sirvo para educar niños y encender en
ellos las primeras luces del conocimiento... ¡Ay, Gil de mi vida! te
juro que ahora mismo huiría de Calatañazor si pudiera llevarme a mis
nenes.
Replicó Gil que en otros pueblos menos desagradables había también
niños que instruir, y que él la llevaría sin tardanza a donde pudiera
conciliar su amor al magisterio con los demás afectos que embellecen la
vida...
--Ven, disponte, vámonos, déjate robar.
Oyó esto Cintia con estupor, admitiendo y rechazando la idea. No tardó
en aparecer el miedo en su expresivo rostro. Miraba con terror a las
dos puertas de la sala escolar: la una daba a la calle, la otra a un
patio... Temía la maestra que entraran importunos testigos a meter sus
narices en la visita. Luego, turbada y temblorosa, dijo:
--Que venga Bartolo y hablaré con él... Pero tú no vengas, tú no...
Conviene que nadie te conozca en el pueblo... ¡Ay qué vida, Gil de mi
alma!... Mírame. ¿Verdad que en las tres semanas de este martirio,
encanto, esclavitud, o lo que sea, ha enflaquecido tu pobre Cintia? Me
quedaré en los huesos si no me llevan a otros aires, a ver otras caras
y a oír otras voces... ¡Ay mis chiquillos! Sería yo feliz si pudiera
llevármelos. ¿Por qué es tan linda y tan amorosa la infancia donde
los mayores son fieras?... ¡Oh, siento pasos!... Alguien viene por el
patio. Vete, Gil, vete... ¡Por Dios...! Hablaré con Bartolo, y por él
sabrás... Pronto, Gil... Sigo mi lección. A ver, niños: tú, Pepe; tú,
Nazario, Nicolás... Decidme, niñas... A ver: tú, Felisa, Zoila, Inés,
vamos atrás... _Be, a, ene: ban_...
Salió el caballero, obediente al mandato de su dama, y en el mesón
aguardó ansioso a que Cíbico volviese de su correría por el pueblo y le
llevase noticias más concretas de Cintia y de su indudable sufrimiento.
Bien seguro estaba de que Bartolo no volvería sin tener un careo con
ella, y otro con las personas que la mortificaban... Cerca ya de
anochecido llegó el buhonero, y con su ágil locuacidad dio cuenta de lo
que ocurría. La tal Sabina, mujer de Aniceto Borjabad, era una bestial
lugareña, crasa y soez; el marido no le iba en zaga, distinguiéndose
de ella en la virilidad de su barbarie. Movíales el egoísmo, el temor
de que Pascualita (a quien todos en aquel pueblo llamaban _Pascua_) se
desviase por caminos distintos de los que había trazado el buscador de
minas don Saturio. En ella veían una joya de gran precio que la familia
debía conservar a todo trance.
Si molesta era la presión y vigilancia que el matrimonio ejercía
sobre la infeliz doncella, el mayor suplicio de esta provenía del
secretarillo del Ayuntamiento, Galo Zurdo y Gaitín, el más apestoso
ganso de la localidad y de todo el territorio. Protegido por la familia
de su madre, no ponía freno a sus apetitos, ni reparaba en medios
para llegar a su fin. A ratos empalagoso, a ratos insolente, a Pascua
requería por lo fino, ofreciéndole inmediato matrimonio, o por lo
basto, solicitando con amenazas un amor irregular. No tenía fin el
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