El amor, el dandysmo y la intriga - 15

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Si nos vieran en la sala de este viejo edificio, adornados con medallas
y con cintajos, nos tomarían por sabios. Es achaque muy viejo juzgar
a la gente por su indumentaria y por sus condecoraciones. No debéis
juzgarnos por nuestros trajes, sino por nuestros conocimientos; no
antes de oírnos sino después de oírnos.
Un charlatán decía: Mi bálsamo se compone de simples, y mientras haya
simples en este pueblo no me iré de él. Aceptemos que haya muchos
simples en la vía pública. ¿Pero es que vosotros creéis que son menos
simples los que forman el auditorio de las Academias e Institutos? ¿Es
que creéis que son menos charlatanes los de los salones que los de
las plazuelas? ¿Qué quiere decir charlatán? ¿Me queréis decir? ¿Qué
significa esto, sino una palabra despreciativa que se puede emplear
contra todos los espíritus originales y de talento?
Charlatán se puede llamar al hombre que marcha a la plaza, al _ágora_,
a convencer a sus semejantes de la verdad que se ha encendido en su
alma.
Charlatán se le llamó a Sócrates cuando hablaba de su demonio familiar;
charlatán, a Alejandro el Magno cuando se decía hijo de un rayo;
charlatán, a Scipión el Africano cuando se tenía inspirado por los
dioses; charlatanes, a Pitágoras, a Empédocles, a Mahoma, a Polonio
de Tyana, a Alberto el Magno, que hablaban de sombras y de diablos;
charlatán, a Bacon, que afirmaba tener una cabeza de acero que hablaba;
charlatán, a Miguel Scott, que desde su caverna de Escocia hacía sonar,
con una varita mágica, las campanas de Nuestra Señora de París.
Y entre los innovadores, ¿a quién no se le ha motejado de charlatán?
Charlatán se le ha llamado a Copérnico, a Paracelso, a Miguel Servet, a
Colón, a Watt, a Stephenson...
Y, en fin, señores; si llegara a tanto vuestra obcecación, podríais
llamar charlatán, impunemente, a Nuestro Señor Jesucristo...
La cara de Girovanna tomó de pronto un aire de desagrado, y dijo:
--Ya en la pendiente del charlatanismo tuve éxito: aguas maravillosas,
elixires de amor y de juventud, filtros de belleza. Mi destino ha sido
éste: estudiar... aprender seriamente... no poder llegar a ser nada mas
que un histrión.
--Ya ve usted cómo el amigo de usted, que cree que yo debo de tener
algún vicio muy grande y muy fuerte, que me empuja a la miseria, se
engaña. No se quiere creer ciego al destino; se supone que es, a lo
más, tuerto; conmigo ha sido ciego de los dos ojos.
--¿Y nadie le ha querido a usted, abate?
--Nadie... nadie... Sólo aquella pobre bambina...

OFRECIMIENTO
Girovanna me explicó después sus sufrimientos y me habló de lo solo
que estaba en París. Luego me dijo que le gustaría vivir conmigo y que
me cedería sus trabajos gramaticales y sus procedimientos y recetas
químicas, para que yo los explotara.
--Sí, pero yo tengo que volver a España--le dije.
--Lo comprendo. Usted es un hombre de mundo, tiene usted otros planes.
Además, ¿quién se amarra a un barco viejo como yo que va al fondo?
Le miré al abate con tristeza. Realmente no era mas que un pobre hombre
con una imaginación exaltada.
Antes de marcharse, Girovanna me dió dos frascos: uno de un narcótico
y otro de un perfume. Al día siguiente tomé yo el camino para Bayona,
donde llegué con cinco francos.


QUINTA PARTE
LA AVENTURA PELIGROSA

EN LA COSTA
CANTÁBRICA
ESTE libro, comenzado en verano en un valle de los Alpes, voy a
terminarlo en otoño, a orillas del Cantábrico.
Estoy en casa de un amigo, en un pueblo de la costa vasca, uno de esos
pueblos un poco industrial, un poco pescador, un poco agrícola, con una
playa de bañistas. La casa donde vivo da por delante a una callejuela
y tiene por detrás una galería que mira al mar. Desde esta galería
suelo ver el puerto con sus vaporcitos, sus pailebotes y sus goletas,
que cargan cemento y descargan carbón. A la entrada de la ría hay un
puente gris, por donde corren raudos los automóviles y pasan coches y
bicicletas; más lejos, otro puente, por donde cruza el tren, dejando
nubes de humo negro, y estos diversos medios de locomoción, el tren,
el auto, los carros, las bicicletas, los vapores y los barcos de vela,
dan al paisaje un aire pedagógico e instructivo de lámina de libro de
lectura para niños.
Por la mañana paseo en la playa con mi amigo. Los veraneantes se van;
las casetas de lona desaparecen; algunos chicos juegan todavía en el
arenal haciendo agujeros; el mar se muestra más azul que nunca; el sol,
amarillo y templado.
Por las tardes vamos por la carretera que bordea la costa. Es la
época del equinoccio. El mar está irritado; las olas se erizan de
espuma y rompen en las rocas; los pedregales de la costa resuenan como
descargas, en la resaca; las gaviotas revolotean; la espuma espesa va
llevada por el viento en copos, no tan blancos como los de la nieve, y,
a lo lejos, el cabo de Machichaco, misterioso y fantástico, se destaca
en el mar sombrío y hostil.
De noche oigo el rumor lejano de las olas, y cuando no puedo dormir
pienso en mis memorias y escribo alguna página de ellas.


I
MARÍA LUISA DE TABOADA

AL llegar a Bayona me encontré a don Eugenio preocupado; ni García
Orejón ni Bertache daban señales de vida.
Aviraneta había pensado enviar un nuevo agente al campo carlista para
que observase el carácter de la escisión entre marotistas y partidarios
de Arias Teijeiro, y hasta qué punto llegaba el odio entre ellos.
Aviraneta consultó el caso con doña Paca Falcón, y ésta le dijo:
--Un agente no tengo; pero una agente, sí. Conozco a una mujer que creo
que sería capaz de ir al campo carlista y hacer con inteligencia la
comisión que se le indicara.
--¿Es carlista?
--Sí, carlista, aunque del grupo moderado. Se encuentra, por el
momento, en una situación un poco difícil. Yo le hablaré, y, si quiere,
le citaré para mañana aquí mismo.
Efectivamente; al día siguiente, doña Paca Falcón estaba en la
trastienda con la señorita María Luisa de Taboada.
María Luisa era hija de un abogado, corregidor de Guipúzcoa en 1824, y
después, fiscal de la Audiencia de La Coruña. Este señor, al comienzo
de la guerra, se declaró por Don Carlos y escribió un folleto atacando
con violencia a María Cristina y a Isabel II y haciendo la apología del
Pretendiente. El abogado Taboada fué amigo y asesor de Zumalacárregui.
María Luisa, en este momento, servía de señorita de compañía a una
familia francesa en una casa de campo de las inmediaciones de Bayona.
María Luisa era muy conocida en el pueblo por su ingenio, su desparpajo
y su exaltación carlista. En tiempo de Zumalacárregui había desempeñado
algunas misiones diplomáticas en Madrid, Turín y Nápoles, por lo cual
se la consideraba como una mujer dotada de sagacidad y de travesura.
María Luisa pertenecía al partido carlista moderado, al grupo de
Maroto, Villarreal y el padre Cirilo.
La vi a esta muchacha entrar y salir en la trastienda de la casa de
doña Paca.
--He tratado de sondearla y de que pasara a nuestras filas--me dijo
don Eugenio--; pero es imposible. Esta muchacha es fanática carlista y
pertenece a la Congregación de San Vicente de Paul. Tengo que variar de
plan. La he convidado a comer mañana en Bidegañeche, una fonda de San
Pedro de Irube. Iremos ella y yo paseando, y luego tú la llevas en el
tílburi de Iturri a su casa.
--Muy bien.
--Galantéala un poco.
--Bueno. ¡Vaya un papel que me quiere usted dar!
--No te costará mucho trabajo. Ya sabemos cómo eres.
Fuí con el tílburi a San Pedro de Irube. Hacía un día de invierno,
espléndido. Dejé el cochecito en la cuadra de Bidegañeche y subí al
comedor pequeño, que estaba empapelado con un papel que representaba un
puerto con sus muelles, sus barcos y sus montes a lo lejos.
Aviraneta me presentó a María Luisa de Taboada.
María Luisa era una mujer de mediana estatura, morena, seca. Tenía
el óvalo de la cara muy alargado; la nariz, también larga; los ojos,
pequeños, brillantes, muy bonitos; el pelo, negro; la piel, curtida
por el sol; la boca, un poco incorrecta, que dejaba al descubierto
la dentadura, blanca y fuerte. Nadie hubiera dicho que era bonita,
pero tenía atractivo. Había en ella algo de la viveza y de la gracia
de la cabra. Su cuerpo era esbelto y bien formado; la mano, chiquita
y, a pesar de esto, fuerte; el pie, muy pequeño. Se vestía un tanto
caprichosamente, aunque siempre de obscuro. Llevaba corbatas de hombre
y sombreros de hombre. Tendría unos veinticinco a veintiséis años. Su
padre era gallego y su madre castellana. Ella había heredado de su
madre su sequedad y su energía.
Hablando, María Luisa era un poco redicha y recalcaba las palabras con
cierta complacencia. Se expresaba de una manera coloreada y pintoresca.
A veces hacía gala de su erudición, y sacaba a relucir a Santo Tomás o
a San Agustín, y entonces resultaba un poco pedante.
Estas observaciones hice mientras Aviraneta y ella charlaban de
política en la comida.
Aviraneta se mostró partidario del bando moderado entre los cristinos,
y enemigo mortal de los exaltados. Dijo a María Luisa que los moderados
de Isabel II y los de Don Carlos pretendían una misma cosa, y que
podrían entenderse, pues los puntos que los dividían apenas tenían
importancia.
El casamiento del hijo de Don Carlos con Isabel II podría ser la mejor
solución y el término de la guerra, y para prevenir dificultades y
celos, si se llegaba a un acuerdo, se extrañaría del Reino al infante
Don Carlos y a María Cristina. La realeza o suprema autoridad del
Estado residiría mancomunadamente en Isabel y Carlos, como en tiempo de
los Reyes Católicos. Se convocarían Cortes, y se daría a la nación una
Constitución y un régimen moderados. Para conseguir esto era preciso
acabar con los corifeos del bando exaltado de ambos campos.
María Luisa, con la pedantería que tienen las mujeres cuando se ocupan
de política, barajó aquellos lugares comunes con entusiasmo. Yo, como
había oído muchas veces exponer estas y otras teorías parecidas, oía la
conversación como el que oye el rumor de las olas.
Después de la comida preparé el tílburi y ayudé a montar a María Luisa.
Fuimos a ver a San Pedro de Irube, el castillo del Petit-Lisague y la
gruta en donde el caballero de Belzunce mató a un terrible dragón, tan
cándido y buena persona como todos los dragones.
--¿Y usted no se ocupa de política?--me preguntó María Luisa.
--Yo, no; todo eso me aburre profundamente.
--Usted será un señorito rico que no piensa mas que en divertirse.
--¡Le parece a usted poco! Es muy difícil divertirse.
--¡Qué asco! Yo con un hombre como usted no iría a ninguna parte.
--Yo con una mujer como usted iría a algunos sitios.
--¡Bah! ¿Se las va usted a echar de Don Juan?
--¿Por qué no?
--Conmigo no tendrá usted éxito.
--¡Oh, sí! ¡Quién sabe!
--¡Qué estúpido es usted!
--Quizá. Usted también es un poco pedante.
--¡Yo!
--Sí.
El calificativo no le hizo ninguna gracia.
María Luisa tenía una gran seguridad en sí misma. Se creía la
ciencia infusa. Tenía una risa clara, despreciativa, una petulancia
completamente ibérica.
Dejé a María Luisa en su casa y me volví a la fonda de Iturri a
entregar el coche.


II
PETULANCIA CONTRA PETULANCIA

LA señorita de Taboada me hizo efecto, y dispuse emprender su conquista.
Al día siguiente de comer con ella en San Pedro de Irube la volví a ver
en casa de la Falcón, y hablamos.
Ella estaba conmigo siempre en guardia.
María Luisa, por lo que me dijo la Falcón, era una mujer original, de
una vida poco corriente, con una extraña juventud.
Había vivido en Francia, en Italia y en España; había seguido con su
padre a las tropas de Zumalacárregui, montando a caballo, andando entre
breñales y descampados, recibiendo la lluvia y el sol; sabía historias
libertinas, que las contaba con mucha gracia, y pasaba de contar estas
verduras a hablar de sus ideas religiosas, que en ella se hallaban muy
arraigadas.
Era muy devota, y al mismo tiempo, en su conversación, muy atrevida,
cándida y maliciosa, intrigante y simple, y siempre muy novelera.
Bromeé con ella preguntándole acerca de sus amores en Bayona.
Para ella en Francia no había gente que le interesara. Los franceses le
parecían muñecos que no le preocupaban; para ella no había mas que los
españoles.
Era un caso de arbitrariedad parecido, aunque contrario al de madama
D'Aubignac.
Conocí a una de sus amigas, hija de un coronel carlista, que era una
solterona fea y rencorosa, que no podía soportar la importancia de
María.
--María Luisa es una loca--me dijo--. Se figura que ha de cumplir
grandes misiones en el mundo; sueña con ser una Juana de Arco o una
Santa Teresa de Jesús.
--¿Es ambiciosa, entonces?
--Sí, pero sin base. Es muy superficial. No tiene talento alguno. Ha
aprendido aquí y allá frases de efecto, y las baraja en la conversación.
--Sin embargo, dicen que Zumalacárregui la consultaba a menudo.
--¡Ca! A su padre; a ella, no. En muchas cartas que Zumalacárregui
dirigió a su padre, en donde ponía: Querido amigo, ella cambió las oes
en aes y puso: Querida amiga.
--Dicen que el general Villarreal la atiende mucho.
--Si ha sido su querida.
--¡Cree usted!
--Eso dice todo el mundo. Es verdad también que han pensado en casarse,
pero él está preso y tísico, y no se pueden casar.
La amiga me dió estos detalles con fruición.
Me enteré de la vida de Villarreal. Entonces el caudillo carlista
tendría unos treinta y cinco años. Gozaba fama de hombre valiente,
recto y de carácter. Se le consideraba como sencillo, modesto y
ordenancista. Debía ser, sin embargo, un fanático, a juzgar por
la orden de fusilar al viejo médico don Francisco Manzanares, en
Escoriaza, sólo porque éste no tenía ideas religiosas.
Aquellos datos me servirían en mi lucha contra María.
A los pocos días de conocerla estaba casi enamorado de María Luisa;
tenía por ella una pasión de vanidad, de amor propio y de algo de
rencor.
Mis relaciones con madama Laussat habían sido un amor tan físico,
que no me dejaron ningún recuerdo en el espíritu; mis amores con la
marquesa Radensky fueron una fantasía vaga y corta, como una borrachera
de Champaña; a Corito la seguía queriendo, pero su recuerdo me daba la
impresión de algo vago, ideal como celeste.
En cambio, por María Luisa tenía una pasión erótica, de malos
instintos, un fondo de rencor, una necesidad de dominarla, de
humillarla, y una antipatía profunda por sus inclinaciones, sus ideas y
sus amistades. Tenía en esta época una petulancia y una impertinencia
donjuanesca. Me creía capaz de todo y de vencer cualquier dificultad
que se me presentase. Estaba convencido de que vencería y sometería a
María Luisa.
Además, me atraía; había en ella algo ardiente y seco que me gustaba.
Era como un paisaje castellano tostado por el sol.
Cuando supe que María Luisa, aceptando la peligrosa comisión que le
daba Aviraneta, iba a entrar en España, la dije:
--La voy a acompañar a usted.
--¡Ca!
--Ya verá usted. Pienso hacer su conquista. Tengo que quitar la novia
al general Villarreal.
--¡Qué ilusión!
--¿Usted me deja acompañarla?
--Bueno. No tengo inconveniente.
--Usted, naturalmente, no me denunciará a los carlistas. Sería una mala
acción.
--Yo no le denunciaré. Usted tampoco intentará intervenir en mis
asuntos.
--No, señora.
--Ni intentará ninguna violencia contra mí.
--Ninguna.
María Luisa empezaba a tenerme miedo.
--Nada; iremos juntos. Diré que es usted un pariente mío.
Le agarré la mano.
--Tiene usted una mano fuerte, de hierro. Podría usted estrangular a
uno.
--¡Vaya un cumplimiento!
--Es una mano que me enamora.
Se la besé.
--¡Qué estúpido es usted!--exclamó ella.
--Es posible; pero usted me llegará a querer.
--Nunca.
--Tengo la mala suerte de que todo lo que quiero, al fin lo consigo.
--¡Qué alabancioso! ¡Qué tonto!
--Usted lo verá.
--Sí, usted es el emperador, su alteza real.
--No se ría usted todavía; al final veremos quién tenía razón.
Cuando Aviraneta supo mis propósitos de acompañar a María me quiso
disuadir del proyecto.
--Deje usted--le contesté yo--; yo creo que habrá algo interesante que
ver en ese viaje.
Mi vanidad me hacía creer en esta época que vacilar, abandonar una
acción cualquiera por pereza o por blandura de espíritu, era una
cobardía indigna de un hombre de acción, de un discípulo de Aviraneta,
que con el tiempo tenía que eclipsar a su maestro.
Había tomado como norma de conducta no estar en la indecisión, pesando
el pro y el contra de las cosas por hacer, sino decidir, y después de
decidir, ya no volver sobre mi acuerdo hasta que un obstáculo fuerte me
impidiera seguir adelante, y entonces ver de vencerlo o de soslayarlo,
según su importancia.
Una de las cosas que podía llamar sobre mí las sospechas en mi viaje
era mi aire de juventud.
Para remediarlo fuí a casa del peluquero y le pregunté si no habría
medio de pintarse canas. Le chocó mucho la pregunta e hizo algunas
pruebas, hasta que eligió un líquido, que me dió en un frasco.
--No creo que el efecto dure mucho tiempo; tendrá usted que darse cada
dos o tres días.
Me miré a un espejo.
--Está muy bien--le dije--. Me envejece lo menos diez años.
--Y además le da a usted un aire muy distinguido.
Me preparé para el viaje. No llevaba mas que algunos billetes de Banco
cosidos en distintos puntos de la ropa, un gabán y un impermeable.
En el bolsillo del pecho guardaba el frasco de narcótico del abate
Girovanna.
Aviraneta dió largas instrucciones a María, escritas con tinta
simpática, acerca de lo que tenía que hacer y decir al verse con Maroto
y con los generales carlistas del bando exaltado. Le dió también diez
onzas de oro para el viaje, que María cosió en el corsé.
A final de enero, con los papeles en regla, María Luisa y yo tomamos
la diligencia, bajamos en San Juan de Luz, alquilamos dos caballerías,
pasamos por Vera, y llegamos por los montes a Oyarzun, donde dormimos.
El segundo día cruzamos las filas carlistas, y el tercero estábamos en
Tolosa.
María Luisa escribió desde allí a don Eugenio diciéndole que la
mayoría de la gente con quien hablaba era partidaria de los presos ya
libertados de Arciniega. Villarreal no tenía mando aún y esperaba, para
obtenerlo, el que el padre Cirilo subiese al Poder.
El 3 de febrero llegamos a Vergara y presenciamos la entrada del
Pretendiente. Después fuimos a una misa de gala muy decorativa. En la
iglesia, en el sitio de honor, estaban Don Carlos y su hijo, vestidos
de uniforme; la duquesa de Beira, con traje de cola muy lujoso, y luego
la corte, galones, penachos, plumeros, levitas; el general Uranga; doña
Jacinta, la Obispa; la camarista señorita de Arce; el obispo de León,
etcétera, etc.
Yo me coloqué al lado de María Luisa, que me indicaba cuándo tenía que
arrodillarme y levantarme.
--La verdad es que estaría gracioso que ahora me adelantara yo e
intentara dirigir todos estos movimientos místicos y ceremoniosos de la
etiqueta cortesana--le dije a María.
--Usted está malo de la cabeza--me contestó ella.
--María Luisa me iba tomando cierto respeto; lo que yo consideraba
como un buen síntoma para mis propósitos. Mi petulancia antirreligiosa
y antimonárquica y mi manía de impiedad le producían a ella verdadero
espanto.
Al salir de la iglesia le dije a María Luisa:
--¡Sabe usted que encuentro a su rey cierto aire de carnero!
--No, pues no tiene usted razón; es un hombre guapo.
--Guapo, no. Por mucho fervor monárquico y borbónico que sea el suyo,
no puede usted decir que es guapo. ¡Con esa quijada, y ese labio belfo,
y ese aire tristón y ridículo! La verdad es que estos Borbones, desde
el punto de vista estético, no valen gran cosa.
--¿Y María Cristina, es mejor?--preguntó ella con sorna.
--¡La excelsa Cristina! Es una italiana guapetona, vasta; pero esta
brasileña de ustedes es peor. Chata, fea, disciplente, herpética... Eso
es un perro de presa. Yo no la tomaría ni de cocinera.
--¡Ah, claro! Usted, no. Usted necesita una hada, una hurí de Mahoma.
--Ya ve usted que usted me gusta y no es usted ninguna hurí.
--Usted tampoco es muy galante.
--Es verdad; nunca lo he sido.
En Vergara, María Luisa fué a visitar a Maroto y le habló. Maroto
parece que le dijo que estaba cansado de ver que el rey favorecía a los
enemigos suyos, y que iba a tomar una determinación grave y que haría
época.
Corrió por Vergara que entre el Pretendiente y su general en jefe se
habían cruzado estas palabras:
--Señor--le había dicho el general--: la irresolución de Su Majestad
compromete la autoridad que en mí ha depositado. Si Su Majestad no
castiga a los generales y palaciegos que trabajan sediciosamente contra
mi honor y mi vida, me veré en el caso de fusilarlos.
--¡De fusilarlos! ¿Te atreverías?
--Me atreveré, aunque Su Majestad después tenga el disgusto de mandar
separar mi cabeza de los hombros.
--No lo harás--replicó Don Carlos.
--Eso ya lo veremos--murmuró Maroto al cesar la entrevista.
Aquello fué un desafío entre el rey y el general, y todos los
palaciegos se mostraron indignados de la soberbia de Maroto.
Antes de salir de Vergara, María Luisa tuvo una segunda conferencia con
el general. A mí no me dijo de qué habían tratado; pero debía de ser de
algo grave, porque María Luisa volvió muy preocupada.


III
EN ESTELLA

DOS días después de llegar a Vergara salimos para Estella en un
carricoche roto y desvencijado, con un cochero que cantaba alegremente.
Este cochero tenía dos motes a falta de uno: le llamaban Cholín
Tripatriste, y era hombre alegre como unas castañuelas.
En el camino hacía frío; yo me quité el gabán y se lo puse en las
rodillas a María.
--No quiero; de ninguna manera--me dijo ella.
--Entonces deje usted que nos sirva para los dos.
--Bueno; pero no intente usted aprovecharse.
--¿Es que lo he intentado alguna vez?
--No, no. Es verdad. Lo reconozco; y si abandona usted ese ridículo
proyecto de que yo me enamore de usted a la fuerza, seremos buenos
amigos.
--No, a la fuerza, no. Yo desplegaré mis recursos en línea de batalla;
usted se opondrá a su modo.
--¿Y por qué no ser buenos amigos?
--No me basta.
El cochero se puso a cantar:
Yo tengo una cachuchita
sólo para mi recreo.
Luego se dedicaba al estribillo:
Vámonos,
china del alma;
vámonos
a Puerto Rico;
irémonos.
María Luisa y yo hablamos de nuestros amigos y conocidos de Bayona, y
ella me contó un sinfín de anécdotas de los carlistas que vivían allí.
El cochero volvió de nuevo a la cachuchita:
Tengo yo una cachuchita
que siempre está suspirando,
y sus ayes y suspiros
se dirigen a Don Carlos.
--Bueno, bueno, Cholín. ¡Basta de cachuchita!--le grité yo con voz
estentórea.
--¡Qué bruto es usted!--me dijo María Luisa.
--Gracias.
--Le ha dejado usted al hombre aturdido.
--Es que ese animal no nos dejaba hablar.
Entramos en Estella. Todas las posadas estaban ocupadas. María fué a
visitar a la viuda de don Santos Ladrón, que le dió hospedaje, y yo
marché, por indicación de Cholín, a la calle de San Nicolás, a casa de
una mujer que tenía huéspedes.
La casa de la Martina era una casucha pequeña, con una cuadra, una
leñera y la cocina en el piso bajo; una salita y un gabinete, con dos
alcobas, en el alto. Este gabinete había sido de un cura y tenía varios
armarios llenos de libros religiosos.
En una de las alcobas, en la más grande, dormían un oficial carlista
que, según me dijo la dueña, estaba algo enfermo, y un fraile
castellano. La alcoba más pequeña me la destinaron a mí.
En el pueblo había una gran agitación. Los soldados de los batallones
navarros estaban excitados, y se decía que iba a haber una matanza
general de marotistas y de hojalateros.
La plaza solía estar, mañana y tarde, llena de corrillos de
apostólicos, a los que llamaban de la vela verde, entre los que se
destacaban curas y frailes que peroraban con violencia y con pasión.
Una mañana le vi allí al general Guergué en un grupo de sus
partidarios. Era don Juan Antonio Guergué hombre de unos cincuenta
años, pequeño, rechoncho, áspero en el hablar. El general Guergué
había tenido la humorada de decir a Don Carlos: «Nosotros, los brutos,
llevaremos a Su Majestad a Madrid»; y parecía tener empeño en demostrar
que no abdicaba de su papel de bruto.
En el corro, al lado de Guergué estaba el oficial de la secretaría de
Guerra, don Luis Ibáñez, hombre de confianza de don Juan Antonio, tipo
de fanático sombrío, de rostro macilento, con la mirada baja.
El grupo de curas, apostólicos y empleados, escuchaba las palabras de
Guergué con gran respeto.
Sonó la oración del mediodía; se descubrieron todos y rezaron.
Luego, un asistente sacó de la posada de la plaza un caballo; montó
Guergué y, después de haber lanzado una última bravata, se fué como una
exhalación. Iba, según me dijeron, a Legaria, donde vivía.
En estos corros encontré también a Orejón y a Bertache.
Orejón me dijo que existía una conspiración entre los _puros_, en
la que entraban los generales García, Guergué, Sanz y Carmona, el
intendente Uriz, el cura de Allegui, don Juan Echeverría; don Ramón
Allo, capellán del Estado Mayor General, y otros, todos apostólicos
rabiosos y absolutistas puros y netos.
La correspondencia de los generales navarros conjurados con sus amigos
del Real pasaba por las manos de dos secretarios del Ministerio de la
Guerra, don Florencio Sanz, hermano del general, y don Luis Ibáñez,
antiguo secretario de Guergué, que solía aparecer con frecuencia en
Estella, y a quien yo había visto días antes.
Entre los generales rebeldes se había pensado en prender a Maroto
cuando pasase revista a varias fuerzas destinadas a cruzar el Ebro, y
fusilarlo.
--¿Le ha dado a usted instrucciones don Eugenio?--me preguntó Orejón.
--No.
--¡Qué falta!
--Se las ha dado a una señorita que ha venido conmigo, y que se llama
María Luisa de Taboada.
--¿Quién es esa señorita?
Le expliqué quién era.
--¿Dónde vive?
--Ha parado en casa de la viuda de don Santos Ladrón.
--Muy bien; la buscaré.
Dejé a Orejón, que me citó para el día siguiente en el mismo sitio, y
anduve con Bertache oyendo lo que se decía entre los grupos:
--¡Rediós! No ha de quedar uno de los que quieran transacciones--decía
un hombre del pueblo--. A tiros acabaremos con ellos, y no le
obedeceremos ni al rey.
--Está probado--saltaba otro--que Maroto es fracmasón; lo ha dicho el
general García en el convento de San Francisco.
--Pues otros dicen que Maroto es comunero, que es peor.
--Yo he oído que es carbonario--añadía un tercero--, y esos son los más
malos.
Bertache me contó que en el convento de San Francisco de Estella habían
andado los frailes a linternazos, después de una disputa en que unos se
pusieron a favor y otros en contra de Maroto.
Fuimos a otro grupo.
--Maroto es el protector de todos los pícaros y ateos--decía un viejo
apostólico--, un masón más.
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