El amor, el dandysmo y la intriga - 08

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--¿De verdad?
--Sí.
--¿Y por qué?
--Yo le tengo cariño a Jorge, le tengo por un caballero, por un hombre
noble y bueno.
--Yo también.
--Yo desearía conservar con él una buena amistad, pero él no se
contenta con eso.
--El quisiera ser su amante.
--No.
--Pues entonces, ¿qué quiere?
--El quisiera que yo abandonara mi casa y fuéramos juntos los dos a
otro país.
--¿Y los hijos?
--El me decía que nos llevaríamos los hijos.
--¿Pero su marido de usted?
--A mí, ¿qué quiere usted? No me importa nada mi marido, pero lo que no
puedo sacrificar es mis hijos. Prefiero ser desgraciada.
Hablando del asunto llegué a comprender la situación respectiva de
Delfina y de Stratford. Ella le había dado a entender la posibilidad de
que él fuera su amante sin escándalo, lo que ocurría en muchos hogares.
El no aceptaba la solución. Nada de bajo adulterio, ocultándose del
marido. Afrontar la situación desde el principio y marcharse a otro
país.
--Jorge es un corazón noble y yo le admiro ahora más que antes--dijo
Delfina.
Hablamos largamente y me pidió que la primera vez que le viera a
Stratford le sondeara acerca de sus intenciones.
Al despedirme de ella, Delfina me dijo:
--Cuento con su discreción, Leguía, ¿verdad?
--Una vez he podido ser imprudente, pero dos, no.
--Así lo espero. Además, aquello era una niñería.
Cuando salí a la calle, todo lo que se me había ocurrido mientras
hablaba con Delfina se lo dije al viento:
--Señora: usted es muy alambicada y muy cuca; quiere usted religión y
libertad de pensamiento exclusiva para usted, costumbres muy severas y
al mismo tiempo facilidad en las pasiones; ser muy honorable y tener
un amante, tener un hombre enérgico y altivo y al mismo tiempo que se
doblegue a sus necesidades y a sus caprichos. Todo esto no se encuentra
mas que en Jauja o en el país de las Gangas. Yo no diré nada, pero no
seré tampoco el que intervenga en sus asuntos.


XIII
VUELTA POR ESPAÑA

COMO quería cumplir el encargo de Altuna y dar informaciones precisas a
don Eugenio, me preparé a ir a San Sebastián; pedí pasaportes y cartas
de recomendación a González Arnao, quien me recomendó al coronel inglés
Colquhoun.
Partí de Bayona para San Juan de Luz, fuí a Socoa y salí en un
pailebote que marchaba a San Sebastián. Llegué a la ciudad donostiarra
y me vi inmediatamente con Alzate y Orbegozo. Alzate me dijo que con
quien podría enterarme bien de las intenciones inglesas con respecto
a Muñagorri, sería hablando con el coronel Colquhoun, que estaba en
aquel momento en Ategorrieta. Seguramente la carta de González Arnao
me serviría para llegar a él. Respecto a los planes de los generales
cristinos, él me daría una carta para el general Jáuregui.
A la mañana siguiente tomé un coche y fuí a Ategorrieta. Llevaba en
aquel punto mucho tiempo acantonada la Legión inglesa. A la entrada del
barrio había un letrero con pintura negra en una pared: Westminster
Square, y en otra esquina ponía Constitution Hill (colina o cuesta de
la Constitución). Este segundo letrero duró mucho tiempo; yo lo vi
quince años después. Algunos supusieron que quedaba porque Hill, en
vascuence, quiere decir muerto, y los campesinos vascos, en su mayoría
carlistas, al leer Constitution Hill, suponían que decía Constitución
muerta.
Al acercarme al barrio me detuvo un centinela, que llamó a un cabo,
quien me condujo al Cuerpo de guardia. Cerca había una fila de carros,
caballos y cañones.
Entramos el cabo y yo en el Cuerpo de guardia británico.
Los soldados ingleses, con sus casacas rojas, se paseaban de arriba
a abajo con las manos cruzadas en el pecho, silbando o tarareando;
otros, sentados en los bancos, cosían un botón o remendaban una ropa
vieja. En la pared estaban colocados los fusiles, y en medio había un
brasero lleno de tablas ardiendo. Había un olor fuerte a tabaco. Salió
un oficial, le pregunté por el coronel Colquhoun, y me indicó una casa
próxima al camino de Pasajes.
Aquellos ingleses me parecieron gente de buen aspecto, a pesar de
que tenían mala fama como soldados. Se decía que eran vagabundos
enrolados en los muelles y en las tabernas de Inglaterra; se añadía que
desertaban a la mejor ocasión a las filas liberales o carlistas; que
robaban en los pueblos, y que se emborrachaban siempre que podían.
A pesar de esto se habían batido como leones a las órdenes del general
Lacy-Evans en la batalla de Oriamendi.
En la casa que me indicaron como residencia del coronel Colquhoun vi a
un soldado inglés con su mujer y dos chicos en brazos. Le pregunté si
sabía si vivía allí el coronel, y me dijo que sí.
Colquhoun me recibió muy amablemente, pero me dijo que no sabía nada;
él influía con el comodoro lord John Hay para que no se abandonara la
empresa de Muñagorri, pero no conocía los planes del Gobierno inglés.
Colquhoun me pareció un hombre amable y culto. Era matemático e
ingeniero, y por la presión de lord John se había metido a politiquear
y a intrigar, cosas para las cuales no tenía condiciones.
Volví a San Sebastián y fuí a Hernani, en donde me dijeron que
encontraría a Jáuregui. Efectivamente, le encontré; le di la carta de
Alzate, y me preguntó por mi tío Fermín, y nos hicimos muy amigos.
Tenía él que ir a Urnieta; le ofrecí mi coche; aceptó, y fuimos juntos.
Me dijo que O'Donnell y él pensaban hacer un reconocimiento en Vera, y
que le iba a ver en aquel momento al general para ponerse de acuerdo en
los detalles de la expedición.
--¿Cree usted que yo le podría hablar a O'Donnell?--le pregunté a
Jáuregui.
--¿Acerca de qué?
--Acerca de la actitud que piense tener con relación a Muñagorri.
--No le contestará a usted nada.
--¿Está usted seguro?
--Segurísimo. O'Donnell es un hombre impasible, impenetrable; le oirá a
usted muy amablemente, le preguntará lo que usted opina, le escuchará
con mucha atención, y cuando usted intente averiguar lo que cree él
de esto o de lo otro, sonreirá y pasará a otro asunto. Además, esa
cuestión de Muñagorri es un punto que no le gusta tratar.
--Entonces no le preguntaré nada.
--¿Usted es de Vera?--me preguntó Jáuregui.
--Sí.
--¿Quiere usted venir al reconocimiento que vamos hacer en su pueblo?
--Con mucho gusto.
--¿Dónde para usted?
Le di mis señas en San Sebastián.
--Bueno, yo le avisaré a usted.
Llegamos a Urnieta. Urnieta tenía todavía las huellas de la batalla
dada por O'Donnell el otoño pasado, que había costado el incendio casi
total del pueblo. Dejé a Jáuregui en una casa próxima a la iglesia, y
entré yo en una taberna, donde pedí una botella de sidra. En la taberna
había un hombre manco y tuerto, con una blusa larga, que llevaba un
montón de papeles bajo el brazo. Tenía el hombre aquel cierto aire de
sacristán y una voz un poco aguda. Hablamos.
--¿Viene usted aquí de paseo?--me preguntó.
--Sí; ¿y usted?
--Yo, por el comercio.
--¿Por qué comercio?
--Vendo canciones.
--¡Hombre! ¿A ver qué canciones tiene usted?
--Son canciones carlistas.
--Muy bien. Yo soy liberal, pero eso no me importa. ¡A ver, cante
usted!
El manco empezó a cantar, con su voz aguda, una canción sobre O'Donnell
y la quema del pueblo, que empezaba así:
Orra nun den Urnieta,
Ez ta besteric pareta,
Malamentian erreta.
(Ahí está Urnieta, no quedan más que las paredes, malamente quemadas.)

O'Donnell generala
Zubela aguintzen
Fanfarroi zebillen
Etchiac erretzen.
Solamente jauna ori
Ez da gaitz itzuzen,
Chapela galdu eta;
Hernani sartu zen.
(El general O'Donnell mandaba y andaba muy fanfarrón quemando las
casas. Solamente ese señor es difícil de asustar; perdió el sombrero y
entró en Hernani.)

Chapela galdu eta
Gañera saldiya,
Beste bat artu eta
Iguesi abiya,
Guezurra gabetanic
Esango det eguiya,
Traidoria da eta
Cobarde aundiya.
(Perdido el sombrero y además el caballo, tomando otro para correr más
deprisa, sin mentira diré la verdad, porque es traidor y cobarde.)

Santo Tomás eguneco,
Amar terdiyetan,
Etsagon atseguin
Ategorrietan.
Pechotican eztuta
Caqueguin galzetan.
Orra sein cobardiac
Dirade beltzetan.
(El día de Santo Tomás, a las diez y media, no estaba muy tranquilo en
Ategorrieta. Con el pecho oprimido y ensuciados los calzones. Ahí se ve
lo cobardes que son los negros.)

Luego, el manco cantó otras canciones que, a pesar de ser primitivas y
bárbaras y casi siempre incoherentes, no dejaban de tener gracia. Una
de ellas, contra los extranjeros, comenzaba así:
Francesac ta inglesac berriz
Cecen icusten dabiltz
Barrera gañetic irritz,
Arriya tira escua gorde
Eguindigute bost alditz,
Au consideratzen balitz.
Baliyoco luque aunitz
Buru gogorric ez balitz.
(Los franceses y los ingleses de nuevo están viendo los toros desde la
barrera, riéndose; tiran la piedra y esconden la mano; nos lo han hecho
muchas veces. Esto lo comprenderíamos muy bien si no tuviéramos la
cabeza tan dura.)

Este reconocimiento de la dureza de nuestra cabeza vasca me hizo reír a
carcajadas.
Después de la rabia contra los extranjeros venía el rencor contra los
castellanos y los hojalateros, que querían que continuara la guerra:
Orien votoz necazariyac,
Pasabiarcodu dieta.
Erdealdunaren copeta.
Morralac ondo beteta
Guero iguesi lasterta.
(Por el voto de esos, los trabajadores tendrán que vivir a dieta.
¡Qué tupé el de los forasteros! Llenan bien el morral y luego echan a
correr.)

Después de estas imprecaciones y cóleras el manco cantó una canción
filosófica que comenzaba así:
Aurten eztegu izango
Fortuna charra;
Bici galdu ezquero,
Acabo guerra.
(Este año no tendremos mala fortuna; perdiendo la vida, se acabó la
guerra.)

Le compré al cantor varias de sus canciones y volví a San Sebastián,
y esperé a que me avisara Jáuregui para ir a Vera. En tanto, pedí
a Bayona un libro que había comprado meses antes, que se titulaba
_Campañas de 1813 y de 1814 sobre el Ebro_, _los Pirineos y el Garona_,
por Eduardo Lapene. Cuando me lo mandaron leí la parte que hablaba de
combates entre franceses y aliados en el Bidasoa y en las proximidades
de Vera.
Aquellos días de lluvia charlé bastante con el antiguo amigo de
Aviraneta, el cabo de chapelgorris, Juan Larrumbide, Ganisch, en la
taberna del Globulillo, de la calle del Puerto de San Sebastián, quien
me dijo que iba a ir también en la expedición a Vera.
El día primero de abril me avisó Jáuregui y fuimos a Oyarzun.
A mí me dieron un hermoso caballo, y, como llevaba un magnífico
impermeable y un sombrero también impermeable, llegué sin mojarme a
Oyarzun.
Ganisch, que conocía todos los rincones de la provincia, me llevó a un
caserío de Arichulegui, donde comimos admirablemente y donde dormimos
igualmente bien.
Por la mañana, nos levantamos, y, a la hora de la diana, tomé yo mi
caballo, y, con mi impermeable y mi sombrero de hule, seguí a la
comitiva de Jáuregui. Nos encaminamos hacia la peña de Aya, pasamos por
la ermita y la ferrería de San Antón, por el mismo camino por donde
fueron las tropas de Wéllington y donde murieron despeñados muchos
soldados y oficiales ingleses. A media tarde llegamos a los montes
próximos a Vera, y allí se acampó.
Ganisch me llevó al barrio de Zalaín, próximo al Bidasoa, al caserío
del cabecilla Gamio.
Gamio fué el capitán de una partida liberal que, en una correría a
Zugarramurdi, mató al coronel carlista don Rafael Ibarrola. Al volver
de la expedición, el mismo día, Gamio fué visto por una patrulla
carlista cuando descansaba, a la puerta de un caserío, con sus
partidarios, y le soltaron una descarga cerrada y lo mataron. En Vera
se había confundido el hecho y se creía que la muerte de Ibarrola era
debida a mi tío Fermín Leguía, que por entonces estaba en Cuenca.
Me recibieron muy bien en el caserío de Gamio, el hijo y las hijas del
partidario liberal. Cenamos espléndidamente, y tuvimos baile después de
cenar. Por la mañana me presenté en una chavola de Alcayaga, en donde
estaban reunidos Jáuregui, O'Donnell y otros jefes.
--¿Qué ha hecho usted?--me preguntó Jáuregui.
Le conté cómo había pasado la noche.
--Es usted un hombre de suerte.
No acababa de decir esto cuando una granada dió en la puerta de la
chavola y la hizo polvo, y uno de los cascos pasó por encima de mi
cabeza.
Nada; no tenía duda. Era un hombre de suerte.
Los carlistas sabían ya dónde estaban los generales enemigos, y
disparaban allí.
Salimos fuera; O'Donnell, Jáuregui y los oficiales del Estado Mayor
montaron a caballo, y yo hice lo mismo, y lucí mi impermeable y mi
sombrero de hule.
El tiempo estaba malo: llovía y venteaba.
El Bidasoa venía muy crecido.
--Vamos a ver--me dijo Jáuregui--, ¿cómo pasaremos mejor el río?
--¡Supongo que no querrán ustedes forzar el puente!
--No.
--El hacerlo costó mil bajas a los franceses en 1813 y la pérdida del
general Vander-Maesen, que murió aquí.
--¡Tantas bajas hubo!--exclamó Jáuregui--. No lo sabía. Por entonces,
yo estaba herido en Cestona; por eso no pude tomar parte en la batalla
de San Marcial.
--Por lo que he leído, si no murió más gente francesa fué porque un
jefe del batallón, Lunel, se colocó en esta orilla y cañoneó esas dos
casas de enfrente y el fuerte de ese alto, llamado Casherna.
--Es curioso. Desechada la idea de forzar el puente hay que intentar
atravesar el río por otro lado. ¿Por dónde le parece a usted mejor?
--Por aquí, aguas arriba, se puede ir hasta el puente de Lesaca, por
donde pasaron los ingleses de Wéllington en 1813. El puente quizá esté
fortificado por los carlistas.
--Sí.
--¿Y el de Endarlaza?
--Lo mismo.
--Entonces, creo que lo mejor es que algunos de sus hombres vayan a
Zalaín, saquen la barca, que quizá la tengan escondida los campesinos,
y vayan pasando y fortificándose en la otra orilla.
Jáuregui conferenció con O'Donnell; decidieron esto y fué marchando
hacia Zalaín un grupo y después una compañía de chapelgorris, que cruzó
luego el río.
La situación respectiva de carlistas y liberales era ésta; ellos tenían
algunas fuerzas en el pueblo, varios tiradores en dos casas situadas no
muy lejos del puente, una de ellas llamada Dorrea, y otra que era una
antigua hospedería de peregrinos de Roncesvalles; tenían fortificado
el puente, unas compañías en un fortín de un alto llamado Casherna
y patrullas en el monte de Santa Bárbara. Los nuestros estaban en
un barrio de Lesaca, de nombre Alcayaga, y diseminados por el monte
Baldrún y por la orilla del río.
Para distraer a los carlistas se hizo un simulacro de atacar el puente
y se enviaron varias compañías hacia Lesaca. Se cambiaron cañonazos de
un lado y de otro y, al mediodía, los chapelgorris se apoderaron de
las primeras casas del pueblo.
Entonces empezaron a pasar más soldados por la barca de Zalaín y
comenzaron a aparecer y avanzar por la orilla del río. Los tiradores de
las dos casas, Dorrea y la hospedería de peregrinos, se opusieron a su
avance; las cañones de O'Donnell bombardearon las casas hasta que las
desalojaron.
Al ocupar las dos casas próximas al río los liberales, los tiradores
carlistas del puente se vieron mal y lo abandonaron. El puente estaba
libre de enemigos, pero lleno de obstáculos, y los que fueran a
quitarlos se exponían a ser cazados.
Entonces los soldados de Jáuregui cogieron dos carros con hierba y
los fueron llevando por el puente, y, avanzando detrás, quitaron los
obstáculos, y los nuestros comenzaron a pasar y a marchar al pueblo.
Un grupo de veintitantos carlistas, al mando de un sargento, quedó
rodeado en la plaza por los chapelgorris y los soldados cristinos, y
los veintitantos subieron a la torre de la iglesia y se fortificaron
allí. Por la noche bajaron de la torre con una cuerda y se escaparon.
Al anochecer, Ganisch y yo y un liberal del pueblo, al que llamaban
Laubeguicoa, fuimos a una posada de Illecueta y cenamos con unos
carlistas; pasamos parte de la noche cantando, y dormimos muy bien.
Por la mañana volvimos a la plaza de Vera. Le conté a Jáuregui dónde
habíamos estado, lo que le siguió pareciendo un exceso de suerte.
Al día siguiente de entrar en el pueblo los liberales, tenían las
casas, la iglesia y el calvario; los carlistas estaban en un alto
enfrente de Vera, en un fuerte, con un cañón que lo disparaban a cada
paso. Lo que me hizo gracia es que los cornetas del fuerte carlista,
de cuando en cuando, tocaban la jota navarra, como para demostrarnos a
nosotros que no nos temían.
Yo le dije a Ganisch que alguno de nuestros chapelgorris tocara con la
corneta _Andre Madalen_ y _Ay ay, mutilla_.
Los carlistas, como ofendidos al oír nuestra música, dejaron de tocar
la jota.
Yo me acerqué varias veces, a caballo, con mi esclavina y mi sombrero
de copa, al reducto de Casherna, y oí silbar las balas cerca de mi
cabeza.
En dos días, a fuerza de zambombazos, quedó desmontado el cañón
enemigo, desmoronado el fortín, y los carlistas abandonaron los
alrededores de Vera.
Toda esta acción, en mi pueblo, no me pareció muy diferente de una
pedrea de chicos. Al menos, en ingenio, no había gran superioridad de
los militares profesionales sobre los chicos. La única superioridad que
se podía encontrar era que en esta lucha de soldados había muertos de
verdad; hombres con el pecho agujereado y las piernas rotas.
Pensé varias veces, aunque, naturalmente, no me atrevía a decírselo a
nadie, que esto de la guerra, como ciencia, es una verdadera tontería;
yo creo que la guerra es una cosa instintiva; así se comprende que un
cura, o un maestro de escuela, metido a guerrillero, pueda tener en
jaque a cualquier general: que un moro desharrapado haga maniobrar a su
gente como el más perfecto táctico.
El 5 de abril, O'Donnell y Jáuregui se dispusieron a volver a sus
campamentos; yo me uní a unas tropas francesas que habían avanzado
desde el lado de Oleta a Vera, y fuí con ellas hasta la frontera, y
luego, solo, a San Juan de Luz.
La acción a la que había asistido me pareció poca cosa y me afirmé en
la idea de que si alguna vez tenía que tomar parte en la guerra, no
sentiría el menor miedo. Mi dandysmo estaba por encima del peligro de
las balas.


TERCERA PARTE
NUEVOS CONOCIMIENTOS

EN SAINT-MORITZ
CADA nueva parte de mi libro la voy escribiendo en distintos lugares.
Ahora he venido a Saint-Moritz, sitio de moda, por el que tenía alguna
curiosidad, pero pienso pasar poco tiempo. Este hotel, grande como un
cuartel, con tanto millonario, me ha dejado espantado.
El enorme edificio está lleno de judíos, de americanos, de japoneses,
casados con francesas e inglesas, y hasta de chinos.
¡Qué decadencia la de nuestro continente! Por todas partes no se ven
mas que amarillos, negros y achocolatados. ¡Qué pisto! Dentro de
algunos años, en Europa no quedará un europeo de verdad: todos serán
mestizos y habrá una extraña mezcla de sangre de todas partes.
Entonces, esta vieja Europa, que no tiene ya ideales, no tendrá tampoco
razas un poco limpias, y la común basura humana será el patrimonio de
sus ciudades y de sus campos.
La contemplación de la naturaleza no me compensa del desagradable
espectáculo de esta jaula de micos que me parece el hotel.
Es curioso el poco entusiasmo que siento por la naturaleza alpina.
Acostumbrado al país vasco, con sus montes pequeños y claros, estas
enormes montañas me cansan, me abruman, me parecen extrahumanas y casi
desagradables.
El resplandor de las manchas de nieve en los montes, como trozos de
porcelana sobre el cielo azul, me hace daño a la vista.
Esta naturaleza grandiosa no la encuentro atrayente. Es una naturaleza
de aire cósmico, nada humanizada, monótona de de color, que se ofrece,
como una virgen selvática, al hombre joven y fuerte, y que desdeña la
debilidad y el cansancio.
Creo que el artista no debe encontrar grandes inspiraciones en estos
paisajes, que son para el turismo y la fotografía más que para la
literatura y el arte.
Me dicen que aquí puede haber una inspiración de algo grandioso y
colosal. Yo cada vez tengo más antipatía por lo grandioso y por lo
colosal. No creo en nada colosal. El hombre es, como decía el filósofo
griego, la medida de todas las cosas. Lo que pasa de nuestra medida no
es nada, al menos para nosotros.
Yo me contento con lo que abarca la medida humana; creo que hay en sus
límites materia bastante con que llenar el corazón y la cabeza de un
hombre, y no aspiro a más.


I
PARÍS Y MADRID

A la primera ocasión que tuve fuí a París.
El París de entonces no era el de ahora, este París enorme, cortado
por grandes avenidas con árboles. Era todavía un pueblo de calles
estrechas, misterioso, en donde todo parecía posible. No había este
cuadriculado policíaco actual de la vida, que hace en una inmensa
ciudad como París, Londres o Berlín, se conozca a la gente casa por
casa y cuarto por cuarto.
Eugenio de Ochoa me sirvió de cicerone; pero me enseñó, sobre todo,
aquello que le podía dar lustre a él. Al cabo de quince días volví a
Bayona.
Muy poco tiempo después, al comienzo de la primavera, don Eugenio me
escribió diciéndome que sería conveniente que fuese a Madrid.
Me alegré mucho; tenía curiosidad de ver algo del interior de España.
Me ofrecí a mis amigos y conocidos bayoneses por si querían algo para
Madrid. Gamboa me dió un paquete para que lo entregara al secretario
del infante don Francisco, el brigadier Rosales, y dos cartas: una
para don Ramón Gil de la Cuadra, y otra para don Martín de los Heros,
políticos amigos suyos.
Eugenio de Ochoa me dió también una carta de presentación, para Usoz
del Río.
A mediados de mayo marché a Santander, en barco, y de Santander, con
grandes dificultades, a Madrid. Ya en el viaje me chocó la confusión y
el desorden que había en todo, y me asombró, al entrar en Castilla, la
cantidad de páramos y de desiertos que atravesamos.
Don Eugenio me esperaba en la Aduana, a la bajada de la diligencia, y
me llevó a una casa de huéspedes de la calle del Lobo, donde vivía él.
Verdaderamente, Madrid me pareció feo y destartalado. La Puerta del Sol
era una encrucijada sin importancia; todo lo encontraba muy polvoriento
y descuidado.
--La verdad es que esto, al lado de París--le dije a don Eugenio--,
parece poca cosa.
--¡Ah! ¿Tú también vas a ser de esos imbéciles que porque han estado
unos días en París creen que han de despreciarlo todo?
Me callé, dispuesto a hacer las observaciones para adentro.
No es que yo despreciara Madrid, al revés; para mí, naturalmente,
era más interesante que París, porque en París no podía ver nada mas
que paredes y calles, y en Madrid hablaba con gentes de cosas que me
interesaban. Cierto que entonces todavía tenía ese pobre entusiasmo de
admirar una calle ancha y recta, o un monumento muy grande, como si por
eso fuera uno más feliz; pero, aun a pesar de eso, como español, Madrid
me interesaba más que París.
Yo comprendía claramente que ante la vida europea los españoles éramos
muy poca cosa, que no pesábamos apenas nada. Madrid no llegaba a ser
mas que un barrio pobre de París.
¡Y la gente! ¡Qué mal aspecto! ¡Qué aire de miseria, de mala
alimentación!
--Esta pobre España tan enteca, tan mal dotada, ¿cómo ha podido hacer
tanta cosa?--me preguntaba yo--. Ha sido el brío, la confianza, la
ilusión, la que ha hecho levantarse estos Escoriales en medio de
nuestros páramos. Hemos sido arquitectos con cañas, hemos construído
sin medios; así ha resultado todo tan inconsistente.
En el tiempo en que yo he vivido, y sin ofrecer la historia española
un interés universal, ¡qué tipos ha tenido nuestra época!, ¡qué fuerza
y qué gallardía! Mina, el Empecinado, Zurbano, Zumalacárregui, don
Diego León... Si hubiera habido entre nosotros un poeta, estos hombres
hubiesen llegado a ser universales, no por su ideología, que era
seguramente mísera, sino por su brío y su prestancia. Yo en Madrid
disentía un tanto de la opinión de las gentes; me hablaban mal del
clima de la corte, que a mí me parecía magnífico, y me elogiaban cosas
que yo no encontraba tan admirables. La Puerta del Sol, este pequeño
foro, con sus militares, sus intrigantes, sus cesantes, sus rateros,
sus mozos de cuerda, sus desharrapados políticos, sus sablistas y sus
aguadores; todos estos grupos de hombres harapientos, con manta y
calañés, y de señores con capa y sombrero de copa; las manolas de rumbo
que pasaban a pie o se mostraban en las calesas; los chicos que corrían
descalzos, vendiendo papeles y hojas volantes; toda esta gusanera
revolviéndose al aire me interesaba mucho.
Paseé en el Prado con sus lechuguinos, sus damas aristocráticas, sus
jóvenes oficiales; vi a la Reina Madre con Muñoz en su landó, y a la
Reina niña, en un coche, tirado por seis mulas grises.
Pasé el tiempo en los cafés obscuros, llenos de humo, con los espejos
manchados por las moscas, los divanes, que olían a terciopelo
arratonado; los mozos, que servían de mala gana; frecuenté la Fontana
de Oro, la Cruz de Malta, el Café Nuevo, el de Venecia, el de San
Sebastián; y vi en ellos tipos de todas clases, militares de las varias
guerras españolas de la Península y de las Colonias, exclaustrados,
masones, etc., etc. Leí _El Guirigay_ y _El Fray Gerundio_, y los
folletos anónimos y los papeles que corrían de mano en mano.
Estuve también en los toros a ver a Paquiro Montes, y hablé con él un
momento en el Café Nuevo.
Pasaba poco tiempo en la casa de huéspedes. Tenía en ella un cuarto
bastante grande, blanqueado, un tanto obscuro, con una cama de madera,
y en las paredes, estampas de Atala y de los Incas, con la leyenda en
castellano y en francés. Siendo el cuarto tan triste y estando la calle
tan alegre, ¿cómo quedarse en casa? La misma reflexión debían hacerse
la mayoría de los madrileños, a juzgar por la gente que andaba por las
calles.
Por la mañana, el criado que cepillaba las botas me despertaba cantando
canciones liberales:
Guerra, guerra a muerte,
a tiranos y a esclavos,
o aquello de
Viva, viva, viva,
viva la nación;
viva eternamente
la Constitución.
El oír estos _guerras_ o estos _vivas_ era señal de que había que
levantarse. Efectivamente, me levantaba, y ya no volvía a casa hasta la
hora de comer, si no comía fuera.
Hice mis visitas.
Primeramente fuí a ver a los amigos de Gamboa, don Martín de los Heros
y don Ramón Gil de la Cuadra.
Estos dos señores, los dos vizcaínos, de Valmaseda, vivían en la misma
casa de la calle de Cantarranas, hoy Lope de Vega, donde también había
vivido Argüelles. La casa era un antro de progresismo. En la visita a
Gil de la Cuadra tuve el maligno placer de hacerle hablar de Aviraneta,
diciéndole que Gamboa había estado muy preocupado con la estancia de
don Eugenio en Francia.
Gil de la Cuadra habló pestes de Aviraneta: dijo que era un miserable
intrigante, traidor a la masonería, difamador, enemigo de todas las
personas sensatas, y a quien debían poner a la sombra. Noté que no
podía decir contra don Eugenio nada en concreto.
También visité a Usoz del Río, a quien encontré en compañía de don
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