El amor, el dandysmo y la intriga - 04

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Madama de Laussat era una rubia de unos treinta a treinta y cinco años,
de cara ancha y un poco juanetuda, de ojos claros y labios gruesos y
rojos.
Creo que, espontáneamente, yo no me hubiera fijado en ella, ni ella
en mí; pero con esa tendencia a la tercería que hay en Francia, nos
empujaron al uno hacia el otro.
Madama Laussat fué varias veces a la tienda de la Falcón y me citó en
su casa.
Realmente, yo no sentía entusiasmo por ella, ni ella tampoco por mí;
pero ella tenía casi siempre un amante y, durante un par de meses, ese
amante fuí yo.
Uno de los medios de seducción de aquella dama era la risa; tenía unos
dientes muy hermosos y una boca muy fresca.
Era una mujer sana, fuerte, con la nariz gruesa y respingona, y cierta
tendencia a la gordura.
Doña Paca Falcón, siempre muy lista, me dijo:
--Estos amores con madama Laussat le avisparán a usted.
--¿Usted cree?
--¡Ah! Es una lagarta muy viva.
Uno de los contertulios de la librería de Mocochain, un cura viejo, el
abate Faurel, hablando de madama Laussat, me decía:
--La cara de madama Laussat es una de esas caras que tienen atractivo
con la juventud y con la frescura de los pocos años, pero que se
convierten en máscaras grotescas con la vejez, sobre todo si la mujer
se empeña en luchar con afeites contra los estragos de la edad.
Como no sentía entusiasmo por aquella madama, no me costó gran trabajo
retenerme y no hacer enormes tonterías. A pesar de esto, tuve que pasar
por muchas humillaciones y bajezas, adular a su marido y fingir gran
admiración por Francia. Estas admiraciones fingidas me avergonzaban y
me hicieron creerme un miserable.
Si yo fingí frialdad y egoísmo con ella, ella no tuvo necesidad de
fingirlo, porque lo sentía espontáneamente. Su amor, si aquello podía
llamarse amor, estaba condicionado por sus amistades, sus compromisos,
y hasta sus digestiones. Todo esto me parecía desagradable y ridículo,
y me humillaba y me ofendía.
El deseo de conseguir todo de las gentes de los países que se llaman
civilizados me parecía, y me sigue pareciendo, muy antipático. Da una
mezquindad, un cuadriculado a la vida completamente odioso.
Madama Laussat iba a las citas con este espíritu ansioso y glotón.
Era completamente práctica y positiva. Si en una de nuestras citas le
hubiera estropeado un lazo, no me lo hubiera perdonado nunca.
Consideraba madama Laussat que el mundo entero le debía una cantidad de
satisfacciones y de placeres suficientes que tenía que cobrar.
Me instó a que le hiciera un regalo; pero como no tenía dinero, ni
voluntad, le hice un regalo pequeño...
Actualmente veo que en los países del centro de Europa se habla con un
entusiasmo lírico de la vida sexual: hay profesores serios que cantan
el amor físico con una mezcla de lirismo y de pedantería, como algo
misterioso y sublime, y lo que para nosotros, los españoles, sobre todo
los españoles viejos, es puro cerdismo, para ellos es algo intelectual
y maravilloso.
Madama Laussat tenía también una idea ansiosa del placer. Era una idea
de avaro. No comprendía que sólo el sacrificar algo da perspectivas
nobles a la vida.
Ella no quería sacrificar nada, y este espíritu tan mezquino me llegó a
hacer a aquella mujer perfectamente antipática. No era sólo su espíritu
el que me rechazaba, sino su manera de comer y de beber, de hablar y de
sonreír.
Al notar mi alejamiento, ella me sustituyó pronto por un teniente de
Artillería, el señor de Gassion.
El haber sido el preferido de madama de Laussat durante algún tiempo
me dió cierto prestigio entre las señoras de la buena sociedad, que me
acogieron más amablemente. Conocí por entonces a madama D'Aubignac, que
era la mujer de un militar, y fuí presentado en su casa por el teniente
Gassion.


XI
MADAMA D'AUBIGNAC

MADAMA D'Aubignac, Delfina Vitelli, no se parecía en nada a madama
Laussat; era un tipo completamente distinto.
Madama D'Aubignac tendría entonces veintiséis o veintisiete años. Era
rubia, con un color como desteñido, de ojos azules, la nariz recta, las
cejas finas, la boca pequeña, de labios pálidos, la expresión reservada
y un tanto teatral. Era muy elegante y esbelta; tenía las manos
delgadas, de dedos largos, con las que accionaba muy bien, y tomaba
unas actitudes artísticas. Tenía un niño y una niña. Delfina era nieta
de un italiano, y decía que era descendiente de Vitellozzo Vitelli, uno
de los _condottieri_ muerto por César Borgia en la célebre emboscada de
Sinigaglia.
Delfina tenía un ingenio muy agudo y un gran sentido de observación, lo
que no le impedía ser muy romántica.
Entonces, no; pero hoy hubiera dicho que era una mujer envenenada por
la literatura. Le hubiera gustado ser sacerdotisa como Velleda, no como
la de Tácito, sino como la de Chateaubriand, y tener un destino trágico
y triste. Excitada por la literatura y por la música, Delfina era una
mujer descontenta, una mujer alambicada, con una gran inclinación a las
sutilezas psicológicas y literarias, muy aficionada a escribir largas
cartas, con análisis espirituales.
Madama D'Aubignac tenía en sus reuniones la actitud de una señora de
casa que aspira a que la gente se distraiga en su salón; hablaba de
una manera muy insinuante, y sus explicaciones eran siempre claras,
precisas, sin obscuridades, y las ayudaba con el gesto y con el ademán
de aquellas manos de dedos largos y finos.
El señor D'Aubignac era militar, hombre correcto, frío, realista y muy
arbitrario. Oí decir que se había casado con Delfina principalmente por
la dote; guardaba consideraciones a su mujer, pero no le tenía cariño.
Galanteaba a madama Picamilh, que era una morena opulenta, de ojos
negros, que estaba muy enamorada de su marido.
El señor D'Aubignac me trataba muy amablemente.

LAS AMISTADES
DE DELFINA
A casa de Delfina solían ir con frecuencia madama Picamilh y madama
Saint-Allais, que era una viuda vaporosa, como una sílfide, que hacía
versos sepulcrales. También iba madama Laussat, pero Delfina sabía
demostrar que no consideraba a esta dama entre sus amistades íntimas.
Los hombres que acudían a las reuniones eran en su mayoría militares,
aunque había también paisanos, magistrados, empleados y comerciantes.
El clero frecuentaba poco la casa; algunas veces iba un canónigo, y, en
una o dos ocasiones, el obispo, que se dedicó a galantear a las señoras.
Uno de los hombres que más bullía era el doctor Iriart, hombre alto,
viejo, muy empaquetado, muy derecho, muy bien vestido, y a quien se le
tenía por una eminencia. El doctor hablaba como si tuviera el secreto
de todas las cosas. A mí me pareció un antipático farsante de la tribu
de los galenos.
Otro médico que frecuentaba la casa era el doctor Lacroix, médico del
regimiento. El doctor Lacroix tenía un tipo frailuno: era fuerte,
rechoncho, displicente, con el cráneo calvo y abultado; había vivido en
Argelia; era soltero, y tenía afición por los caballos y por los perros.
Los jóvenes oficiales que acudían a casa de madama D'Aubignac estaban
cortados todos por el mismo patrón: eran fatuos, vanidosos y de aire
frío y ceremonioso.
El único amable, al menos conmigo, era el teniente Gassion, mi
substituto cerca de madama Laussat. Gassion era alto, delgado, rubio,
con los bigotes en punta, con la cara roja y con esa insignificancia
corriente en el tipo rubio, que da la impresión de un joven de
mostrador o de un mozo de fonda. El teniente Gassion era una buena
persona, hombre amable y servicial, pero un charlatán desenfrenado.

MIS RESENTIMIENTOS
En esta tertulia, muchas veces los oficiales jóvenes me trataban con
desdén o me decían alguna impertinencia. Varias veces me propuse no ir.
Al principio me sentía muy cohibido y muy molesto. Me encontraba como
un mozo del campo a quien le ponen por primera vez cuello almidonado y
botas nuevas. A veces, por una frase, por una sonrisa, la ira brotaba
en mí de una manera súbita.
No sospechaba yo que tuviera este fondo de violencia y de barbarie.
Me sentía más iracundo y más irritable en Bayona que en España. Yo
me explicaba a veces esto, porque en España, con el odio de los dos
partidos, se dividían las actividades psíquicas, y una gran cantidad de
irritación y de cólera se empleaba en detestar a los enemigos; pero en
Francia, en donde esta división no era posible para un español, ponía
uno la violencia y la rabia dentro de la vida social.
Me chocaba encontrar en mí mismo, de una manera tan exagerada, esta
mezcla de violencia, de brutalidad y de debilidad. Por un motivo
pequeño me sentía indignado e irritado, y al cabo de un par de días
surgía otro que recogía a su alrededor la misma cólera y violencia.
Me había creído cándidamente un hombre comprensible y amable, pero iba
viendo que no había tal cosa y que estallaba por dentro a cada paso
con una irritación y una rabia frenéticas.
Algunos días en que había poca gente me sentía muy a gusto en casa de
madama D'Aubignac. Era ya a principios de otoño; se encendía fuego en
la chimenea, se charlaba, y yo me encontraba bien y, a veces, hasta
ocurrente.

LAS IDEAS DE
MADAMA D'AUBIGNAC
Delfina me invitó varias veces a comer en su casa, y llegué a tener
cierta confianza, nunca mucha, porque la manera de ser de aquella
señora no lo permitía, y había que estar siempre en guardia.
Madama D'Aubignac era la pulcritud llevada al último extremo: toda
su casa estaba tan cuidada, que daba pena pisar el suelo con las
botas sucias de la calle. Tenían un salón verde, con una sillería
Chippendale, de seda también verde; un piano Erard, la araña en el
techo, un velador, una vitrina con miniaturas y abanicos preciosos,
unas cortinas de terciopelo verde con guarniciones de hierro forjado,
un retrato al óleo de una dama de su familia y varias estampas; la
llegada de una diligencia, de Bailly, grabada por Massard, y Le Bal
Paré y el Concierto, dibujados por Saint-Aubin y grabados por Duclos,
que son pequeñas obras maestras en el género.
Delfina tocaba el piano y cantaba, si no con mucha voz, con mucho
sentimiento, _El barbero de Sevilla_, _Lucía de Lammermoor_, que se
estrenó por entonces, y algunas canciones vascas como _Iru damacho_
(las tres señoritas donostiarras de una tienda de Rentería, que saben
coser bien, pero que saben mejor beber vino). Esta canción la había
instrumentado el músico francés Habeneck, y llegó a hacerse popular.
Delfina era muy entusiasta de los libros de Balzac y de los dibujos de
Gavarni, que le parecían maravillosos. Estaba suscrita al periódico
_La Moda_, árbitro entonces de las opiniones y de las costumbres de la
gente elegante.
Tenía también gran entusiasmo por Víctor Hugo, aunque el carácter
demagógico que iba tomando el poeta no le gustaba. Sabía de memoria
trozos de _Hernani_, y una vez ella y un joven oficial recitaron la
escena de Hernani y Doña Sol, en que Doña Sol dice aquella frase
célebre: _¡Vous êtes mon lion superbe et généreux!_ Realmente, madama
D'Aubignac declamaba muy bien.
Delfina hubiera querido vivir en París. No sentía amor por su marido,
pero era de una conducta severa. Unicamente una gran pasión la hubiera
arrancado de su pasividad. Tenía por la gran pasión un amor exaltado.
Yo sospechaba que en este culto por la gran pasión había mucho de
exasperación, producida por la literatura romántica.
Tenía también un entusiasmo exagerado por la belleza, por la prestancia
y por el rango, que a mí me irritaba profundamente.
La verdad es que en la vida todos los caminos, cuando queremos
recorrerlos hasta el final, nos llevan a algo feo e innoble.
La admiración por la belleza, por la fuerza, por el rango, es justa,
está bien, pero nos induce fácilmente a la adulación y hasta a la
vileza. La compasión, la piedad, tienen mucho de sublime, pero
conducen, a poco que crezcan, al odio por el feliz y por el ecuánime.
¡Tan difícil es tomar una posición sentimental honesta en la vida!
Yo, cuando veo a una persona que busca deliberadamente como amigos
a los ricos, a los fuertes, a los hombres de rango, desconfío de
ella; pero cuando veo a otro que busca también deliberadamente a los
desgraciados, a los tristes, a los rencorosos, desconfío más.
Sólo el amor por lo intelectual tiene nobleza en su comienzo y en su
fin.
Delfina era eminentemente social. A mí me chocaba que fuera tan amable
con viejos estúpidos y malhumorados, que apenas si hacían caso de sus
lagoterías.
Había uno, sobre todo, un señor Durand, rico, que a mí me exasperaba.
Era un hombre gordo, rojo, apoplético, con un pelo blanco que parecía
lana, unos ojos claros y una voz con notas agudas de falsete. Era el
hombre de las observaciones mal intencionadas. Yo, en un período de
revolución y teniendo poder, lo hubiera mandado fusilar sólo por el
tipo.
Cuando tuve confianza con Delfina le dije:
--Me choca que haga usted caso y que prodigue usted sus amabilidades
a ese viejo estúpido y antipático, que además no le agradece su
solicitud. ¡Qué manera de dilapidar la amabilidad!
--Pero así hay que ser: todos tenemos defectos.
Claro que todos tenemos defectos--pensaba yo--. Hay hasta defectos que
son muy simpáticos. Lo que me chocaba es que Delfina tuviera simpatía,
estimación por gentes pesadas, plúmbeas, sin ninguna cualidad.
Entonces sentía yo por la burguesía, por el filisteo negado y
petulante, un odio verdaderamente violento.
Me hubiera parecido una obra casi meritoria, encontrando un tipo de
estos estúpidos, satisfechos y mal intencionados, como el señor Durand,
el quitarle el dinero, el arrebatarle la mujer y el seducir a su hija.
Hoy ya la más intensa de las estupideces me deja frío.

LA IDEA SOBRE
ESPAÑA
Si algunas veces yo chocaba con las opiniones de Delfina llevándole
la contraria, ella me hería siempre que hablaba de España y de los
españoles. La mala opinión que tenía de nosotros me irritaba, y a veces
la replicaba violentamente. Todos hablaban de España con ironía, como
de un país atrasado, sucio, bárbaro, que no hacía nada bien. Esto me
ofendía, y pensaba en devolver el golpe que me daban. Me irritaba luego
el ver que yo, en el fondo, era más rencoroso que ellos, porque yo
recordaba durante algún tiempo lo que me había ofendido, y ellos, con
esa superficialidad francesa, se olvidaban en seguida de lo que habían
dicho.
Una vez que me quejaba delante de Delfina de la mala opinión que tenían
los franceses de nosotros, ella me dijo:
--A los franceses nos da España una impresión de barbarie y de
tosquedad.
--Sí; también a nosotros Francia nos da una impresión de relajación.
Para un español, todos los franceses son cornudos, y, naturalmente,
todas las mujeres engañan a sus maridos.
--Pero eso es una falsedad.
--Es posible; pero, ¿por qué no ha de ser una falsedad también la
opinión de ustedes sobre España?


XII
LA DUQUESA Y SU ABATE

UN día, en la puerta del hotel, me encontré a un abate que me preguntó,
en castellano, dónde estaba el Consulado de las Dos Sicilias. Le dije
que no lo sabía, pero que podía preguntar en el Consulado de España, en
la plaza de Armas.
A la hora de comer le volví a ver al abate. Era un tipo raro, con una
cabeza dantesca. Llevaba melenas. Tenía la frente ancha, arrugada,
tempestuosa; el entrecejo, fruncido; la nariz, corva, un poco roja; los
labios, finos; la boca, sardónica; las cuencas de los ojos, grandes, y
los ojos, negros e inquietos.
Tenía una cara de polichinela, pero de un polichinela sombrío y tétrico.
Al volver a encontrarle me saludó con una profunda inclinación de
cabeza.
Al mozo del hotel le pregunté:
--¿Quién es este tipo?
--Es un abate que ha venido con una señora. Se han inscrito en el hotel
así: «La duquesa de Catalfano y el abate Girovanna».
Al día siguiente, el abate me volvió a hablar y me dijo que la duquesa
tenía interés en conocerme. No comprendí qué interés podía ser el suyo,
pero fuí con el abate al cuarto de la duquesa.
Era ésta una mujer de unos cuarenta años, con la cara larga y marchita,
la nariz también larga, el color muy pálido, los labios muy finos,
con las comisuras para abajo. Tenía un aire de galgo, un tipo muy
aristocrático; se manifestaba muy lánguida, muy amable y como sumida
en una profunda tristeza. Toda su vida estaba en los ojos, unos ojos
claros, profundos y enigmáticos que miraban muy atentamente, con una
fijeza de felino.
Hablamos un instante la duquesa y yo, y al salir de su habitación el
abate Girovanna se despidió de mí con grandes demostraciones de amistad.
Volví a interrogar al mozo acerca de aquellos extraños personajes. Me
dijo que la duquesa vivía alternativamente en Nápoles, en Niza y en
París, y que el abate Girovanna hacía las veces de secretario o de
mayordomo, aunque en sus relaciones con la duquesa más parecía el amo.

UN HOMBRE EXTRAÑO
Al día siguiente, el abate Girovanna fué a mi oficina y estuvo
charlando largamente conmigo. Hablaba español muy bien, aunque en su
conversación mezclaba palabras de italiano y de francés. Me invitó
a dar una vuelta; fuimos paseando por los arcos hasta la catedral,
tomamos hacia la muralla, y por el Rempart Lachepaillet salimos a la
Puerta de España.
Me habló de las torres que había habido antiguamente en Bayona y me
indicó los sitios por donde pasaba la muralla galorromana.
--Vamos a seguir un poco hacia San Pedro de Irube--dijo--. Este camino
se conocía antes con el nombre de camino de los Agotes.
Luego vi que, efectivamente, así era.
El abate me dijo que se llamaba Jenaro Girovanna y que había nacido en
Nápoles, aunque se consideraba cosmopolita. Me asombró. Era un hombre
inquieto y turbulento. Sabía diez o doce idiomas. Su cabeza no regía
bien: discurría a veces con buen sentido, pero de pronto desbarraba.
Me dijo que era botánico y médico; me habló de todos los países del
mundo, y me contó unas cosas que me dejaron espantado.
Según él, en los últimos tiempos, en las cortes de Roma, de Nápoles, de
Viena y de Madrid se había envenenado mucho.
--No lo creo--le dije yo.
--No sea usted _naívo_--me contestó él--. Está probado. Muchos
príncipes, palaciegos y cardenales han muerto envenenados.
--¿Y se sigue envenenando?
--No; porque ha habido un químico inglés, Marsh, que ha descubierto
hace un par de años un aparato que revela los rastros del arsénico, y
el arsénico era el veneno más usado.
El abate Girovanna me contó una porción de casos de envenenamiento,
y sólo se interrumpió a la vuelta de nuestro paseo para mirar con
curiosidad un escaparate de una tienda de ultramarinos de la calle de
España, que no tenía nada de curioso.
Al día siguiente, el abate volvió a mi oficina, y salimos a pasear
hacia Anglet.
El abate me interesaba cada vez más. Yo no he conocido un hombre
más sugestivo que aquel siniestro polichinela. Tenía una ciencia de
benedictino, una memoria repleta de datos, de ideas, de conocimientos.
A esto unía una versatilidad de mujer histérica y una imaginación
de taumaturgo. Era una cabeza capaz de abarcarlo todo. La historia
la conocía al dedillo; se ponía a hablar de geología y explicaba la
formación de los terrenos con un lujo de detalles de un especialista;
de esto pasaba a la política o a los idiomas, y se veía que no sólo
sabía de todo, sino que tenía de la mayoría de las cosas una idea
propia y original.
Sabiendo que yo era vasco me habló del vascuence y me explicó una
porción de particularidades del idioma que yo ignoraba.
El abate tenía unas opiniones radicales. Decía que el cristianismo y
los bárbaros del Norte habían perdido el mundo.
Para Girovanna todas las extravagancias de la época tenían una gran
importancia: la frenología, el magnetismo animal, la necromancia. Creía
también, o por lo menos aceptaba, la posibilidad de que existieran
elixires de larga vida y bebedizos hechos con sangre de niño. Hablando
de esto expuso la teoría de que la sangre fresca, fuerte, debía
emplearse en ciertos casos en alargar la vida de los hombres superiores.
Cada vez que le veía al abate mostraba una nueva faceta. Resultó que
era también algo ventrílocuo y prestidigitador. Lo más curioso suyo
era el rápido cambio de estado espiritual. Pasaba de la alegría a la
tristeza, y de la risa casi al llanto, sin tránsito apenas.
A mí me producía una mezcla de atracción y de horror. Algún día no
apareció; luego me dijo, más tarde, que a veces tenía dolores muy
fuertes en el pecho y en la cintura, y que para calmarlos tomaba opio.
Sus observaciones frenológicas eran muy curiosas; de repente cambiaba
de aspecto y se notaba que experimentaba una gran curiosidad o una gran
repulsión por una persona en cuya cabeza había visto algún signo que le
desagradaba.
--Tiene usted la sagacidad comparativa--me dijo una vez.
--Y eso, ¿en qué se distingue?
--En esa protuberancia de en medio de la frente.
Yo, no sé por qué, no creía en esto gran cosa, y se lo dije.
--Pues hay algo de verdad--replicó él--. Fíjese usted en los hombres
valientes, decididos, que tienen condiciones para la música y las
matemáticas. Verá usted que casi siempre tienen la cabeza ancha y las
sienes abultadas; en cambio, en los grandes poetas, en los artistas,
en los historiadores, no verá usted con frecuencia esas cabezas, sino
cabezas largas, con la frente prominente.
--¿Y yo qué clase de hombre soy, según usted?
--Usted es un hombre sensual; pero hay dos cosas en usted fuertes que
corrigen su sensualidad.
--¿Y son?
--La intuición y la lógica. Usted no hará grandes tonterías; si las
hace será llevado por el orgullo o por la curiosidad, impulsado por una
pasión intelectual, pero nunca por el instinto ciego.
A la semana de conocerme, el abate me dió un frasquito que contenía un
narcótico.
--Guárdelo usted--me dijo--; a veces se encuentra uno con una persona
que estorba. Se le dan unas gotas de este licor en un vino _capitoso_,
y ya lo tiene usted fuera de combate.
Hice la prueba dándole unas gotas en un terrón de azúcar al perro
del hotel, que se quedó durante muchas horas dormido. En vista de la
eficacia del narcótico me decidí a llevar siempre el frasquito en el
chaleco, en el bolsillo del pecho, hasta que pensé que estaría viejo y
lo tiré.

UNA PROPOSICIÓN
A los diez o doce días de conocerle, el abate me propuso ser secretario
de la duquesa. El empezaba a perder la memoria y a estar demasiado
nervioso. Me daría quinientos francos al mes y todos los gastos
pagados. Tendría en perspectiva una vida espléndida, viajes, gran
mundo, trato con mujeres hermosas... Como para mostrarme la generosidad
de la duquesa me mostró un sobre lleno de diamantes y esmeraldas que
ella le había regalado.
Yo, pensando en Aviraneta, le contesté que tenía que consultar con mi
padre.
--¿Para qué? Los padres nunca saben dar buenos consejos...; pero, en
fin, haga usted lo que quiera.
Estaba indeciso; la proposición me halagaba extraordinariamente. No
sabía qué hacer, y me decidí a explicar el asunto a Delfina.
Ella me dijo que le parecía una imprudencia el seguir a la duquesa y al
abate, que probablemente serían unos aventureros.
--Es muy extraño--añadió ella--que le hagan un ofrecimiento así, sin
motivo alguno, y sin conocerle. Por lo menos, entérese usted de quiénes
son.
El consejo era bueno y me determiné a seguirle. Fuí a ver al canciller
del Consulado de España para que pidiera al cónsul de las Dos Sicilias
datos de la duquesa y del abate.
Al día siguiente los dos habían desaparecido.

RUMORES
Poco tiempo después corrió el rumor extraño de que la duquesa de
Catalfano era una mujer vampiro.
Se dijo que al ver a un muchacho de la fonda que se había hecho sangre
en una mano le había entrado una gran agitación, brillándole los ojos
como a un ave de rapiña; que tomó la actitud de abalanzarse hacia él, y
que el abate le había detenido.
Luego se añadió que la duquesa necesitaba para vivir el sorber sangre,
y que el abate le llevaba muchachos engañados.
No se pudo averiguar de dónde salió este rumor, ni de qué procedía; a
pesar de no tener la menor verosimilitud, la idea me hacía temblar.
Más o menos claramente, había tenido la sospecha de que la titulada
duquesa era una mujer lasciva que se valía de su secretario para tener
hombres jóvenes.
Luego se dijo que detrás de la duquesa y del abate vino a Bayona un
viejo de Nápoles, a quien el abate le había llevado un hijo que no se
sabía dónde estaba. Tampoco pude comprobar esto. Lo que sí resultó
verdad fué que, en Niza, el abate se hacía llamar Lazaretti, y ella, la
princesa de Campo Chiaro.
También averiguamos que, a una señora vieja del hotel, el abate había
prometido regenerarla y convertirla en un jovencito la primera luna
del año siguiente. La señora estaba desconsolada porque el abate se
había marchado, dejándola preocupada, y pensando, sin duda, en la
transformación que iba a haber en sus instintos para que le empezaran
a gustar las mujeres más que los hombres. Con este motivo se habló de
Cagliostro, del conde de San Germán, de los elixires, de los vampiros y
de los brucolacos.
Yo no creí gran cosa que Girovanna fuera un bandido. Más bien pensaba
que era un hombre fantástico y raro y amigo de asombrar con sus
conocimientos y sus ideas; pero aun así me producía cierto espanto.
Delfina se rió mucho comentando los peligros a que me hubiera expuesto
si llego a aceptar la plaza de secretario de la Catalfano.
--Lo que me choca es que creyera usted que le iban a hacer un
ofrecimiento tan espléndido por nada. Algo le tenían que pedir.
--Sí; es verdad.
--En parte es usted muy modesto, y, en parte, muy orgulloso.
A veces, en sueños, recordaba a la duquesa y al abate con sus ojos
hundidos y su aire de polichinela, y muchas veces imaginé que entre los
dos me metían en una campana de cristal y me dejaban exangüe y blanco
como un papel.


XIII
LA ARBITRARIEDAD

IBA intimando más con madama D'Aubignac y asistiendo con frecuencia a
su casa.
Delfina encontraba que mi manera de hablar francés era dura y
recortada, y me recomendó que aprendiera de memoria trozos de Corneille
y de Racine, como el sueño de Atalia, el furor de Hermiona, las
imprecaciones de Camila, cosas que me aburrían lo indecible. También
me recomendó que leyera en voz alta los _Mártires_, de Chateaubriand.
Tampoco podía con ellos; todos los personajes del ilustre vizconde
me parecían de cartón, figuras sin relieve ni calor humano, como las
estampas que reproducían cuadros de Ingres y de David, que tanto
gustaban a Delfina.
Para convencerme con el ejemplo, madama D'Aubignac me leyó una
vez aquel trozo de los _Mártires_: ¡Pharamond! ¡Pharamond, nous
avons combattu avec l'épée! Ella pronunciaba esto de una manera
perfiladísima; a mí me parecía todo ello amaneramiento y afectación. Si
no de una manera clara, con algún circunloquio se lo dije.

LA AFECTACIÓN
Y LA TRADICIÓN
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