El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 08

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penetró más y más pinos adentro, sin que la negrura de la selva ni la
quejumbre dolorida del viento en aquellas bóvedas le impusieran temor.
Ya le rendía el cansancio, cuando sintió sobre la hojarasca resbaladiza
pasos que no eran de bestias, sino de un activo caminante... Le vio
venir; fuese a él, diciéndole:
--Buen amigo, ¿voy bien por aquí a Suellacabras?
Y el desconocido, sin detenerse, le respondió con buen modo:
--El mismo camino llevo yo. Paréceme que es usted nuevo en esta tierra.
Yo me la sé de memoria. Óigame: aun andando sin parar toda la noche no
llegará usted a Suellacabras antes de amanecer. Hay que tomarlo con
calma. Del pinar saldremos pronto; sigue una nava no muy grande; luego
un monte de hayas, boj y madroñera. Iremos juntos, y si usted no tiene
demasiada prisa, descansaremos en un chozal de carboneros a media legua
de aquí.
Agradó a Gil la cortesía del andarín. Pegada la hebra con franqueza
locuaz por una parte y otra, no tardaron en hablarse como amigos:
--Yo vengo de Ágreda, y voy a Suellacabras en busca de trabajo...
--Yo soy mercader ambulante que vengo de media España, y a media España
voy. Llevo a cuestas mi comercio por dos razones: porque me ha quedado
poco género, y porque en Aldea del Pozo se me murió tres días ha la
borriquilla que era mi tren de mercancías.
Oyendo esto, advirtió Gil que su compañero de camino, a más del
envoltorio colgado a la espalda como mochila, llevaba sobre el hombro
izquierdo un animalejo que al pronto le pareció ratón grandísimo, y
luego vio que era ardilla, atada de una larga cuerda que el buhonero
liaba en su brazo derecho. A ratos, volvía el hombre su rostro hacia
la mansa bestezuela, y pasándole la mano por el lomo le decía palabras
de paternal ternura... Mas como hablador descosido, su mayor gusto era
platicar con el compañero de viaje.
--Si se puede saber, dígame, buen amigo, en qué trabaja usted y qué
oficio tiene.
Al oír que Gil venía de romper piedras en una cantera, expresó su
disgusto y poca estimación de tal oficio, propio de hombres en quienes
exclusivamente domina la fuerza muscular.
--Yo, como usted ve --dijo--, soy comerciante, para lo cual más que
puños se necesita pesquis, y más trato con personas de todas clases
que con piedras duras o blandas. Desde pequeñuelo ando en el tráfico,
y en él seguiré hasta que Dios me mande a comer barro debajo de la
tierra. Y de todos los modos de comerciar, he preferido el que usted
ve, que me ahorra gastos de tienda, luz, dependientes, y el quebradero
de cabeza que dan los libros o papeles de cuentas. No tengo familia
ni ambición, y disfruto del local más ventilado y espacioso que puede
imaginarse, que es el libre suelo de mi España querida. Total: que
mi casa la barre el aire... En los buenos almacenes de las capitales
compro mi género, y voy a surtir a las villas, aldeas y lugares. Aquí
cobro, aquí pago: siempre me queda para un mediano pasar. En todos los
pueblos me quieren, en algunos me alojan gratis, en otros me obsequian;
recibo encargos; cumplo como un caballero; sirvo al ilustrado y al
cerril, a las viejas regañonas y a las mozas guapas, al cura ronflante
y a las monjitas de hablar gangoso y manos blancas. La lista de mis
artículos no tiene fin: tijeras, cintas, agujas, carretes, peines,
botones, alfileres, puntillas, plumas, lápices, sortijas, pendientes,
alfileres de pecho y otras alhajitas falsas... estampitas, medallas de
la Virgen del Pilar, escapularios, corazones y rosarios... _catones_,
_fleuris_, cajitas de polvos, polvos para chinches, postales con niñas
al fresco... _mas amén_ de otras cosillas reservadas que vienen de
donde vienen y van a donde van.
Pasada la nava, vio Gil un resplandor que iluminaba los senos del
inmediato monte. Internándose en este, se hallaron en la clara donde
ejercía su industria una cuadrilla de ahumados carboneros. Dos grandes
montones de leña cubiertos de tierra ardían con lenta combustión,
despidiendo la tufarada de la madera verde, y humareda sofocante; y
no lejos de estos que parecían altares druídicos, chisporroteaba la
fogata, que era vivac y cocina de los humildes trabajadores. Cuatro
hombres y un chico estaban en derredor de la lumbre a la mira de un
cazolón. Dos tenían calada la capucha del capote y parecían cartujos,
las caras más ennegrecidas que negras, no afeitadas, y de aspecto
morisco y huraño. Acogieron los carboneros con franco agasajo a los
dos caminantes, y especialmente al de la ardilla, con quien tenían
antiguo conocimiento, y les invitaron a su mesa, que era un negro suelo
sin manteles. No lejos del cotarro, dos pollinos echados dormitaban
pacíficamente.
Los trajinantes, que a hora tan avanzada tenían más hambre que
Dios paciencia, no se hicieron de rogar para ponerse en el ruedo y
participar de la frugalísima cena, que era un guisote prehistórico,
céltico, antidiluviano, compuesto de cecina de cabra y zoquetes de
pan, seguido de queso duro y piñones. Todo les supo a gloria, y la
conversación que amenizaba el banquete versó sobre diferentes chismes
de los pueblos cercanos. A la claridad de la hoguera que el chiquillo
atizaba, pudo apreciar Gil la persona y rostro del comerciante
andariego. Era un hombre acartonado en los años medios de la vida,
enjuto de cuerpo y de regular talla, piernas de mozo y cara de vieja,
con ojuelos negros, chiquitines y vivarachos como los del animalito que
agasajaba. Retirados a donde se les ofreció lecho de hoja seca junto a
unas hayas, el buhonero, que no podía dormir sin prepararse al sueño
con un poco de palique, agregó a lo dicho, estas noticias de su persona:
--Yo me llamo Bartolomé Cíbico, y nací en un lugarejo que llaman
Taravilla, tierra de Molina de Aragón. Con diferentes motes soy
nombrado en los lugares donde tengo mi parroquia. En Aragón me dicen el
_Paniquesero_, por este bicho que llevo conmigo, al cual llaman allí
_paniquesa_; en Navarra me apellidan el _Prisitas_, porque soy muy vivo
para el despacho; en la parte de Aranda me conocen por _Corre-corre_, y
aquí, en lugares de Soria, no habrá nadie que no le dé a usted razón de
_Bartolito_.
Correspondió Gil a estas confianzas con otras, diciendo y callando lo
que le convenía.
Y a la mañana siguiente, sentaditos los dos en un soto a la vista de
Suellacabras, desayunándose con mendrugos, Gil determinó franquearse
con Bartolito, pues tales cualidades de agudeza y metimiento había
descubierto en él, que no dudó sería un excelente auxiliar en el
negocio que a tal pueblo le llevaba. Después de prepararle con
insinuaciones sutiles, le dijo que no venía de las canteras de Ágreda
por buscar trabajo en otra parte, ni por nada tocante a la vida
material, sino por la busca y seguimiento de una linda mujer con quien
sostenía lícitos amores. En tan singular hembra se reunían la belleza,
la virtud y la discreción. Ella y él querían casarse; pero sus anhelos
se estrellaban en la oposición de unos tíos... que eran los tíos más
perros que Dios había echado al mundo.
Interesado en el cuento, Cíbico pedía claridad, nombres, nombres;
y cuando oyó a Gil mentar a los Borjabades, llevose las manos a la
cabeza, exclamando entre serio y festivo:
--¡Don Saturio, Virgen del Tremedal! ¡El primer chiflado y el primer
cicatero de este mundo, del otro y del de más allá! Le conozco, por mi
desgracia... Sé quién es la chica. La vi en Zaragoza cuando estudiaba
para maestra... ¡Vaya, vaya! ¡Don Saturio! pues no le ha caído a usted
floja viga encima del cráneo. Ya sabrá que anda buscando piedras
preciosas. Boñigas y cascarrias le daría yo. A cuenta que para piedra
preciosa, bastante tiene con Pascualita... Que la venda, y...
--Eso quiere él, Bartolo --dijo Tarsis-Gil--: venderla; pero yo no se
lo consentiré, y usted me ayudará.
Mostrose Cíbico en tan buena disposición para secundar los planes del
amigo, que este se aventuró a proponerle mediación o tercería para
comunicarse con la bella moza. Gil se mantendría escondido en cualquier
hostal o parador, y Cíbico, con el mete y saca de su ambulante
comercio, podría llevar y traer esquelas o recaditos.
Brillaban con cierta malicia rufianesca los ojos de Bartolito cuando
dijo:
--Sí, sí: lo haré de muy buena conformidad, porque a ese tío le
tengo yo gana por una judiada que me hizo el año pasado, y aguardaba
yo coyuntura de cobrársela. Ahora es la mía. El viejo carcamal,
desesperado de no encontrar oro ni diamantes, quiere hacer negocio con
la California de su sobrina. Pues ahora nos veremos. Hoy mismo, amigo
Gil, empezaremos a trabajar el negocio. Don Saturio estará alojado
en casa de esos que llaman los _Almuerzos_. Pues allá me voy con mis
pacotillas, echando por delante toda mi agudeza. Y para que se entere
usted de quién es ese tío marrullero, oiga este golpe. Diez meses ha,
me encargó una lente de gran aumento, de esas que llaman _lupas_,
para examinar los granitos y polvitos que a él le parecen de oro.
En Zaragoza compré la lente, y era tal que con ella veía usted los
pelos del sobaco de una pulga... Se la traje... y el muy pindonguero,
después de usarla muchos días, no quiso pagármela. Díjome que se había
enfermado de la vista, porque el cristal tenía maleficio y qué sé yo
qué. Resultado: que ni me pagaba, ni me devolvía el artículo... Lo que
digo: hoy mismo empezamos.
--Yo le quedaré a usted muy agradecido, señor Cíbico --dijo el mozo
con timidez--, y si salimos triunfantes, le recompensaré... Hoy habría
de ser con alguna cortedad, porque ando escaso de moneda; mañana, otro
día...
--¡Oh! no hablemos de eso --replicó el mercachifle con voz y ademanes
de delicadeza--. Ya nos entenderemos... y lo que usted dice: a
triunfar, a reventar a ese pelma y deshacerle la combinación. Bien
veo yo, y perdone... bien veo que usted no es un cualquiera. Me ha
dado en la nariz que aquí hay principalía, que debajo de un Gil hay un
Torongil... ¿No me entiende?... Hágame el favor de enseñarme sus manos.
Mostró el caballero sus manos, y el ladino Bartolo las tocó, y apreció
su dureza y callosidades. Después hizo lo propio en el antebrazo,
apretándolo para enterarse de la tensión acerada del bíceps. Hecho
esto, y clavando en Gil sus ojuelos vivarachos, le dijo:
--Amiguito, las manos y brazos son de cavador o de cantero; pero la
cara, el mirar, el habla, son de otra calidad, son de otra encarnadura.
A mí no me la da nadie. Soy perro viejo, que ha visto mucho mundo...
Debajo del sayal hay al... y punto... Ya hablaremos, señor don Gil.
Diciendo esto, dio a la ardilla todo el largo de cuerda, que era como
unas varas de libertad. Subiose el animal a un árbol con graciosa
presteza, y después de brincar de rama en rama, persiguiendo los
pajarillos, estuvo espulgándose y limpiándose el hocico hasta que el
amo la llamó a su amorosa tutela, mostrándole cortezas de pan:
--Ven, rica... Venga mi _paniquesa_ bonita y salada... Baja, toma...
¡Ay, qué juguetona y qué enredadora es la niña de su padre!
Llegáronse cautelosos hasta las primeras casas del pueblo, y en una de
estas, que era casa de amigos, aposentó Bartolo a Gil, encareciendo
la familiar asistencia. Luego partió a su correría mercantil, y tan
diligente estuvo en lo tocante al negocio del amigo, que a media tarde
le llevó noticias de su novia.
--Entré en la casa de sus primos, y mi buena estrella me deparó el ver
a Pascualita. Me compró unas peinas que no pienso cobrarle. Después,
aprovechando un momento en que nos quedamos solos, le hablé de Gil.
Se puso muy colorada. Yo le dije que estaba usted en lugar seguro...
y ella mudó de color; díjome que su tío... ¡Porra, qué tío!... «Pues
sabrá usted que don Saturio se avistó esta mañana con el Gaitín que
vive en Suellacabras, y concertaron que la Guardia civil le prenda a
usted por vago, y le lleve atado codo con codo: ¿a dónde? ya no me
acuerdo.» Esto me lo dijo la niña secreteando... Apareció la tía con
su cara de alcuza y no pudimos hablar más. No hay que apurarse, amigo.
Aquí no han de cogerle. La gente de esta casa es de toda confianza...
Ahora voy a dar una vuelta por el pueblo, a ver si cobro algunos
picos... Le traeré a usted una cédula; rompe la suya, y toma con nueva
cédula otro nombre.
Intranquilo estuvo Gil hasta la noche y hora en que Cíbico le llevó
con la cédula noticias peores. Había vuelto a la casa de Pascuala, que
aterrada y trémula le entregó este mensaje, rápida y nerviosamente
escrito en un papelejo: «Vete corriendo de aquí, y lleva la cédula que
te dará Bartolo... Escóndete de Guardia civil... Irás vuelta de Soria
rodeo largo. En Soria estaremos viernes. Bartolito darate señas...
Bartolito amigo bueno... Bartol...» No siguió escribiendo... Gran
susto... Oyose el carraspeo de don Saturio como una tempestad cercana.


XIII
Prosiguiendo en su vaga peregrinación, el encantado caballero va camino
de Numancia.

Ganada la confianza con el largo palique, Bartolo y Gil llegaron a
tutearse.
--Fíate de mí --dijo el pacotillero, dejando ambos los duros colchones
a punto de amanecer--. Tú sales ahora, y yo contigo para llevarte, con
el resguardo de mi persona bien acreditada, hasta las ruinas de un
castillo de Templarios que tenemos como a un cuarto de legua. Allí te
guareces; allí me esperas, pues acá me vuelvo a despachar mis cobranzas
y recibir encargos. Al mediodía nos reuniremos para encaminarnos
despacito hacia un pueblo de pesca que llaman Renieblas, donde tengo
trabajo lo menos para tres días. Tú sigues por las veredas que te
indicaré, bien apartadas del camino donde podrás encontrar los malditos
tricornios. Y si los encontrares, fíate de tu cédula y no corras,
aunque no esté bien decir de la cédula lo que de la Virgen decimos;
y si apurado te vieres, te haces pasar por criado mío, que para esa
comedia te daré un paquetito de medallas del Pilar, dirigido al ama
del cura de Santiago, que las revende en su iglesia... y así vivimos
todos.
Conforme al plan ideado por el sagaz _Paniquesero_, Gil pasó la mañana
en los Templarios, esqueleto de rotos muros, que parecía maldecir y
apostrofar a la dormida soledad que le rodeaba. Entretúvose el mozo
en mirar el circular revuelo de las aves que allí tenían sus nidos,
grajas, chovas y cernícalos, dueñas de las altas piedras y del aire.
Creía encontrarse en un país inhabitado, o en el cementerio de una
nación que ni memoria de sus hijos dejara. Fuera de algún pastor de
cabras que conducía su rebaño a los zarzales y a las peñas revestidas
de silvestres enredaderas, no vio alma viviente en aquellos contornos.
Solo con su imaginación, Gil abandonaba el paisaje y las ruinas para
pensar en su amor y en la bella Cintia, de quien le separaban, a su
parecer, distancias inconmensurables y siglos de tiempo. Y adormido en
sus añoranzas, le venían a la memoria los versos idílicos que el zagal
Rodrigacho solía cantar en la majada guiando a sus ovejas en busca de
mejor pasto. Era el tal Rodrigacho un poco poeta y erudito memorioso de
versos pastoriles. Gil se los hacía repetir, y algunos se le quedaron
en la memoria. Recostado entre las ruinas y puesto el pensamiento en
su augusta dama, murmuraba: «_Oh Venus, dea graciosa, -- a ti quiero y
a ti llamo_...» Recordando otra canción muy lastimera, decía: «_Bien
sé que me ha de acabar -- el dolor de esta partida, -- que de verme y
veros ida, -- me ha tanto de lastimar -- que en ello pierda la vida...
¡Ijujú!_»
Llegó puntual a las doce el hombre inquieto y ágil con el animalejo
que era su insignia en el palenque de la vida. Traía ración sobrada de
fiambres y una mediana bota de vino, con lo que hicieron mesa de un
peñasco plano y se sentaron a comer. Bartolo, que comiendo en sociedad
honraba siempre el nombre de su pueblo natal, Taravilla, extremó aquel
día su locuacidad, aprovechándose de que Gil medio se aletargaba en
melancolías taciturnas. De la viva charla del buhonero se extracta lo
siguiente:
--Si eres despejado y no pierdes la sangre fría, podrás zafarte de la
Guardia civil. Hazte el valiente, aunque no lo seas, y si te cogen, di
que te quejarás al señor Gaitín, o que pidan informes de ti a cualquier
Gaitín, porque aquí no hay más ley que el capricho y el _me da la
gana_ de esa familia. Los alcaldes son suyos, suyos los secretarios de
Ayuntamiento, suyos el cura y el pindonguero juez, ya sea municipal, ya
de primera instancia. Como te coja entre ojos un Gaitín, encomiéndate a
Dios... Porque aquí decimos que hay leyes, y mentamos la Constitución
cuando nos vemos pisoteados por la autoridad. Nombrar esas cosas es
como si cuando te estás ahogando en un río pidieras botas de montar.
Los tiranos que aquí se llaman Gaitines, en otra tierra de España se
llaman Gaitanes o Gaitones... Pero todos son lo mismo. Y para poder
bandearme entre ellos, ando yo en esta vida vagabunda. No puedes ni
respirar si no estás bien con el alcalde, con el juez, con la Guardia
civil, con el cura. Y aquí me tienes que vivo con todos, es decir, que
les engaño a todos. ¿Te vas enterando?
Replicó Gil que algo sabía ya del caso, y el de la ardilla prosiguió
así:
--Aquí vivimos de mentiras. Decimos que ya no hay Esclavitud.
Mentira: hay Esclavitud. Decimos que no hay Inquisición. Mentira: hay
Inquisición. Decimos que ha venido la Libertad. Mentira: la Libertad no
ha venido, y se está por allá muerta de risa... Verás un caso: había
en Matalebreras un pobre labrador con familia, buen hombre... Pero le
dio la ventolera por no querer ir a misa. Pues ha tenido que malbaratar
su tierra, tomando lo que han querido darle, y salir pitando para las
Américas. Te contaría mil casos; pero tú los irás viendo, si ya no los
has visto... El que quiera vivir aquí en paz, tiene que hacer lo que
hago yo, y es ponerse al son y al gusto de cada uno. Yo engaño al cura
metiéndome a ratos en la iglesia... y venga rezar, y vengan golpes
de pecho que se oyen en Jerusalén; yo le bailo el agua al alcalde
alabándole cuantos desatinos hace, y a la esposa del juez municipal y
a las señoras de los Gaitines les vendo con rebaja de un veinticinco
por ciento. Gracias a este ten con ten, vivo y como... Pues tú, como
no hagas lo mismo, trabajillo ha de costarte sacar a Pascualita de las
uñas lagartijeras de don Saturio... Sutileza, hipocresía y engaño has
de emplear antes que la fuerza.
No estaba conforme Gil con la flexibilidad reptante de su amigo, y más
le gustara ir por derecho al asedio y toma de Cintia. Engolfado en
estas ideas, solo prestó vaga atención a la charla del buhonero, y toda
su alma iba en persecución de la imagen y alma de la Madre, pidiéndole
auxilio para triunfar de la ímproba realidad. Encantado él, encantada
Cintia, hallábanse bajo el imperio de la soberana Encantadora, y de
esta dependía el que ambos vivieran gozosos o muriesen de pena... Y
cuando emprendieron la marcha por veredas y atajos en dirección de
Renieblas, Gil no tenía pensamiento más que para la invocación a la
Madre, ni ojos más que para buscarla en una revuelta del sendero, o
suponerla en acecho tras de la peña formidable o el espeso matojo. Su
compañero a ratos le preguntaba:
--¿Qué miras, qué oyes?
Y él respondía:
--Oigo y veo lo que quisiera ver y oír...
Respetaba Cíbico estos nebulosos conceptos considerándolos rarezas del
que tenía por hombre superior en calidad y entendimiento. «Es un león
oprimido --se decía--, y yo el ratoncillo travieso que puede hacerle un
buen recaudo.»
Renieblas era el último pueblo del mundo, o el más distante moralmente
de la civilización hispánica; mas no por esto disfrutaba de mayor paz
y felicidad, porque allí también llegaba el apestoso influjo de la
familia gaitinesca. Alojáronse los viajeros en una casa humilde, y en
ella tuvo Gil, a la siguiente mañana, ilusión tan intensa de ver a
la Madre y de recibir muy de cerca su soberano aliento, que ello fue
como la misma realidad... Dando a su amigo las últimas instrucciones y
consejos antes de separarse, el hombre industrioso y ardillesco le dijo:
--Tengo que despachar aquí algunas baratijas, y cobrar lo que me deben
del viaje pasado; luego me iré a Buitrago, donde pienso colocarle
al cura unos _Evangelios_ y _Reglas de San Benito_ para preservar de
enfermedades al ganado y personas. Tú, antes de ir a Soria, debes parar
en Numancia, que según veo te llama y atrae con un son de poesía: allí
puedes entretenerte viendo las cavas que hacen para desenterrar el
cuerpo de la ciudad que tanta fama ganó con su valor.
--Sí, sí: iré a Numancia --dijo el encantado--, donde, seguro, seguro,
encontraré a la Madre.
--Las _Madres Concepcionistas_ no estarán allí: las encontrarás en
Soria, junto a la parroquia de San Clemente. Te lo digo por si la
Madre que buscas fuera de esas... Las de _San Vicente_ están en la
_Beneficencia_. También te digo que si en Numancia te dieran trabajo
en las excavaciones, debes ajustarte y coger pala y picachón, que
así ganarás algún dinero, y esperarás a que yo me junte contigo para
llevarte a Soria... Yo he de ir allá, que en aquellas ruinas sagradas
tengo un negocio de que no te hablé todavía; pero ya es llegada la
ocasión de ponerte en autos. Bien podría ser que nos asociáramos para
una granjería que da más que las minas soñadas del mamarracho de don
Saturio... Ven acá, y sentémonos en este arcón.
Dijo esto echando mano al bolsillo interior de su zamarra, de donde
sacó un lío de periódicos, y de entre ellos una carterita sebosa. Viva
curiosidad movió a Gil, que fue derecho a sentarse junto a Bartolo.
Este desprendió el elástico que sujetaba la cartera, y con solemnidad
religiosa mostró al mozo los peregrinos objetos que en ella guardaba.
Silencio en los dos. La cara de Cíbico era toda orgullo comercial; la
de Gil sorpresa y admiración...
--¿Qué me dices de esto? Aquí tienes medallas, monedas, camafeos...
Proceden de Clunia, la ciudad romana que está soterrada en un poblacho
que llaman Coruña del Conde. Los aldeanos que arando descubren estas
preciosidades, las llaman _chanflos del moro_... Antes las vendían por
cuatro o cinco cuartos. Hoy han abierto el ojo y piden más. ¿Ves este
ópalo que tiene grabado un ciervo? Pues uno como este compré yo por dos
pesetas, y en Zaragoza lo vendí en catorce duros. ¿Ves esta moneda de
plata con letras que dicen _Aug. Divi. Fi_... y qué sé yo qué? Pues me
la dieron por tres pesetas, y yo no la suelto por menos de cinco duros.
Este medalloncito de piedra onix con un guerrero que lleva escudo y
lanza, lo guardo para un marchante muy entendido que lo tendrá si
afloja veinticinco duros.
El acto de mostrar Bartolo las monedas y camafeos fue el momento
psíquico en que Gil tuvo la perfecta ilusión de la presencia de la
Madre. No solo apreciaba su aliento cálido que le azotaba el rostro,
sino que la vio inclinada entre los dos amigos, casi tocando con su
cabeza a la de ellos, en figura corpórea, no tan diáfana como la de los
espectros. A tanto llegó su alucinación, que se le escapó decir:
--¿Verdad que es bonito, Madre?
Y también creyó que la Señora sonreía como burlándose del traficante en
polvo de los siglos muertos.
Luego Bartolo siguió así:
--Estas monedas de cobre y de plata son de Numancia. Proceden, no de
la ciudad, sino del Campo Romano. Adquirí el año pasado una moneda
celtíbera de cobre que me valió treinta y dos duros, o sea dos onzas...
Conque ya ves si esto es buena ganga. ¿Creías tú que yo no trabajaba
más que en ovillitos de algodón y en peines de a real?... Pues ahora,
conociendo lo listo que eres, no necesito decirte que si te admiten
en las excavaciones, y moviendo tierra ves que salta una moneda o
medalloncito, no lo des al encargado, sino lo apañas con disimulo, me
lo entregas, y de la ganancia que hubiere, mitad tú, mitad yo... No te
digo que hagas lo mismo con alguna jícara o puchero que te saltara de
entre los terrones, porque esto ya es más difícil de guardar... Tú a lo
nuestro: ojo a las chapas, a los anillos, a los amuletos que aquellas
pindongas romanas se colgaban entre los pechos...
Admirado Gil de no ver a la Madre, y buscándola con sus miradas en toda
la pieza, nada contestó al pacotillero, el cual guardaba sus preciosas
chucherías con avara solemnidad.
Al despedir a Gil antes de media mañana, llevole a la margen del pueblo
por el Norte, y le señaló el camino que había de seguir:
--Remontas esta loma, y antes de llegar al primer caserío, tuerces a
mano izquierda y te metes en un páramo... Adelante, adelante por el
páramo... Traspasas un cerro, luego otro cerro, y a la bajada de este
te encuentras en Garray, que es como decir en Numancia.
Salió andando Gil con veloz carrera, semejante, a su parecer, a la que
llevaba cuando traspasó las cimas de Urbión agarrado al velo de la
Madre. Pronto le dijo su cansancio que iba por su pie, y no conducido
por ninguna fuerza sobrenatural. «No viene, no viene conmigo --se
decía desalentado, revolviendo en torno suyo ansiosas miradas--. No
la veo, no la oigo... Seguiré solo hasta Numancia, que es su casa y
su trono.» Con esta ilusión avanzó en su camino, sin hallar persona
viva. Era una región solitaria, en la que Gil no encontraba más que
la huella invisible de la Historia, y gráficas huellas de rebaños. Y
reconociéndose solo, también se reconocía sin albedrío para proceder
libremente. Sentíase sujeto por duras cadenas a una fatalidad
misteriosa, y esta le llevaba por donde iba... No podría, no, dirigirse
a otra parte. Lo más extraño era que su gusto y la fatalidad obraban en
armonía perfecta, es decir, que era esclavo y gustaba de la esclavitud.
Toda la mañana anduvo sin novedad, y cuando apechugaba con el primero
de los collados que le indicó Bartolito, vio que del Poniente, o más
bien del Sudoeste, venía un cálido viento que levantaba negras nubes
de aquella parte, tapando el sol a ratos, a ratos descubriéndolo.
Truenos lejanos pronunciaban un _alerta_ terrorífico. Siguió su marcha,
y cuando descendía por pedregosas veredas a un barranco, que parecía
copia del valle de Josaphat, el cielo tomó color plomizo; la nube
cerró el paso a los rayos del sol, y el viento ardoroso sopló con más
fuerza disparando goterones que al caer en tierra sonaban como balas.
Claridades lívidas y pavorosas cruzaban por los aires, y el trueno
chasqueante y repercutiente seguía las huellas del relámpago con
intervalo brevísimo. Buscó Gil dónde guarecerse; pero solo encontró
un peñasco que era en verdad el peor paraguas que pudiera imaginarse.
Sobre el pobre Gil descargó un diluvio de granizo, del cual se defendió
con el improvisado escudo de sus manos. En la rauda iluminación de los
chispazos eléctricos, que en el aire describían las figuras geométricas
más peregrinas y aterradoras, creyó ver Gil una silueta de mujer
inconfundible con ninguna otra, y en su paroxismo de terror gritó:
--¡Madre mía, socórreme!
Debió de socorrerle la excelsa Señora, porque salió ileso del horrible
pedrisco. Sobre él cayeron cantos de hielo, que empezaron garbanzos,
luego fueron nueces, y por fin huevos de gallina de los de dos yemas...
Pasó la nube, y el pobre mozo siguió escotero, apechugando con el
segundo collado, por donde debía pasar de un barranco a otro. Andaba
de prisa; iba en dirección contraria de la que llevaba el temporal;
pero allá por Occidente, tirando al Sur, veía un segundo escuadrón
de nubes, como segundo cuerpo de un grande ejército que acabaría de
invadir el cielo en lo restante del día. Calado hasta los huesos, avivó
el paso, y al llegar al caballete de donde veía la hondonada oscura,
buscó con inquieta mirada un paredón o casucha donde abrigarse del
nuevo diluvio que le amenazaba. Encaminose a una ermita en ruinas, y
allí esperó el segundo chaparrón de agua y granizo, que no fue menos
violento y azotador que el primero, y también acompañado de pirotecnia
de relámpagos y de estrepitosa sinfonía de truenos. No abandonó aquel
amparo hasta que las horripilantes nubes descargaron toda la furia que
llevaban en sus entrañas.
Ya se venía encima la noche cuando Gil emprendió de nuevo la marcha
por una pendiente en cuyo fondo no veía más que negruras informes. El
suelo bajaba con él; piedras y hielo resbalaban ante sus pies o con
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