El caballero encantado (cuento real... inverosí­mil) - 13

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Fabiana les sometió a régimen de un solo cortadillo. El trovador de
Chaorna tuvo privilegio, por su ceguera, de vaso y medio, y otros se
quedaron en el medio solo, que era el justo régimen de templanza. Gil
bebió un vaso y la mitad del de la Madre (que solo por compromiso, y
por no desairar a la reunión, cató del precioso vino), y a poco de
apurarlo, sintió ganas intensas de dormir. Luchando con el sueño,
discurría vaga y confusamente de lo que había visto. Si el que la
sartén no se agotara del caudal de migas mientras hubo cucharas que
acudieran a ella fue sortilegio indudable, en el sueño que a él le
sobrecogió también se traslucía el arte de encantamiento. Así lo
pensaba viendo que todos se amodorraban, y oyendo los _baladros_ o
ronquidos de la vieja-vieja tendida en todo su largo delante del fogón.
Lo más peregrino fue que hallándose él traspuesto con su cabeza en el
regazo de la Madre, vino Fabiana y le llevó a un cuarto de la casa,
donde lucían dos candiles, y allí encontró su hatillo con la ropa que
había perdido en la fuga de Cíbico tras de su ingrata compañera la
ardilla. Celebró Gil el prodigioso hallazgo, que conceptuaba favor
especial de la bondadosa Madre. Y dormido volvió a sentirse junto a
ella... Y dormido decía: «Soñemos, alma, soñemos.»


XIX
Donde se cuenta el terrible encuentro del caballero con un desaforado
gigante, y cómo luchó con él y le dio muerte, con otros sucesos
interesantes.

No pudo discernir el turbado caballero su estado cerebral cuando a
media luz se vio detrás de la Madre, en el mismo camino pedregoso que
era salida y entrada del lugar de Boñices. Escoltaban a la Señora, con
lento andar respetuoso, a izquierda y derecha, don Alquiborontifosio
y don Venancio, maestro y cura del triste pueblo. De lo que hablaban,
solo recibía Gil en sus oídos un run-run de sílabas, que el rumor del
viento entremezclaba y esparcía. Llegados los cuatro al punto en que
el terreno se despejaba de cantos rodados y de otras asperezas, doña
María ordenó afablemente a los venerables señores que regresaran a sus
casas, pues cumplida estaba ya la delicada etiqueta del acompañamiento
en parte del camino. Obedecieron, reiterando su adhesión y gratitud,
y Gil oyó que el cura se despedía con un latinajo, y el maestro con
un refrán de su inagotable archivo. Siguieron luego solos la Madre y
su fiel escudero, sin que la conciencia de este lograra determinar
si velaba o dormía. La Señora le dijo que a su manto se agarrara, y
obediente al soberano designio, se sintió navegando en el piélago
de lo maravilloso... Y los cronistas que estas inauditas cosas han
transmitido, aseguran, bajo su honrada palabra, que el caballero y
la Madre recorrieron, en menos tiempo del que se tarda en decirlo,
llanuras yermas y empinados vericuetos inaccesibles a la humana planta.
Para no cansar, dígase que antes de media noche entraban la dama y el
encantado hijo por el portillo de Calatañazor, ya bien conocido en
estos verídicos anales.
Verdad y mentira, ¿dónde tenéis comienzo y fin? Ello fue que los
veloces andarines pararon ante el propio mesón donde Gil estuvo alojado
con el leal y ahora perdido Bartolo.
--Está cerrado el portalón --díjole la Señora--. Aguárdate aquí, que
antes de una hora, cuando lleguen la galera y el carro de Torreblascos,
abrirán. Entras; pides posada. En el hatillo que por intercesión divina
recuperaste en Boñices, hallarás ropa mejor y más nueva que la que
perdiste con la burra del buhonero Cíbico. Allí te puse unos puñados
de bellotas, que son dineros siempre que las emplees en obra digna
y honrada, como es la de tu pitanza, y servicio tuyo y de la buena
Cintia. A esta podrás verla tempranito en su santuario, y confío en que
has de encontrarla menos encendida en la pasión de su magisterio. Las
almas inocentes de los niños se han metido en el alma de ella. Procura
tú con arte de enamorado hacer dentro del espíritu de Cintia la debida
separación de afectos... Te encargo mucho, hijo mío, que hagas por
esquivar las enemistades que podrían salirte en esta villa rústica. No
provoques a nadie; disimula, si es menester, tus intenciones; adopta
nombre distinto del que llevas, y trazas y apariencia de persona que
anda en cualquier negocio. Si encuentras a Cintia en disposición
de dejarse raptar, hazlo con sigilo y sin promover violencia ni
ruido, y llévatela bendito de Dios a donde puedas tenerla por algún
tiempo escondida de ojos humanos que no sean los tuyos. Y basta
con estas advertencias, _Asur, Hijo del Victorioso_. Te dejo en la
libre iniciativa y determinación de tus actos. Te concedo, con corta
limitación, el uso de tu albedrío. Tú sabrás determinar el punto en
que la línea de extensión de tu albedrío y mi apoyo maternal pueden
encontrarse... Adiós, hijo.
Por una calleja conducente a la iglesia parroquial, desapareció
la Señora como sombra que en mayores sombras se desvanece, y tan
desamparado se sintió Gil al verla partir, que a punto estuvo de
echarse a llorar. Cuentan los veraces cronistas que transcurrieron
exactamente veintisiete minutos hasta que se abrió el portalón para
dar paso al carro y galera de Torreblascos. Albergose el caballero
en el humilde hostal, y la noche se le fue minuto tras minuto en un
vertiginoso cavilar sobre el uso que había de hacer de su albedrío.
Aunque los fieles narradores de estas aventuras no lo dicen, se da
por hecho que a la siguiente mañana se vistió y acicaló lo mejor que
pudo, gozoso de ver que la nueva ropa era mejor que la perdida, y que
con ella obtenía una transfiguración favorable. Su aspecto era más
decentito que en el aciago día de su visita inicial a la histórica y
adusta villa.
Y se da por averiguado que apenas oyó el _che, i, ene: chin_, metiose
el caballero en la escuela, con gran sorpresa y susto de Pascua, y que
la turbación de esta se trocó en alegría jovial apenas hablaron. No
constan pormenores del corto diálogo; pero sí que los vecinos de la
villa vieron a Gil paseando con tranquilo continente por las empinadas
calles, y que fue muy notado su arrogante porte. Desorientados y
disconformes andan los historiadores, así nacionales como extranjeros,
en el relato de lo que pasó en el resto del día. Lo único que aparece
claro es que, comiendo Gil con arrieros y trajinantes, supo que el buen
Cíbico en su veloz carrera había ido a parar a Tardelcuende, donde una
vieja barbuda, echadora de cartas y con pintas de hechicera, le adivinó
el paradero de la ardilla, después de una solemne sesión de cábala y
arrumacos. La fugitiva fue captada por los chicos del _Crudo_; estos
la vendieron a un recuero, el cual por buena moneda la cedió a los
frailes Carmelitas del Burgo de Osma. Hacia el Burgo iba Cíbico a pie,
pues en Tardelcuende reventó la pobre burra por querer imitar en su
carrera al Pegaso mitológico...
Así lo dice uno de los historiógrafos indígenas, y luego añade que
antes de anochecer bajó el caballero al soto, de donde pasó a las casas
del _Crudo_, y allí estuvo tratando con un ventero agitanado y chalán,
del alquiler de una veloz caballería. Entre las disponibles, escogió
el cuartago menos decorado de mataduras. Tras este importante suceso,
cuentan que Gil se lanzó a las riscosas veredas, ya por su mal bien
conocidas, y que al llegar al término de ellas, cerrada ya la noche,
sintió en su ánimo y en sus nervios la turbación que anunciarle solía
la medrosa emergencia de lo sobrenatural. Andado no había veinte pasos,
cuando vio ante sí disforme bulto, cual si un gran trozo de la montaña
se desgajara y cayera sobre el camino, y deteniéndose a mirarlo con
aterrados ojos, advirtió que el colosal estorbo que le cortaba el paso
superaba en tamaño a una casa de las más grandes, y afectaba la forma y
redondeces corpulentas de un cerdo bien cebado para San Martín.
Acercose más el caballero, evocando en su alma la energía
correspondiente a su nombre de _Asur, hijo del Victorioso_, y vio que
el ingente animal se ponía en dos pies, y conservando el rostro y jeta
cochiniles, se decoraba con prendas usuales en los seres humanos.
Sobre su cabeza llevaba un sombrerillo blando, ladeado, y en su
carnoso pescuezo, corbata de cuadros rojos y amarillos, prendida con un
alfilerón espléndido. Agitó la espantable visión las patas delanteras,
que resultaban brazos cortos atrozmente ridículos en su vivo accionar.
Y al propio tiempo lanzó el gruñido cerdoso, que atronando los aires
imitaba el habla humana, y así decía:
--Yo soy Galo Zurdo y Gaitín, secretario de este Ayuntamiento, y como
tal secretario y como novio de Pascua, te digo que si no desfilas
ahora mismo por donde has venido, dormirás esta noche en la cárcel de
acá, y mañana irás a la de Soria conducido por la pareja de la Guardia
civil... Lárgate pronto, farsante, canalla, ladrón...
--Pues yo soy _Asur_, yo soy _Mutarraf_ --replicó Gil enardecido por
la insolencia de la deforme bestia--, y no temo a los guarros, aunque
sean secretarios del Ayuntamiento, y vengan con facha de gigante de
bambolla. Largo de aquí, mamarracho. Vuélvete al infierno, de donde has
venido.
Diciéndolo, le atizó con su cayada un fuerte garrotazo en la parte a
que alcanzaba del voluminoso vientre del espantajo, y este se deshizo
al golpe, quedando convertido en un hombre de mediana estatura,
regordete, arqueado de brazos y piernas, cara de media luna, mofletes
gordezuelos con chapas herpéticas. De la visión primitiva conservaba el
sombrerete ladeado, y la corbata y alfiler deslumbrantes.
Con altanería grotesca y procaz, Galo Zurdo arrojó sobre Gil sus
denuestos chabacanos:
--Gandul, vete pronto de esta honrada villa... Aquí no consentimos
vagos que vienen a merodear y a llevarse lo que roban. Mira que yo soy
terrible; mira que estás delante del secretario del Ayuntamiento; mira
que yo hago aquí lo que me da la gana, y que si no ahuecas pronto, te
cojo y haré contigo una _hequitombe_.
--Pues yo --replicó el caballero con entereza-- te digo que, quiéraslo
o no lo quieras, vengo por Cintia, a quien tú llamas _Pascua_, y he de
sacarla de este pueblo, que si te tiene por amo es el más puerco lugar
del mundo. Yo, que no temo a los leones, menos temo a los cochinos, y
vas a verlo ahora mismo si no te retiras a tu cubil, dejándome libre el
campo.
Con necia presunción trató Galo de acometer al caballero; este le
rechazó vigoroso y pujante; se tambaleó el de la vista baja, y a punto
estuvo de dar en tierra con su crasa humanidad. Al rehacerse, metió
mano al bolsillo de su americana para sacar el revólver... Pero antes
de que pudiera hacer uso del arma, Gil con rápido movimiento le ganó
la acción... y entre el esgrimir de la navaja y el clavársela en el
pecho, no medió el espacio de un pensamiento. Cayó Galo Zurdo sobre
un peñasco, al borde de las vertientes que en aquel punto descienden
casi cortadas a pico. Gil no se detuvo a examinar el rostro de su rival
vencido, y cogiéndolo de las patas, lo empinó sobre el precipicio y
abajo fue rodando como pelota... Al rumor del rebote se mezcló un
gruñido sordo, postrer aliento del ensoberbecido secretario y elegante
lugareño.
Contempló Gil un rato la tenebrosa hondura, y no pudo apreciar hacia
qué parte de la vertiente había quedado el cuerpo de su víctima,
entre malezas y rocas. Su condición generosa le sugirió el impulso
de bajar a reconocer a Galo y cerciorarse de su muerte; pero aquel
impulso fue contenido por otro de reflexión egoísta, y se dijo: «Bien
muerto está. Bien vale mi Cintia la vida de un imbécil. He despachado
a un Gaitín. Si la justicia me persigue, el pueblo me lo agradecerá.
Cintia me pertenece, y ese miserable quería quitármela. Cuando no
nos dan lo nuestro, debemos tomarlo, y caiga el que caiga. Así lo
han dicho San Basilio, San Agustín, San Gregorio Nacianceno y San
Alquiborontifosio...»
Paseose tranquilamente un rato entre el humilladero y el portillo, y a
la media hora de febril ambulación vio salir a Cintia con el envoltorio
de su ropa. Venía la gentil mujer medrosa y risueña, estado de espíritu
que denotaba cierta tranquilidad en el paso arriesgado de su fuga.
Diéronse las manos, y sin detenerse, conforme caminaban hacia las
veredas descendentes, Pascuala dijo a su amado:
--He tenido la suerte de que mis niños no me sigan esta noche. Cuando
estaba disponiéndome para escabullirme, guardando el mayor silencio, se
me aparecieron y me rodearon... Sus vocecitas zumbaban y aún zumban en
mis oídos. Uno me coge por aquí, otro me coge por allá. Yo les decía:
«Dejadme, ángeles míos. Volveré con vosotros.» Pero nada; no había
medio de zafarme de ellos. Ya tu Pascuala se veía, como la otra noche,
imposibilitada de salir, cuando de pronto recostáronse todos en el
suelo y se quedaron dormiditos. ¡Qué cosa más rara! ¡Qué dicha para
mí! En fin, aquí me tienes. Dime ahora tú: ¿diste a los niños algún
bebedizo para que se durmieran?
--Yo no les di nada, Cintia --replicó el caballero apresurando el
paso--. Ello habrá sido arbitrio de nuestra Madre, o de alguna
divinidad, de algún genio desconocido que nos protege.
--¿Y al bestia de Galo Zurdo, le has visto por aquí? Me dijeron que
en el pueblo te seguía los pasos, y que al salir de su casa cogió el
revólver.
--Le he visto, sí, y hemos echado un párrafo. El revólver no le ha
valido.
--¿Le has visto... aquí? ¡Qué miedo! Cuéntame. ¿Qué te dijo? ¿Qué
hablasteis? ¿Se insolentó contigo? Más miedo me da su cobardía que tu
valor.
--Tuvimos unas palabras --replicó Gil, queriendo esquivar el asunto--.
Venía con mala idea, fachendoso y ruin. Pero yo le aplaqué pronto el
chillido, y salió de estampía por ahí abajo, gruñendo y hozando la
tierra.
--Si anda por estos vericuetos --dijo Cintia temerosa--, podrá vernos,
podrá seguirnos...
La réplica de Gil fue muy expresiva:
--No te cuides de ese animal, amada mía, que a estas horas debe de
estar a la vera de San Antonio Abad. Cuídate de pisar en firme, para
que no resbales en este desriscadero. Agárrate bien a mí, y vamos
a prisita, hasta perder de vista a ese maldito pueblo. Guardemos
silencio, que bien podrá ser que las peñas oigan. Cuando estemos en
salvo olvidarás tus martirios, y yo la estampa cerdosa de Zurdo Gaitín.
A la calladita, dándose sostén y apoyo mutuamente, llegaron al soto,
y de allí, con andar cauteloso por los desniveles del suelo y la
oscuridad de la noche, siguieron hasta las casas del _Crudo_, donde les
aguardaba el fogoso corcel alquilado por Gil. Fue una risa el acto de
acomodarse los dos sobre la cansada bestia, que si muy honrada debía
creerse con la carga de tan ilustres personas, no parecía contenta del
grave peso de ellas, con la añadidura del hatillo y envoltorio que
contenían la ropa. Iba Gil en la silla y Cintia en la grupa, ciñendo
con sus brazos la cintura del caballero. Mostrábase satisfecho el
chalán alquilador, y encomiaba con donosas hipérboles la fortaleza y
agilidad del rocín. Pronto se vio que este no carecía de nobleza, y
que en cierto modo se vanagloriaba de cumplir dignamente la romántica
misión que su destino le impuso. Salió por el camino adelante con un
trotecillo cochinero que auguraba una dichosa jornada. Los amantes
fugitivos celebraban la honradez y valentía del caballejo, y con
graciosos encarecimientos le inducían a sostener el paso.
En este punto, se ve precisado el narrador a cortar bruscamente su
relato verídico, por habérsele secado de improviso el histórico
manantial. Desdicha grande fue que faltaran, arrancadas de cuajo, tres
hojas del precioso códice de Osma, en que ignorado cronista escribió
esta parte de las andanzas del encantado caballero. En dichas tres
hojas se consignaban, sin duda, los pormenores de la fuga; si el penco
sostuvo en todo el viaje sus hípicos arrestos; si los amantes hicieron
alto en algún hostal o caserío, para dar reposo a sus molidos cuerpos
y a sus inquietas almas. Falta también noticia de lo que hicieron al
siguiente día, y del vehículo que tomaron, pues el alquiler de la
cabalgadura terminaba en Tardelcuende. Queda, pues, desvanecida en la
sombra de las probabilidades y conjeturas una parte muy interesante del
rapto y escapatoria de Cintia. Mas no queriendo el narrador incluir
en esta historia hechos problemáticos o imaginativos, se abstiene de
llenar el vacío con el fárrago de la invención, y recoge la hebra
narrativa que aparece en la primera hoja, subsiguiente a las tres
arrancadas por mano bárbara o gazmoña.
Resurgen de nuevo los amantes aposentados en un humilde mesón
de Barahona, lugar famoso por fechorías de brujas y jugarretas
de diablillos desocupados; y allí fueron sorprendidos por un
extraordinario suceso, que no debemos atribuir a brujerías, sino a un
feliz designio de la Providencia. Hallábase Cintia en el mal empedrado
patio, lavándose la cara en un barreño, y a su lado el caballero Tarsis
liando un cigarrillo, cuando de un cuartucho próximo vieron salir al
ingenioso, al imponderable Cíbico. ¡Oh felicidad, tanto más intensa
cuanto menos esperada! Uniéronse los tres en estrecho abrazo, y al
instante saltaron de boca en boca las preguntas, las indagatorias, el
contar cada uno sus cuitas y calvarios. Lo primero fue dar Gil noticia
del próspero suceso de la fuga de Cintia, y luego soltó Bartolito, con
atropellado lenguaje, el relato de su odisea en busca de la ardilla.
--No podéis imaginar, queridos amigos, lo que he sufrido, ¡ay! Ya veis
mi rostro demacrado... estas ojeras de romántico, y estos granos y
sarpullido que son la muestra de la irritación que llevo dentro.
--De veras podría creerse que has salido de una grave enfermedad, o
que te has echado encima diez años más de vida... No debías tomarlo
tan a pechos, que ardillas mil hay en el mundo, para que ocupen en tu
hombro y en tu corazón el lugar de la que perdiste... Por cierto que
unos arrieros con quienes comí en Calatañazor, hace días, me dijeron
que tu paniquesa fue cogida por los chicos del _Crudo_, los cuales la
vendieron a un trajinero, y este a los frailes carmelitas del Burgo de
Osma.
Confirmó Cíbico esta referencia, después de contar con prolijos
detalles su veloz tránsito de pueblo en pueblo, sus afanes y angustias,
la reventazón y fallecimiento de la honrada pollina que se identificó
con el duelo de su amo, y luego añadió lo que fielmente se copia del ya
citado manuscrito:
--En cuanto supe que los Carmelitas eran dueños de mi tesoro, me fui
allá. Conozco al Prior, que es un frailón lucido, un elefante con
cerquillo, envuelto en veinte varas de paño canelo y en otras veinte de
franela blanca; buen tenedor, buen vaso en mesas regaladas; hombre, en
fin, ejemplar y perfecto... por la otra punta del ascetismo. Conozco
además a dos leguitos de aquel convento, buenos chicos, modositos,
serviciales. Por ellos supe que mi _niña_ estuvo allí un día muy mimada
de los buenos Padres; pero el Prior dispuso de ella con idea de hacer
un regalo al Provincial del Carmelo, a la sazón de visita en la santa
casa. Sabido esto, me presenté al Prior, que en la celda me recibió muy
complacido de mi visita; me compró algunas manos de estampas y tres
docenas de medallas; obsequiome con una copita de lo añejo y bizcochos,
y tocante al achaque de mi paniquesa, díjome riendo que al Provincial
le había caído muy en gracia la _niña_... Total, que el buen Prior no
tuvo más remedio que ofrecérsela... Total, y van dos: que el maldito
Provincial admitió, frotándose las manos de gusto. Distingue y protege
a las Carmelitas de Almazán, y en mi ardilla vio la más preciada
fineza para obsequiarlas. Me planté en Almazán; supe que las monjitas
están muy regocijadas con la ofrenda, y que la miman y agasajan... Me
presenté en el locutorio... Nada, hijos, que no la dan ni por todo el
oro que pesa... y al decírmelo me insultaron... ¡Mal rayo con ellas!...
Aquí tenéis un caso nuevo de esa peste que llaman Clericalismo. ¿No
estáis oyendo todos los días que los frailones o seglares afrailados
huronean en las familias, para olfatear y cazar doncellas ricas, y
llevárselas al noviciado y profesión en este o el otro monasterio? Pues
lo mismo han hecho conmigo ese marrajo del Prior y el zorrocloco del
Provincial.
Rieron y se holgaron los amantes del desatinado parangón que hizo
Bartolo, el cual se mantuvo en sus trece:
--No es para reírse, Pascuala; no es cosa de chanza, Gil. He dicho
Clericalismo y no me vuelvo atrás. La preciosa y juguetona ardilla
que por largo tiempo fue el alivio de mi soledad, pertenece al sexo
femenino, como sabes; es una hembrita honesta, que no ha conocido
varón, y bien puedo asegurarlo, porque la tengo desde chiquitita;
la recogí del regazo de su mamá en Egea de los Caballeros; la he
criado, dándole buena educación, y enseñándole los mejores modos.
Aunque traviesa y correntona de su natural, sabe lo que es respeto y
obediencia a los superiores. Me quiere a mí tanto como la quiero yo
a ella. De mí se escapó por un susto, y si ahora me viera, hacia mí
vendría con brinco alegre, dejando con un palmo de narices a todas las
monjas y Priores y Provinciales de la cristiandad.
Enlazando bromas con veras, Cintia y el que pasaba por su marido
trataron de arrancar de la mente de Bartolo la maniática idea que le
atormentaba. Mas tal arraigo tenían en el ánimo del buhonero el amor
del animalito y el coraje de verlo en ajenas manos, que prefería el
dolor al consuelo. Aquel hombre bondadoso y manso hallábase en tremenda
crisis moral. Su corazón era un volcán de odio contra las Carmelitas
de Almazán, que le habían despedido del locutorio con menosprecio y
burlas, como si fuese a pedir la libertad de una señorita enclaustrada
por fuerza. Comiendo aquel día con Gil y Pascuala, su irritación era
tal, que los amigos oyeron asombrados estos increíbles despropósitos.
--En mí tenéis una de las víctimas más desdichadas del Clericalismo.
No hay que tomarlo a risa... Me han quitado el único ser que con sus
gracias endulzaba mi vida. Lo reclamé, y aquellas descastadas mujeres
me mandaron a escardar cebollinos, me llamaron hereje, desvergonzado,
alca... _etcétera_, correveidile de pecados indecentes... Pues me la
pagarán... vaya si me la pagarán... Tengo una idea... una idea. Para
realizarla cuento con unos amigos que llegarán de un momento a otro...
--¿Qué discurres, qué proyectas?
--Pues nada: pegar fuego al convento de Carmelitas de Almazán.
Tan tenazmente aferrado estuvo toda la tarde a la bárbara idea de
quemar el convento, que Gil y Pascuala temieron por las facultades
mentales del pobre Cíbico. Los amigos que este esperaba presumiendo que
serían sus colaboradores en aquel intento, eran un arriero apodado _el
Pocho_, famoso en diabluras de contrabando, y dos trajineros, llamados
Tomás y Filiberto, hombres los tres de poder y travesura, que lo mismo
servían para un fregado que para un barrido, y habían ilustrado sus
nombres en la _facción_ y en campañas electorales de baja estrategia.
Llegaron al anochecer en dos carromatos que venían de Soria para
Atienza. Pero el Destino, que dispone con salvaje independencia del
proponer del hombre, quebrando y torciendo las líneas de la historia,
trajo a Barahona, con _el Pocho_ y con Tomás y Filiberto, nuevas muy
desagradables, que trastornaron los pensamientos de Cíbico, y más aún
los de los amantes fugitivos, como verá el que leyere.


XX
De cómo pasaron el caballero y sus amigos de la esclavitud de los
Gaitines a la no menos insolente y dura de los Gaitones.

A escondidas de Gil y Pascuala, contaron a Cíbico los trajinantes
que descubierto en el despeñadero de Calatañazor el cadáver del
secretario del Ayuntamiento, y desaparecida la maestra de la casa de
sus tíos, recayeron las sospechas de ambos delitos, homicidio y rapto,
en la persona de aquel mozo, que unos llamaban Gil, otros _Florencio
Cipión_, jornalero en las minas de Numancia. En Calatañazor había gran
escándalo, y los Gaitines de Soria echaban lumbre, abrasados de ira y
furor de venganza. Ya se habían dado órdenes a la Guardia Civil para la
busca y captura del criminal, que por todas las trazas no era otro que
el tal _Cipión_, a quien tenían pared por medio en aquel instante.
Agregó riendo _el Pocho_ que perdonaba de todo corazón al matador,
y aun le concedía plenas indulgencias, _considerando_, como dice la
curia, que mejor estaba Galo Zurdo en el otro mundo que en este; y los
tres declararon que con alma y vida estaban dispuestos a ocultar a
_Cipión_, para que los civiles y la justicia no pusieran mano en él.
Una circunstancia favorable al delincuente hubieron de señalar, y era
el lugar donde a la sazón se hallaba, porque la Benemérita, siguiendo
una falsa pista, buscábale por el camino del Burgo de Osma, San Esteban
de Gormaz y Aranda. Debían, pues, llevársele a la villa de Atienza,
que de allí bien podría escabullirse a izquierda o derecha requiriendo
veredas solitarias y serranías casi desiertas.
Aterrado quedó Cíbico ante tal notición, y lo primero que hizo fue
desahogar su pena con grandes suspiros y exclamaciones lastimosas.
En breve consejo que los cuatro celebraron, se acordó proponer a
Gil y a la dama robada que aquella misma noche partiesen con ellos,
acomodándose en uno de los carromatos. Véase por dónde la Providencia
o la Fatalidad desviaron al enrabiscado Bartolito del audaz propósito
de pegar fuego al convento de Carmelitas de Almazán. Dispuesto a partir
para esta villa, hallábase el hombre en Barahona; mas el generoso
anhelo de librar a su amigo de las garras de la justicia, le indujo a
seguir la dirección contraria. Mucho habrían de agradecer las buenas
religiosas que el gran Cíbico cambiara de ruta, si de ello tuvieran
noticia. Todos iban ganando: las monjas se libraban de la chamusquina,
y al buhonero se le apagó el rencor que inflamaba su pecho.
Ante la gravedad del caso, se determinó el buen Bartolo a comunicar
a los descuidados amantes lo que sabía. No se inmutó mayormente el
caballero, que ya presumía o barruntaba la repercusión de la tragedia.
En el bello rostro de Pascuala se notó el ahinco de mostrar entereza;
mas la pavura y aflicción le salieron pronto a los ojos y boca.
Resignados al fin los dos con la suerte que el cielo y los hombres
les depararan, entregáronse sin reserva al amigo y a los carreteros
para que les condujesen a la más probable salvación. Media noche era
por filo cuando partieron de Barahona. Los amantes iban solos en uno
de los carros, recostaditos en sacas de lana, y abrigados con mantas
espesas; pero esta relativa comodidad no les dio el blando sueño,
porque les desvelaba el ardiente cavilar, midiendo y pesando los
riesgos que corrían. Hicieron febril examen de los diferentes medios de
ocultación, y se entretenían en inventar y proponerse los disfraces más
estrambóticos.
Al amanecer, parados los vehículos al subir del puerto, Cíbico pasó de
su carro al de los amantes para platicar con ellos y sugerirles una o
más ideas de escondite seguro. Hablando después de cosas pretéritas y
de personas ya perdidas de vista, aunque no borradas de la imaginación,
dijo el encantado _Asur, Hijo del Victorioso_, que si hubieran seguido
la falsa pista, y en ella les encontrara el guardia Regino, este les
habría dejado escapar. Era un amigo de acendrada nobleza, caballero a
carta cabal. A esto replicó Cíbico:
--Nuestro buen Regino no está ya en la Comandancia de Soria. Le han
trasladado a... deja que me acuerde... No sé si es a Sigüenza, Jadraque
o Cogolludo. Sería buena sombra para ti que toparas con él, y mejor
aún que antes le viera yo para prevenirle. Si esto pudiera ser, a
ti vendría yo con un lindo soplo, diciéndote: «Gil, no vayas por
este camino, sino por _quillotro_.» O bien: «Gil, vístete de fraile
francisco, y Pascuala de lego; ensuciaos caras y manos, y echaos al
camino pidiendo limosna, sin miedo a la pareja. Para esto habías de
llevar holgadas alforjas, y Pascualita un santirulico metido en su
urna»... Y en resolución, amigos, confiemos en Dios Todopoderoso y en
su divina Madre.
En la Madre suya, que también era divina, confiaba el caballero con
arraigada fe, y tenía por indudable que viniese a socorrerles cuando
estuvieran en las apreturas y conflictos más graves. Siguieron adelante
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