El amor, el dandysmo y la intriga - 05

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Para Delfina el reproche de afectación no constituía un defecto.
Ella creía que la afectación amanerada era la verdadera forma de la
civilización; suponía que la pérdida de las costumbres, y de las modas
de la antigua sociedad francesa, con sus peinados y sus pelucas, sus
moscas, y sus tacones rojos, y el colorete, era lastimoso. A mí todo
esto me sorprendía y me indignaba. Ahora no me hubiera indignado;
comprendo que la sociedad que pretenda ser elegante tiene que ser
amanerada, jerárquica y tradicionalista. Las cosas no se improvisan tan
fácilmente como quieren creer los revolucionarios.
Durante mucho tiempo yo he tenido el desdén y la antipatía por la
tradición en la política, y sobre todo en la literatura, y he llegado
hasta leer con gusto los libros de Tolstoy, Dostoievski e Ibsen, con
su psicología del hombre solo y desnudo de viejas fórmulas; pero ahora
voy volviendo al redil y prefiero la psicología del hombre vestido,
acompañado y con tradiciones.
Del amor por la literatura obscura y caótica, aunque llena de
sugestión, he pasado, por grados sucesivos, al gusto, para mí
aviranetiano, por la claridad y la sequedad.
Es la influencia de la vejez y del retorno a lo antiguo.
Actualmente, este gusto no es un gusto a la moda, porque el público
de hoy desea la solemnidad y que el poeta, el músico, el cantor y el
bailarín tomen aires de sacerdotes; pero, en fin, no me preocupa gran
cosa estar a la moda.

INCOMPRENSIÓN
Delfina era muy partidaria de la aristocracia; yo me sentía entonces
rabiosamente demagogo. Hoy tampoco lo soy. No se puede creer que un
hombre, por el hecho de pertenecer a una familia aristocrática, sea
sólo por eso noble y distinguido; ni al revés: que un hombre, porque
su familia haya sido obscura, sea un bruto; pero que en el régimen de
vida actual hay mucho en el individuo que se pega de la familia, es
indudable.
Delfina me preguntó por los Leguías, y cuando le dije que tenían su
escudo, le pareció bien.
La verdad es que hay una incomprensión completa entre las personas de
los distintos países.
Delfina aceptaba únicamente su punto de vista francés; más, era un
defecto; menos, también.
Creía, como un dogma, que el idioma francés era bonito, y el alemán y
el inglés, feos. Yo le decía:
--Para mí un idioma es bonito si se entiende. Si no se en en tiende y
no se ha oído, todos los idiomas parecen absurdos. La prueba está en
los chicos. Un chico oye hablar a un extranjero y se burla de él; le
parece ridículo.
Delfina no aceptaba mis puntos de vista generales. Hablábamos, por
ejemplo, de las mujeres españolas, y las reprochaba que andaban con
pasos menudos y con mucho melindre.
--Sí--decía yo--; las españolas son más pequeñas de estatura que las
francesas; tienen que dar los pasos más cortos si le gusta a usted que
una mujer tenga el paso largo, le gustará la manera de andar de una
inglesa.
--¡Ah, no! La inglesa anda como un granadero.
En todo, Delfina, era lo mismo. Ella tenía que dar la norma: estaba en
el fiel de la balanza.

DESCONTENTO
Iba estando nervioso y poco satisfecho en Bayona. Pasaba el tiempo y
no hacía nada; los planes de Aviraneta no tenían el menor éxito; la
casa de comisión no marchaba bien, cosa natural, porque no ofrecía
condiciones de vida. En el primer negocio que quise intervenir tropecé
con la mala voluntad del cónsul Gamboa; llegamos a reñir, y yo le dije
algunas cosas duras.
Hubiera vuelto a España con mucho gusto, ¿pero adónde? El ir de
dependiente de comercio me parecía horrible; volver a mi casa de Vera,
estando mi padrastro, no lo hubiera podido soportar.
Hice un viaje a San Juan de Luz, a visitar a la madre de Corito, y esta
señora me acogió muy fríamente. A mí me fué también bastante antipática
mi futura suegra; me pareció muy orgullosa y muy entonada.
Volví a Bayona pensando que la suerte me volvía la espalda. Estaba
desesperado, desilusionado. No tenía tampoco un amigo a quien contar
mis penas.
Mucho de mi malhumor se convirtió en autocrítica.
--Qué bruto soy--pensaba muchas veces--. ¡Qué farsantería hay dentro de
mí! ¡Me emborracho de petulancia y de deseo de ser interesante!
Entre los demás y yo mismo me habían laminado. Aviraneta, doña Paca
Falcón, madama Laussat, Delfina, la madre de Corito, me habían alargado
y estrechado y puesto en el lecho de Procusto. Iba perdiendo toda
espontaneidad y toda alegría.
Hablando de esto, Delfina me decía:
--Se va usted haciendo hombre, y antes era usted un niño.
La verdad, no agradecía el cambio.


SEGUNDA PARTE
DANDYSMO

EN LA FRONTERA
DEL TIROL
COMO el enfermo que cambia de postura, me he trasladado a otro pueblo
del mismo valle de los Grisones.
Es un pueblo en un alto, desde el cual se divisa un gran panorama de
montes de Suiza y del Tirol. He ido al único hotel de la aldea, que
tiene una espléndida terraza.
Estamos ahora en el momento más caliente del verano; el sol brilla de
una manera implacable y el cielo se muestra uniformemente azul.
A la caída de la tarde salgo a pasear. El río murmura en el fondo del
valle; se oye en los montes, entre los árboles, el cencerro de las
vacas y el sonido romántico del cuerno de los pastores.
Por el camino no pasa casi nunca nadie; a veces me cruzo con algún
hombre barbudo en un carro y, con frecuencia también, con un
deshollinador vestido de negro, con un sombrero de copa encasquetado en
la cabeza y una escalera en la espalda, que marcha montado en bicicleta.
Como el campo está seco, me siento sobre la hierba y contemplo estos
prados con las anémonas y pulsatilas florecidas, de colores variados;
los vilanos del diente de león y de las escabiosas, que se deshacen
con el viento; los tomillos, las saxífragas, las siemprevivas y las
pequeñas flores azules de los myosotis.
Cuando el sol se retira se siente en seguida frío, y vuelvo a mi cuarto
del hotel.
No tengo nada que hacer, no tengo nada actual en qué pensar, y me
dedico a seguir mis MEMORIAS.


I
UNA IMPRUDENCIA

EN el invierno de 1837, estando en Bayona, tuve como negociante una
gran sorpresa y un acontecimiento inesperado en mi vida. La sorpresa
fué el entrar en relación directa con las casas de Collado y Lasala,
de San Sebastián, y empezar a hacer negocios con las compras para el
ejército cristino.
La Casa de Comisión de Etchegaray y Leguía, puesta sin más objeto que
el de servir de pantalla para las intrigas de Aviraneta, comenzó a
marchar de pronto viento en popa.
Gamboa me llamó, y fué él quien me relacionó estrechamente con Lasala y
Collado. Poco después me entendí con algunos vinateros españoles para
entrar vino de Navarra y de la Rioja en Francia.
Gamboa quiso avasallarme, y en los negocios en que entré con él tomó la
parte del león.
Gamboa era el tipo del hombre honrado que se aprovecha de todo lo
que es legal. De ahí no pasaba su moralidad. A pesar de creerse el
prototipo de la justicia y de la honradez, se beneficiaba de su cargo
y de sus relaciones para enriquecerse. A mí me puso la proa mientras
creyó que no tenía gran formalidad ni resistencia comercial; cuando vió
que seguía firme, se hizo amigo y aliado mío.
Esta prudencia, que en la burguesía pasa por sesudez y por buen juicio,
es una cualidad de los miserables y de las gentes de espíritu bajo e
innoble.
Yo no le tuve nunca simpatía a aquel hombre, y al globo inflado de su
vanidad le hubiera dado con gusto un alfilerazo si hubiese podido.
Entre las comisiones de Gamboa y las de los vinateros comencé a tener
mucho trabajo, y me vi en la necesidad de tomar un dependiente en mi
oficina, y al cabo de poco tiempo, dos.

GOMES SALCEDO
Colaboraba conmigo un judío, Gomes Salcedo, hombre más listo que el
hambre. Claro que esta listeza en un judío no es cosa rara, y menos
siendo de la familia de Leví, como Gomes Salcedo, porque los Leví
descienden del rey David, o del rey Salomón, o de no sé qué otro
ilustre granuja bíblico. Gomes Salcedo, con su aire de cabra triste,
era un águila. Se había arruinado dos o tres veces, y hecho rico otras
tantas. Afortunadamente para mí, sus intereses y los míos no eran
contrarios; si no, yo hubiese andado muy mal.
Gomes Salcedo arrancaba el dinero a Lasala y a Collado con una energía
terrible, y se imponía al cónsul Gamboa, que era el representante y el
asociado de los dos comerciantes de San Sebastián, luego ingresados en
la aristocracia española. No se podía saber de todos estos negociantes
quién era el más judío.
Gomes Salcedo tenía como ayudante para los negocios sucios a un tal
Cazalet, bohemio, que se pasaba la vida en los cafés, jugando al
billar, fumando y bebiendo.
Cazalet había hecho de todo: el espionaje, el _chantage_, la compra de
correspondencias secretas entre carlistas y liberales, etc., etc. Si no
había envenenado a nadie, lo confesaba él mismo, era porque no tenía
valor y le temía al Código y a los gendarmes.
Cazalet era un hombre listo, inteligente, con un conocimiento
instintivo de los hombres, pero su ciencia del mundo no podía
utilizarla, desacreditado como estaba y hundido en todos los vicios.
Cazalet, con sus melenas, y su pipa, y su corbata flotante, venía
con frecuencia a mi oficina y contaba una porción de historias, a
cual más escandalosas, de los unos y de los otros, con su habitual
cinismo. Oyendo a aquel bohemio se veía la parte baja de negocios
y de chanchullos que había en el comercio de Bayona y en la guerra
de España, a pesar de que carlistas y liberales se batían por puro
fanatismo.

TORPEZA
El acontecimiento inesperado de que hablo al principio comenzó por unas
palabras mías imprudentes.
Había ido una noche a la tertulia de la librería de Mocochain, donde
estaban los contertulios de siempre y un señor viejo a quien no conocía.
En medio de la conversación, de pronto, me preguntó Miñano:
--¿Usted conoce al comandante D'Aubignac?
--Sí.
--¿Qué clase de hombre es?
--Es un hombre de poco talento y un tremendo reaccionario.
--A mí me lo habían pintado como hombre inteligente y liberal--dijo el
viejo desconocido.
--No. ¡Ca!--repliqué yo--; el otro día estuvo hablando mal del general
Harispe y lamentándose de que el Gobierno de Luis Felipe haya puesto al
mando de la división de Bayona a un republicano.
--¿Así que usted cree que D'Aubignac es realista?
--Lo es, sin duda alguna.
--¿Y qué dice del subprefecto?
--Dice, como todos, que es un tonto presuntuoso.
--Y de Delfina, ¿qué opina usted?--me preguntó el viejo.
--Es una mujer muy sabia, muy perfilada, muy compuesta.
--¿A usted no le entusiasma?
--No; estas mujeres tan bachilleras no me encantan.
--¿Y se le conoce algún amante?
--No; yo creo que no le quiere gran cosa a su marido; pero su virtud
consiste en que no tiene, por ahora, nadie que le guste de verdad.
Charlamos de otra cosa, y al salir yo de la librería pensé que había
hecho una torpeza al hablar de Delfina y de su marido como había
hablado, y más a una persona desconocida.
La primera vez que fuí a casa de madama D'Aubignac tuve un momento la
sospecha de que alguien habría contado lo dicho por mí en la librería;
pero se me pasó este susto.
Quince días después estaba de visita en casa de Delfina, hablando
delante de la chimenea, cuando ella repitió mis palabras de la
librería. Al principio no supe qué replicar, tan turbado me hallaba;
luego, levantándome nervioso, la dije:
--Aunque esto no sea la verdad estricta, sino adornada, no creo que
tenga más valor que una estúpida indiscreción mía y una indiscreción,
aún mayor, del que ha venido a usted con el cuento.
--Ha podido usted perjudicar a mi marido.
--Lo reconozco, lo comprendo. He obrado neciamente, ya lo sé, y para
castigarme como merezco, no volveré más a su casa.
El pedir perdón no venía a cuento; así que me marché al hotel
consternado, pensando unas veces no ir ya a ninguna parte y otras
proponiéndome no hablar de nada.


II
DESAFIO

HUBIERA deseado que la cosa no tuviera más derivaciones, pero las tuvo.
Unos días después, al pasar por delante del café de la plaza del teatro
para ir al Consulado de España, me llamó el teniente Gassion, que
estaba con otros dos oficiales.
--¡Adiós, señor Leguía!--me dijo--. Siéntese usted; no vaya usted tan
deprisa. Ayer le echamos a usted de menos en casa de madama D'Aubignac.
--Son ustedes muy amables. Ando estos días un poco atareado.
--Siéntese usted y tome algo. Pues, sí; madama D'Aubignac me preguntó
varias veces por usted; si no le habíamos visto, etcétera. Le tiene a
usted mucho afecto.
--Sí; es una señora muy buena.
El teniente Gassion siguió hablando de Delfina de una manera tan
indiscreta, que me puso frenético.
--Gassion--le dijo uno de los oficiales--, está usted molestando a su
amigo, que tiene que emplear toda su diplomacia con usted.
--Yo, ¿por qué?
--Como se dice que es usted un buen amigo de madama D'Aubignac.
--¡Bah! ¡Se dicen tantas tonterías!--exclamé con acritud.
--De todas maneras, aunque sea usted su amante, no será usted el
primero.
--Yo no soy su amante. La señora D'Aubignac es una señora amiga mía, y
nada más.
--Sigue la diplomacia--saltó insolentemente el oficial--. Yo supongo
que madama D'Aubignac, a quien no tengo el honor de conocer, se irá con
el que le haga algunos regalitos.
--¿Usted la conoce?
--No.
--¿Entonces por qué habla usted así de ella? Me parece estúpido el
denigrar a una mujer a quien no se conoce, por que s.
El me replicó de una manera desdeñosa y altiva, asegurando que mi
opinión sobre él le tenía sin cuidado; yo insistí afirmando con
violencia que lo que decía era una estupidez y una indignidad. Nos
insultamos, y él me provocó a un duelo. Le dije al teniente Gassion que
arreglara el asunto de manera que no se supiera la causa.
--Bueno; ya lo arreglaré. ¡La verdad es que él tiene la culpa de todo;
pero usted también le ha contestado de una manera tan desdeñosa y tan
agria! ¿Es usted un buen tirador de armas?
--Yo, no. No he cogido un arma en mi vida.
--¡Qué locura! Entonces le va a herir como quiera. Yo se lo pienso
advertir: si le hiere a usted gravemente, lo mato.
Esto no era un gran consuelo para mí. El oficial que se iba a batir
conmigo se llamaba Martín, y, al parecer, su antipatía por madama
D'Aubignac provenía de no haber sido invitado por ella a ir a su casa.

HERIDO
Convinieron los testigos el duelo a primera sangre y a espada.
Fuimos con nuestros padrinos y dos médicos, uno de ellos, el doctor
Lacroix, a una finca del camino de Biarritz. Mis dos testigos eran el
teniente Gassion y un joven inglés, Stratford Grain, a quien conocía de
casa de doña Paca Falcón. Todo se hizo con una gravedad y una ceremonia
solemnes. Se escogió el terreno, se midieron las espadas, con un
cambio de cortesías y de sonrisas. Yo creía que estaba leyendo algún
párrafo de Chateaubriand. ¡Pharamond! ¡Pharamond, nous avons combattu
avec l'épée! También pensaba que estábamos en la batalla de Fontenay,
cuando ingleses y franceses se invitaban a tirar los primeros. Nos
quitamos las levitas mi enemigo y yo, y nos pusieron a los dos
adversarios tan lejos, que a mí me pareció imposible que nos pudiéramos
herir.
--Allez, messieurs!--dijo el director de la escena. En el primer asalto
mi contrincante me hizo un rasguño en el antebrazo derecho que me
dolió. Mis testigos dijeron que bastaba; pero yo protesté. El pinchazo
me produjo tal cólera, que ardí en deseos de venganza. Los testigos
debatieron el asunto y decidieron que podía seguir la lucha.
--Laissez aller!--dijo el juez de campo.
Yo avancé dispuesto a herir a mi adversario de cualquier manera,
creyendo que esto era cosa fácil, y entonces él me dió una estocada
en el hombro. Quise seguir adelante, cegado por la cólera, pero los
testigos nos metieron los bastones entre nuestras espadas y se dió por
terminado el acto. Hubo nuevo cambio de ceremonias y de sonrisas, y mi
adversario y sus testigos desaparecieron.
--Ha quedado usted muy bien. Ha hecho usted retroceder varias veces al
contrario--me dijo Gassion.
--Sí; pero él, mientrastanto, me ha pinchado.
Volvimos en coche a Bayona y tuve que estar más de una semana en la
cama. El doctor Lacroix me cuidó. Este hombre, al parecer brusco, en la
intimidad era un buen hombre y hasta un sentimental, y me atendió con
afecto.
Mis dos testigos, Gassion y Stratford, vinieron todos los días a verme.
Estuvieron también Tartas, el profesor Teinturier y el abate D'Arzacq.
Delfina me escribió una carta muy cariñosa y muy amable. Stratford la
visitó y me trajo noticias de ella.
--¿Se ha dicho algo en el pueblo del desafío?--les pregunté a mis
amigos.
--Sí--me contestó Stratford--; se habla mucho de usted.
--Se añade--repuso Gassion--que quiere usted traer aquí las costumbres
brutales de España.
--Ven ustedes--salté yo--. Es la eterna injusticia. ¡Decirme eso a mí,
que no me he batido nunca hasta ahora!
--Eso, qué importa. El caso es que usted está a la moda--replicó
Gassion.
Cuando me curé fuí a ver a Delfina, que me recibió muy cariñosamente.
Me llamó muchas veces su querido amigo, y me preguntó con interés cómo
iba. Luego dijo:
--¡Qué estúpida bestia ese hombre que insulta a una mujer, por que sí!
Delfina encontró que la insolencia y la ordinariez del oficial que se
había batido conmigo procedía de su cuna. Era hijo de un tabernero.
Mientras hablaba con Delfina llegó mi amigo Stratford; charlamos largo
rato delante de la chimenea, al lado del fuego; poco después vino el
comandante D'Aubignac, y, ya de noche, nos fuimos a casa.
Me pareció notar que la insensibilidad de Delfina se conmovía un poco
en presencia de Stratford, y se lo dije a éste.
--¿Usted cree...?--me preguntó el inglés con indiferencia--. Yo, al
menos, no lo he notado.

EN LA SALA
DE ESGRIMA
Después de este desafío, del que había salido bastante bien librado,
decidí aprender la esgrima, hacer gimnasia y practicar otros ejercicios
de lucha, como el boxeo, etc.
Stratford era muy enemigo de tales deportes; decía que estos ejercicios
no producían mas que una gran brutalidad y una gran petulancia. Según
él, Inglaterra llegaría a ser un país completamente estúpido a fuerza
del abuso de los deportes.
A pesar de su opinión, como yo pensaba seguir una vida de lucha, fuí
a la sala de armas que regentaba un militar retirado, el profesor
Bratiano, que había estado en Argelia, en la Legión extranjera.
Según el maestro, yo tenía serenidad, buena vista, brazos y piernas
fuertes, pero me faltaba la prontitud en el ataque.
--Con un hombre nervioso, al principio podrá usted verse en peligro,
pero si logra usted sujetar un poco al adversario, al último lo
dominará usted.
Además de la esgrima y del boxeo aprendí a montar a caballo.


III
STRATFORD GRAIN

JORGE Stratford Grain, el joven inglés que me había servido de testigo
en el desafío, era un muchacho elegante, moreno, de cara larga y tipo
aristocrático. La cara de Stratford era de esas caras que se contemplan
a gusto; daba la impresión de una fisonomía serena y amable.
Jorge sabía mucho, tenía una gran cultura; había pasado tres o cuatro
años enfermo del pie, sin poder andar mas que con muletas, y durante
este tiempo se dedicó a leer. Su madre vivía en una casa magnífica, en
Cambo.
La madre de Stratford era una señora alta, con un aire de reina, de
unos cuarenta a cuarenta y cinco años, con una amabilidad un tanto
imperiosa.
A la madre, como al hijo, los había conocido en casa de doña Paca
Falcón; después, a Jorge le traté con motivo de mi desafío, y llegamos
a intimar.
Tenía Stratford un hermano y una hermana mayores en Inglaterra, por
los que sentía gran afecto. Me habló de que su hermano había hecho la
expedición de Vera, en 1830, con Mina y con Fermín Leguía.
Tuvimos grandes charlas, sobre todo mientras yo estuve en la cama con
la herida. Hablamos mucho de política y de literatura. El desenfreno en
el elemento patético, cosa típica en nuestra época, era para él algo
que le producía repugnancia. Stratford se sentía antirromántico.
--Toda esta literatura romántica de hoy--me dijo un día--es sólo
confusión y aparato y afectación; quiere ser muchas cosas al mismo
tiempo y, a veces, no es nada. Bien está ser elástico y poder saltar,
pero no se saltará nunca por encima de la propia sombra.
Yo no estaba completamente conforme con él. Es cierto que en la
literatura romántica del siglo XIX hay mucha cosa pesada, exagerada y
ridícula, pero, aun así, es la única que todavía conmueve al hombre
moderno.
Como siempre sucede, en el seno mismo de una tendencia aparece ya
un impulso contrario y Stratford se había saciado en su juventud de
romanticismo e iba teniendo una inclinación opuesta a él.
--¿Quién había de pensar--me decía una vez--que la _Nueva Eloísa_,
_Pablo y Virginia_, _Atala y el Genio del Cristianismo_ y los _Poemas_
de Lord Byron estarían ya tan olvidados? Es la vida, la naturalidad, lo
que perdura. El _Asno de Oro_, de Apuleyo; el _Satiricón_, de Petronio,
o el _Lazarillo de Tormes_, aunque no son mas que juguetes, vivirán más
que todas esas obras aparatosas de literatura recalentada.
Cierto--pensaba yo--; hay una clase de romanticismo que muere, pero hay
otro que vive, como el de Goethe, Dickens, el de Balzac, el de Carlyle,
y que vivirán siempre.
Varias veces supuse que Stratford escribía; pero por más insinuaciones
que le hice respecto a esto, no me dijo nada. En algunas cosas era de
una extrema reserva.
Stratford tenía un vivo deseo de ir a Londres y de escuchar a los
grandes parlamentarios ingleses. Sobre todo, Disraeli le producía una
gran curiosidad.
Su madre no quería dejarle marchar hasta que no estuviera completamente
fuerte; pues le consideraba todavía como un niño, y como un niño débil.
Estuve una vez con Stratford en su casa de Cambo, y tanto él como su
madre me convencieron de que debía estudiar el inglés.
Había en Bayona una señorita vieja, miss Rose, a quien los Stratford
conocían por miss Rose, la flaca, porque, sin duda, había habido otra
del mismo apellido a quien llamaban miss Rose, la gorda. Fuí a casa de
miss Rose, la flaca, y comencé con ella a dar lecciones de inglés.


IV
LAS CARTAS DE LORD CHESTERFIELD

MI profesora de inglés me dió, como libro para traducir, las cartas de
lord Chesterfield a su hijo: _Lord Chesterfield's Letters_.
Me pareció que este libro debía ser muy aburrido, lleno de lugares
comunes, y no tuve ninguna gana de avanzar en su lectura.
Luego encontré la biografía del lord, y me indujo a seguir leyendo sus
cartas el ver que un autor inglés, Johnson, decía de Chesterfield: «Su
señoría enseña a su hijo la moral de una cortesana y las maneras de un
profesor de baile».
He aquí lo que a mí me conviene--me dije a mí mismo--: un poco de moral
de cortesana y otro poco de maneras de maestro de baile. Esto me dará
el barniz necesario para lucirme en sociedad.
Encontré luego en el gabinete de lectura las cartas del lord traducidas
al francés, y las leí rápidamente.
He aquí los hallazgos que hice:
«La sociedad es un país--dice el lord a su hijo--que nadie ha conocido
por medio de descripciones; cada uno de nosotros debe conocerlo en
persona para ser iniciado».
Los pensamientos del lord pedagogo no llegan a la sublimidad, pero
indudablemente son de buen sentido y mucha discreción. Ambas cosas yo
las necesitaba.
«No hay en el mundo--dice en otro lado nuestro autor--señal más segura
de un espíritu pobre y pequeño que la inatención. Todo lo que vale la
pena de ser hecho merece y exige ser bien hecho, y nada puede ser bien
hecho sin atención».
En otra parte dice nuestro lord: «Un joven debe ser ambicioso, y
brillar, y excederse».
Es lo que había pensado yo también siempre; en contra de la moral
familiar, de la modestia y de la humildad.

LA MORAL DE
LA CORTESANA
La idea de considerar el placer como complemento de la educación me
produjo cierta sorpresa. Es una idea del siglo XVIII que desapareció,
sin duda alguna, con las predicaciones en favor de la austeridad de
la Revolución Francesa: «El placer--indica el lord a su hijo--es hoy
la última rama de vuestra educación: él endulzará y pulirá vuestras
maneras, os impulsará a buscar y a adquirir la gracia».
Aquí estaba uno dentro de la moral de la cortesana.
«Las cenas, los bailes, son ahora vuestras escuelas y vuestras
universidades... No hagáis sacrificios mas que a las Gracias.
Sacrificad en su honor hecatombes de libros».
«Las mujeres son las refinadoras del oro masculino; ellas no añaden, es
verdad, pero dan el resplandor y la brillantez».
Cuando el noble lord se siente maestro de baile le dice a su hijo:
«Antetodo, tened maneras».
Además de la moral de la cortesana y de la estética del maestro de
baile, hay en el autor inglés los consejos de un diplomático y de un
hombre de mundo, tipo quizá intermedio entre la cortesana y el maestro
de baile.
He aquí unas máximas suyas reunidas: Leed mejor diez hombres que veinte
libros antiguos. Hay que conocer y amar lo bueno y lo mejor, pero no
hacerse el campeón de lo bueno contra todos. Es preciso saber tolerar
las debilidades de los demás, dejarles disfrutar tranquilamente de sus
errores en el gusto como en la religión.

LOS NEGOCIOS
DIPLOMÁTICOS
Ahora una pauta para dirigir una cuestión diplomática.
«Un asunto--dice nuestro aristócrata pedagogo--está a medias
resuelto cuando se ha ganado la simpatía y las afecciones de
aquellos con quienes hay que tratar. El buen aspecto, una
presentación fácil, deben comenzar la obra; las buenas maneras
y mil atenciones deben llevarla al fin... suaviter in modo,
fortiter in re... Después del conocimiento de los tratados,
y de la historia, y de los talentos necesarios para las
negociaciones, viene el arte de agradar, de ganar el corazón y
la confianza, no sólo de aquellos con quien se colabora, sino
también de aquellos con quienes hay que luchar. Es necesario
esconder vuestros pensamientos y vuestros planes y descubrir
los de los demás; ganar la confianza por una franqueza aparente
y un aire abierto y sereno, sin ir más lejos; atraerse el
favor personal del rey, del príncipe, de los ministros o de la
favorita que mande como dueña en la corte adonde hayáis sido
enviado; dominar vuestro carácter y vuestros gustos de tal
manera, que la cólera no os haga decir o que vuestra fisonomía
no traicione lo que debe mantenerse en secreto; familiarizaos,
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